martes, 10 de diciembre de 2024

Una historia sin título y sin terminar

LA HISTORIA DE DIEGO

Esta historia, que ahora transcribo, fue redactada originalmente entre enero y febrero de 2012, cuando yo era seminarista menor con los Legionarios de Cristo en Mérida, Venezuela. La presento aquí con la mayor fidelidad posible al texto original, aunque he realizado algunos ajustes necesarios para mejorar su comprensión.

Está amaneciendo. El clima se siente un poco húmedo, y Diego comienza a abrir los ojos mientras unas gotas de agua le caen en el rostro, obligándolo a despertar definitivamente. Una vez más, se le olvidó mover la cama para evitar las goteras que se cuelan por el agujereado techo de la humilde casa de la familia Pérez.

Rápidamente, se pone ropa apropiada para asistir a misa. Es domingo, y como es costumbre, la familia Pérez sale muy temprano hacia la iglesia del pueblo, que se encuentra a unos cuantos kilómetros.

Durante el camino, Diego se queda dormido en la parte trasera de la carreta, junto a su hermana Sofía y su hermanito Juan. Mientras tanto, don José y doña Carla conversan sobre él; algo los tiene preocupados. Últimamente, Diego ha estado muy emocionado por ir a misa. Dice que, cuando termine la escuela, ingresará al seminario para convertirse en sacerdote.

Don José, con gran esfuerzo, sostiene a su familia gracias a las 250 gallinas que le permiten mantener la comida en casa y abastecer una pequeña tienda de huevos. Sofía, con sus ahorros, logró comprar una máquina de coser, y junto con su madre confecciona vestidos, pantalones y camisas. El pequeño Juan vende los huevos y la ropa los domingos, mientras Diego acompaña a sus padres y a su hermana a la misa, celebrada por el padre Vargas, un buen amigo de la familia, quien en varias ocasiones ha almorzado con ellos.

Al terminar la misa, se reúnen todos en la puerta del templo. Como ya es tradición, invitan al padre Vargas a almorzar, y él acepta gustoso, acompañándolos de regreso a casa.

—Padre Vargas, ¿qué tal le va en la parroquia? —pregunta Diego, con mucha curiosidad.

El padre responde:

—Pues no tan bien. Estoy necesitando un monaguillo que me ayude a preparar la misa y a asistir en el altar. ¿Me ayudarías, Dieguito?

Se hace un breve silencio, y de repente Diego, muy emocionado, se dirige a sus padres:

—¿Me dejan?

—¿Por qué no? —responde su padre.

Entonces doña Carla comenta:

—Padre, sí lo dejamos, pero no tenemos con qué comprarle su alba.

—No se preocupe, mujer —dice el padre Vargas con una sonrisa—. Tengo un mantel blanco del altar que ya no usamos, porque le queda pequeño. Se lo daré, y Sofía y usted le pueden hacer el alba al muchacho.

Muy ilusionado, Diego comienza a imaginarse como acólito, junto al padre Vargas, en el altar mayor del templo del pueblo.

Al llegar a casa, doña Carla manda a Diego a recoger los huevos del gallinero, ya que habían salido muy temprano y no había tenido tiempo de cumplir con esa labor. El padre Vargas se sienta en la cocina a conversar con ella, mientras Diego recoge los huevos y don José busca la leña para encender el fogón en la humilde morada de los Pérez.

Antes de que el almuerzo esté listo, el padre Vargas le pregunta a don José:

—¿Y qué tenemos hoy para comer?

—Una sopa de gallina. Estoy seguro de que quedó deliciosa—responde él con una sonrisa.

Todos rezan juntos el Padrenuestro y se sientan a la mesa. El padre Vargas ocupa la cabecera, rodeado por los miembros de la familia, atentos a sus palabras. Doña Carla, muy contenta con la visita, aprovecha la ocasión, en medio del almuerzo, para contarle al padre lo que Diego ha estado diciendo: que quiere ser sacerdote.

El padre la tranquiliza:

—No se preocupe, doña Carla. Diego está en la edad de descubrir su vocación.

Pasaron los minutos, y tras terminar el almuerzo, se despidieron del padre Vargas, quien regresó caminando al pueblo, rezando el rosario por el camino, con su sotana y su sombrero de ala ancha.

Diego, por su parte, empezó a preparar sus cosas para el colegio. Al día siguiente, muy temprano, le contaría emocionado a la señorita María, su profesora de sexto grado, que iba a ser monaguillo.

Al día siguiente, Diego se despertó emocionado. Su mamá ya le tenía listo el desayuno. Antes de comer, como cada mañana, rezaron juntos el Padrenuestro en agradecimiento por el nuevo día y por los alimentos. Diego comió rápidamente y salió rumbo al colegio.

En el camino se encontró con su mejor amigo, Raúl, y le contó entusiasmado todo lo que había ocurrido el domingo: la invitación del padre Vargas, la idea de ser monaguillo y lo feliz que se sentía. Raúl, intrigado por la historia, le prometió que después de clases lo acompañaría a misa.

Cuando llegaron al colegio, ya estaban cantando el himno. Ambos se sorprendieron, pues sentían que habían venido lo más rápido posible. Entraron al salón de clases justo a tiempo. La maestra pasó la lista, pero al final notaron que faltaba Antonio.

Algunos compañeros comentaron que Antonio no había llegado porque estaba ayudando a uno de sus tíos a recoger café en su finca.

La señorita María, preocupada, habló con el director del colegio, don Armando, para ver cómo podían ayudarlo. Antonio era uno de los alumnos más aplicados y, en el último período, había obtenido las mejores calificaciones.

Durante el recreo, Diego compartió con otros amiguitos la historia del domingo, y poco a poco su entusiasmo se contagió. Al final, todo el salón, por pura curiosidad, decidió asistir con él a la misa de la tarde. Y no solo ese día: lo hicieron todos los días de esa semana.

Cuando llegó el viernes, animados por Diego, todos juntos elevaron una oración a Dios pidiendo por el regreso de su compañero ausente, Antonio. Al salir de la iglesia, para sorpresa de todos, allí estaba Antonio esperándolos, con una gran sonrisa, listo para jugar un partido de fútbol. Diego sintió, por primera vez, que había experimentado el verdadero poder de la oración. O al menos, así lo creyó con firmeza.

Al terminar el partido, todos se despidieron alegres. Diego y Raúl regresaron juntos a casa, caminando por el mismo sendero que los llevaba hacia el puente de madera, pues vivían en la misma zona.

Eran cerca de las seis de la tarde cuando Diego llegó a casa. Doña Carla, al verlo entrar, le preguntó:

—¿Por qué llegaste tan tarde hoy?

—Estuve en misa y después jugué con mis compañeros del colegio —respondió Diego, aún con energía.

—Bueno, pues ya tengo lista tu alba —le dijo su madre con una sonrisa.

Diego la miró sorprendido. Sus ojos se llenaron de lágrimas de alegría y comenzó a dar saltos por toda la casa, gritando de emoción.

—¡Pero póntela, a ver qué tal te queda! —dijo don José, divertido.

Diego se puso el alba con mucho cuidado, como si fuera un tesoro sagrado. Luego caminó por toda la casa, modelando con orgullo, mientras su familia lo observaba con ternura.

