LA HISTORIA DE DIEGO
Esta
historia, que ahora transcribo, fue redactada originalmente entre enero y
febrero de 2012, cuando yo era seminarista menor con los Legionarios de Cristo
en Mérida, Venezuela. La presento aquí con la mayor fidelidad posible al texto
original, aunque he realizado algunos ajustes necesarios para mejorar su
comprensión.
Está
amaneciendo. El clima se siente un poco húmedo, y Diego comienza a abrir los
ojos mientras unas gotas de agua le caen en el rostro, obligándolo a despertar
definitivamente. Una vez más, se le olvidó mover la cama para evitar las
goteras que se cuelan por el agujereado techo de la humilde casa de la familia
Pérez.
Rápidamente,
se pone ropa apropiada para asistir a misa. Es domingo, y como es costumbre, la
familia Pérez sale muy temprano hacia la iglesia del pueblo, que se encuentra a
unos cuantos kilómetros.
Durante el
camino, Diego se queda dormido en la parte trasera de la carreta, junto a su
hermana Sofía y su hermanito Juan. Mientras tanto, don José y doña Carla
conversan sobre él; algo los tiene preocupados. Últimamente, Diego ha estado
muy emocionado por ir a misa. Dice que, cuando termine la escuela, ingresará al
seminario para convertirse en sacerdote.
Don José, con
gran esfuerzo, sostiene a su familia gracias a las 250 gallinas que le permiten
mantener la comida en casa y abastecer una pequeña tienda de huevos. Sofía, con
sus ahorros, logró comprar una máquina de coser, y junto con su madre
confecciona vestidos, pantalones y camisas. El pequeño Juan vende los huevos y
la ropa los domingos, mientras Diego acompaña a sus padres y a su hermana a la
misa, celebrada por el padre Vargas, un buen amigo de la familia, quien en
varias ocasiones ha almorzado con ellos.
Al terminar
la misa, se reúnen todos en la puerta del templo. Como ya es tradición, invitan
al padre Vargas a almorzar, y él acepta gustoso, acompañándolos de regreso a
casa.
—Padre
Vargas, ¿qué tal le va en la parroquia? —pregunta Diego, con mucha curiosidad.
El padre
responde:
—Pues no tan
bien. Estoy necesitando un monaguillo que me ayude a preparar la misa y a
asistir en el altar. ¿Me ayudarías, Dieguito?
Se hace un
breve silencio, y de repente Diego, muy emocionado, se dirige a sus padres:
—¿Me dejan?
—¿Por qué no?
—responde su padre.
Entonces doña
Carla comenta:
—Padre, sí lo
dejamos, pero no tenemos con qué comprarle su alba.
—No se
preocupe, mujer —dice el padre Vargas con una sonrisa—. Tengo un mantel blanco
del altar que ya no usamos, porque le queda pequeño. Se lo daré, y Sofía y
usted le pueden hacer el alba al muchacho.
Muy
ilusionado, Diego comienza a imaginarse como acólito, junto al padre Vargas, en
el altar mayor del templo del pueblo.
Al llegar a
casa, doña Carla manda a Diego a recoger los huevos del gallinero, ya que
habían salido muy temprano y no había tenido tiempo de cumplir con esa labor.
El padre Vargas se sienta en la cocina a conversar con ella, mientras Diego
recoge los huevos y don José busca la leña para encender el fogón en la humilde
morada de los Pérez.
Antes de que
el almuerzo esté listo, el padre Vargas le pregunta a don José:
—¿Y qué
tenemos hoy para comer?
—Una sopa de
gallina. Estoy seguro de que quedó deliciosa—responde él con una sonrisa.
Todos rezan
juntos el Padrenuestro y se sientan a la mesa. El padre Vargas ocupa la
cabecera, rodeado por los miembros de la familia, atentos a sus palabras. Doña
Carla, muy contenta con la visita, aprovecha la ocasión, en medio del almuerzo,
para contarle al padre lo que Diego ha estado diciendo: que quiere ser
sacerdote.
El padre la
tranquiliza:
—No se
preocupe, doña Carla. Diego está en la edad de descubrir su vocación.
Pasaron los
minutos, y tras terminar el almuerzo, se despidieron del padre Vargas, quien
regresó caminando al pueblo, rezando el rosario por el camino, con su sotana y
su sombrero de ala ancha.
Diego, por su
parte, empezó a preparar sus cosas para el colegio. Al día siguiente, muy
temprano, le contaría emocionado a la señorita María, su profesora de sexto
grado, que iba a ser monaguillo.
Al día
siguiente, Diego se despertó emocionado. Su mamá ya le tenía listo el desayuno.
Antes de comer, como cada mañana, rezaron juntos el Padrenuestro en
agradecimiento por el nuevo día y por los alimentos. Diego comió rápidamente y
salió rumbo al colegio.
En el camino
se encontró con su mejor amigo, Raúl, y le contó entusiasmado todo lo que había
ocurrido el domingo: la invitación del padre Vargas, la idea de ser monaguillo
y lo feliz que se sentía. Raúl, intrigado por la historia, le prometió que
después de clases lo acompañaría a misa.
Cuando
llegaron al colegio, ya estaban cantando el himno. Ambos se sorprendieron, pues
sentían que habían venido lo más rápido posible. Entraron al salón de clases
justo a tiempo. La maestra pasó la lista, pero al final notaron que faltaba
Antonio.
Algunos
compañeros comentaron que Antonio no había llegado porque estaba ayudando a uno
de sus tíos a recoger café en su finca.
La señorita
María, preocupada, habló con el director del colegio, don Armando, para ver
cómo podían ayudarlo. Antonio era uno de los alumnos más aplicados y, en el
último período, había obtenido las mejores calificaciones.
Durante el
recreo, Diego compartió con otros amiguitos la historia del domingo, y poco a
poco su entusiasmo se contagió. Al final, todo el salón, por pura curiosidad,
decidió asistir con él a la misa de la tarde. Y no solo ese día: lo hicieron
todos los días de esa semana.
Cuando llegó
el viernes, animados por Diego, todos juntos elevaron una oración a Dios
pidiendo por el regreso de su compañero ausente, Antonio. Al salir de la
iglesia, para sorpresa de todos, allí estaba Antonio esperándolos, con una gran
sonrisa, listo para jugar un partido de fútbol. Diego sintió, por primera vez,
que había experimentado el verdadero poder de la oración. O al menos, así lo
creyó con firmeza.
Al terminar
el partido, todos se despidieron alegres. Diego y Raúl regresaron juntos a
casa, caminando por el mismo sendero que los llevaba hacia el puente de madera,
pues vivían en la misma zona.
Eran cerca de
las seis de la tarde cuando Diego llegó a casa. Doña Carla, al verlo entrar, le
preguntó:
—¿Por qué
llegaste tan tarde hoy?
—Estuve en
misa y después jugué con mis compañeros del colegio —respondió Diego, aún con
energía.
—Bueno, pues
ya tengo lista tu alba —le dijo su madre con una sonrisa.
Diego la miró
sorprendido. Sus ojos se llenaron de lágrimas de alegría y comenzó a dar saltos
por toda la casa, gritando de emoción.
—¡Pero
póntela, a ver qué tal te queda! —dijo don José, divertido.
Diego se puso
el alba con mucho cuidado, como si fuera un tesoro sagrado. Luego caminó por
toda la casa, modelando con orgullo, mientras su familia lo observaba con
ternura.
