sábado, 15 de noviembre de 2025

Jesús: ungido para los pobres

        Ungido para los pobres: una lectura pastoral de Mc 14,1-9

         No es casual que la crítica tan dura a la unción provenga de Judas, el traidor. Este detalle revela una gran verdad sintetizada por el papa Francisco: “quien no reconoce ni valora a los pobres, traiciona el corazón del mensaje de Jesús y no puede considerarse verdaderamente su discípulo”[1]. Es por eso que en esta exégesis se ha enfatizado en la estrecha relación de la unción con la opción de Jesús por los pobres.

Como se ha señalado, con este pasaje de Mc 14,1-9 comienza el relato de la pasión de Jesús. El contexto es claro: faltan solo dos días para la Pascua, la fiesta que conmemora la liberación de Israel, durante la cual el Mesías será entregado a la muerte y resucitará. En este momento decisivo, Jesús se encuentra en Betania, una localidad cercana a Jerusalén, en la casa de Simón, quien había sido leproso, pero fue sanado por el Señor. Ya no está frente a las multitudes enseñando en parábolas, sino que comparte una cena íntima con sus más cercanos. En medio de esta comida festiva, una mujer se acerca y, con un gesto de generosidad y ternura, unge a Jesús. Su acción transforma el ambiente: no busca protagonismo, sino que, a través de su gesto, sitúa a Jesús en el centro del encuentro. En ese instante, queda claro que lo más importante no es ella ni el perfume, sino Él y lo que está por acontecer.

La escena principal tiene lugar durante un banquete de los grandes preparativos ante las fiestas[2]. En aquella sociedad antigua, donde el pan era escaso y la mayoría del pueblo vivía en la pobreza, una comida abundante representaba una verdadera celebración. El anfitrión es Simón, llamado «el leproso», alguien que en su momento fue marginado por su enfermedad, pero que, una vez sanado, ahora abre su casa para compartir con otros. En este ambiente festivo —marcado por la comida, la alegría y el aroma de un perfume costoso que una mujer derrama sobre Jesús—, se anticipa, sin embargo, la cercanía de su pasión: la cruz ya proyecta su sombra sobre Él

Una mujer sin nombre —identificada como María, hermana de Lázaro, en Juan 12,3— derrama un costoso perfume de nardo puro sobre la cabeza de Jesús. Se trata de un ungüento de gran valor: teniendo en cuenta que un denario equivalía al salario de un día (Mt 20,2), el perfume representaba aproximadamente el sueldo de todo un año, unos trescientos denarios, según el cálculo de los hipócritas presentes. Frente a la cercanía de la muerte de Jesús, esta mujer “hizo lo que pudo”, al igual que la viuda del templo que “dio todo lo que tenía” (Mc 12,44). Mujeres como ellas transforman el mundo con gestos sencillos, pero profundamente significativos. La mujer de Betania realizó una “obra buena”: anticipó la unción del cuerpo de Jesús para su sepultura, tal como hacía Tobit (Tob 1,16-18). Por eso, Jesús la defiende con firmeza y la elogia con una promesa conmovedora: “dondequiera que se anuncie el evangelio en todo el mundo, se contará también lo que ella hizo, para que se recuerde su memoria”.

Jesús es el Mesías que sufre. En su evangelio, Marcos ofrece un detalle significativo: la mujer derrama el perfume “sobre la cabeza” de Jesús (Mc 14,3; Mt 26,3), a diferencia de lo que narran Juan y Lucas, donde el ungüento se vierte sobre los pies (Jn 12,3; Lc 7,38). En la tradición de Israel, la unción en la cabeza era un signo reservado para reyes, profetas y sacerdotes (1 Sam 10,1; 2 Re 9,3.6; Sal 133). Con este gesto, el evangelista insinúa que Jesús es el Mesías consagrado por Dios. Justo en el momento en que va a ser entregado a la muerte, una mujer piadosa reconoce su dignidad real y mesiánica. A pesar de la traición de los hombres, Jesús permanece como el escogido de Dios. Todo el relato gira en torno a Él: algunos buscan entregarlo, otros lo honran con amor. Jesús es, indiscutiblemente, el centro de la escena.