Es sábado, y como cada semana, la familia Pérez tiene una hermosa costumbre: visitar a los enfermos del pueblo. En cada casa donde van, dejan un pedacito de pan como símbolo de compañía y esperanza.

Mientras se encontraban en casa de una anciana muy enferma, coincidieron con el padre Vargas, quien justo en ese momento le estaba dando la unción de los enfermos. En medio de la conversación, y como cosa de curiosidad, surgió el tema de los fantasmas y los espíritus malignos, algo que llamó profundamente la atención de Diego.

El padre Vargas, viendo su interés, lo invitó a que lo acompañara a la parroquia. Diego aceptó sin pensarlo mucho. Al llegar a la iglesia, entraron juntos a la sacristía, y allí el padre comenzó a explicarle todo lo necesario para preparar una misa: los ornamentos, los vasos sagrados, el orden del altar, los libros litúrgicos...

Ya por la tarde, Diego tuvo la oportunidad de ayudar por primera vez como monaguillo en la misa. Aunque lo hizo con entusiasmo, se le notaba algo nervioso, y la gente del pueblo lo comentaba con ternura.

Al finalizar la misa, después de guardar los vasos sagrados en la sacristía, Diego regresó a casa. Al llegar, lo esperaba don José, su padre, bastante molesto porque no había llegado a tiempo para la cena. Diego, con calma y mucho respeto, le explicó con detalle todo lo que había hecho durante la tarde.

Al día siguiente, domingo, la rutina cambiaba un poco: además de ir a misa, la familia debía vender los huevos y la ropa. Esta vez, Sofía y el pequeño Juan se quedaron encargados del negocio, mientras Diego asistía nuevamente como acólito.

Era su segunda vez en el altar, y sus padres estaban muy orgullosos de verlo allí, junto al padre Vargas. Sin embargo, en medio de la celebración, ocurrió un pequeño accidente: en el momento de llevar el lavabo al padre, justo antes de la consagración, Diego dejó caer la taza con agua. El estruendo al golpear el suelo se escuchó en toda la iglesia y, según se dijo después, incluso despertó a varias señoras que estaban cabeceando en las bancas.

El resto de la misa lo pasó nervioso, cuidando cada movimiento y temiendo volver a equivocarse.

Al salir de la iglesia, lo esperaban sus hermanos con caras de preocupación. Les contaron que un hombre, aparentemente con problemas mentales, había robado todos los huevos y la ropa que habían llevado para vender. Don José fue a poner la denuncia en la policía del pueblo, y todos regresaron a casa muy tristes.

Durante el camino, Diego caminaba en silencio, rezando por aquel hombre, pidiéndole a Dios que tocara su corazón y lo hiciera arrepentirse para convertirse en un hombre de bien.

Al llegar a casa, compartieron el almuerzo en familia, más tranquilos, pero aún con un poco de tristeza en el rostro. Después de comer, Diego le pidió permiso a su madre para ir a hacer una tarea en casa de su amigo Raúl. Doña Carla, confiada, le dio permiso... sin imaginar lo que estaba por pasarle a Diego en el camino.

Diego se encuentra con un antiguo compañero del colegio, Rodolfo, un muchacho con el que nunca ha tenido una buena relación.

—¡Hola, santito! —le dice Rodolfo con tono burlón—. Te vi hoy en la misa… ya pareces un curita.

Diego no tiene ánimos para provocaciones y responde con calma:

—Déjame tranquilo, Rodolfo. Voy a hacer una tarea y no quiero discutir contigo.

Sin embargo, Rodolfo, lleno de agresividad, se abalanza sobre él y comienza a golpearlo con furia. Diego no sabe defenderse; su única opción es correr hacia la casa de su amigo Raúl, al otro lado de la calle. Justo cuando intenta cruzar para escapar de la golpiza, un automóvil pasa a velocidad media y lo atropella, causándole una grave fractura en la pierna derecha.

Los gritos de Diego, desgarradores, se escucharon hasta su casa. Rodolfo huyó, mientras doña Josefina, la madre de Raúl, salió rápidamente a socorrerlo. Llamaron a la policía y una ambulancia lo llevó de urgencia al hospital del pueblo. Raúl corrió a avisar a la familia Pérez del trágico accidente.

En el hospital, la madre de Diego rompió en llanto al ver a su hijo ensangrentado e inconsciente sobre una camilla. Los doctores intentaron calmarla mientras Diego, en estado de shock pero aún consciente, explicó a su padre lo sucedido. El padre Vargas, recién llegado, escuchó la historia con atención.

Don José, indignado, fue hasta la casa de Rodolfo para enfrentarlo, pero al llegar, fue recibido por el señor Eulogio, padre de Rodolfo, un hombre desaliñado, con una barba descuidada y olor a licor. Lo acompañaba su hija Sofía, quien reconoció a Eulogio como el ladrón que les había robado huevos y ropa semanas antes.

Aunque José tuvo el impulso de enfrentarlo físicamente, su sentido de la rectitud se lo impidió. En cambio, fue a denunciarlo con el comisario. Eulogio fue arrestado, pero Rodolfo había logrado escapar antes de la llegada de la policía.

Mientras tanto, Diego debía ser operado de emergencia para reconstruir su pierna, pero la familia no contaba con los recursos necesarios. Al ver la angustia de doña Carla, el padre Vargas dijo con firmeza:

—No se preocupen más. En la parroquia tenemos una campana vieja y rota que ya no sirve. Como hemos recibido una nueva, podemos vender la antigua al herrero del pueblo y usar ese dinero para pagar la operación de Diego.

—¿Cómo se le ocurre, padre Vargas? —respondió José.

—No se diga más —insistió el padre—. Diego necesita esa operación lo antes posible.

El padre Vargas vendió la campana por una buena suma. Con el dinero no solo se pagó la operación de Diego, sino también la pintura para renovar la fachada e interior de la iglesia de San Pedro, dedicada a San Juan Evangelista.

Tras una exitosa operación, Diego recibió la visita del director del colegio, don Armando, quien le llevó frutas como muestra de afecto. La noticia del accidente había conmovido a toda la comunidad escolar, incluyendo a la señorita María, su profesora.

Mientras tanto, en una ciudad cercana, la tía Carlota —hermana de Carla— se preparaba para pasar unas vacaciones sin saber nada de lo ocurrido. Al llegar a la casa de los Pérez, la encontró desolada: gallinas hambrientas y montones de huevos sin recoger. Alarmada, fue al pueblo y se encontró con la señorita María, quien le contó lo sucedido. Conmovida, Carlota, una mujer de buena posición económica, decidió comprarle a Diego una silla de ruedas y llevársela personalmente al hospital.

La llegada de Carlota fue emotiva. Al ver a su sobrino postrado, rompió en llanto junto a su hermana. José, conmovido pero firme, se retiró de la habitación para no interrumpir aquel momento íntimo entre hermanas. Diego, con gran esfuerzo, trató de consolarlas, mostrando su nobleza de corazón incluso en medio del dolor.

Ya al atardecer, un médico anunció que Diego recibiría el alta en un par de días. La familia se llenó de esperanza y decidió pasar esos últimos días en el hospital con alegría.

En esos días, José escuchó a unos doctores hablar sobre una revuelta que se gestaba en el pueblo: campesinos exigían al alcalde el restablecimiento del suministro de agua, que había sido redirigido a un pueblo vecino desde hacía meses. José, interesado en reclamar también sus derechos, se dirigió a la plaza.

