miércoles, 11 de octubre de 2023

¿Por qué negar el otro es morir?

Ensayo argumentativo a la luz de los capítulos 2, 3, 4 y 11 del Génesis

Introducción

        El presente ensayo argumentativo intitulado ¿Por qué negar al otro es morir? se basará en las reflexiones propuestas por André Wénin, autor de la obra “El hombre bíblico. Interpretaciones del Antiguo Testamento”, traducción de Ana Pinedo, Ediciones Mensajero (2007), páginas de la 43 a la 55, donde se dialogará con el texto bíblico con las interrogantes propias de un buen lector, en la búsqueda de un compromiso que autentique la lectio divina. En esta lectura de los capítulos 2, 3, 4 y 11 del Génesis veremos cómo desde temprano la historia de la salvación del género humano ha pasado por la alternativa de elegir entre el bien y el mal; en este sentido conoceremos tres elecciones equivocadas en el pecado de Adán y Eva, el homicidio de Caín y la torre de Babel, donde analizaremos la pregunta inicial que da título a este ensayo.

Cuerpo

1.    El pecado de Adán y Eva (Gn 2-3)

Wénin inicia su discurso precisando lo que él llama la “autonomía moral”, la pretensión de Adán y Eva luego de ser engañados por la serpiente, que consiste en hacerse de la “facultad de decidir uno por sí mismo lo que es bueno y lo que es malo”, estando esto en evidente contradicción con Dios, que es el Creador y de quien se espera el conocimiento absoluto. Pero, según el autor, esta interpretación de un Dios envidioso o celoso con el conocimiento, es la interpretación que hace la serpiente, precisamente para engañar, pues al obviar el mandato de Dios y su apertura a que Adán y Eva pudieran comer de todos los árboles del jardín, se centra solo en la prohibición mencionada por el Creador luego de ofrecer la casi totalidad de árboles para el consumo humano, para, de esta manera, negar el don de Dios.

El texto de Wénin, en su novedosa interpretación, nos ayuda a comprender desde otra perspectiva cuál es el verdadero límite que el Señor pone al hombre, y es el de no pretender quererlo todo para sí, es decir, el egoísmo y el cierre a toda posible relación, pues esto acarrea la muerte, y evidentemente, el hombre tenía todos los árboles del jardín, menos el árbol de bien y del mal.

El límite fue tan necesario, que solo a partir del conocimiento del otro, Adán y Eva fueron conscientes de que juntos podían ser una sola carne, pero solos estaban incompletos y por ende necesitados de relacionarse entre sí y también con el Creador.

El engaño de la serpiente, el autor lo tiene claro, fue tergiversar el límite de su sentido positivo a uno negativo, que dejaba en evidencia el anhelo de los hombres por conseguirlo todo para sí, creyendo que la prohibición divina era el impedimento de una vida plena. Y, una vez consumido el fruto prohibido, el hombre pierde la gracia cuya consecuencia más evidente es una triple violencia: en primer lugar, con los animales creados, en segundo lugar, con la mujer a la que empieza a dominar, y en tercer lugar contra la tierra de la que deberá obtener con esfuerzo su alimento.

Ahora bien, ¿dónde está el pecado? se pregunta Wénin, y logra precisar una respuesta al aseverar que la falta radica en creerle a Satanás, el padre de la mentira, y con ello pensar que el Creador solo desea ser superior y mantener su dominio sobre sus creaturas. La equivocación que da muerte a la vida es la de creer que lo merece todo sin posibilidad de límites y de compartir. En resumen, el pecado original es negar a Dios y su bondad, cuya consecuencia es la muerte; Adán y Eva pecaron cuando dijeron no a Yahvé. Pero no todo está perdido, hay aún posibilidades de vivir felices, y esto es con la “aceptación gozosa de la finitud y de la diferencia como oportunidad de relación, el rechazo al egoísmo, el agradecimiento y el compartir”, concluye afirmando Wénin.

2.    El fratricidio de Caín contra Abel (Gn 4, 1-16)

La primera pareja de hermanos en el Génesis conforma una complementariedad fundada en el mismo mandato divino de labrar la tierra (Caín) y dominar a los animales (Abel), ambos hermanos, el primogénito como agricultor y el menor como pastor, harán posible el intercambio propio de las diferencias. Para Wénin esta armonía fraternal llega a su fin “cuando ofrecen al Señor los frutos de su trabajo”, pues en el misterio de la elección de Dios, “Abel es aceptado y Caín no”. La “injusticia” sufrida por el primogénito es tal y tan trascendente que, para Wénin, toda la humanidad se ve en él identificada, pues “todos tenemos nuestro Abel que suscita en nosotros sentimientos de envidia”.

Efectivamente “Dios hiere y venda la herida”, y esto lo evidenciamos en su diálogo con Caín, quien lleno de amargura escucha el remedio propuesto por el Señor, y este es “hacer el bien”, y aún mejor, Dios deja claro que Caín está en la capacidad de dominar esa violencia producto de la envidia. Esto se lee mejor en la cita textual que Wénin hace de P. Beauchamp, “llegar a ser pastor de su propia animalidad…”.

Wénin apunta su propio “antídoto” para los sentimientos de envidia, y este consiste en “aprender a alegrarse de la dicha de los otros”, pues ciertamente la envidia puede ser definida como el sufrimiento de unos al reconocer el bien en los otros, tal cual lo experimentado por Caín, que fue rechazado por Dios.

