EL QUE VA PARA LA VILLA PIERDE SU SILLA
Entre tantos recuerdos de mis años de liceísta en Bailadores, hay
tres que deseo narrar para que no se pierdan en el olvido. Fueron experiencias
que marcaron mi adolescencia, unas con culpa, otras con violencia y una más con
un toque de misterio y temor.
1.
Una maldad
imperdonable.
En primer año de bachillerato cometí una de las peores travesuras
de mi vida (de las que se pueden contar), aunque en realidad fue más que una
travesura: una maldad.
Un día, después del receso, algunos estábamos fuera del salón, a
pesar de que la norma era esperar dentro hasta que llegara el profesor. De
pronto alguien advirtió que el docente venía por el pasillo. Todos corrimos a
entrar apresurados. Yo también corrí, pero, sin saber por qué lo hice —aunque
sé que no fue por nada bueno—, le metí el pie a Daniela, una compañera que iba
delante de mí.
Ella perdió el equilibrio y, con la velocidad que traía, se
estrelló de cabeza contra la puerta entamborada del aula. El golpe fue tan
fuerte que se abrió el labio superior y la sangre empezó a brotar. Nadie
sospechó que yo había sido el culpable: todos creyeron que fue un accidente
propio de su indisciplina al no estar dentro del salón. A mí jamás me
descubrieron.
Recuerdo claramente cuando la bedel vino a limpiar la sangre y
descubrió mechones de cabello largo incrustados en la puerta, prueba del
impacto brutal. Desde entonces, cada vez que lo pienso me avergüenzo. Que Dios
me perdone aquella maldad, y que Daniela —si algún día llega a leer esto— me
perdone también. Fue algo vergonzoso, aunque confieso que aún lo recuerdo con
un humor penoso y amargo.
2.
El día que me
defendí.
El segundo recuerdo también tiene que ver con violencia, pero en
esta ocasión la cosa fue distinta. Ya estaba en segundo año y nos encontrábamos
en los talleres de Educación para el Trabajo con la profesora Lina Simosa, una
tierna profesora de manualidades, de aspecto temeroso, pero de gran corazón.
De repente, un compañero que vivía en el sector Las Playitas, sin
motivo alguno, me dio una bofetada en la cara. El golpe no fue tan fuerte, pues
mis lentes no llegaron a salir volando, pero sí fue suficiente para que todos
los demás se rieran de mí. Sentí la humillación en silencio, me contuve durante
toda la clase… pero tramaba mi venganza.
Al salir, lo esperé y, por detrás, le propiné con todas mis
fuerzas una patada en la parte trasera del muslo. El muchacho cayó al suelo y
comenzó a llorar desconsolado. Esta vez hubo testigos. Una bedel del liceo, muy
estricta, corrió a acusarme con el coordinador de año, el profesor Luis Gómez
Lizcano, quien además era nuestro maestro de Historia de Venezuela.
El profesor me mandó llamar. Lo recuerdo vívidamente: sus ojos
verdes me miraban con una furia descomunal mientras me reprendía. Entre las
muchas cosas que me dijo, soltó que mi mamá —docente, a quien él conocía bien—
podía “tumbar el liceo” si algo me ocurría. Poco después mi madre fue citada a
la coordinación. Aquella conversación entre ella, el profesor Gómez y yo fue
muy tensa, pero al final ella me respaldó. Me dijo que no debía dejarme agredir
y que era capaz de defenderme por mí mismo. Claro que el profesor no supo que,
en realidad, yo había respondido a una agresión previa, pues, aunque traté de explicárselo
no me dejó hablar ni dar mis razones por más que me las preguntaba.
3.
El juego
prohibido.
El tercer recuerdo fue, sin duda, el más perturbador. Un antiguo
compañero de primaria llamado Edixon —un muchacho de apariencia extraña— se dice
que comenzó a jugar a la ouija en el liceo, junto con otros amigos. Un día
cualquiera, mientras estábamos en clases, del salón contiguo comenzaron a
escucharse gritos de espanto y golpes fuertes, como si estuvieran lanzando
mesas y sillas contra el suelo.
Nos asomamos por las ventanas y vimos una escena aterradora:
Edixon estaba fuera de sí, con un ataque de ira descontrolada, mientras algunos
compañeros y el profesor Cosme Molina trataban de sujetarlo sin éxito. Afuera,
varias de sus compañeras aseguraban que estaba poseído, que todo era
consecuencia del juego de la ouija.
El pánico se extendió de inmediato. Todos salimos corriendo y,
como ya eran las últimas horas de la tarde, las clases fueron suspendidas.
Regresamos a casa con miedo, y días después se dijo que habían tenido que
llamar al párroco de Bailadores para intervenir. El episodio, sin embargo, se
repitió en al menos una o dos ocasiones más, dejando en el ambiente un
sentimiento de temor y misterio que nos marcó a todos.
Estos tres recuerdos, entre la maldad, la violencia y el miedo,
forman parte de lo que fui en mis años de liceísta. Historias que me pesan, me
enseñan y, al recordarlas, me hacen ver cuán difícil y a la vez formativa puede
ser la adolescencia.
En ese querido Liceo Bolivariano Dr. Gerónimo Maldonado de Bailadores cursé mis tres primeros años de bachillerato. Recuerdo bien aquel momento al concluir tercer año, cuando nos consultaron qué camino tomaríamos en la siguiente etapa: bachillerato en ciencias o bachillerato en humanidades.
Yo tenía muy claro lo que quería: inclinarme por humanidades, con
la secreta ilusión de librarme de las temidas tres Marías: física, química y
matemática. Sin embargo, mi historia no tomó ese rumbo. Me fui al seminario
menor, donde había solo una opción: las ciencias.
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