Allí encontró a unos 60 o 70 hombres gritando que saliera el alcalde. Este, mientras tanto, tomaba café en su despacho junto a una de sus hijas. El rumor de que podrían incendiar la alcaldía comenzó a circular. Ante la tensión, el padre Vargas, preocupado por evitar una tragedia, se ofreció como mediador entre el pueblo y el alcalde.

Mientras tanto, en la parroquia del pueblo, se llevaba a cabo el rezo del rosario dirigido por la señorita María. Algunos de los compañeros de colegio de Diego estaban presentes, rezando con devoción, la mayoría por la pronta recuperación de su amigo. Otros, como Raúl, pedían por asuntos más personales. En su caso, oraba por su padre, el alcalde del pueblo, quien ahora se encontraba en una posición muy difícil tras los recientes disturbios.

A la mañana siguiente, las señoras del pueblo no hablaban de otra cosa: el alcalde había sido destituido y, en un giro inesperado, el cargo fue otorgado a un hombre pobre, pero de gran humildad y corazón noble: el señor José Pérez, padre de Diego, quien vendía huevos los domingos en la plaza.

Cuando Diego se enteró de la noticia, se llenó de alegría. Estaba tan emocionado que incluso deseó poder levantarse de su silla de ruedas para acompañar a su padre al acto de juramentación. Sin embargo, también pensó en Raúl y en su padre, el exalcalde. A pesar de todo lo que había sucedido, Diego sentía una profunda compasión por ellos. Era un muchacho de sentimientos nobles, siempre dispuesto a perdonar y a ver el bien en los demás, incluso en aquellos que alguna vez lo habían herido. Sus ideales y vocación parecían encaminados hacia un futuro como sacerdote.

Pasaron varios meses. Ya totalmente recuperado, Diego acompañó a su padre en una visita al pueblo vecino, donde José Pérez debía participar en una reunión con otros alcaldes de la región. Diego, además de su inclinación religiosa, también mostraba un interés especial por los asuntos públicos. Se sentó junto a su padre y participó con entusiasmo en toda la jornada, que duró más de cuatro horas. Incluso realizó algunas intervenciones que fueron bien recibidas y aplaudidas por varios de los presentes.

En el camino de regreso, Diego, con voz serena pero firme, le dijo a su padre:

—Papá, creo que es momento de empezar la construcción de una nueva iglesia. La de San Pedro es muy pequeña, está muy deteriorada… y, además, este año cumple 350 años de haber sido construida. Sería hermoso rendirle homenaje y ofrecerle al pueblo un templo digno.

José, conmovido por las palabras de su hijo, asintió con una sonrisa. Sabía que Diego no solo hablaba con sabiduría, sino también con el corazón.

José sabía que la idea no era mala, pero, como hombre experimentado, también sabía que las cosas no son tan fáciles ni se hacen de la noche a la mañana. Por eso, pensó durante varios días en lo que su hijo le había pedido.

Un día, José llegó a almorzar a su casa. Toda la familia Pérez estaba reunida en la mesa. El almuerzo transcurrió con cierta agitación, y al terminar, José se dirigió a su hijo:

—Hijito querido —dijo—, he pensado mucho en lo de la nueva iglesia. Me cuesta mucho decir que sí, pero me cuesta aún más rechazar la idea. Por eso lo dejaré todo en manos de Dios. Esta misma tarde iremos a hablar con el padre Vargas. Dependiendo de lo que él diga, pondremos en marcha la nueva compañía de construcción que he aprobado para San Pedro.

Diego, un poco desconcertado, decidió adelantarse y hablar primero con el padre Vargas. Al llegar a la casa parroquial, encontró al sacerdote redactando una solicitud de apoyo económico a su obispo. Quería fondos para remodelar la iglesia, ya que las reparaciones anteriores habían quedado obsoletas.

Poco después llegó José, y junto a Diego, conversaron con el padre Vargas sobre sus planes. El sacerdote, tras escucharlos atentamente, respondió:

—Perdónenme mi opinión, pero creo que es mejor no construir otra iglesia. Lo que deberíamos hacer es demoler esta totalmente y reconstruirla tal como es, pero con materiales nuevos. Así, San Pedro seguirá teniendo su antigua, pero renovada iglesia colonial.

José asintió:

—No es mala idea. Hable usted con el señor obispo para que nos dé la autorización, y yo buscaré a los arquitectos que puedan hacer los planos. Así, podremos reconstruirla tal cual.

Todo esto agradaba profundamente a Diego. Parecía que todo marchaba bien: los principales ejecutores del proyecto estaban de acuerdo. Sin embargo, la noticia llegó a oídos de un grupo de hombres del pueblo, conocedores profundos de la historia de San Pedro. Ellos no permitirían que se demoliera la antigua iglesia de San Lucas Evangelista.

Un día, mientras el padre Vargas esperaba la respuesta del obispo, llegó a su despacho don Arturo Rojas, un hombre muy respetado en San Pedro por su cultura y amor por las tradiciones del pueblo. Luego de unos minutos de conversación, tocaron el punto más delicado: la demolición de la iglesia.

—Padre —dijo don Arturo—, ¿cómo es eso de que pretenden demolernos la iglesia para reconstruirla? ¡No podemos permitir que eso suceda! ¡No lo vamos a permitir!

El padre Vargas sintió que la sangre le hervía. Le contestó con voz firme y algo regañona:

—¿No ve que la iglesia se nos cae a pedazos? ¡Ya no podemos hacer nada más para repararla! Usted, más que nadie, sabe cuántos años lleva en pie. Además, las reparaciones que le hemos hecho ya no sirven. ¡Usted lo sabe!

—No, padre Vargas —respondió don Arturo, con voz resuelta—. No podemos destruirla. Es mejor tratar de repararla cuantas veces sea necesario.

Don Arturo salió a paso ligero rumbo a su casa, decidido a buscar a sus compadres y amigos para que lo apoyaran en su propósito de impedir la demolición de la iglesia.

Esa misma noche, comenzó a llover con fuerza. En su habitación, Diego estaba arrodillado al pie de su cama, mirando una pequeña imagen de la Virgen Milagrosa. Hacía sus últimas oraciones antes de dormir, pidiendo con fe que la tempestad se calmara.

No había terminado de rezar cuando un rayo iluminó los rostros de todos los habitantes de San Pedro. Acto seguido, un fuerte temblor sacudió el suelo. Asustados, muchos salieron gritando:

—¡Cayó un rayo en San Pedro!

Lo que nadie sabía en ese momento era que, antes de la tormenta, el padre Vargas había trasladado todas las imágenes de la iglesia a la casa parroquial, con la intención de restaurarlas y pintarlas.

A la mañana siguiente, se confirmó la noticia: el rayo había caído directamente sobre la iglesia de San Lucas Evangelista, partiéndola en dos. El templo se había derrumbado por completo.

Algunos vecinos pensaban que aquello era un castigo de Dios. Pero el padre Vargas lo interpretó de otro modo. En la homilía del día siguiente, explicó con firmeza:

—Dios quiere que empecemos a construir su casa. No piensen que esto ha sido algo malo. Debemos comprender que Dios también actúa por medio de la naturaleza.

