UNA VISITA EN LA
U.C.I.
Al
finalizar la Celebración de la Palabra dominical, una mujer joven se acercó a
la sacristía con el deseo de hablar conmigo. Mientras guardaba mi alba en la
maleta para prepararme para la siguiente celebración, ella me compartió, con
lágrimas en los ojos, la difícil situación que atravesaba su familia. Su padre
estaba muy grave en la Unidad de Cuidados Intensivos, tras haber sido agredido
en la calle y haber estado desaparecido durante varios días.
La
escuché atentamente y le propuse orar por la salud de su padre, a lo que ella
asintió con gratitud. Sin embargo, su petición fue más allá: me invitó a
visitar a su padre en el hospital esa misma tarde para orar por él en su lugar
de convalecencia. Mis domingos por la tarde suelen ser tranquilos; generalmente
descanso en mi habitación, aprovechando para ponerme al día con la política
internacional o las noticias del momento. Por eso, acepté con gusto aquella
invitación tan especial. Tras compartir nuestros números de teléfono, fijamos
la hora de encuentro y nos despedimos. Ella se marchó aliviada, sintiendo que
había cumplido su propósito: deseaba que alguien la acompañara en su angustia y
orara por la salud espiritual y física de su agonizante padre.
A
las dos de la tarde, recibí una llamada informándome que un taxi me esperaba en
la puerta del seminario. Salí rápidamente y allí me recibió el esposo de la
joven mujer, es decir, el yerno del enfermo que iba a visitar. Durante el
trayecto, me explicó con más detalle la vida de este hombre. Después de haber
servido ejemplarmente a su patria como miembro de la Policía Nacional, tras su
jubilación se había entregado desmedidamente al consumo de alcohol, llegando
incluso a vivir en la calle como un pordiosero. Ignoraba a su familia y
rechazaba cualquier intento de ayuda. Parece que, después de tantos años de
represión en su labor profesional, encontró finalmente un escape al darse de
baja.
En
la puerta del hospital me esperaba la hija, quien me había extendido la
invitación. Ya tenía listos los implementos necesarios para ingresar a la
Unidad de Cuidados Intensivos: esas prendas azules de protección que se
utilizan en entornos quirúrgicos. Caminamos hacia el lugar y, al llegar a la
entrada, nos pusimos las batas. Tras obtener el permiso del personal de
guardia, ingresamos a la habitación. Allí estaba el enfermo, conectado a una
serie de aparatos que le ayudaban a mantenerse con vida. Ese hombre dependía de
la artificialidad, y no sabía si aún tenía ganas de vivir o si, por el
contrario, deseaba morir; no había forma de saberlo con certeza.
Al pie de la cama, abrí mi libro
de oraciones (la Liturgia de las Horas) para recitar junto al moribundo algunos
salmos de confianza en Dios, especialmente los de Completas, la última oración
del día. La hija me acompañó con atención y participación, acariciando a su
padre mientras lágrimas brotaban de sus ojos y suspiros profundos escapaban de
sus labios. A pesar de todo el sufrimiento que su vicio había causado, ella
realmente lo amaba, incluso en esos momentos críticos en los que él se debatía
entre la vida y la muerte.
Recité los
salmos con fervor y la atención necesaria, pidiendo en cada instante al Señor
que se hiciera su santa voluntad en aquel hijo suyo, en aquel cristiano que, en
su sano juicio, había recibido el sacramento del matrimonio. Al final, ofrecí
una oración espontánea entregando su vida al Padre Celestial, suplicando por su
perdón y pidiendo que lo hiciera merecedor de la gloria del cielo. En todo
momento, la hija oró con profunda introspección, asintiendo a mis palabras y
deseando lo mejor para su padre.