Es sábado, y
como cada semana, la familia Pérez tiene una hermosa costumbre: visitar a los
enfermos del pueblo. En cada casa donde van, dejan un pedacito de pan como
símbolo de compañía y esperanza.
Mientras se
encontraban en casa de una anciana muy enferma, coincidieron con el padre
Vargas, quien justo en ese momento le estaba dando la unción de los enfermos.
En medio de la conversación, y como cosa de curiosidad, surgió el tema de los
fantasmas y los espíritus malignos, algo que llamó profundamente la atención de
Diego.
El padre
Vargas, viendo su interés, lo invitó a que lo acompañara a la parroquia. Diego
aceptó sin pensarlo mucho. Al llegar a la iglesia, entraron juntos a la
sacristía, y allí el padre comenzó a explicarle todo lo necesario para preparar
una misa: los ornamentos, los vasos sagrados, el orden del altar, los libros
litúrgicos...
Ya por la
tarde, Diego tuvo la oportunidad de ayudar por primera vez como monaguillo en
la misa. Aunque lo hizo con entusiasmo, se le notaba algo nervioso, y la gente
del pueblo lo comentaba con ternura.
Al finalizar
la misa, después de guardar los vasos sagrados en la sacristía, Diego regresó a
casa. Al llegar, lo esperaba don José, su padre, bastante molesto porque no
había llegado a tiempo para la cena. Diego, con calma y mucho respeto, le
explicó con detalle todo lo que había hecho durante la tarde.
Al día
siguiente, domingo, la rutina cambiaba un poco: además de ir a misa, la familia
debía vender los huevos y la ropa. Esta vez, Sofía y el pequeño Juan se
quedaron encargados del negocio, mientras Diego asistía nuevamente como
acólito.
Era su
segunda vez en el altar, y sus padres estaban muy orgullosos de verlo allí,
junto al padre Vargas. Sin embargo, en medio de la celebración, ocurrió un
pequeño accidente: en el momento de llevar el lavabo al padre, justo antes de
la consagración, Diego dejó caer la taza con agua. El estruendo al golpear el
suelo se escuchó en toda la iglesia y, según se dijo después, incluso despertó
a varias señoras que estaban cabeceando en las bancas.
El resto de
la misa lo pasó nervioso, cuidando cada movimiento y temiendo volver a
equivocarse.
Al salir de
la iglesia, lo esperaban sus hermanos con caras de preocupación. Les contaron
que un hombre, aparentemente con problemas mentales, había robado todos los
huevos y la ropa que habían llevado para vender. Don José fue a poner la
denuncia en la policía del pueblo, y todos regresaron a casa muy tristes.
Durante el
camino, Diego caminaba en silencio, rezando por aquel hombre, pidiéndole a Dios
que tocara su corazón y lo hiciera arrepentirse para convertirse en un hombre
de bien.
Al llegar a
casa, compartieron el almuerzo en familia, más tranquilos, pero aún con un poco
de tristeza en el rostro. Después de comer, Diego le pidió permiso a su madre
para ir a hacer una tarea en casa de su amigo Raúl. Doña Carla, confiada, le
dio permiso... sin imaginar lo que estaba por pasarle a Diego en el camino.
Diego se
encuentra con un antiguo compañero del colegio, Rodolfo, un muchacho con el que
nunca ha tenido una buena relación.
—¡Hola,
santito! —le dice Rodolfo con tono burlón—. Te vi hoy en la misa… ya pareces un
curita.
Diego no
tiene ánimos para provocaciones y responde con calma:
—Déjame
tranquilo, Rodolfo. Voy a hacer una tarea y no quiero discutir contigo.
Sin embargo,
Rodolfo, lleno de agresividad, se abalanza sobre él y comienza a golpearlo con
furia. Diego no sabe defenderse; su única opción es correr hacia la casa de su
amigo Raúl, al otro lado de la calle. Justo cuando intenta cruzar para escapar
de la golpiza, un automóvil pasa a velocidad media y lo atropella, causándole
una grave fractura en la pierna derecha.
Los gritos de
Diego, desgarradores, se escucharon hasta su casa. Rodolfo huyó, mientras doña
Josefina, la madre de Raúl, salió rápidamente a socorrerlo. Llamaron a la
policía y una ambulancia lo llevó de urgencia al hospital del pueblo. Raúl
corrió a avisar a la familia Pérez del trágico accidente.
En el
hospital, la madre de Diego rompió en llanto al ver a su hijo ensangrentado e
inconsciente sobre una camilla. Los doctores intentaron calmarla mientras
Diego, en estado de shock pero aún consciente, explicó a su padre lo sucedido.
El padre Vargas, recién llegado, escuchó la historia con atención.
Don José,
indignado, fue hasta la casa de Rodolfo para enfrentarlo, pero al llegar, fue
recibido por el señor Eulogio, padre de Rodolfo, un hombre desaliñado, con una
barba descuidada y olor a licor. Lo acompañaba su hija Sofía, quien reconoció a
Eulogio como el ladrón que les había robado huevos y ropa semanas antes.
Aunque José
tuvo el impulso de enfrentarlo físicamente, su sentido de la rectitud se lo
impidió. En cambio, fue a denunciarlo con el comisario. Eulogio fue arrestado,
pero Rodolfo había logrado escapar antes de la llegada de la policía.
Mientras
tanto, Diego debía ser operado de emergencia para reconstruir su pierna, pero
la familia no contaba con los recursos necesarios. Al ver la angustia de doña
Carla, el padre Vargas dijo con firmeza:
—No se
preocupen más. En la parroquia tenemos una campana vieja y rota que ya no
sirve. Como hemos recibido una nueva, podemos vender la antigua al herrero del
pueblo y usar ese dinero para pagar la operación de Diego.
—¿Cómo se le
ocurre, padre Vargas? —respondió José.
—No se diga
más —insistió el padre—. Diego necesita esa operación lo antes posible.
El padre
Vargas vendió la campana por una buena suma. Con el dinero no solo se pagó la
operación de Diego, sino también la pintura para renovar la fachada e interior
de la iglesia de San Pedro, dedicada a San Juan Evangelista.
Tras una
exitosa operación, Diego recibió la visita del director del colegio, don
Armando, quien le llevó frutas como muestra de afecto. La noticia del accidente
había conmovido a toda la comunidad escolar, incluyendo a la señorita María, su
profesora.
Mientras
tanto, en una ciudad cercana, la tía Carlota —hermana de Carla— se preparaba
para pasar unas vacaciones sin saber nada de lo ocurrido. Al llegar a la casa
de los Pérez, la encontró desolada: gallinas hambrientas y montones de huevos
sin recoger. Alarmada, fue al pueblo y se encontró con la señorita María, quien
le contó lo sucedido. Conmovida, Carlota, una mujer de buena posición
económica, decidió comprarle a Diego una silla de ruedas y llevársela
personalmente al hospital.
La llegada de
Carlota fue emotiva. Al ver a su sobrino postrado, rompió en llanto junto a su
hermana. José, conmovido pero firme, se retiró de la habitación para no
interrumpir aquel momento íntimo entre hermanas. Diego, con gran esfuerzo,
trató de consolarlas, mostrando su nobleza de corazón incluso en medio del
dolor.
Ya al
atardecer, un médico anunció que Diego recibiría el alta en un par de días. La
familia se llenó de esperanza y decidió pasar esos últimos días en el hospital
con alegría.
En esos días,
José escuchó a unos doctores hablar sobre una revuelta que se gestaba en el
pueblo: campesinos exigían al alcalde el restablecimiento del suministro de
agua, que había sido redirigido a un pueblo vecino desde hacía meses. José,
interesado en reclamar también sus derechos, se dirigió a la plaza.