Algunas personas acogieron el mensaje con humildad. Otros, en cambio, seguían resentidos y buscaban la manera de reprocharle al sacerdote por haber promovido la reconstrucción. Sin embargo, la realidad era innegable: la iglesia se había caído. El alcalde, don José Pérez, ya había dado la orden de iniciar la obra de reconstrucción total.

Las campanas, rajadas por el impacto, fueron bajadas y apartadas. Serían necesarias unas nuevas.

Poco a poco, el ambiente en el pueblo fue cambiando. Cada tarde, don Arturo llevaba café y pan a los obreros que trabajaban en la nueva iglesia, la cual sería reconstruida con la misma imagen y dimensiones de la anterior.

El padre Vargas celebraba la santa misa todas las tardes en el patio de la casa de don Armando Morales, el director de la escuela, cuya vivienda se encontraba en una de las esquinas de la plaza.

Diego ayudaba a supervisar los avances de la obra, acompañado de su padre, quien cada sábado se acercaba a revisar los trabajos y se encargaba de comprar lo necesario para que la construcción no se detuviera.

En una ocasión, mientras los obreros trabajaban en la torre, uno de ellos perdió el equilibrio desde el tercer piso y cayó de cabeza al suelo. Los periódicos locales lamentaron el terrible suceso, y el padre Vargas celebró una misa por el alma del obrero fallecido. La familia del difunto fue acogida por don José Pérez, quien, en su rol de alcalde, había ampliado su casa para alojar a quienes más lo necesitaban, añadiendo cuatro habitaciones más y una cocina de campo.

A pesar de las dificultades, el padre Vargas nunca perdió la fe. Todo lo resolvía por medio de la oración. Sabía bien que no se construía cualquier edificio, sino la casa de Dios. No se trataba de un burdel ni de un bar para borrachos —solía decir—, sino del lugar más sagrado del pueblo.

Pasaron ocho meses y la obra ya estaba casi lista. Solo faltaban la cúpula del altar mayor y el sagrario. Un año y dos meses después del inicio de la reconstrucción, la nueva iglesia fue finalmente inaugurada. Al acto asistieron el padre Vargas, don José Pérez con su familia, y varias personalidades importantes de San Pedro.

La gente comentaba que la nueva iglesia era perfecta: idéntica a la anterior, pero más alta y con detalles ornamentales aún más hermosos.

A un costado del templo, se colocó una pequeña estatua del padre Vargas como muestra de agradecimiento por su valentía, fe y esfuerzo incansable durante todo el proceso.

Diego, ya un poco más maduro, se acercó a su padre y le dijo con emoción:

—Gracias, papá… por haber escuchado mi humilde petición.

La señora Carla y su hija Sofía se encargaron de confeccionar los manteles del altar y las cortinas que adornarían la nueva iglesia. También cosieron varias sotanas nuevas para el padre Vargas, que bien merecidas las tenía. Todo en San Pedro era paz y armonía.

En su último año como alcalde, don José había promovido varias urbanizaciones alrededor del pueblo, lo que le dio nueva vida al lugar. Pasaron los meses y Diego continuaba sirviendo como monaguillo en la parroquia. El padre Vargas, por su parte, cumplía fielmente con su ministerio sacerdotal, y el pueblo seguía creciendo, tanto en número como en fe. Cada domingo se organizaban turnos para que todos pudieran participar de las celebraciones, pues ya no cabían todos en una sola misa.

Diego se preparaba para terminar la secundaria. Seguía firme en su deseo de ingresar al seminario. Ya se acercaba el cursillo vocacional, requisito para ser admitido, y Diego había empezado a insistirle a su madre para que lo inscribiera, pues su anhelo de ser sacerdote se fortalecía día a día, especialmente bajo la guía espiritual del padre Vargas.

Una mañana de domingo, como de costumbre, Diego fue a misa. Su padre no lo acompañó esta vez, pues tenía una reunión con el gobernador de la región para gestionar recursos destinados a mejorar la escuela y varias edificaciones históricas del pueblo.

Tras la última misa del día, mientras el padre Vargas se quitaba los ornamentos litúrgicos con la ayuda de Diego, lo miró con una sonrisa y le dijo, emocionado:

—Dieguito, ya se acerca la hora de partir al seminario… ¿Cómo te estás preparando?

En ese instante, Diego sintió un nudo en el estómago y un leve mareo. Tragó saliva, respiró hondo y respondió:

—Padre Vargas, estoy muy emocionado. Ese es mi mayor deseo… pero también me da mucho sentimiento dejar sola a mi mamá.

Antes de que terminara la frase, el padre Vargas lo interrumpió suavemente:

—Bueno, Diego… si quieres un consejo, te contaré mi historia vocacional. Desde que tenía tu edad hasta el día en que me ordené sacerdote.

Diego escuchó con atención mientras el padre narraba, con detalles y emoción, su camino hacia el sacerdocio. La noche cayó casi sin darse cuenta. En ese momento, llegó don José a buscar a su hijo a la casa parroquial.

Desde la puerta, el padre Vargas se despedía agitando la mano, mientras Diego subía al auto. Su padre, con rostro serio, encendió el motor y partió a toda velocidad:

—Diego, ¿qué haces tan tarde fuera de casa? Vamos, que esta noche tendrás una seria charla conmigo.

Al llegar a casa, Diego, algo asustado, se encerró en su cuarto. Carla, confundida por la actitud de su hijo, fue tras él para hablar. Sentados en la cama, Diego le confesó:

—Mamá, papá quiere que estudie Derecho apenas termine el colegio. Dice que quiere que yo me dedique a la política… Pero yo… yo quiero consagrar mi vida a Dios, servir como sacerdote. Es lo único que deseo.

Esa noche, hubo una fuerte discusión entre Carla y José. Él insistía en que su hijo no debía ir al cursillo del seminario. Ella, en cambio, solo deseaba una cosa: que su hijo fuera feliz, y que siguiera el camino que Dios le había inspirado.

A la mañana siguiente, el padre Vargas se presentó en la casa de los Pérez. Llevaba su típica sotana negra, ceñida por la banda sacerdotal, y su porte sereno. Carla, como de costumbre, estaba en el patio enseñando a coser a Sofía, su hija, que ya aprendía a hacer vestidos y camisas. Esa sería su futura fuente de ingresos cuando se casara con algún buen muchacho de San Pedro.

El padre Vargas inició su conversación con Carla, preocupado por lo sucedido el día anterior.

—¿Por qué José se llevó a Diego de esa manera tan brusca? —preguntó el sacerdote con tono sereno.

Carla, confiada y con algo de resignación, respondió:

—Ay, padre… ahora José quiere que Dieguito sea abogado, y luego político. Por eso no lo quiere dejar ir al cursillo. ¿Qué hacemos, padrecito? ¿Qué hacemos?

El padre Vargas se dirigió entonces al gallinero, donde encontró a Diego alimentando a las aves. Se sentó junto a él y conversaron largamente sobre lo que estaba sucediendo. Llegaron a un acuerdo: cuando José regresara a casa, hablarían los tres. El padre Vargas le explicaría las desventajas de imponerle una vocación a un hijo, y le recordaría que tener un sacerdote en la familia es una gran bendición, más aún ahora que los Pérez eran una de las familias más respetadas de San Pedro.

