lunes, 20 de enero de 2025

Un llamado especial a los ministros de Dios

 Un llamado especial a los ministros de Dios

         Como hemos visto a lo largo de esta exégesis bíblica y pastoral, el llamado de Jesús, expresado en la unción de Betania, es ante todo el de reconocerlo a Él como el pobre por excelencia. De esta comprensión brota, como consecuencia, el compromiso de servirle en los pobres de este mundo, pues a ellos los tendremos siempre entre nosotros. En los pobres se revela el rostro mismo de Cristo, ya que ellos son sacramento de su presencia, y en ellos Jesús permanece con nosotros todos los días de nuestra vida. Esta vocación al servicio de los pobres, esta opción preferencial por Jesús y por los pobres constituye, de manera particular, la vocación esencial de los ministros de Dios: de los diáconos —servidores por excelencia—, de los presbíteros y de los obispos.

         El Sacramento del Orden, junto con el del Matrimonio, es considerado en la reflexión teológica como uno de los “sacramentos de servicio”, pues ambos están orientados al bien y edificación de la comunidad. El Orden sacerdotal lo hace mediante la santificación del Pueblo de Dios a través del ejercicio de la triple munera —enseñar, santificar y regir—; mientras que el Matrimonio lo realiza mediante la formación y educación de hijos en la fe cristiana. En ambos sacramentos, la predilección por los pobres no solo es posible, sino también imperativa, pues en ellos se manifiesta de manera concreta el amor de Dios y su opción preferencial por los más necesitados.

         Pero detengámonos brevemente en la vocación especialísima de los ministros de Dios a la pobreza y al servicio de los pobres, siguiendo el ejemplo de Cristo, cuyo testimonio constituye el principio y modelo de toda vocación al servicio.

         Si del sacerdote afirmamos que es alter Christus —otro Cristo—, o mejor aún, ipse Christus —el mismo Cristo—, esto nos lleva necesariamente a reconocer en él las mismas actitudes del Señor a quien representa y encarna. En efecto, el Verbo se hizo carne significa que Dios se hizo pobre. Por tanto, esa encarnación que fue una y única en la Segunda Persona de la Santísima Trinidad se actualiza de modo particular en los sacerdotes, quienes son los Cristos del presente por su testimonio de pobreza, servicio, humildad y preferencia por los pobres.

         De los sacerdotes, por tanto, se espera una vida semejante a la del Señor, quien “pasó por el mundo haciendo el bien” y “no tenía dónde reclinar la cabeza”. En los Evangelios, el tema de los pobres y los enfermos ocupa un lugar preponderante: los milagros y las actitudes de Jesús hacia ellos reflejan claramente las prioridades de su ministerio, al que dedicó gran parte de su tiempo y entrega. Por ello, en la praxis liberadora de Jesús, la solidaridad total con los pobres fue su prioridad pastoral. Más aún, esta opción preferencial por los pobres constituye el signo más auténtico de la misión de Cristo, que anunció la Buena Noticia a los pobres y curó a ciegos, paralíticos, sordos y leprosos, y resucitó a los muertos (Cf. Lc 7,22).

Resulta significativo observar cómo Jesús se muestra siempre accesible a los sencillos y pequeños. Sale a su encuentro en los caminos, provoca el diálogo y crea espacios de cercanía, atento a la presencia y al clamor de los pobres. Su actuación ante los enfermos es siempre inmediata, decidida y llena de compasión: se acerca para vencer el mal y aliviar el sufrimiento. Los toca con sus manos, los consuela con sus palabras y los acoge con la ternura de un amigo o de un miembro de su propia familia.

En sus gestos y palabras se revela una profunda ternura, una predilección por los sencillos, en quienes encuentra su mayor alegría, porque reconoce que Dios se manifiesta a los humildes y que su misión es sanar a los enfermos más que atender a los sanos. Los evangelistas destacan constantemente cómo la misericordia mueve a Jesús hacia los pobres: siente compasión, se solidariza con su dolor y actúa con prontitud en su favor. Así, sus obras no son meros signos externos o milagrosos, sino la expresión viva del corazón misericordioso del Hijo de Dios, pues Jesús es el rostro misericordioso del Padre.

Presbyterorum Ordinis (n. 6c) señala con claridad que la atención a los pobres y a los enfermos constituye una prioridad esencial del ministerio sacerdotal: “Los presbíteros tienen encomendados de modo especial a los pobres y a los más débiles, con quienes el Señor mismo se identifica; y la evangelización de los pobres es la señal de la misión mesiánica... Atiendan con solicitud a los enfermos y agonizantes, visitándolos y confortándolos en el Señor.”

Llama la atención que este proyecto pastoral, que une tan estrechamente al sacerdote con los pobres, haya sido reiteradamente asumido por los obispos de América Latina, aunque, en la práctica, no siempre ocupa el lugar prioritario que le corresponde en la vida de muchos ministros.

Sin embargo, la atención a los pobres y a los enfermos no es sólo una responsabilidad del sacerdote, sino también una tarea fundamental de toda la comunidad cristiana, llamada a colocar en el centro a los más débiles y marginados. Una comunidad que logra hacerlo se convierte en una Iglesia verdaderamente inclusiva, capaz de superar la tentación de la exclusión.

A lo largo de la historia, esta atención ha sido un auténtico icono de la caridad pastoral. Las actitudes del sacerdote hacia los pobres se convierten así en un referente para toda la comunidad, porque la educan y orientan sus prioridades evangélicas.

La liturgia misma ofrece múltiples signos de esta dimensión caritativa. En los ritos eucarísticos, la ofrenda a favor de los pobres tiene un valor especial. Un ejemplo destacado es la liturgia del Jueves Santo, donde la colecta para los necesitados expresa el mandato del amor fraterno instituido por Jesús. Del mismo modo, en la organización pastoral de la comunidad, la diaconía, o servicio a los pobres, constituye uno de sus pilares fundamentales.