Allí encontró
a unos 60 o 70 hombres gritando que saliera el alcalde. Este, mientras tanto,
tomaba café en su despacho junto a una de sus hijas. El rumor de que podrían
incendiar la alcaldía comenzó a circular. Ante la tensión, el padre Vargas,
preocupado por evitar una tragedia, se ofreció como mediador entre el pueblo y
el alcalde.
Mientras
tanto, en la parroquia del pueblo, se llevaba a cabo el rezo del rosario
dirigido por la señorita María. Algunos de los compañeros de colegio de Diego
estaban presentes, rezando con devoción, la mayoría por la pronta recuperación
de su amigo. Otros, como Raúl, pedían por asuntos más personales. En su caso,
oraba por su padre, el alcalde del pueblo, quien ahora se encontraba en una
posición muy difícil tras los recientes disturbios.
A la mañana
siguiente, las señoras del pueblo no hablaban de otra cosa: el alcalde había
sido destituido y, en un giro inesperado, el cargo fue otorgado a un hombre
pobre, pero de gran humildad y corazón noble: el señor José Pérez, padre de
Diego, quien vendía huevos los domingos en la plaza.
Cuando Diego
se enteró de la noticia, se llenó de alegría. Estaba tan emocionado que incluso
deseó poder levantarse de su silla de ruedas para acompañar a su padre al acto
de juramentación. Sin embargo, también pensó en Raúl y en su padre, el
exalcalde. A pesar de todo lo que había sucedido, Diego sentía una profunda
compasión por ellos. Era un muchacho de sentimientos nobles, siempre dispuesto
a perdonar y a ver el bien en los demás, incluso en aquellos que alguna vez lo
habían herido. Sus ideales y vocación parecían encaminados hacia un futuro como
sacerdote.
Pasaron
varios meses. Ya totalmente recuperado, Diego acompañó a su padre en una visita
al pueblo vecino, donde José Pérez debía participar en una reunión con otros
alcaldes de la región. Diego, además de su inclinación religiosa, también
mostraba un interés especial por los asuntos públicos. Se sentó junto a su
padre y participó con entusiasmo en toda la jornada, que duró más de cuatro
horas. Incluso realizó algunas intervenciones que fueron bien recibidas y
aplaudidas por varios de los presentes.
En el camino
de regreso, Diego, con voz serena pero firme, le dijo a su padre:
—Papá, creo
que es momento de empezar la construcción de una nueva iglesia. La de San Pedro
es muy pequeña, está muy deteriorada… y, además, este año cumple 350 años de
haber sido construida. Sería hermoso rendirle homenaje y ofrecerle al pueblo un
templo digno.
José,
conmovido por las palabras de su hijo, asintió con una sonrisa. Sabía que Diego
no solo hablaba con sabiduría, sino también con el corazón.
José sabía
que la idea no era mala, pero, como hombre experimentado, también sabía que las
cosas no son tan fáciles ni se hacen de la noche a la mañana. Por eso, pensó
durante varios días en lo que su hijo le había pedido.
Un día, José
llegó a almorzar a su casa. Toda la familia Pérez estaba reunida en la mesa. El
almuerzo transcurrió con cierta agitación, y al terminar, José se dirigió a su
hijo:
—Hijito
querido —dijo—, he pensado mucho en lo de la nueva iglesia. Me cuesta mucho
decir que sí, pero me cuesta aún más rechazar la idea. Por eso lo dejaré todo
en manos de Dios. Esta misma tarde iremos a hablar con el padre Vargas.
Dependiendo de lo que él diga, pondremos en marcha la nueva compañía de
construcción que he aprobado para San Pedro.
Diego, un
poco desconcertado, decidió adelantarse y hablar primero con el padre Vargas.
Al llegar a la casa parroquial, encontró al sacerdote redactando una solicitud
de apoyo económico a su obispo. Quería fondos para remodelar la iglesia, ya que
las reparaciones anteriores habían quedado obsoletas.
Poco después
llegó José, y junto a Diego, conversaron con el padre Vargas sobre sus planes.
El sacerdote, tras escucharlos atentamente, respondió:
—Perdónenme
mi opinión, pero creo que es mejor no construir otra iglesia. Lo que deberíamos
hacer es demoler esta totalmente y reconstruirla tal como es, pero con
materiales nuevos. Así, San Pedro seguirá teniendo su antigua, pero renovada
iglesia colonial.
José asintió:
—No es mala
idea. Hable usted con el señor obispo para que nos dé la autorización, y yo
buscaré a los arquitectos que puedan hacer los planos. Así, podremos
reconstruirla tal cual.
Todo esto
agradaba profundamente a Diego. Parecía que todo marchaba bien: los principales
ejecutores del proyecto estaban de acuerdo. Sin embargo, la noticia llegó a
oídos de un grupo de hombres del pueblo, conocedores profundos de la historia
de San Pedro. Ellos no permitirían que se demoliera la antigua iglesia de San
Lucas Evangelista.
Un día,
mientras el padre Vargas esperaba la respuesta del obispo, llegó a su despacho
don Arturo Rojas, un hombre muy respetado en San Pedro por su cultura y amor
por las tradiciones del pueblo. Luego de unos minutos de conversación, tocaron
el punto más delicado: la demolición de la iglesia.
—Padre —dijo
don Arturo—, ¿cómo es eso de que pretenden demolernos la iglesia para
reconstruirla? ¡No podemos permitir que eso suceda! ¡No lo vamos a permitir!
El padre
Vargas sintió que la sangre le hervía. Le contestó con voz firme y algo
regañona:
—¿No ve que
la iglesia se nos cae a pedazos? ¡Ya no podemos hacer nada más para repararla!
Usted, más que nadie, sabe cuántos años lleva en pie. Además, las reparaciones
que le hemos hecho ya no sirven. ¡Usted lo sabe!
—No, padre
Vargas —respondió don Arturo, con voz resuelta—. No podemos destruirla. Es
mejor tratar de repararla cuantas veces sea necesario.
Don Arturo
salió a paso ligero rumbo a su casa, decidido a buscar a sus compadres y amigos
para que lo apoyaran en su propósito de impedir la demolición de la iglesia.
Esa misma
noche, comenzó a llover con fuerza. En su habitación, Diego estaba arrodillado
al pie de su cama, mirando una pequeña imagen de la Virgen Milagrosa. Hacía sus
últimas oraciones antes de dormir, pidiendo con fe que la tempestad se calmara.
No había
terminado de rezar cuando un rayo iluminó los rostros de todos los habitantes
de San Pedro. Acto seguido, un fuerte temblor sacudió el suelo. Asustados,
muchos salieron gritando:
—¡Cayó un
rayo en San Pedro!
Lo que nadie
sabía en ese momento era que, antes de la tormenta, el padre Vargas había
trasladado todas las imágenes de la iglesia a la casa parroquial, con la
intención de restaurarlas y pintarlas.
A la mañana
siguiente, se confirmó la noticia: el rayo había caído directamente sobre la
iglesia de San Lucas Evangelista, partiéndola en dos. El templo se había
derrumbado por completo.
Algunos
vecinos pensaban que aquello era un castigo de Dios. Pero el padre Vargas lo
interpretó de otro modo. En la homilía del día siguiente, explicó con firmeza:
—Dios quiere
que empecemos a construir su casa. No piensen que esto ha sido algo malo.
Debemos comprender que Dios también actúa por medio de la naturaleza.
