La unción de Jesús en Betania y los pobres
Durante su vida pública, Jesús se enfrentó a
los grupos poderosos del pueblo judío. Llamó “zorro” a Herodes, representante
del poder romano (Lc 13,32), y consideró a los publicanos, colaboradores del
poder político, como pecadores (Mt 9,10; 21,31; Lc 5,30; 7,34). Su crítica a
una religiosidad basada solo en observancias externas lo enfrentó fuertemente
con los fariseos. Jesús, en la línea de los profetas, exigió un culto auténtico
fundado en una disposición interior sincera, en la fraternidad y en el
compromiso con los más necesitados (Mt 5,23-24; 25,31-45). Acompañó esta crítica
con una oposición clara a los ricos y una opción radical por los pobres: es la
actitud hacia ellos la que define la validez de toda religión. El Hijo del
Hombre ha venido, ante todo, por ellos[1].
Este es el Jesús que recibe la unción en Betania, a solo dos
días de la Pascua judía. El mismo que se hizo carne y se hizo pobre para
enriquecernos con su pobreza (2 Cor 8,9); el que sabía que había sido enviado a
anunciar la Buena Nueva a los pobres (Is 61,1), a instaurar el Reino de Dios,
un Reino de justicia y paz (Rm 14,17); el que pasó por este mundo haciendo el
bien, como lo recuerdan sus más cercanos seguidores (Hch 10,38). Y una cosa es
cierta: que el Verbo se hizo carne significa, especialmente, que Dios se hizo
pobre. Al encarnarse, el Hijo eterno del Padre se hizo solidario con la
humanidad caída, empobrecida por el pecado al haber perdido la gracia divina.
Aunque el Verbo se hizo verdaderamente hombre, fue en todo semejante a nosotros
excepto en el pecado. Así, al hacerse hombre pobre, Cristo enriqueció nuestra
naturaleza con la gracia que había sido arrebatada a Adán por la desobediencia
en el Edén. De este modo, haciéndose pobre, nos trajo la libertad; y muriendo
pobre, nos alcanzó la salvación.
Es Jesús,
el Profeta, el Mesías, el Hijo de Dios hecho hombre, quien se deja ungir por
una mujer en un claro gesto simbólico del mesianismo que Israel esperaba, como
ocurrió con Saúl, el primer rey de Israel (1 Sam 10,1).
Jesús es
ungido, y con él son ungidos los pobres. En su persona se encarna la pobreza
evangélica: la de quien lo espera todo de Dios y, al mismo tiempo, se preocupa
de tender la mano a quien lo necesita.
Que
alguno de los presentes haya protestado por el aparente derroche de 300
denarios habla bien de Jesús y del espíritu de la comunidad que lo rodeaba y
que él mismo había formado. Esa reacción revela una sensibilidad hacia los
necesitados, fruto de una práctica habitual de hacer el bien, aprendida por
Jesús en el hogar de Nazaret y transmitida a los Doce como parte esencial de su
enseñanza. Es imposible abordar la unción de Betania e ignorar el llamado a
hacer el bien a los más necesitados.
[1] GUTIÉRREZ, G., (1971), Teología de la liberación,
perspectivas, Centro de Estudios y Publicaciones, p. 289.

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