Los pobres son sacramento de Cristo
La tradición de la Iglesia ha reconocido
constantemente en los pobres un signo privilegiado de la presencia del Señor.
San Pablo VI, en su homilía durante la misa para los campesinos en Colombia (23
de agosto de 1968), afirmaba con fuerza: “El sacramento de la Eucaristía nos
ofrece su escondida presencia, viva y real; vosotros sois también un
sacramento, es decir, una imagen sagrada del Señor en el mundo, un reflejo que
representa y no esconde su rostro humano y divino. […] Toda la tradición de la
Iglesia reconoce en los pobres el sacramento de Cristo, no ciertamente idéntico
a la realidad de la Eucaristía, pero sí en perfecta correspondencia analógica y
mística con ella”.
En la
misma línea, Benedicto XVI recuerda que Jesús se identifica con los pobres y
necesitados —hambrientos, sedientos, forasteros, desnudos, enfermos y
encarcelados—, de modo que “cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis
humildes hermanos, conmigo lo hicisteis” (Mt 25,40). Así, como enseña Deus
caritas est (n. 15), el amor a Dios y el amor al prójimo se funden
inseparablemente: en el más humilde encontramos a Cristo mismo, y en Cristo
descubrimos el rostro de Dios.
No hay duda, servir a los pobres es servir a Dios mismo, ellos son
la imagen viva del Dios vivo que se encarnó pobre en Belén. Los pobres son,
como afirma san Pablo VI, el sacramento de Cristo, dicho de otra manera, la
pobreza es el mejor signo de Dios, como lo recuerda Benedicto XVI, cuando
afirma que el ángel dio a los pastores una señal: hallarían a un niño envuelto
en pañales y recostado en un pesebre. Se trataba de un signo de identificación,
algo que podían constatar externamente con sus propios ojos. Sin embargo, no
era una ‘señal’ en el sentido de una manifestación evidente de la gloria divina
que revelara, sin lugar a dudas, que aquel niño era el Señor del mundo. Más
bien, se trataba de un signo paradójico: la verdadera señal es la pobreza de
Dios, que se oculta en la humildad del pesebre. Para los pastores, que ya
habían contemplado el resplandor divino en los campos, este signo era
suficiente, pues les permitía mirar desde la fe interior. Así reconocen que lo
anunciado por el ángel es verdadero y, llenos de gozo, regresan dando gloria y
alabanza a Dios por lo que han visto y oído (cf. Lc 2,20)[1].
De este
modo, la pobreza, lejos de ser únicamente una condición social, se revela en la
fe como un signo teológico: en ella resplandece el misterio de un Dios que se
hace cercano en la humildad de Belén y que sigue manifestándose en el rostro de
los pobres. Reconocer en ellos el sacramento de Cristo no significa idealizar
la miseria, sino acoger el llamado evangélico a descubrir en los más pequeños
la presencia misma del Señor y, en consecuencia, a servirlos con amor efectivo.
Así, la comunión entre Eucaristía y caridad se hace inseparable: en el altar
contemplamos el Cuerpo entregado de Cristo, y en los pobres encontramos ese
mismo Cuerpo que interpela nuestra fe y orienta nuestra vida hacia la verdadera
gloria de Dios, la que se oculta en la pobreza y se revela en el amor.
En
definitiva, la señal-sacramento más auténtica del Mesías es, en efecto, la
pobreza concreta y real. El Cristo del Evangelio se presenta como un Mesías
pobre y solidario con los pobres, en clara contraposición a las expectativas
alienadas de un mesianismo de poder y gloria que los hombres tantas veces han
proyectado[2].
La mujer
anónima de Betania reconoce en Jesús al auténtico pobre. En ese momento (de la
Pasión que se avecina), Cristo aparece como el pobre por excelencia, el
sacramento del Dios-pobre: rechazado por los poderosos, abandonado por la
multitud, traicionado por uno de sus amigos, incomprendido por sus discípulos,
sumido en la soledad, desprovisto de seguidores, de poder, de éxito y de apoyo
alguno[3].
Los
pobres son sacramento de Cristo porque, a diferencia de quienes se aferran a
sus seguridades, ellos están dispuestos a entrar sin demora en el Reino,
abandonando lo poco que poseen para seguir con generosidad a Jesús. Su corazón,
generalmente libre y disponible, los convierte en verdaderos privilegiados,
pues en medio de sus carencias y abandonos resplandece ya el germen de la
resurrección. En esta misma línea, san Juan Crisóstomo exhorta: ‘Por esto,
cuando veáis un pobre creyente, recordad que ante vuestros ojos tenéis un altar
digno de respeto, no de desprecio’[4],
los pobres son sacramento y altar de Cristo.
El justo
Job hace de sí mismo una apología que refleja maravillosamente este respeto
sobrenatural del pobre (29, 12-17): “Porque yo salvaba al pobre que pedía
auxilio y al huérfano privado de ayuda. El desesperado me hacía llegar su
bendición, y yo alegraba el corazón de la viuda. Me había revestido de
justicia, y ella me cubría, mi rectitud era como un manto y un turbante. Yo era
ojos para el ciego y pies para el lisiado, era un padre para los indigentes y
examinaba a fondo el caso del desconocido. Rompía las mandíbulas del injusto y
le hacía soltar la presa de sus dientes.”
El papa
León XIV nos recuerda que, para san Agustín de Hipona, los pobres son un
verdadero sacramento de Cristo[5],
es decir, una presencia visible y concreta del Señor en medio de nosotros. No
se trata solo de personas a las que debemos ayudar por compasión o justicia
social, sino de hermanos en los que Cristo mismo se hace presente y nos
interpela.
Por eso,
todos los que han decidido seguir al Señor y servirle deben comprender que la
forma más auténtica de hacerlo es sirviendo al pobre y al necesitado. Así lo
entendieron y vivieron tantos santos y santas de nuestra Iglesia, que
descubrieron en cada rostro doliente, en cada herida y en cada mirada
sufriente, el rostro mismo de Jesús.
Servir al pobre, entonces, no
es una obra secundaria o periférica, sino el lugar privilegiado del encuentro
con Dios. En el amor concreto al necesitado, el discípulo toca la carne de Cristo
y deja que su corazón sea transformado por la misericordia. Porque quien se
inclina ante el pobre, se inclina ante Cristo; y quien lo ignora, corre el
riesgo de pasar de largo frente al mismo Señor
[1] BENEDICTO XVI, (2012), La infancia de Jesús, Planeta,
p.50.
[2] BOFF, C., y PIXLEY,
J., (1986), Opción por los pobres, Paulinas, p. 128.
[3] PRONZATO,
A., (1984), Un cristiano comienza a leer el evangelio de Marcos III,
Sígueme, p. 19.
[4] TILLARD, J.
M., (1968), La salvación misterio de pobreza, Sígueme, pp.41-44.
[5] DILEXI TE, n°
44.

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