Algunas
personas acogieron el mensaje con humildad. Otros, en cambio, seguían
resentidos y buscaban la manera de reprocharle al sacerdote por haber promovido
la reconstrucción. Sin embargo, la realidad era innegable: la iglesia se había
caído. El alcalde, don José Pérez, ya había dado la orden de iniciar la obra de
reconstrucción total.
Las campanas,
rajadas por el impacto, fueron bajadas y apartadas. Serían necesarias unas
nuevas.
Poco a poco,
el ambiente en el pueblo fue cambiando. Cada tarde, don Arturo llevaba café y
pan a los obreros que trabajaban en la nueva iglesia, la cual sería
reconstruida con la misma imagen y dimensiones de la anterior.
El padre
Vargas celebraba la santa misa todas las tardes en el patio de la casa de don
Armando Morales, el director de la escuela, cuya vivienda se encontraba en una
de las esquinas de la plaza.
Diego ayudaba
a supervisar los avances de la obra, acompañado de su padre, quien cada sábado
se acercaba a revisar los trabajos y se encargaba de comprar lo necesario para
que la construcción no se detuviera.
En una
ocasión, mientras los obreros trabajaban en la torre, uno de ellos perdió el
equilibrio desde el tercer piso y cayó de cabeza al suelo. Los periódicos
locales lamentaron el terrible suceso, y el padre Vargas celebró una misa por
el alma del obrero fallecido. La familia del difunto fue acogida por don José
Pérez, quien, en su rol de alcalde, había ampliado su casa para alojar a
quienes más lo necesitaban, añadiendo cuatro habitaciones más y una cocina de
campo.
A pesar de
las dificultades, el padre Vargas nunca perdió la fe. Todo lo resolvía por
medio de la oración. Sabía bien que no se construía cualquier edificio, sino la
casa de Dios. No se trataba de un burdel ni de un bar para borrachos —solía
decir—, sino del lugar más sagrado del pueblo.
Pasaron ocho
meses y la obra ya estaba casi lista. Solo faltaban la cúpula del altar mayor y
el sagrario. Un año y dos meses después del inicio de la reconstrucción, la
nueva iglesia fue finalmente inaugurada. Al acto asistieron el padre Vargas,
don José Pérez con su familia, y varias personalidades importantes de San
Pedro.
La gente
comentaba que la nueva iglesia era perfecta: idéntica a la anterior, pero más
alta y con detalles ornamentales aún más hermosos.
A un costado
del templo, se colocó una pequeña estatua del padre Vargas como muestra de
agradecimiento por su valentía, fe y esfuerzo incansable durante todo el
proceso.
Diego, ya un
poco más maduro, se acercó a su padre y le dijo con emoción:
—Gracias,
papá… por haber escuchado mi humilde petición.
La señora
Carla y su hija Sofía se encargaron de confeccionar los manteles del altar y
las cortinas que adornarían la nueva iglesia. También cosieron varias sotanas
nuevas para el padre Vargas, que bien merecidas las tenía. Todo en San Pedro
era paz y armonía.
En su último
año como alcalde, don José había promovido varias urbanizaciones alrededor del
pueblo, lo que le dio nueva vida al lugar. Pasaron los meses y Diego continuaba
sirviendo como monaguillo en la parroquia. El padre Vargas, por su parte,
cumplía fielmente con su ministerio sacerdotal, y el pueblo seguía creciendo,
tanto en número como en fe. Cada domingo se organizaban turnos para que todos
pudieran participar de las celebraciones, pues ya no cabían todos en una sola
misa.
Diego se
preparaba para terminar la secundaria. Seguía firme en su deseo de ingresar al
seminario. Ya se acercaba el cursillo vocacional, requisito para ser admitido,
y Diego había empezado a insistirle a su madre para que lo inscribiera, pues su
anhelo de ser sacerdote se fortalecía día a día, especialmente bajo la guía
espiritual del padre Vargas.
Una mañana de
domingo, como de costumbre, Diego fue a misa. Su padre no lo acompañó esta vez,
pues tenía una reunión con el gobernador de la región para gestionar recursos
destinados a mejorar la escuela y varias edificaciones históricas del pueblo.
Tras la
última misa del día, mientras el padre Vargas se quitaba los ornamentos
litúrgicos con la ayuda de Diego, lo miró con una sonrisa y le dijo,
emocionado:
—Dieguito, ya
se acerca la hora de partir al seminario… ¿Cómo te estás preparando?
En ese
instante, Diego sintió un nudo en el estómago y un leve mareo. Tragó saliva,
respiró hondo y respondió:
—Padre
Vargas, estoy muy emocionado. Ese es mi mayor deseo… pero también me da mucho
sentimiento dejar sola a mi mamá.
Antes de que
terminara la frase, el padre Vargas lo interrumpió suavemente:
—Bueno,
Diego… si quieres un consejo, te contaré mi historia vocacional. Desde que
tenía tu edad hasta el día en que me ordené sacerdote.
Diego escuchó
con atención mientras el padre narraba, con detalles y emoción, su camino hacia
el sacerdocio. La noche cayó casi sin darse cuenta. En ese momento, llegó don
José a buscar a su hijo a la casa parroquial.
Desde la
puerta, el padre Vargas se despedía agitando la mano, mientras Diego subía al
auto. Su padre, con rostro serio, encendió el motor y partió a toda velocidad:
—Diego, ¿qué
haces tan tarde fuera de casa? Vamos, que esta noche tendrás una seria charla
conmigo.
Al llegar a
casa, Diego, algo asustado, se encerró en su cuarto. Carla, confundida por la
actitud de su hijo, fue tras él para hablar. Sentados en la cama, Diego le
confesó:
—Mamá, papá
quiere que estudie Derecho apenas termine el colegio. Dice que quiere que yo me
dedique a la política… Pero yo… yo quiero consagrar mi vida a Dios, servir como
sacerdote. Es lo único que deseo.
Esa noche,
hubo una fuerte discusión entre Carla y José. Él insistía en que su hijo no
debía ir al cursillo del seminario. Ella, en cambio, solo deseaba una cosa: que
su hijo fuera feliz, y que siguiera el camino que Dios le había inspirado.
A la mañana
siguiente, el padre Vargas se presentó en la casa de los Pérez. Llevaba su
típica sotana negra, ceñida por la banda sacerdotal, y su porte sereno. Carla,
como de costumbre, estaba en el patio enseñando a coser a Sofía, su hija, que
ya aprendía a hacer vestidos y camisas. Esa sería su futura fuente de ingresos
cuando se casara con algún buen muchacho de San Pedro.
El padre
Vargas inició su conversación con Carla, preocupado por lo sucedido el día
anterior.
—¿Por qué
José se llevó a Diego de esa manera tan brusca? —preguntó el sacerdote con tono
sereno.
Carla,
confiada y con algo de resignación, respondió:
—Ay, padre…
ahora José quiere que Dieguito sea abogado, y luego político. Por eso no lo
quiere dejar ir al cursillo. ¿Qué hacemos, padrecito? ¿Qué hacemos?
El padre
Vargas se dirigió entonces al gallinero, donde encontró a Diego alimentando a
las aves. Se sentó junto a él y conversaron largamente sobre lo que estaba
sucediendo. Llegaron a un acuerdo: cuando José regresara a casa, hablarían los
tres. El padre Vargas le explicaría las desventajas de imponerle una vocación a
un hijo, y le recordaría que tener un sacerdote en la familia es una gran
bendición, más aún ahora que los Pérez eran una de las familias más respetadas
de San Pedro.