Superada esa difícil situación, llegó finalmente el día de la partida de Diego al seminario. Curiosamente, esa fecha coincidió con la entrega de la alcaldía a un nuevo dirigente del pueblo. A pesar de la excelente gestión de don José Pérez, no se había presentado a la reelección, pues había asumido el cargo de manera imprevista tras la renuncia del anterior alcalde.

Ese día, José estaba especialmente sensible. Algunos vecinos comentaban su fría actitud durante el acto de entrega del mando. Parecía que algo dentro de él se quebraba, como si ese día marcara no solo el fin de su gestión política, sino también un cambio profundo en su vida familiar.

Esa misma tarde, Diego partió junto a su madre hacia el seminario de San Juan, ubicado en la ciudad más cercana a San Pedro. El viaje se hizo en un viejo tren que llevaba más de cien años en funcionamiento. Mientras avanzaban por los campos, Diego y Carla contemplaban los paisajes de su tierra con admiración y algo de nostalgia.

—¿Te sientes seguro de ir al seminario? —le preguntó Carla—. Mira que todavía estás a tiempo de tomar otra decisión…

—No, mamá —respondió Diego con firmeza—. No quiero ni pensar en otra cosa para mi vida que no sea el sacerdocio.

Sus palabras tenían la convicción de un adulto, aunque apenas tenía doce años y acababa de terminar el sexto grado. Carla lo miró con ternura y orgullo.

Un par de horas después, llegaron a la estación de San Juan. Allí los esperaba el padre Andrés, secretario del rector del seminario. Los recibió con una gran sonrisa y los invitó a subir al carro que los llevaría al seminario.

Allí se encontraban los demás jóvenes que participarían del cursillo: eran diecisiete en total, todos llenos de ilusiones, esperando descubrir si esa era realmente su vocación, dispuestos a comenzar una vida de oración, formación y entrega al servicio de Dios.

El seminario de San Juan era una antigua edificación de dos pisos con un gran patio central, en cuyo centro se alzaba la imagen de San Juan. Alrededor del patio se distribuían las aulas y, en el segundo piso, los dormitorios de los seminaristas y sacerdotes. La capilla, acogedora y bien cuidada, era el corazón del lugar. Al fondo estaban la cocina y los baños, y cada dormitorio contaba con su propio pequeño aseo.

Este seminario había sido el logro pastoral de un obispo de San Juan que había ejercido su misión apostólica más de 130 años atrás.

Diego se adaptó con rapidez a ese nuevo entorno. A los pocos días ya se sentía a gusto. El cursillo tenía un horario riguroso pero equilibrado: oraciones, clases, juegos, trabajos comunitarios, comidas y una merienda que nunca faltaba, usualmente pan con café con leche.

Pronto hizo buenas amistades con los demás cursillistas y también con algunos sacerdotes del equipo formador, quienes serían fundamentales en su crecimiento espiritual.

Un mes y medio después, se realizó la ceremonia de entrega de los uniformes. A cada cursillista se le confió una pequeña sotana negra, símbolo de la seriedad y el compromiso que implicaba el camino que deseaban seguir.

Esa noche, sin embargo, siete de los diecisiete decidieron no continuar. El peso del llamado y la exigencia de la vida en el seminario los llevó a regresar a sus casas.

Los diez que quedaban, entre ellos Diego, recibieron su sotana con emoción contenida. La vestían con humildad, sabiendo que aceptaban un reto grande, pero también hermoso: empezar a ser, desde la niñez, servidores del Evangelio.

Algún tiempo después, llegó la despedida de los seminaristas que habían culminado su quinto año en el seminario menor. Aquel día fue una gran fiesta en el Seminario de San Juan. Por la tarde, Diego, con la ayuda de un amigo, pronunció unas palabras de agradecimiento y despedida a los que partían al seminario mayor.

Días más tarde, por los pasillos del seminario, aún se comentaba la elocuencia de Diego y su gran don para hablar en público.

—¡Eh, hermano Pérez! —se oyó una voz grave y anciana al fondo del pasillo de los dormitorios de los padres—. ¡Qué bien te quedaron tus palabras!

Era monseñor Carlos Villegas, el obispo de San Juan, quien se encontraba de visita en el seminario y había presenciado la ceremonia.

—Sí, señor —respondió Diego con voz temblorosa—. Las preparé con tiempo, quería que salieran bien.

—Dios te bendiga, hermano Pérez —le dijo el obispo—, y te haga un buen sacerdote.

Esos momentos llenaban el alma de Diego de esperanza. En silencio, se repetía con emoción:

"¡Qué bello regalo me dio Dios: la vocación sacerdotal!"

Los días en el seminario transcurrían con rapidez, marcados por el trajín de las clases, la oración y el trabajo. Diego se esforzaba especialmente en las materias de latín y griego, descubriendo que tenía un don especial para comprender estos complejos idiomas. Reconocía en ello una gracia de Dios, que lo preparaba para su futura misión.

Llegó el tiempo de las misiones. Cada seminarista fue enviado a una parroquia para colaborar con el párroco durante varias semanas. A Diego le asignaron la parroquia de San Gregorio, donde serviría junto al padre Giovanni Spoletini, un sacerdote italiano, conocido en la región por su experiencia como exorcista.

Diego partió con cierta inquietud. Sabía que esa experiencia sería un paso importante en su camino vocacional, pero no imaginaba todo lo que estaba por vivir.

Al llegar, el padre Spoletini lo recibió con una sonrisa afectuosa y le dijo:

—Hoy mismo iremos a hacer un exorcismo. Prepárate con ayuno y oración. Será exigente.

Al oír esas palabras, Diego sintió un espanto indescriptible. Mareado, cayó desmayado. Era su primera vez ante algo tan serio y misterioso.

El padre Spoletini, recientemente asignado a San Gregorio tras la jubilación de un párroco que llevaba allí casi treinta años, lo ayudó a levantarse. Ya en la sacristía, le dijo con voz grave:

—Diego, ven. Te contaré algo.

El joven seminarista se sentó junto a él, y el padre empezó:

—Estaba yo en otra iglesia cuando un joven me dijo que su amigo parecía poseído. Ya había hecho dos exorcismos antes, ambos con éxito. Pero esta vez fue distinto… El demonio había poseído a un hombre de veinticuatro años, no a niñas como en los casos anteriores.

»Tenía el permiso del obispo, así que pensé que sería pan comido. Pero me equivoqué. Al comenzar el Rito romano, y después de algunos minutos, le pregunté su nombre. Con voz rasposa y entrecortada, respondió: “Me llamo Holocausto. Yo fui el que hizo que Hitler mandara asesinar a más de tres millones de judíos. Por mi culpa, ahora hay asesinos a sangre fría.”

»Ese demonio me aterraba. Rompía las cadenas que sujetaban al joven, golpeaba a mis ayudantes, se autolesionaba y reía con una risa satánica. Cuando veía sangre, la lamía con locura. El exorcismo duró tres meses… y terminó muy mal para mí. Una semana después de haberlo expulsado, el demonio comenzó a aparecerse y me decía: “Si vuelves a fastidiarme, tu vida acabará en seis días.”

»Supongo que se refería a mi vida de gracia… porque ya he hecho diez exorcismos y aún sigo vivo.