Así como Jesús ocupa el centro de la escena en Betania, también los pobres tienen un lugar central en su corazón y en todo su pensamiento. Su vida, su predicación y sus gestos lo confirman constantemente: Jesús no solo se acercó a los pobres, sino que se identificó con ellos hasta el extremo de decir que lo que se hace con ellos, se hace con él mismo (Mt 25,40). La opción preferencial por los pobres no es un añadido marginal al Evangelio, sino una consecuencia lógica y necesaria del seguimiento auténtico de Cristo.

Por eso, quien se proclame discípulo de Jesús —sea catequista, sacerdote, religioso o laico— no puede mantenerse indiferente ante el sufrimiento de los excluidos, ni vivir una espiritualidad desvinculada de la justicia. Ser amigo de los pobres no se reduce a un sentimiento pasajero de compasión, sino que implica un compromiso profundo, una relación de cercanía, respeto, escucha y solidaridad. Y es que, sin verdadera amistad con los pobres, no hay caridad real, porque la caridad evangélica no es dar desde arriba, sino compartir desde abajo, desde la humildad del servicio.

La mujer que unge a Jesús lo intuye: su gesto amoroso no es un lujo superfluo, sino un acto profético. Mientras algunos piensan en “el dinero que se podría haber dado a los pobres”, ella reconoce a Jesús, el primer pobre, el Mesías sufriente, y lo honra con lo mejor que tiene. En ese momento, sin palabras, ella recuerda que solo quien ama de verdad a Cristo, ama también a los pobres. Porque no se puede amar al Señor sin amar su cuerpo, que son los pequeños, los olvidados, los últimos. Allí donde están los pobres, está también el corazón de Cristo latiendo con fuerza.

Una Iglesia pobre y para los pobres puede parecer un mensaje revolucionario o novedoso, pero en realidad está enraizado profundamente en la tradición cristiana. Ya el Concilio Vaticano II afirmaba con claridad que “la Iglesia debe caminar, impulsada por el Espíritu Santo, por el mismo camino que recorrió Cristo: el camino de la pobreza, la obediencia y el servicio”[3]. La opción por los pobres no es una idea nueva, sino una llamada constante del cristianismo. En tiempos recientes, especialmente durante el pontificado del papa Francisco, se ha tomado mayor conciencia de que la Iglesia solo es fiel a Cristo si camina con los pobres y se deja evangelizar por ellos.

La homilía 50 de san Juan Crisóstomo sobre san Mateo sirve de resumen para esta opción preferencial por Jesús y por los pobres que se ha planteado; allí se trata sobre los frutos eficaces de la eucaristía y cómo proceder: “¿Queréis de verdad honrar el cuerpo de Cristo? No consintáis que esté desnudo. No lo honréis aquí con vestidos de seda y fuera le dejéis padecer de frío y desnudez (...) ¿Qué le aprovecha al Señor que su mesa esté llena toda de vasos de oro, si él se consume de hambre? Saciad primero su hambre y luego, de lo que os sobre, adornad también su mesa (...) Al hablar así, no es que prohíba que también en el ornato de la iglesia se ponga empeño; a lo que exhorto es que (...) antes que eso, se procure el socorro de los pobres (...) Mientras adornas, pues, la casa, no abandones a tu hermano en la tribulación, pues él es templo más precioso que el otro”[4].

La lógica del Evangelio es sencilla: primero los pobres. Primero está atender a Jesús, presente en los pobres, y luego todo lo demás: el ornato, la belleza de la liturgia, el orden, la pulcritud y la dignidad de los templos. Primero el vestido y el alimento de los demás, luego el nuestro. Esta es la enseñanza que nos deja Jesús en la unción de Betania: la preferencia por Jesús solo es auténtica cuando se expresa en la caridad, la amistad y el amor concreto hacia los pobres, sus predilectos.

No se puede servir a Dios y al dinero (Lc 16,13), expresó el Señor para darnos a entender que primero está él y los pobres y luego sí todo lo demás.



[3] CONCILIO VATICANO II, (1965), Decreto Ad Gentes, n°5.

[4] SAN JUAN CRISÓSTOMO, (1956), Obras completas II, Biblioteca de Autores Cristianos, pp. 80- 82.

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