Superada esa
difícil situación, llegó finalmente el día de la partida de Diego al seminario.
Curiosamente, esa fecha coincidió con la entrega de la alcaldía a un nuevo
dirigente del pueblo. A pesar de la excelente gestión de don José Pérez, no se
había presentado a la reelección, pues había asumido el cargo de manera
imprevista tras la renuncia del anterior alcalde.
Ese día, José
estaba especialmente sensible. Algunos vecinos comentaban su fría actitud
durante el acto de entrega del mando. Parecía que algo dentro de él se
quebraba, como si ese día marcara no solo el fin de su gestión política, sino
también un cambio profundo en su vida familiar.
Esa misma
tarde, Diego partió junto a su madre hacia el seminario de San Juan, ubicado en
la ciudad más cercana a San Pedro. El viaje se hizo en un viejo tren que
llevaba más de cien años en funcionamiento. Mientras avanzaban por los campos,
Diego y Carla contemplaban los paisajes de su tierra con admiración y algo de
nostalgia.
—¿Te sientes
seguro de ir al seminario? —le preguntó Carla—. Mira que todavía estás a tiempo
de tomar otra decisión…
—No, mamá
—respondió Diego con firmeza—. No quiero ni pensar en otra cosa para mi vida
que no sea el sacerdocio.
Sus palabras
tenían la convicción de un adulto, aunque apenas tenía doce años y acababa de
terminar el sexto grado. Carla lo miró con ternura y orgullo.
Un par de
horas después, llegaron a la estación de San Juan. Allí los esperaba el padre
Andrés, secretario del rector del seminario. Los recibió con una gran sonrisa y
los invitó a subir al carro que los llevaría al seminario.
Allí se
encontraban los demás jóvenes que participarían del cursillo: eran diecisiete
en total, todos llenos de ilusiones, esperando descubrir si esa era realmente
su vocación, dispuestos a comenzar una vida de oración, formación y entrega al
servicio de Dios.
El seminario
de San Juan era una antigua edificación de dos pisos con un gran patio central,
en cuyo centro se alzaba la imagen de San Juan. Alrededor del patio se
distribuían las aulas y, en el segundo piso, los dormitorios de los
seminaristas y sacerdotes. La capilla, acogedora y bien cuidada, era el corazón
del lugar. Al fondo estaban la cocina y los baños, y cada dormitorio contaba
con su propio pequeño aseo.
Este
seminario había sido el logro pastoral de un obispo de San Juan que había
ejercido su misión apostólica más de 130 años atrás.
Diego se
adaptó con rapidez a ese nuevo entorno. A los pocos días ya se sentía a gusto.
El cursillo tenía un horario riguroso pero equilibrado: oraciones, clases,
juegos, trabajos comunitarios, comidas y una merienda que nunca faltaba,
usualmente pan con café con leche.
Pronto hizo
buenas amistades con los demás cursillistas y también con algunos sacerdotes
del equipo formador, quienes serían fundamentales en su crecimiento espiritual.
Un mes y
medio después, se realizó la ceremonia de entrega de los uniformes. A cada
cursillista se le confió una pequeña sotana negra, símbolo de la seriedad y el
compromiso que implicaba el camino que deseaban seguir.
Esa noche,
sin embargo, siete de los diecisiete decidieron no continuar. El peso del
llamado y la exigencia de la vida en el seminario los llevó a regresar a sus
casas.
Los diez que
quedaban, entre ellos Diego, recibieron su sotana con emoción contenida. La
vestían con humildad, sabiendo que aceptaban un reto grande, pero también
hermoso: empezar a ser, desde la niñez, servidores del Evangelio.
Algún tiempo
después, llegó la despedida de los seminaristas que habían culminado su quinto
año en el seminario menor. Aquel día fue una gran fiesta en el Seminario de San
Juan. Por la tarde, Diego, con la ayuda de un amigo, pronunció unas palabras de
agradecimiento y despedida a los que partían al seminario mayor.
Días más
tarde, por los pasillos del seminario, aún se comentaba la elocuencia de Diego
y su gran don para hablar en público.
—¡Eh, hermano
Pérez! —se oyó una voz grave y anciana al fondo del pasillo de los dormitorios
de los padres—. ¡Qué bien te quedaron tus palabras!
Era monseñor
Carlos Villegas, el obispo de San Juan, quien se encontraba de visita en el
seminario y había presenciado la ceremonia.
—Sí, señor
—respondió Diego con voz temblorosa—. Las preparé con tiempo, quería que
salieran bien.
—Dios te
bendiga, hermano Pérez —le dijo el obispo—, y te haga un buen sacerdote.
Esos momentos
llenaban el alma de Diego de esperanza. En silencio, se repetía con emoción:
"¡Qué
bello regalo me dio Dios: la vocación sacerdotal!"
Los días en
el seminario transcurrían con rapidez, marcados por el trajín de las clases, la
oración y el trabajo. Diego se esforzaba especialmente en las materias de latín
y griego, descubriendo que tenía un don especial para comprender estos
complejos idiomas. Reconocía en ello una gracia de Dios, que lo preparaba para
su futura misión.
Llegó el
tiempo de las misiones. Cada seminarista fue enviado a una parroquia para
colaborar con el párroco durante varias semanas. A Diego le asignaron la
parroquia de San Gregorio, donde serviría junto al padre Giovanni Spoletini, un
sacerdote italiano, conocido en la región por su experiencia como exorcista.
Diego partió
con cierta inquietud. Sabía que esa experiencia sería un paso importante en su
camino vocacional, pero no imaginaba todo lo que estaba por vivir.
Al llegar, el
padre Spoletini lo recibió con una sonrisa afectuosa y le dijo:
—Hoy mismo
iremos a hacer un exorcismo. Prepárate con ayuno y oración. Será exigente.
Al oír esas
palabras, Diego sintió un espanto indescriptible. Mareado, cayó desmayado. Era
su primera vez ante algo tan serio y misterioso.
El padre
Spoletini, recientemente asignado a San Gregorio tras la jubilación de un
párroco que llevaba allí casi treinta años, lo ayudó a levantarse. Ya en la
sacristía, le dijo con voz grave:
—Diego, ven.
Te contaré algo.
El joven
seminarista se sentó junto a él, y el padre empezó:
—Estaba yo en
otra iglesia cuando un joven me dijo que su amigo parecía poseído. Ya había
hecho dos exorcismos antes, ambos con éxito. Pero esta vez fue distinto… El
demonio había poseído a un hombre de veinticuatro años, no a niñas como en los
casos anteriores.
»Tenía el
permiso del obispo, así que pensé que sería pan comido. Pero me equivoqué. Al
comenzar el Rito romano, y después de algunos minutos, le pregunté su nombre.
Con voz rasposa y entrecortada, respondió: “Me llamo Holocausto. Yo fui el que hizo que Hitler mandara
asesinar a más de tres millones de judíos. Por mi culpa, ahora hay asesinos a
sangre fría.”
»Ese demonio
me aterraba. Rompía las cadenas que sujetaban al joven, golpeaba a mis
ayudantes, se autolesionaba y reía con una risa satánica. Cuando veía sangre,
la lamía con locura. El exorcismo duró tres meses… y terminó muy mal para mí.
Una semana después de haberlo expulsado, el demonio comenzó a aparecerse y me
decía: “Si
vuelves a fastidiarme, tu vida acabará en seis días.”
»Supongo que
se refería a mi vida de gracia… porque ya he hecho diez exorcismos y aún sigo
vivo.