—Padre —preguntó Diego, con voz baja—, ¿el demonio fastidia mucho?

—Sí, hijo —respondió Spoletini—. Primero te tienta contra la paciencia y la pureza. Si ve que no te puede vencer espiritualmente… entonces vienen los golpes. Y créeme, duelen.

Al día siguiente, mientras desayunaban juntos, una piedra envuelta en papel rompió la ventana de la cocina y cayó justo a los pies del padre. Diego se levantó sobresaltado y corrió hacia la ventana.

Afuera, vio a un joven vestido de traje negro. Su rostro estaba grotescamente deformado y sus ojos eran de un rojo encendido que irradiaban odio. Diego retrocedió temblando.

El padre Spoletini también se levantó y, al ver aquella figura, gritó con fuerza:

—¡Fea apariencia! ¡Vete al infierno de donde vienes!

Apenas pronunció estas palabras, el joven lanzó un grito desgarrador y, con gestos de dolor, desapareció ante los ojos de ambos.

Diego se sentó en silencio, aún temblando. El padre Spoletini lo miró y le dijo con firmeza:

—Esto no es para asustarte, hijo. Es para que sepas que cuando uno le pertenece a Dios, también lo buscan los enemigos del alma. Pero no tengas miedo. Mientras vivas en gracia, el demonio no podrá tocar tu alma. Solo trata de asustarte.

Diego, como todo joven y a pesar de ser seminarista, sintió un gran temor por lo ocurrido. El padre Spoletini le dijo con voz firme:

—Ven, Diego, rápido. Vamos a leer lo que dice este papel.

El mensaje decía: “La ira del demonio acabará con tu grey.”

Al terminar de leer esas escalofriantes líneas, el padre y Diego se dirigieron al sagrario. Allí, con Jesús presente en verdad, rezaron un rosario con fervor. El silencio característico del templo era interrumpido solo por la voz temblorosa de Diego, quien respondía a las oraciones que dirigía el padre.

Aún no habían terminado el rezo, cuando una gran multitud irrumpió en la iglesia. Gritos desesperados comenzaron a oírse:

—¡Padre, padre! ¿Dónde está?

El padre Spoletini se levantó, extrañado hasta en la médula. Con el rostro más blanco que un alma, preguntó:

—¿Pero qué pasa? ¡Dios mío! ¿Por qué tanto alboroto?

Una mujer de unos cincuenta años respondió con desesperación:

—¡Está como loca! ¡Camina por las paredes! ¡Grita como poseída! ¡Tiene el demonio adentro! ¡Ayúdela, padre, por favor!

El padre miró fijamente al sagrario, hizo la señal de la cruz como quien se despide de Jesús y salió al atrio del templo para tratar de calmar a la multitud.

Mientras tanto, Diego, paralizado por el miedo, se quedó ante el sagrario, temiendo hasta de su propia sombra. Aquellos eran momentos de amarga inquietud, pero también de fe, y Diego los pasó con Cristo en su corazón.

Ya en el atrio, la madre de la joven poseída suplicó al padre:

—¡Por favor, vaya a nuestra casa! ¡Sánela, padre!

El padre Spoletini, hombre de gran valor, accedió sin vacilar. Llamó a Diego y le pidió que preparara un maletín con lo necesario: la estola, el agua bendita, un crucifijo, un rosario de san Benito y el nuevo manual de exorcismo que había recibido desde el Vaticano, gracias a un amigo suyo recién nombrado cardenal.

Encomendándose ambos a la Santísima Virgen María, partieron con rapidez hacia la casa, que se encontraba a unas cuadras de la parroquia. Al llegar, una gran multitud rodeaba la humilde vivienda. Apenas entraron, comenzó a llover con fuerza, y fuera de la casa solo quedó un carro estacionado.

—¿Dónde está? —preguntó el padre.

Un desconocido le respondió:

—Aquí, padre, venga por aquí.

Diego se quedó en la sala, donde reunió a algunos familiares para rezar el rosario, mientras el padre entraba a un cuarto del que salían gritos espantosos y alaridos como de fin del mundo.

Dentro de la habitación estaba la joven poseída, de unos 19 años, sostenida por cuatro hombres corpulentos, que no dejaban de asombrarse por la fuerza sobrenatural que ella manifestaba. El padre se santiguó y, justo en ese momento, se oyó un estruendo en la cocina, como si se hubieran roto mil platos de porcelana. Varios salieron espantados de la casa.

El padre Spoletini inició el rito del exorcismo con la letanía de los santos. La joven se agitaba sin cesar, lanzando brazos y piernas con fuerza. Afuera, Diego rezaba el rosario, sin saber exactamente lo que ocurría en el cuarto.

Pasaron siete angustiosos minutos que parecieron horas. Finalmente, el padre logró expulsar al demonio que atormentaba a la joven, quien, según se supo luego, era una prostituta del pueblo.

El padre dio varias indicaciones a la familia, recomendando especialmente a la joven que se confesara, comulgara y asistiera con frecuencia a la misa dominical. Ella, aunque un tanto incrédula, respondía a todo que sí.

Al terminar, el padre y Diego regresaron a la parroquia, donde concluyeron aquel día marcado por el poder de la fe y la lucha espiritual.

Diego permaneció con el padre Espoletini varios días más. Luego pasó por el seminario a recoger algunas cosas antes de partir hacia San Pedro, donde su familia lo esperaba para compartir unos días con él.

Cuando Diego llegó a la estación del tren de San Pedro, encontró una gran multitud aglomerada. Un hombre había asaltado a un joven y lo había apuñalado; el herido se encontraba agonizando. Diego se acercó al grupo de personas y, con sorpresa, reconoció al joven herido: ¡era Rodolfo Sánchez!, quien años atrás le había hecho daño.

—¡Rodolfo! ¡Rodolfo! ¿Me escuchas? —preguntó Diego conmovido.

Rodolfo, mientras se desangraba, con los ojos apagados y el rostro pálido, logró reconocer a Diego. Recordó lo que le había hecho en el pasado y, con voz débil, le pidió perdón… luego perdió el conocimiento.

Minutos después llegó una ambulancia. Colocaron a Rodolfo en la camilla para llevarlo urgentemente al hospital, pero nadie quiso acompañarlo. La multitud se dispersó al ver llegar a los paramédicos. Solo Diego permaneció a su lado. Uno de los enfermeros, al verlo, le hizo señas para que subiera a la ambulancia y lo acompañara.

El trayecto fue breve: San Pedro es un pueblo donde todo queda cerca. Rodolfo fue llevado de inmediato al área de emergencias y, ese mismo día, entró en quirófano. Diego, cansado, esperó a la distancia. Mientras aguardaba, se sentó y cayó en un profundo sueño.

Entonces soñó algo que le cambiaría la vida:
Un hombre lo conducía hacia un lugar espantoso, como una isla en llamas. Llamaradas de fuego salían de todos lados y, lo peor, era que en el centro había miles de personas atrapadas, incapaces de escapar, pues alrededor de la isla no había agua común… ¡era agua hirviendo!

Los gritos eran desesperados. Las personas se maldecían unas a otras, se golpeaban, confesaban crímenes horribles. Sus cuerpos no se terminaban de quemar.

Diego despertó sobresaltado, justo cuando sacaban a Rodolfo del quirófano y lo llevaban a una habitación.

