Reflexión del Viernes Santo 2025
Me llama profundamente la atención la primera
lectura del Oficio de Lectura de este Viernes Santo, tomada del capítulo 3 del
libro de las Lamentaciones, versículos del 1 al 33. En este pasaje se
describe, de manera cruda y dolorosa, un sufrimiento que prefigura claramente
la pasión del Señor. Se relata un proceso de humillación y aflicción tan
intenso que parece llevar a la muerte y al abandono absoluto por parte de Dios.
Sin embargo, el texto concluye con una poderosa afirmación: la fidelidad del
Señor es grande y no abandona a nadie.
Esta lectura, por tanto, se puede aplicar en
primer lugar a la vida del mismo Cristo, especialmente en su camino al
Calvario. Él, siendo Dios, conocía las Escrituras, las profecías y la voluntad
del Padre, y sabía que no sería abandonado. Su sufrimiento y humillación fueron
reales, pero también lo fue su certeza de que Dios Padre lo acompañaba hasta el
momento mismo de la cruz.
La fidelidad de Dios es inquebrantable. Al
final del pasaje, las Lamentaciones proclaman que el amor del Señor es
inmenso, y es ese mismo amor el que rescata a su siervo. Jesucristo murió en la
cruz —y eso es lo que recordamos hoy, Viernes Santo— pero también resucitó,
venciendo la muerte gracias al amor del Padre. Ese amor que Jesús predicó, que
enseñó con sus palabras y obras, no defrauda. Fue ese amor el que lo rescató de
la muerte y por eso, con alegría, celebramos su gloriosa resurrección el
Domingo.
Pero esta lectura no solo nos habla de Cristo,
sino también de cada uno de nosotros. En nuestras propias vidas, cuando
sufrimos, cuando el camino se hace oscuro o incomprensible, cuando sentimos que
no podemos más, debemos recordar que Dios no nos abandona. Es precisamente
cuando más dolor sentimos que más fuertemente Dios nos toma de la mano. Me
gusta repetir siempre que aún no ha nacido el primer desamparado de Dios. El
Señor no se complace en castigar ni en afligir al ser humano; todo lo
contrario: se goza en su vida, en su redención, en su salvación.
Hoy, al meditar la pasión de Jesucristo,
pongamos también nuestras vidas ante la cruz. Muchas veces, nuestro día a día
se asemeja a un calvario: lleno de caídas, humillaciones y tropiezos. Pero, así
como Cristo cayó y se levantó, también nosotros estamos llamados a levantarnos
una y otra vez —ya sea por el pecado o por las circunstancias de un mundo que
se aleja de Dios y rechaza a quienes quieren seguirle fielmente.
La segunda lectura del Oficio también es
profundamente rica. Se trata de un fragmento de las catequesis de san Juan
Crisóstomo, en el que reflexiona sobre el poder de la sangre de Cristo. Alude a
Moisés y al pasaje del Éxodo que leímos el Jueves Santo, donde se indicaba
rociar con la sangre del cordero las jambas y el dintel de las puertas para que
el ángel exterminador pasara de largo. Esa sangre era figura del verdadero
Cordero: Jesucristo.
En la Eucaristía, al elevar el pan consagrado
decimos: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, tal como
lo proclamó san Juan Bautista al ver a Jesús en el Jordán. Esa sangre tiene
poder. San Juan Crisóstomo afirma que, si el ángel del mal pasaba de largo al
ver la sangre del cordero en las casas, cuánto más se apartará si ve en
nosotros la sangre del verdadero Cordero.
Hoy no rociamos puertas con sangre, pero
nuestros labios son las nuevas puertas. Al recibir la Eucaristía —muchas veces
bajo las dos especies: el Cuerpo y la Sangre de Cristo— nos unimos al misterio
de la salvación. El mismo evangelista san Juan recuerda que Jesús dijo: “El
que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna; permanece en mí y yo en
él”.
Muchos fieles, especialmente en este tiempo de
misiones, expresan el deseo profundo de recibir a Jesús en la Eucaristía. Hay
quienes no pueden comulgar por distintas razones, y eso les causa un verdadero
sufrimiento. Aunque sabemos que el Señor perdona y acoge a todos, la Iglesia
—en su sabiduría— nos enseña que es necesaria una mínima disposición para
recibir el Cuerpo del Señor dignamente, como lo recuerda san Pablo: para no
comer nuestra propia condenación.
También me conmueve otra enseñanza de san Juan
Crisóstomo: que la Iglesia nace del costado abierto de Cristo. Cuando el
soldado traspasa su costado, brotan sangre y agua: signos de la Eucaristía y
del Bautismo. Estos dos sacramentos, junto con los demás, son la base de
nuestra fe. Del costado de Cristo no solo brota vida, sino que se edifica la
Iglesia. Así lo afirma también el Catecismo de la Iglesia Católica.
Reflexionaba sobre esto hace poco en clase de
Eclesiología: decir que la Iglesia “nace” del costado abierto de Cristo no es
negar su formación anterior. Al contrario, el nacimiento presupone una
gestación. Jesús formó una comunidad, eligió a los Doce, instituyó la
Eucaristía y el sacerdocio en la Última Cena. Todo eso fue preparando el
nacimiento visible de la Iglesia, que se manifiesta plenamente desde el costado
de Cristo en la cruz.
Por eso, este Viernes Santo es un día para
agradecer profundamente a Dios por la Eucaristía, por los sacramentos y por su
Iglesia, que es madre y maestra, que nos acoge y nos guía en la fe.
Meditemos, pues, en estas dos lecturas del
Oficio del Viernes Santo: la de las Lamentaciones, que nos muestra el
dolor humano y la fidelidad de Dios; y la de san Juan Crisóstomo, que nos habla
del poder de la sangre del Cordero y del nacimiento de la Iglesia.
Vivamos este día santo con humildad, paciencia
y auténtico espíritu cristiano, dispuestos a recibir todo lo que Dios quiera
regalarnos.
En el nombre del Padre, y del Hijo, y del
Espíritu Santo. Amén.
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