—Padre
—preguntó Diego, con voz baja—, ¿el demonio fastidia mucho?
—Sí, hijo
—respondió Spoletini—. Primero te tienta contra la paciencia y la pureza. Si ve
que no te puede vencer espiritualmente… entonces vienen los golpes. Y créeme,
duelen.
Al día
siguiente, mientras desayunaban juntos, una piedra envuelta en papel rompió la
ventana de la cocina y cayó justo a los pies del padre. Diego se levantó
sobresaltado y corrió hacia la ventana.
Afuera, vio a
un joven vestido de traje negro. Su rostro estaba grotescamente deformado y sus
ojos eran de un rojo encendido que irradiaban odio. Diego retrocedió temblando.
El padre
Spoletini también se levantó y, al ver aquella figura, gritó con fuerza:
—¡Fea
apariencia! ¡Vete al infierno de donde vienes!
Apenas
pronunció estas palabras, el joven lanzó un grito desgarrador y, con gestos de
dolor, desapareció ante los ojos de ambos.
Diego se
sentó en silencio, aún temblando. El padre Spoletini lo miró y le dijo con
firmeza:
—Esto no es
para asustarte, hijo. Es para que sepas que cuando uno le pertenece a Dios,
también lo buscan los enemigos del alma. Pero no tengas miedo. Mientras vivas
en gracia, el demonio no podrá tocar tu alma. Solo trata de asustarte.
Diego, como
todo joven y a pesar de ser seminarista, sintió un gran temor por lo ocurrido.
El padre Spoletini le dijo con voz firme:
—Ven, Diego,
rápido. Vamos a leer lo que dice este papel.
El mensaje
decía: “La
ira del demonio acabará con tu grey.”
Al terminar
de leer esas escalofriantes líneas, el padre y Diego se dirigieron al sagrario.
Allí, con Jesús presente en verdad, rezaron un rosario con fervor. El silencio
característico del templo era interrumpido solo por la voz temblorosa de Diego,
quien respondía a las oraciones que dirigía el padre.
Aún no habían
terminado el rezo, cuando una gran multitud irrumpió en la iglesia. Gritos
desesperados comenzaron a oírse:
—¡Padre,
padre! ¿Dónde está?
El padre
Spoletini se levantó, extrañado hasta en la médula. Con el rostro más blanco
que un alma, preguntó:
—¿Pero qué
pasa? ¡Dios mío! ¿Por qué tanto alboroto?
Una mujer de
unos cincuenta años respondió con desesperación:
—¡Está como
loca! ¡Camina por las paredes! ¡Grita como poseída! ¡Tiene el demonio adentro!
¡Ayúdela, padre, por favor!
El padre miró
fijamente al sagrario, hizo la señal de la cruz como quien se despide de Jesús
y salió al atrio del templo para tratar de calmar a la multitud.
Mientras
tanto, Diego, paralizado por el miedo, se quedó ante el sagrario, temiendo
hasta de su propia sombra. Aquellos eran momentos de amarga inquietud, pero
también de fe, y Diego los pasó con Cristo en su corazón.
Ya en el
atrio, la madre de la joven poseída suplicó al padre:
—¡Por favor,
vaya a nuestra casa! ¡Sánela, padre!
El padre
Spoletini, hombre de gran valor, accedió sin vacilar. Llamó a Diego y le pidió
que preparara un maletín con lo necesario: la estola, el agua bendita, un
crucifijo, un rosario de san Benito y el nuevo manual de exorcismo que había
recibido desde el Vaticano, gracias a un amigo suyo recién nombrado cardenal.
Encomendándose
ambos a la Santísima Virgen María, partieron con rapidez hacia la casa, que se
encontraba a unas cuadras de la parroquia. Al llegar, una gran multitud rodeaba
la humilde vivienda. Apenas entraron, comenzó a llover con fuerza, y fuera de
la casa solo quedó un carro estacionado.
—¿Dónde está?
—preguntó el padre.
Un
desconocido le respondió:
—Aquí, padre,
venga por aquí.
Diego se
quedó en la sala, donde reunió a algunos familiares para rezar el rosario,
mientras el padre entraba a un cuarto del que salían gritos espantosos y
alaridos como de fin del mundo.
Dentro de la
habitación estaba la joven poseída, de unos 19 años, sostenida por cuatro
hombres corpulentos, que no dejaban de asombrarse por la fuerza sobrenatural
que ella manifestaba. El padre se santiguó y, justo en ese momento, se oyó un
estruendo en la cocina, como si se hubieran roto mil platos de porcelana.
Varios salieron espantados de la casa.
El padre
Spoletini inició el rito del exorcismo con la letanía de los santos. La joven
se agitaba sin cesar, lanzando brazos y piernas con fuerza. Afuera, Diego
rezaba el rosario, sin saber exactamente lo que ocurría en el cuarto.
Pasaron siete
angustiosos minutos que parecieron horas. Finalmente, el padre logró expulsar
al demonio que atormentaba a la joven, quien, según se supo luego, era una
prostituta del pueblo.
El padre dio
varias indicaciones a la familia, recomendando especialmente a la joven que se
confesara, comulgara y asistiera con frecuencia a la misa dominical. Ella,
aunque un tanto incrédula, respondía a todo que sí.
Al terminar,
el padre y Diego regresaron a la parroquia, donde concluyeron aquel día marcado
por el poder de la fe y la lucha espiritual.
Diego
permaneció con el padre Espoletini varios días más. Luego pasó por el seminario
a recoger algunas cosas antes de partir hacia San Pedro, donde su familia lo
esperaba para compartir unos días con él.
Cuando Diego
llegó a la estación del tren de San Pedro, encontró una gran multitud
aglomerada. Un hombre había asaltado a un joven y lo había apuñalado; el herido
se encontraba agonizando. Diego se acercó al grupo de personas y, con sorpresa,
reconoció al joven herido: ¡era Rodolfo Sánchez!, quien años atrás le había
hecho daño.
—¡Rodolfo!
¡Rodolfo! ¿Me escuchas? —preguntó Diego conmovido.
Rodolfo,
mientras se desangraba, con los ojos apagados y el rostro pálido, logró
reconocer a Diego. Recordó lo que le había hecho en el pasado y, con voz débil,
le pidió perdón… luego perdió el conocimiento.
Minutos
después llegó una ambulancia. Colocaron a Rodolfo en la camilla para llevarlo
urgentemente al hospital, pero nadie quiso acompañarlo. La multitud se dispersó
al ver llegar a los paramédicos. Solo Diego permaneció a su lado. Uno de los
enfermeros, al verlo, le hizo señas para que subiera a la ambulancia y lo
acompañara.
El trayecto
fue breve: San Pedro es un pueblo donde todo queda cerca. Rodolfo fue llevado
de inmediato al área de emergencias y, ese mismo día, entró en quirófano.
Diego, cansado, esperó a la distancia. Mientras aguardaba, se sentó y cayó en
un profundo sueño.
Entonces soñó
algo que le cambiaría la vida:
Un hombre lo conducía hacia un lugar espantoso, como una isla en llamas.
Llamaradas de fuego salían de todos lados y, lo peor, era que en el centro
había miles de personas atrapadas, incapaces de escapar, pues alrededor de la
isla no había agua común… ¡era agua hirviendo!
Los gritos
eran desesperados. Las personas se maldecían unas a otras, se golpeaban,
confesaban crímenes horribles. Sus cuerpos no se terminaban de quemar.
Diego
despertó sobresaltado, justo cuando sacaban a Rodolfo del quirófano y lo
llevaban a una habitación.