Rodolfo estaba solo; ya no tenía familia. Su padre había fallecido hacía unos meses. Diego decidió quedarse a cuidarlo. Horas más tarde, la familia Pérez se enteró de lo sucedido y fue al hospital sin saber que allí encontrarían a Diego.

Al anochecer, don José, padre de Diego, entró a la habitación. Junto a la cama de Rodolfo, encontró a su hijo leyendo un periódico junto a la ventana.

—¡Papá! —exclamó Diego, levantándose con alegría.
—¡Diego! —dijo José, asombrado—. ¿Pero qué haces tú aquí?
—Cuando llegué a la estación, encontré a Rodolfo herido. Como no había nadie que lo acompañara, vine con él.

—¡Qué grande estás, hijo! Vamos afuera, Carla, Sofía y Juanito están también esperando noticias.

Al salir, Diego corrió a abrazar a su madre. Ella, conmovida, lo bendijo con la señal de la cruz. Dejaron a Rodolfo en el hospital y se dirigieron todos, conversando, a casa de los Pérez.

La casa había cambiado. Todavía vivía allí la familia de aquel obrero que falleció en la reconstrucción de la iglesia de San Pedro, dedicada a San Lucas evangelista. Al acercarse a su habitación, Diego recordó aquellas gotas de agua que le caían durante las lluvias. Pasaron por su mente muchos bellos recuerdos familiares.

Don José ahora tenía un gran galpón con unas 1500 gallinas. Se había convertido en un empresario exitoso, uno de los más adinerados de San Pedro, junto a don Armando Morales, exdirector y dueño de una importante hacienda lechera.

—Mamá, voy al pueblo a visitar a la señorita María y al padre Vargas. Quiero contarles todo lo que me ha pasado.
—Voy contigo, hijo. Necesito comprar unas telas para Sofía.

Al llegar al pueblo, compraron las telas en el negocio de don Arturo y se dirigieron a la parroquia. La iglesia estaba cerrada, era mediodía. Diego tocó la puerta de la casa cural y fue el mismo padre Vargas quien abrió.

—¡Qué bendición de Dios, Diego! —dijo el padre, conmovido por la inesperada visita—. Pase adelante, doña Carla. ¡Pasen, pasen!

Diego le contó al padre Vargas todo lo que había vivido desde la última vez. Mientras hablaba, el sacerdote preparaba la comida y, al mismo tiempo, redactaba la homilía para la misa vespertina, en la que Diego serviría como acólito ya en calidad de seminarista menor.

Al final del día, don José pasó a recoger a Diego y a doña Carla en la parroquia. Ese día, Diego saludó a muchas personas del pueblo, incluida la señorita María Cruz, su antigua maestra.

De vuelta en casa, mientras cenaban y cerraban la noche, Diego sintió una inquietud interior. Algo lo impulsaba a salir al solar. La noche estaba muy oscura, pero la luna iluminaba tenuemente el entorno. Salió sin decir nada.

Entonces, sin previo aviso, un grito aterrador se oyó desde el techo de la casa. Diego, espantado y con la piel erizada, gritó:
—¡Virgen del Carmen! ¿Qué fue eso?

Doña Carla, que aún estaba en la cocina, le gritó desde adentro:

—¡¿Por qué has salido al solar a estas horas, hijo?!

—¡Mamá, papá, vengan rápido! ¡Miren esto! —gritó Diego, desesperado.

Don José y doña Carla salieron corriendo al solar, tropezando casi con la mesa del comedor. Al llegar afuera, vieron a Diego empuñando un palo, como si estuviera a punto de golpear a alguien... o a algo.

—¿Qué haces con eso, Diego? —preguntó su padre.

—¡Quítamelo de encima, papá! —gritó Diego, sacudiéndose con desesperación. Un enorme animal había caído sobre él y lo aferraba con fuerza.

Don José le arrancó el palo de las manos y golpeó al animal con furia hasta que finalmente pareció quedar sin vida.

—¿Qué es eso? —preguntó doña Carla, horrorizada.

—¡Es una bruja! —afirmó don José, jadeando.

El animal tenía el aspecto de un zamuro, pero vestía ropa de anciana. Era algo espantoso. Diego no sabía qué hacer, paralizado por el susto y con varios rasguños sangrantes en la espalda.

Don José, sin pensarlo, fue a buscar una pimpina de gasolina que tenía guardada. La vació sobre aquel ser y le arrojó un fósforo encendido. En ese instante, la criatura, aparentemente muerta, se levantó de golpe y salió volando, envuelta en llamas. Desde su cuerpo brotaban llamaradas y emitía un chillido estremecedor, como jamás habían oído antes.

Aquella noche, Diego, don José y doña Carla no pudieron dormir. Rezar no fue suficiente para borrar de sus mentes la imagen de la bruja. Pasaron la noche en vela, en un profundo silencio.

Al amanecer, la noticia corrió como pólvora por toda la zona. Varios vecinos, aunque no salieron, sí habían oído el alboroto. En la casa de los Pérez, todos conversaban sobre lo sucedido mientras doña Carla curaba los rasguños de Diego con agua hervida y hierbas. Don José, aún perturbado, sacó una vieja escopeta que tenía guardada desde hacía años.

—Si vuelve esta noche, la mato de un tiro —dijo, decidido.

Pero no lograría cumplir su propósito: ese mismo día debía viajar a otro pueblo para comprar alimento para las gallinas. No estaría en casa esa noche.

Diego, por su parte, no olvidaría jamás lo ocurrido. Cada vez que lo recordaba, rezaba por las almas que se dedican a hacer el mal. “Dios los perdone”, decía.

Pasaron varios días. La visita había llegado a su fin. Diego debía regresar al seminario menor de San Juan. Alistó su maleta, se despidió de todos, y fue a la estación.

Pero cuando estaban por abordar el tren, una noticia alarmante detuvo a todos: un incendio forestal había consumido gran parte del bosque que bordea la vía entre San Pedro y San Juan. Uno de los trenes de la tarde había sido alcanzado por las llamas. La tragedia era inminente.

El paso estuvo restringido por varias semanas, tiempo que Diego dedicó para estudiar sus lecciones de latín y griego con el padre Vargas. Desde el seminario se había dado la orden de que cada seminarista que no pudiese regresar por algún inconveniente debía permanecer en la parroquia de su pueblo. En el caso de Diego, encantado supo que debía pasar unos días junto al padre Vargas, su gran amigo, quien lo acompañó y lo integró en las labores cotidianas de la parroquia.

En una de sus conversaciones, el padre Vargas y Diego tocaron el tema de la alcaldía del pueblo. El periodo del alcalde había terminado y se acercaban de nuevo las elecciones para alcaldes y gobernadores. Fue entonces cuando el padre Vargas planteó la posibilidad de que el señor Pérez, el padre de Diego, volviera a postularse como alcalde de San Pedro. La idea agradó tanto a Diego como a la señora Carla.

—Vamos a mi casa, padre. Seguro que allá está mi papá. A lo mejor quiere volver a ser alcalde —dijo Diego, con la mente ya puesta en el futuro.

Salieron los dos rumbo a la casa de los Pérez y, al llegar, vieron el carro del señor José estacionado fuera. Ahora sí estaban seguros de que lo encontrarían.