Incluso en la Liturgia de las Horas, las oraciones intercesoras recuerdan constantemente a los pobres, manteniendo viva la memoria del Evangelio. Todo ello invita al sacerdote a buscar formas concretas y personales de servicio a los pobres y a los enfermos, haciendo de su ministerio una expresión viva de la misericordia de Cristo.

Sin embargo, para que el sacerdote pueda verdaderamente servir a los pobres, es necesario que él mismo sea pobre de espíritu, conforme a la bienaventuranza (Lc 6, 20). Esto implica un corazón desprendido de los bienes de este mundo, capaz de servir con pureza interior y generosidad sincera.

Resulta, por tanto, contradictorio y escandaloso cuando los ministros de Dios se distinguen por la abundancia de bienes materiales, por poseer los mejores vehículos, prendas o dispositivos tecnológicos, mientras muchos de sus fieles carecen incluso de lo necesario para vivir.

El testimonio más creíble del sacerdote es el que se manifiesta en la austeridad, la sencillez y la generosidad. Solo quien vive así puede transparentar el rostro de Cristo pobre y servidor. En cambio, aquellos que optan abiertamente por lo material debilitan su testimonio y pueden escandalizar a los más pequeños, a quienes Jesús mismo confió su predilección.

Por tanto, para que el sacerdote no pierda nunca de vista la autenticidad de su vocación, es necesario que cultive dos actitudes fundamentales, propias de su ministerio. Estas actitudes son las que lo distinguen entre los demás fieles y lo hacen más semejante a Cristo, el Buen Pastor, que lo ha llamado a seguirle y a servir como signo vivo de su amor.

La primera es ser accesible, de modo que los pobres se sientan libres de acercarse a él. Siguiendo el ejemplo de Jesús, el sacerdote ha de estar presente en el camino, con el corazón abierto y disponible para acoger a los más necesitados. Su estilo de vida debe inspirar confianza y sencillez, no distancia ni recelo. Puede ayudar mucho que el sacerdote realice personalmente algún servicio concreto y humilde a favor de los pobres, imitando el gesto de Cristo al lavar los pies de sus discípulos. La práctica constante de estos gestos forma el corazón y educa en la verdadera pobreza evangélica.

La segunda actitud es visitar con frecuencia a los pobres y a los enfermos. El sacerdote que conoce a los más necesitados de su comunidad y los busca espontáneamente manifiesta un auténtico espíritu de caridad pastoral. Estas visitas, hechas con gusto y cercanía, son signo de santidad sacerdotal. Aunque existan estructuras y laicos dedicados a este servicio, el sacerdote no puede delegar del todo esta tarea: debe estar personalmente disponible para confesar, consolar y acompañar a quienes sufren.

Pero es necesario tener en cuenta que el llamado a la pobreza sacerdotal comienza en el seminario, donde el futuro sacerdote aprende a configurarse con Cristo pobre y servidor. Sin esta experiencia interior, el ministerio corre el riesgo de convertirse en una búsqueda de comodidad y estatus, más que en un servicio evangélico.

No es un secreto que, en nuestros días, algunos seminaristas y también sacerdotes viven una contradicción dolorosa: proclaman la pobreza evangélica, pero se dejan seducir por el consumismo y la apariencia. Esta incoherencia no es una simple debilidad humana, sino una herida profunda en el testimonio de la Iglesia, porque desfigura el rostro de Cristo pobre y servidor.

La formación sacerdotal debe educar el corazón para la sobriedad, la sencillez y el desprendimiento, enseñando a usar los medios sin depender de ellos. El seminarista que aprende a vivir con poco y a confiar en la Providencia será mañana un pastor cercano, humilde y libre, capaz de servir a los pobres con autenticidad.

Como recuerda el Papa Francisco, formarse no es preparar una carrera eclesiástica, sino configurarse con Cristo pobre, obediente y crucificado. Solo quien abraza esa pobreza interior podrá anunciar el Evangelio con verdad y hacer visible, en su vida, la Iglesia que el Papa soñó: una Iglesia pobre para los pobres.

 

Oración para pedir a Dios sacerdotes y seminaristas pobres de corazón

 

Señor Jesús, tú que siendo rico te hiciste pobre para enriquecernos con tu pobreza, mira con bondad a tus ministros y a los jóvenes que te siguen en el camino del sacerdocio.

Concédeles un corazón libre y desprendido, capaz de reconocerte en el rostro de los pobres, de servir con alegría a los pequeños y de vivir con sencillez y gratitud.

Haz que nuestros sacerdotes y seminaristas se configuren contigo, Cristo pobre, obediente y crucificado, para que su vida sea un reflejo vivo de tu compasión.

Que no busquen los honores ni los bienes de este mundo, sino la riqueza de tu Evangelio y la ternura de tu servicio.

Enséñales a caminar por las calles de los pueblos y ciudades, de los campos y zonas periféricas, para que vean la realidad de pobreza material y espiritual del mundo contemporáneo, enséñales a tocar las heridas de los que sufren, a ser pastores con olor a oveja y no a vanidad.

Que, guiados por tu Espíritu, formen una Iglesia humilde y cercana, una Iglesia pobre para los pobres, donde todos se sientan amados y acogidos por ti, donde no se excluya a nadie, donde todos quepan, sin marginación.

Y, que el ejemplo de María, Cooperadora tuya en la Redención, Madre de los Pobres y de los Sacerdotes les anime a seguir tus huellas, haciendo siempre lo que tú nos digas, procurando el bien y teniendo en el corazón a los pobres. Amén.

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