Rodolfo
estaba solo; ya no tenía familia. Su padre había fallecido hacía unos meses.
Diego decidió quedarse a cuidarlo. Horas más tarde, la familia Pérez se enteró
de lo sucedido y fue al hospital sin saber que allí encontrarían a Diego.
Al anochecer,
don José, padre de Diego, entró a la habitación. Junto a la cama de Rodolfo,
encontró a su hijo leyendo un periódico junto a la ventana.
—¡Papá!
—exclamó Diego, levantándose con alegría.
—¡Diego! —dijo José, asombrado—. ¿Pero qué haces tú aquí?
—Cuando llegué a la estación, encontré a Rodolfo herido. Como no había nadie
que lo acompañara, vine con él.
—¡Qué grande
estás, hijo! Vamos afuera, Carla, Sofía y Juanito están también esperando
noticias.
Al salir,
Diego corrió a abrazar a su madre. Ella, conmovida, lo bendijo con la señal de
la cruz. Dejaron a Rodolfo en el hospital y se dirigieron todos, conversando, a
casa de los Pérez.
La casa había
cambiado. Todavía vivía allí la familia de aquel obrero que falleció en la
reconstrucción de la iglesia de San Pedro, dedicada a San Lucas evangelista. Al
acercarse a su habitación, Diego recordó aquellas gotas de agua que le caían
durante las lluvias. Pasaron por su mente muchos bellos recuerdos familiares.
Don José
ahora tenía un gran galpón con unas 1500 gallinas. Se había convertido en un
empresario exitoso, uno de los más adinerados de San Pedro, junto a don Armando
Morales, exdirector y dueño de una importante hacienda lechera.
—Mamá, voy al
pueblo a visitar a la señorita María y al padre Vargas. Quiero contarles todo
lo que me ha pasado.
—Voy contigo, hijo. Necesito comprar unas telas para Sofía.
Al llegar al
pueblo, compraron las telas en el negocio de don Arturo y se dirigieron a la
parroquia. La iglesia estaba cerrada, era mediodía. Diego tocó la puerta de la
casa cural y fue el mismo padre Vargas quien abrió.
—¡Qué
bendición de Dios, Diego! —dijo el padre, conmovido por la inesperada visita—.
Pase adelante, doña Carla. ¡Pasen, pasen!
Diego le
contó al padre Vargas todo lo que había vivido desde la última vez. Mientras
hablaba, el sacerdote preparaba la comida y, al mismo tiempo, redactaba la
homilía para la misa vespertina, en la que Diego serviría como acólito ya en
calidad de seminarista menor.
Al final del
día, don José pasó a recoger a Diego y a doña Carla en la parroquia. Ese día,
Diego saludó a muchas personas del pueblo, incluida la señorita María Cruz, su
antigua maestra.
De vuelta en
casa, mientras cenaban y cerraban la noche, Diego sintió una inquietud
interior. Algo lo impulsaba a salir al solar. La noche estaba muy oscura, pero
la luna iluminaba tenuemente el entorno. Salió sin decir nada.
Entonces, sin
previo aviso, un grito aterrador se oyó desde el techo de la casa. Diego,
espantado y con la piel erizada, gritó:
—¡Virgen del Carmen! ¿Qué fue eso?
Doña Carla,
que aún estaba en la cocina, le gritó desde adentro:
—¡¿Por qué
has salido al solar a estas horas, hijo?!
—¡Mamá, papá,
vengan rápido! ¡Miren esto! —gritó Diego, desesperado.
Don José y
doña Carla salieron corriendo al solar, tropezando casi con la mesa del
comedor. Al llegar afuera, vieron a Diego empuñando un palo, como si estuviera
a punto de golpear a alguien... o a algo.
—¿Qué haces
con eso, Diego? —preguntó su padre.
—¡Quítamelo
de encima, papá! —gritó Diego, sacudiéndose con desesperación. Un enorme animal
había caído sobre él y lo aferraba con fuerza.
Don José le
arrancó el palo de las manos y golpeó al animal con furia hasta que finalmente
pareció quedar sin vida.
—¿Qué es eso?
—preguntó doña Carla, horrorizada.
—¡Es una
bruja! —afirmó don José, jadeando.
El animal
tenía el aspecto de un zamuro, pero vestía ropa de anciana. Era algo espantoso.
Diego no sabía qué hacer, paralizado por el susto y con varios rasguños
sangrantes en la espalda.
Don José, sin
pensarlo, fue a buscar una pimpina de gasolina que tenía guardada. La vació
sobre aquel ser y le arrojó un fósforo encendido. En ese instante, la criatura,
aparentemente muerta, se levantó de golpe y salió volando, envuelta en llamas.
Desde su cuerpo brotaban llamaradas y emitía un chillido estremecedor, como
jamás habían oído antes.
Aquella
noche, Diego, don José y doña Carla no pudieron dormir. Rezar no fue suficiente
para borrar de sus mentes la imagen de la bruja. Pasaron la noche en vela, en
un profundo silencio.
Al amanecer,
la noticia corrió como pólvora por toda la zona. Varios vecinos, aunque no
salieron, sí habían oído el alboroto. En la casa de los Pérez, todos
conversaban sobre lo sucedido mientras doña Carla curaba los rasguños de Diego
con agua hervida y hierbas. Don José, aún perturbado, sacó una vieja escopeta
que tenía guardada desde hacía años.
—Si vuelve
esta noche, la mato de un tiro —dijo, decidido.
Pero no
lograría cumplir su propósito: ese mismo día debía viajar a otro pueblo para
comprar alimento para las gallinas. No estaría en casa esa noche.
Diego, por su
parte, no olvidaría jamás lo ocurrido. Cada vez que lo recordaba, rezaba por
las almas que se dedican a hacer el mal. “Dios los perdone”, decía.
Pasaron
varios días. La visita había llegado a su fin. Diego debía regresar al
seminario menor de San Juan. Alistó su maleta, se despidió de todos, y fue a la
estación.
Pero cuando
estaban por abordar el tren, una noticia alarmante detuvo a todos: un incendio
forestal había consumido gran parte del bosque que bordea la vía entre San
Pedro y San Juan. Uno de los trenes de la tarde había sido alcanzado por las
llamas. La tragedia era inminente.
El paso
estuvo restringido por varias semanas, tiempo que Diego dedicó para estudiar
sus lecciones de latín y griego con el padre Vargas. Desde el seminario se
había dado la orden de que cada seminarista que no pudiese regresar por algún
inconveniente debía permanecer en la parroquia de su pueblo. En el caso de
Diego, encantado supo que debía pasar unos días junto al padre Vargas, su gran
amigo, quien lo acompañó y lo integró en las labores cotidianas de la
parroquia.
En una de sus
conversaciones, el padre Vargas y Diego tocaron el tema de la alcaldía del
pueblo. El periodo del alcalde había terminado y se acercaban de nuevo las
elecciones para alcaldes y gobernadores. Fue entonces cuando el padre Vargas
planteó la posibilidad de que el señor Pérez, el padre de Diego, volviera a
postularse como alcalde de San Pedro. La idea agradó tanto a Diego como a la
señora Carla.
—Vamos a mi
casa, padre. Seguro que allá está mi papá. A lo mejor quiere volver a ser
alcalde —dijo Diego, con la mente ya puesta en el futuro.
Salieron los
dos rumbo a la casa de los Pérez y, al llegar, vieron el carro del señor José
estacionado fuera. Ahora sí estaban seguros de que lo encontrarían.
—¡Mamá, papá!