—¡Mamá, papá! ¡Estoy aquí! —gritó Diego desde la sala.

Continuó hasta la cocina, seguido por el padre Vargas.

—Hijo, ¿qué pasó? Aquí estamos —respondió el señor José.

El padre Vargas y Diego llevaron aparte al señor José para explicarle lo que tenían pensado. José era un hombre de rectos sentimientos; su mayor ilusión era mantener a su familia en buen estado, cosa que había logrado gracias a su empresa de crianza de gallinas.

Tras varias negativas iniciales, el padre Vargas logró convencerlo. Esa misma semana, acordaron inscribirse como candidato a la alcaldía. La noticia corrió por todo el pueblo y muchos comentaban que lo apoyarían, pues era bien conocida la buena gestión que había tenido en su primer gobierno.

Sin embargo, esta noticia no le agradó nada a Rubén González, el otro candidato. También era una figura conocida en San Pedro. Tenía tres hijos varones, todos ya abogados. Era lógico que alguien le hiciera competencia, pues de otro modo no habría elecciones.

En sus discursos, Rubén González intentaba desacreditar al señor Pérez, acusándolo de querer seguir enriqueciéndose junto a su familia. Sin embargo, aquello era completamente falso. La familia Pérez ya no era de escasos recursos, pero habían alcanzado su bienestar gracias al trabajo diario y honrado, propio de una buena familia católica.

Un día, al señor Pérez le llegó una invitación a almorzar en una casa del pueblo. Se le pedía, además, que asistiera solo, pues sería una comida enfocada en tratar temas políticos. José no dudó en aceptar. Ya tenía preparado un buen discurso.

El encuentro sería en casa de doña Isolina, madre de la señorita María, antigua maestra de Diego. Toda la familia de doña Isolina estaba claramente del lado de González.

El almuerzo, fijado para las 12:30, comenzó unos minutos más tarde por el retraso de la señorita María, quien se había demorado por motivos personales. En la reunión estaban presentes el alcalde actual, don Arturo; el padre Vargas, y otras personalidades sobresalientes del pueblo. Tras la oración y la bendición de los alimentos por parte del padre, se dispusieron a disfrutar del exquisito banquete preparado por doña Isolina.

Fue ella quien lanzó la primera pregunta al señor Pérez:

—Indíquenos, señor Pérez, ¿cuáles son sus ideas más importantes para un nuevo gobierno en caso de ser elegido alcalde?

El señor Pérez se disponía a responder, cuando la puerta se abrió y entraron Rubén González y su esposa, doña Atanasia del Álamo. También ellos habían sido invitados por doña Isolina.

—Buenas tardes, señor González, y a usted también, doña Atanasia —saludó el padre Vargas, intentando disimular la tensión que se respiraba en el comedor de doña Isolina.

—Buenas tardes, padre —respondió el señor González con una sonrisa forzada—. No me sorprende como sí lo hizo el señor Pérez.

El almuerzo terminó en una acalorada discusión, producto del evidente desacuerdo entre los presentes. El padre Vargas y el señor Pérez salieron juntos de la casa de doña Isolina, ardiendo de rabia.

Todo el pueblo se enteró rápidamente de que el padre estaba del lado del señor Pérez, lo que le valió serias críticas por parte de algunas personalidades influyentes de San Pedro. Y mientras eso sucedía, al señor Pérez no le iba mejor: comenzaron a circular rumores absurdos que lo acusaban de robos y fraudes.

Entretanto, Diego ya había regresado al seminario, donde continuaba con dedicación su formación académica y, sobre todo, espiritual.

Varias semanas después, llegó una carta del padre de Diego. Entre otras cosas, le decía que ese día serían las elecciones y le pedía que rezara por él. Diego, obediente, ofreció un rosario para que todo saliera bien. Sin embargo, había algo que lo inquietaba profundamente: su hermana Sofía había desaparecido dos días antes.

El señor Pérez ya no sabía qué hacer, y las malas lenguas murmuraban que se trataba de una estrategia del señor González para asegurar su victoria electoral.

La verdad era aún más perturbadora: Sofía había sido secuestrada por los hijos del señor González, sin que su padre lo supiera. Los tres la raptaron cuando ella salía de comprar unas telas en el negocio de don Arturo. La llevaron a una de sus propiedades en las afueras de San Pedro, donde la encerraron en un viejo cuarto que alguna vez fue destinado a guardar herramientas. Dentro, Sofía intentaba calmar el frío cubriéndose con las telas que acababa de adquirir antes del secuestro.

El señor Pérez, angustiadísimo, llegó a pensar en ofrecer una recompensa a quien diera información sobre el paradero de su hija. Pero era casi imposible que alguien supiera algo: los hermanos González habían planeado todo con meticulosa precisión. Sin embargo, olvidaron un detalle crucial: cuando Sofía salió del negocio, don Arturo se asomó para despedirla. Al notar que la estaban obligando a subir a un automóvil, no salió a confrontarlos, pero sí regresó rápidamente al interior del local, sin que los secuestradores se dieran cuenta.

Sofía, aunque nerviosa, no estaba del todo desesperada. Conocía a sus captores. El mayor, Eduardo, le parecía un tanto amable; en cambio, los otros dos, Miguel y David, se mostraban más rudos y arrogantes. Ella no entendía el motivo del secuestro. Pensaba: ¿Con qué fin me tienen aquí? Todo el pueblo conoce a los González. Tarde o temprano esto saldrá a la luz.

Eduardo fue especialmente atento con ella. Le llevaba la comida y conversaba un rato cada día. Notaba que Sofía no tenía intenciones agresivas contra ellos, y eso, de algún modo, suavizaba el ambiente.

El día de las elecciones transcurrió con aparente normalidad. El pueblo sabía por quién debía votar, y así lo hizo. Al día siguiente, la alcaldía de San Pedro celebraba con júbilo el supuesto triunfo del señor González. Sin embargo, el asombro fue generalizado. No tardaron en surgir acusaciones de fraude, especialmente por parte del partido del señor Pérez.

La plaza del pueblo se llenó de gente indignada que gritaba consignas contra González. Fue necesario ordenar un conteo voto por voto.

Tres días más tarde, mientras el señor González almorzaba, recibió la noticia de que había perdido la alcaldía. La verdad había salido a la luz: había comprado votos para asegurarse el triunfo. La indignación lo invadió, y en un arranque de furia sufrió un infarto que le costó la vida. Todo ocurrió frente a muchas personas, incluso frente al propio señor Pérez, quien esa misma tarde retomó su cargo como alcalde de San Pedro.

Sofía seguía secuestrada. Pero lo que al principio fue un acto violento, se fue transformando rápidamente en algo insólito: un rapto de amor. Eduardo y Sofía se enamoraron. Conversaban largamente, y juntos comenzaron a planear su huida de San Pedro, soñando con una vida nueva, en algún lugar donde nadie los conociera.

Los planes de Sofía ya no eran los de una joven criada en una familia tradicional. Pero cuando el amor toca el alma, las personas cometen las locuras más inesperadas.

El señor Pérez, mientras tanto, estaba agotado. Por un lado, festejaba su triunfo como alcalde; por otro, sufría una angustia insoportable al no saber dónde estaba su hija.

Desde el seminario, Diego ofrecía oraciones con la esperanza de que todo terminara bien.