La imposición de
manos es un gesto puramente sacerdotal, y como no soy sacerdote, no puedo
realizarlo. Sin embargo, dada la intimidad del momento, toqué con mi mano
derecha la cabeza del enfermo, como un acto de cercanía hacia él y hacia su
hija, que se encontraba a su lado. Creo que, de no haberlo hecho, ella podría
haber interpretado mi rigidez como un rechazo hacia su padre. Estos pequeños
gestos marcan la diferencia, siempre que se realicen con responsabilidad y
conciencia de su significado para quienes los reciben. No se trata de engañar,
sino de manifestar lo que las palabras han proclamado. La rigidez no es del
Espíritu Santo, ha afirmado en alguna ocasión el Papa Francisco.
Al colocar mi
mano sobre la cabeza del agonizante, noté la falta de parte de su cráneo. Me
explicaron que así lo habían encontrado, gravemente herido, tirado en la calle,
y que días después fue internado en el hospital. Este era el triste resultado
de su alcoholismo. Tenía una esposa, hijos y nietos, una familia que lo amaba
profundamente y deseaba ayudarlo a recuperarse, pero él nunca prestó atención a
sus esfuerzos. Todo fue en vano.
Después de unos
quince minutos, decidí dejarla sola en la habitación y me dispuse a esperar en
las inmediaciones de la U.C.I. Ella me había solicitado unos momentos a solas
con su padre. Afuera, estaba su esposa, lista para ingresar también a verlo. Su
presencia servía más como un apoyo moral para sus hijos, ya que el matrimonio
se había roto debido al alcoholismo, un vicio que destruye vidas y familias,
del cual muy pocos logran liberarse.
Mientras
esperaba afuera el momento de marcharnos del hospital, reflexioné durante un
buen rato sobre lo que hacemos los seres humanos para prolongar la vida. Hay
tanta tecnología y tantos métodos científicos, pero la primera persona que debe
querer vivir y cuidar su vida es el mismo individuo. Somos responsables de
nosotros mismos ante Dios, quien nos ha otorgado el don de la vida.
Exactamente dos
semanas después de mi visita, al preguntar por el enfermo, su hija me informó
que había fallecido. Ella me agradeció nuevamente por mi oración constante
durante ese tiempo. Pude acompañarlos en la misa exequial, cumpliendo así con
varias obras de misericordia: visitar a los enfermos, orar por los vivos y los
difuntos, consolar a los afligidos y enterrar a los muertos.
La vida es
única, y debemos vivirla con responsabilidad. La triste historia de este
hermano que ha partido de este mundo nos recuerda cuán frágiles somos. A pesar
de tenerlo todo, podemos perder el rumbo al buscar lo que no hemos perdido y
dejar que los vicios nos lleven a la muerte.
Es evidente que
los pordioseros también tienen familia, personas que los aman; sin embargo, han
decidido rechazar el amor de aquellos que podrían reinsertarlos en la sociedad.
¿Qué pasará por la mente de estas personas? ¿Es su voluntad tan frágil que no pueden
resistir las tentaciones de este mundo? Historias como estas se repiten
constantemente, y eso es muy triste, porque el ser humano ha sido creado para
vivir, para ser feliz y disfrutar de manera sana, no para degradarse en vicios
ni alejarse de su entorno.
El vicio lo
llevó a la muerte, y su historia es un recordatorio doloroso de las elecciones
que hacemos y de las consecuencias que estas acarrean. En un mundo lleno de
posibilidades, a veces elegimos caminos que nos alejan de quienes amamos y de
la vida que merecemos. La adicción, en este caso, no solo destruyó a un hombre,
sino que fracturó una familia que anhelaba su recuperación. Cada uno de
nosotros tiene la responsabilidad de cuidar de su propia vida y de los vínculos
que nos unen con los demás.
Al final, la
verdadera victoria radica en optar por el amor y la conexión familiar, no por
los vicios que nos aíslan. Que su partida nos inspire a reflexionar sobre
nuestras propias decisiones y a valorar el don de la vida, recordando siempre
que, aunque la fragilidad humana es real, también lo es nuestra capacidad para
sanar y volver a encontrar el camino.
P.A
García