domingo, 8 de septiembre de 2024

El vicio lo llevó a la muerte

UNA VISITA EN LA U.C.I.

         Al finalizar la Celebración de la Palabra dominical, una mujer joven se acercó a la sacristía con el deseo de hablar conmigo. Mientras guardaba mi alba en la maleta para prepararme para la siguiente celebración, ella me compartió, con lágrimas en los ojos, la difícil situación que atravesaba su familia. Su padre estaba muy grave en la Unidad de Cuidados Intensivos, tras haber sido agredido en la calle y haber estado desaparecido durante varios días.

         La escuché atentamente y le propuse orar por la salud de su padre, a lo que ella asintió con gratitud. Sin embargo, su petición fue más allá: me invitó a visitar a su padre en el hospital esa misma tarde para orar por él en su lugar de convalecencia. Mis domingos por la tarde suelen ser tranquilos; generalmente descanso en mi habitación, aprovechando para ponerme al día con la política internacional o las noticias del momento. Por eso, acepté con gusto aquella invitación tan especial. Tras compartir nuestros números de teléfono, fijamos la hora de encuentro y nos despedimos. Ella se marchó aliviada, sintiendo que había cumplido su propósito: deseaba que alguien la acompañara en su angustia y orara por la salud espiritual y física de su agonizante padre.

         A las dos de la tarde, recibí una llamada informándome que un taxi me esperaba en la puerta del seminario. Salí rápidamente y allí me recibió el esposo de la joven mujer, es decir, el yerno del enfermo que iba a visitar. Durante el trayecto, me explicó con más detalle la vida de este hombre. Después de haber servido ejemplarmente a su patria como miembro de la Policía Nacional, tras su jubilación se había entregado desmedidamente al consumo de alcohol, llegando incluso a vivir en la calle como un pordiosero. Ignoraba a su familia y rechazaba cualquier intento de ayuda. Parece que, después de tantos años de represión en su labor profesional, encontró finalmente un escape al darse de baja.

         En la puerta del hospital me esperaba la hija, quien me había extendido la invitación. Ya tenía listos los implementos necesarios para ingresar a la Unidad de Cuidados Intensivos: esas prendas azules de protección que se utilizan en entornos quirúrgicos. Caminamos hacia el lugar y, al llegar a la entrada, nos pusimos las batas. Tras obtener el permiso del personal de guardia, ingresamos a la habitación. Allí estaba el enfermo, conectado a una serie de aparatos que le ayudaban a mantenerse con vida. Ese hombre dependía de la artificialidad, y no sabía si aún tenía ganas de vivir o si, por el contrario, deseaba morir; no había forma de saberlo con certeza.

        Al pie de la cama, abrí mi libro de oraciones (la Liturgia de las Horas) para recitar junto al moribundo algunos salmos de confianza en Dios, especialmente los de Completas, la última oración del día. La hija me acompañó con atención y participación, acariciando a su padre mientras lágrimas brotaban de sus ojos y suspiros profundos escapaban de sus labios. A pesar de todo el sufrimiento que su vicio había causado, ella realmente lo amaba, incluso en esos momentos críticos en los que él se debatía entre la vida y la muerte.

Recité los salmos con fervor y la atención necesaria, pidiendo en cada instante al Señor que se hiciera su santa voluntad en aquel hijo suyo, en aquel cristiano que, en su sano juicio, había recibido el sacramento del matrimonio. Al final, ofrecí una oración espontánea entregando su vida al Padre Celestial, suplicando por su perdón y pidiendo que lo hiciera merecedor de la gloria del cielo. En todo momento, la hija oró con profunda introspección, asintiendo a mis palabras y deseando lo mejor para su padre.       

La imposición de manos es un gesto puramente sacerdotal, y como no soy sacerdote, no puedo realizarlo. Sin embargo, dada la intimidad del momento, toqué con mi mano derecha la cabeza del enfermo, como un acto de cercanía hacia él y hacia su hija, que se encontraba a su lado. Creo que, de no haberlo hecho, ella podría haber interpretado mi rigidez como un rechazo hacia su padre. Estos pequeños gestos marcan la diferencia, siempre que se realicen con responsabilidad y conciencia de su significado para quienes los reciben. No se trata de engañar, sino de manifestar lo que las palabras han proclamado. La rigidez no es del Espíritu Santo, ha afirmado en alguna ocasión el Papa Francisco.       

Al colocar mi mano sobre la cabeza del agonizante, noté la falta de parte de su cráneo. Me explicaron que así lo habían encontrado, gravemente herido, tirado en la calle, y que días después fue internado en el hospital. Este era el triste resultado de su alcoholismo. Tenía una esposa, hijos y nietos, una familia que lo amaba profundamente y deseaba ayudarlo a recuperarse, pero él nunca prestó atención a sus esfuerzos. Todo fue en vano.

Después de unos quince minutos, decidí dejarla sola en la habitación y me dispuse a esperar en las inmediaciones de la U.C.I. Ella me había solicitado unos momentos a solas con su padre. Afuera, estaba su esposa, lista para ingresar también a verlo. Su presencia servía más como un apoyo moral para sus hijos, ya que el matrimonio se había roto debido al alcoholismo, un vicio que destruye vidas y familias, del cual muy pocos logran liberarse.    

Mientras esperaba afuera el momento de marcharnos del hospital, reflexioné durante un buen rato sobre lo que hacemos los seres humanos para prolongar la vida. Hay tanta tecnología y tantos métodos científicos, pero la primera persona que debe querer vivir y cuidar su vida es el mismo individuo. Somos responsables de nosotros mismos ante Dios, quien nos ha otorgado el don de la vida.

Exactamente dos semanas después de mi visita, al preguntar por el enfermo, su hija me informó que había fallecido. Ella me agradeció nuevamente por mi oración constante durante ese tiempo. Pude acompañarlos en la misa exequial, cumpliendo así con varias obras de misericordia: visitar a los enfermos, orar por los vivos y los difuntos, consolar a los afligidos y enterrar a los muertos.

La vida es única, y debemos vivirla con responsabilidad. La triste historia de este hermano que ha partido de este mundo nos recuerda cuán frágiles somos. A pesar de tenerlo todo, podemos perder el rumbo al buscar lo que no hemos perdido y dejar que los vicios nos lleven a la muerte.

Es evidente que los pordioseros también tienen familia, personas que los aman; sin embargo, han decidido rechazar el amor de aquellos que podrían reinsertarlos en la sociedad. ¿Qué pasará por la mente de estas personas? ¿Es su voluntad tan frágil que no pueden resistir las tentaciones de este mundo? Historias como estas se repiten constantemente, y eso es muy triste, porque el ser humano ha sido creado para vivir, para ser feliz y disfrutar de manera sana, no para degradarse en vicios ni alejarse de su entorno.

El vicio lo llevó a la muerte, y su historia es un recordatorio doloroso de las elecciones que hacemos y de las consecuencias que estas acarrean. En un mundo lleno de posibilidades, a veces elegimos caminos que nos alejan de quienes amamos y de la vida que merecemos. La adicción, en este caso, no solo destruyó a un hombre, sino que fracturó una familia que anhelaba su recuperación. Cada uno de nosotros tiene la responsabilidad de cuidar de su propia vida y de los vínculos que nos unen con los demás.

Al final, la verdadera victoria radica en optar por el amor y la conexión familiar, no por los vicios que nos aíslan. Que su partida nos inspire a reflexionar sobre nuestras propias decisiones y a valorar el don de la vida, recordando siempre que, aunque la fragilidad humana es real, también lo es nuestra capacidad para sanar y volver a encontrar el camino.

P.A

García