Como se ha visto, resulta grosero y forzado separar la relación
con Jesús de la vivencia de la caridad. Todo aquel que se encuentra
verdaderamente con el Maestro de Galilea experimenta una transformación radical
para bien. Así lo demuestra el caso de Zaqueo, quien, tras recibir a Jesús en
su casa, decidió restituir y compartir generosamente con los pobres (Lc
19,1-10).
Definitivamente,
no es posible seguir a Jesús sin encarnar su mensaje; no se puede llamar
cristiano quien no actúa frente al sufrimiento del prójimo. La indiferencia
ante la necesidad ajena contradice el corazón mismo del Evangelio. Jesús lo
dejó claro en la parábola del buen samaritano (Lc 10,25-37): amar a Dios
implica, inseparablemente, hacerse prójimo de quien sufre y actuar con
compasión.
La
espiritualidad, entendida como un acto de amor, unión y comunión con Dios, pasa
necesariamente por el amor al prójimo. En efecto, nadie puede afirmar que ama a
Dios, a quien no ve, si no ama a su hermano, a quien sí ve (1 Jn 4,20) y aquí
entiéndase amar como darse como persona y dar de lo poco o mucho que se tiene.
Jesús mismo lo expresó con claridad al decir que todo lo que se haga por uno de
los más pequeños, a Él mismo se refiere (Mt 25,40), revelando así su presencia
casi sacramental en los pobres y necesitados.
En
conclusión, la unción de Jesús en Betania, leída a la luz de su opción por los
pobres y de la respuesta amorosa de la mujer[1]
que lo ungió, revela el corazón del Evangelio: una espiritualidad encarnada que
une inseparablemente el amor a Dios con el compromiso concreto con los
necesitados. Jesús, el Ungido de Dios, acoge el gesto gratuito y profético de
una mujer que intuyó la profundidad de su entrega, y con ello anticipa no solo
su Pasión, sino también la lógica del Reino: un amor preferencial por los
pequeños, por los pobres, por los excluidos. Esta escena desafía a todo
creyente a vivir una fe auténtica, no reducida a ritos vacíos, sino expresada
en el servicio, la compasión y la solidaridad. Seguir a Jesús implica
reconocerlo en los rostros sufrientes de nuestros hermanos y hermanas, y optar
cada día, como la mujer de Betania, por amar con generosidad, con ternura y con
una entrega sin reservas.
[1] VALVERDE,
J., (1993), La mujer en la Biblia, Equipo de Coordinación de Lectura
Pastoral de la Biblia, p. 150.

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