¡Estoy aquí! —gritó Diego desde la sala.
Continuó
hasta la cocina, seguido por el padre Vargas.
—Hijo, ¿qué
pasó? Aquí estamos —respondió el señor José.
El padre
Vargas y Diego llevaron aparte al señor José para explicarle lo que tenían
pensado. José era un hombre de rectos sentimientos; su mayor ilusión era
mantener a su familia en buen estado, cosa que había logrado gracias a su
empresa de crianza de gallinas.
Tras varias
negativas iniciales, el padre Vargas logró convencerlo. Esa misma semana,
acordaron inscribirse como candidato a la alcaldía. La noticia corrió por todo
el pueblo y muchos comentaban que lo apoyarían, pues era bien conocida la buena
gestión que había tenido en su primer gobierno.
Sin embargo,
esta noticia no le agradó nada a Rubén González, el otro candidato. También era
una figura conocida en San Pedro. Tenía tres hijos varones, todos ya abogados.
Era lógico que alguien le hiciera competencia, pues de otro modo no habría
elecciones.
En sus
discursos, Rubén González intentaba desacreditar al señor Pérez, acusándolo de
querer seguir enriqueciéndose junto a su familia. Sin embargo, aquello era
completamente falso. La familia Pérez ya no era de escasos recursos, pero
habían alcanzado su bienestar gracias al trabajo diario y honrado, propio de
una buena familia católica.
Un día, al
señor Pérez le llegó una invitación a almorzar en una casa del pueblo. Se le
pedía, además, que asistiera solo, pues sería una comida enfocada en tratar
temas políticos. José no dudó en aceptar. Ya tenía preparado un buen discurso.
El encuentro
sería en casa de doña Isolina, madre de la señorita María, antigua maestra de
Diego. Toda la familia de doña Isolina estaba claramente del lado de González.
El almuerzo,
fijado para las 12:30, comenzó unos minutos más tarde por el retraso de la
señorita María, quien se había demorado por motivos personales. En la reunión
estaban presentes el alcalde actual, don Arturo; el padre Vargas, y otras
personalidades sobresalientes del pueblo. Tras la oración y la bendición de los
alimentos por parte del padre, se dispusieron a disfrutar del exquisito
banquete preparado por doña Isolina.
Fue ella
quien lanzó la primera pregunta al señor Pérez:
—Indíquenos,
señor Pérez, ¿cuáles son sus ideas más importantes para un nuevo gobierno en
caso de ser elegido alcalde?
El señor
Pérez se disponía a responder, cuando la puerta se abrió y entraron Rubén
González y su esposa, doña Atanasia del Álamo. También ellos habían sido
invitados por doña Isolina.
—Buenas
tardes, señor González, y a usted también, doña Atanasia —saludó el padre
Vargas, intentando disimular la tensión que se respiraba en el comedor de doña
Isolina.
—Buenas
tardes, padre —respondió el señor González con una sonrisa forzada—. No me
sorprende como sí lo hizo el señor Pérez.
El almuerzo
terminó en una acalorada discusión, producto del evidente desacuerdo entre los presentes.
El padre Vargas y el señor Pérez salieron juntos de la casa de doña Isolina,
ardiendo de rabia.
Todo el
pueblo se enteró rápidamente de que el padre estaba del lado del señor Pérez,
lo que le valió serias críticas por parte de algunas personalidades influyentes
de San Pedro. Y mientras eso sucedía, al señor Pérez no le iba mejor:
comenzaron a circular rumores absurdos que lo acusaban de robos y fraudes.
Entretanto,
Diego ya había regresado al seminario, donde continuaba con dedicación su
formación académica y, sobre todo, espiritual.
Varias
semanas después, llegó una carta del padre de Diego. Entre otras cosas, le
decía que ese día serían las elecciones y le pedía que rezara por él. Diego,
obediente, ofreció un rosario para que todo saliera bien. Sin embargo, había
algo que lo inquietaba profundamente: su hermana Sofía había desaparecido dos
días antes.
El señor
Pérez ya no sabía qué hacer, y las malas lenguas murmuraban que se trataba de
una estrategia del señor González para asegurar su victoria electoral.
La verdad era
aún más perturbadora: Sofía había sido secuestrada por los hijos del señor
González, sin que su padre lo supiera. Los tres la raptaron cuando ella salía
de comprar unas telas en el negocio de don Arturo. La llevaron a una de sus
propiedades en las afueras de San Pedro, donde la encerraron en un viejo cuarto
que alguna vez fue destinado a guardar herramientas. Dentro, Sofía intentaba
calmar el frío cubriéndose con las telas que acababa de adquirir antes del
secuestro.
El señor
Pérez, angustiadísimo, llegó a pensar en ofrecer una recompensa a quien diera
información sobre el paradero de su hija. Pero era casi imposible que alguien
supiera algo: los hermanos González habían planeado todo con meticulosa
precisión. Sin embargo, olvidaron un detalle crucial: cuando Sofía salió del
negocio, don Arturo se asomó para despedirla. Al notar que la estaban obligando
a subir a un automóvil, no salió a confrontarlos, pero sí regresó rápidamente
al interior del local, sin que los secuestradores se dieran cuenta.
Sofía, aunque
nerviosa, no estaba del todo desesperada. Conocía a sus captores. El mayor,
Eduardo, le parecía un tanto amable; en cambio, los otros dos, Miguel y David,
se mostraban más rudos y arrogantes. Ella no entendía el motivo del secuestro.
Pensaba: ¿Con
qué fin me tienen aquí? Todo el pueblo conoce a los González. Tarde o temprano
esto saldrá a la luz.
Eduardo fue
especialmente atento con ella. Le llevaba la comida y conversaba un rato cada
día. Notaba que Sofía no tenía intenciones agresivas contra ellos, y eso, de
algún modo, suavizaba el ambiente.
El día de las
elecciones transcurrió con aparente normalidad. El pueblo sabía por quién debía
votar, y así lo hizo. Al día siguiente, la alcaldía de San Pedro celebraba con
júbilo el supuesto triunfo del señor González. Sin embargo, el asombro fue
generalizado. No tardaron en surgir acusaciones de fraude, especialmente por
parte del partido del señor Pérez.
La plaza del
pueblo se llenó de gente indignada que gritaba consignas contra González. Fue
necesario ordenar un conteo voto por voto.
Tres días más
tarde, mientras el señor González almorzaba, recibió la noticia de que había
perdido la alcaldía. La verdad había salido a la luz: había comprado votos para
asegurarse el triunfo. La indignación lo invadió, y en un arranque de furia
sufrió un infarto que le costó la vida. Todo ocurrió frente a muchas personas,
incluso frente al propio señor Pérez, quien esa misma tarde retomó su cargo
como alcalde de San Pedro.
Sofía seguía
secuestrada. Pero lo que al principio fue un acto violento, se fue
transformando rápidamente en algo insólito: un rapto de amor. Eduardo y Sofía
se enamoraron. Conversaban largamente, y juntos comenzaron a planear su huida
de San Pedro, soñando con una vida nueva, en algún lugar donde nadie los
conociera.
Los planes de
Sofía ya no eran los de una joven criada en una familia tradicional. Pero
cuando el amor toca el alma, las personas cometen las locuras más inesperadas.
El señor
Pérez, mientras tanto, estaba agotado. Por un lado, festejaba su triunfo como
alcalde; por otro, sufría una angustia insoportable al no saber dónde estaba su
hija.
Desde el
seminario, Diego ofrecía oraciones con la esperanza de que todo terminara bien.