La interrogante final en este apartado se encamina en dar respuesta a la cuestión de la negación del otro, del hermano. Wénin opina que es la maldición misma el fruto de la muerte de Abel en manos de Caín, pues según el sentido bíblico es maldito aquel que lleva consigo signos de muerte o la muerte misma, y es el caso del primogénito de Adán y Eva. Podríamos decir, siguiendo la línea del autor que, al morir Abel, murió también Caín, pues, efectivamente, la negación del otro es morir.

La esperanza conclusiva del primer fratricidio de la historia bíblica es que, a partir de la “injusticia” del rechazo y la elección del otro, estamos invitados a no sentir que ese otro es un rival, sino una auténtica oportunidad de enriquecimiento mutuo, pues cada uno aporta al otro lo que a este le hace falta, como Caín, que cultivaba la tierra, y Abel, que pastoreaba rebaños, ambos, como lo menciona Wénin, eran el dúo complementario.

3.    La torre de Babel (Gn 11, 1-9)

La violencia imperó de tal manera en el mundo creado por Dios, que este no tuvo otra alternativa que eliminarlo, destruirlo por completo, a excepción de Noé y su familia, para, a partir de ellos, comenzar una nueva creación, sin embargo, el Señor se arrepintió de tal decisión y por eso prometió no volver a amenazar a la Tierra con una destrucción como esa, pues él ama la vida y es un Dios de oportunidades. Pero no olvidemos, la violencia después de la muerte de Abel, fue el detonante de la autodestrucción de los hombres, podríamos decir, siguiendo la lectura y análisis del texto de André Wénin.

El autor deja a un lado la clásica interpretación de este episodio bíblico y va más allá de creer que la torre de Babel se trata de la “competencia entre el ser humano y un dios envidioso de su fuerza y de su posición”. La cuestión es entendida por Wénin teniendo como antecedente la dispersión y diversificación de los tres hijos de Noé, cada uno distinto y original, irrepetible y distinguible, lo que, en opinión de Balmary, es bueno, es correcto así.

El centro de la equivocación de aquellos hombres era pretender uniformar (dar una única forma) a toda la humanidad, pues su proyecto en común, asevera Wénin, consistía en la eliminación de toda diversidad, yendo de frente en contra de la misma creación de Dios, que la hizo diversa, distinta y capaz de vivir en armonía. Se podría decir que el pecado de la construcción de la torre de Babel fue la negación de la “alteridad” creada por Dios, es decir, negar a Dios, pretender superar los límites y negar al otro, al prójimo, al próximo.

Hay una palabra clave que Wénin introduce en su explicación, y esta es “dictadura”. El autor es del pensar que una voluntad común, tal y como se presenta en el contexto bíblico que analizamos, estaba orientada a una “dictadura a la que nada es imposible”, y por eso Dios les confunde, porque él conoce que es mejor la diversidad, pues en esto consiste la misma libertad y vida de los seres humanos, en reconocerse diferente, como diría el beato Carlo Acutis, “ser originales y no fotocopias”.

Wénin no finaliza su discurso sin dejar claro que Dios en realidad opta por la unidad de los hombres, pero no en el sentido que hemos visto, de la uniformidad dictatorial, sino como sucedió en Pentecostés, y recordando aquel pasaje de los Hechos de los Apóstoles, el autor explica cómo cada uno de los apóstoles, llenos del Espíritu Santo, “hablaban su propia lengua y otros le comprenden”; allí está el milagro de la diversidad, el milagro del lenguaje del amor, que es entendible para todos.

Podríamos finalizar comprendiendo que la catolicidad de nuestra Iglesia es signo mismo de esta diversidad que Dios bendice, pues formamos parte de una institución divina conformada también por hombres y mujeres de diversas nacionalidades, costumbres y culturas, de diversas maneras de concebir el mundo, pero con un mismo fin, la salvación, que no hace distingos de ninguna índole.

En este último ejemplo bíblico, en la pretensión fallida de la torre que alcanza el cielo, el desorden humano fue enfocarse en una “uniformidad” aplastante, asfixiante, excluyente y condenadora al silencio, como bien lo resume Wénin, una uniformidad que “hace morir”, porque efectivamente, negar la diversidad, negar al otro es morir, es destruir la obra de la creación de nuestro Dios.

Conclusión

        Como lo enunciamos en la introducción, las tres elecciones equivocadas de la humanidad, caracterizadas por los relatos del Génesis en el pecado de Adán y Eva (Gn 2-3), el fratricidio de Caín contra Abel (Gn 4, 1-16) y la torre de Babel (Gn 11, 1-9), son claramente presentadas por André Wénin como las opciones que, negando rotundamente al otro, rechazando la alteridad, trajeron como consecuencia la muerte, la negación de la vida pensada por Dios en la libertad de sus hijos.

         Ya en el cuerpo de este ensayo se ha dejado por escrito que Dios no se opone a la unidad, sino más bien la promueve, pero una unidad en la diversidad, y para esto nos puede ayudar mucho la oración de Jesús en Jn 17, 21, cuando el Señor pide por los suyos y clama al Padre celestial ut unum sint, para que todos sean uno, “en la diversidad”, como el Padre y el Hijo, que, aun siendo distintos, son el mismo Dios en la unidad del Espíritu Santo.

P.A

García

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