sábado, 15 de febrero de 2025

La opción preferencial por Jesús y por los pobres

La opción preferencial por Jesús y por los pobres

         Como se ha visto, el ejemplo de la mujer en Betania ha sido conservado en las cuatro tradiciones evangélicas, pues ella optó por amar a Jesús de manera extraordinaria con un gesto profundamente significativo. No sería exagerado pensar que estuvo dispuesta incluso a dar la vida por aquel a quien tanto amaba, porque mucho le había sido perdonado (Lc 7,47).

Esta mujer eligió a Jesús de forma preferencial: irrumpió en la cena en casa de Simón, ya sea haciendo uso de cierta posición o, por el contrario, superando la barrera de su aparente indignidad como mujer. Se atrevió a formar parte de la escena y ungió a Jesús, coronándolo no solo con perfume, sino con la atención de todos los presentes. Sin embargo, su gesto, más que abrir los ojos de los demás, pareció distraerlos, incapaces de reconocer lo que ella sí había percibido con claridad. La opción preferencial de esta mujer por Jesús se entiende mejor a la luz de la inminencia de su Pasión.

Ahora bien, es razonable pensar que aquella misma mujer —cuyo gesto fue acogido y alabado por Jesús—, testigo privilegiada de su aprobación y de la enseñanza: “a los pobres podréis hacerles el bien siempre que queráis” (cf. Mc 14,7), haya sido también una pionera en la vivencia auténtica de la caridad. No se trata de un simple asistencialismo, sino de una forma de amor comprometido, nacido del encuentro personal con el Señor.

Habiendo comprendido el valor único de Jesús y la urgencia de su entrega, es muy posible que esta mujer haya canalizado ese amor hacia los más necesitados, siguiendo el espíritu del Maestro: un amor que no se limita a dar cosas, sino que se entrega a sí mismo con gratuidad, ternura y misericordia. Su gesto anticipa así no solo la unción para la sepultura, sino también una manera nueva de relacionarse con Dios y con los pobres, desde el amor total y desinteresado; definitivamente, ella optó con preferencia por Jesús y por los pobres.

¿Quiénes son los pobres de nuestros días?

Son, ante todo, aquellos que no llevan a Dios en el corazón. Y entonces no podemos sino asombrarnos —y dolernos— al constatar la multitud de “pobres” que habitan en nuestro mundo actual. No son solo cifras anónimas ni rostros invisibles, sino personas concretas que nos interpelan y reclaman nuestra fidelidad a Cristo y a su Evangelio.

Son pobres los niños no nacidos que no llegan a ver la luz porque el aborto les arrebata la vida; y son pobres las madres que, engañadas o desesperadas, llegan a eliminar a sus propias criaturas cuando ya están formadas en su vientre.

Son pobres los condenados a muerte, despojados de toda esperanza y dignidad; y son pobres también quienes, en nombre de la justicia, imparten injusticias.

Son pobres los migrantes que encuentran cerradas las fronteras y los corazones, cargando en su rostro el sufrimiento de Cristo en el extranjero, el desplazado, el refugiado; y son pobres los que, cegados por ideologías y nacionalismos extremos, los rechazan con dureza.

Son pobres los pueblos invadidos por la ambición de poder o de intereses económicos, teñidos con la sangre de inocentes; y son pobres los dictadores que se creen eternos y proclaman la inmortalidad de sus regímenes.

Son pobres las naciones sometidas a regímenes totalitarios, donde la libertad se secuestra, el miedo se siembra y la miseria se extiende; y son pobres quienes, cegados por el ansia de poder, se aferran a cargos en los que ya no sirven.

Son pobres los huérfanos hambrientos y los ancianos abandonados, olvidados por una sociedad que a veces se conmueve más por el bienestar de una mascota que por el clamor de los más vulnerables.

Son pobres los que dedican su vida a la producción y tráfico de drogas, arrastrando consigo a tantos jóvenes y apagando prematuramente sus existencias.

Son pobres los que, habiendo hecho una opción por Dios, llevan una doble vida, marcada por la inmoralidad y el escándalo.

Son pobres los que, movidos por envidias y resentimientos, se convierten en piedra de tropiezo para sus compañeros, incapaces de alegrarse del bien ajeno o del éxito de los demás.

Son pobres, finalmente, los que solo saben ver lo negativo, los que se detienen en los defectos y debilidades de los demás, sin reconocer la abundancia de bondad, de belleza y de cosas positivas que este mundo aún guarda.  

A estos pobres no es necesario buscarlos en rincones ocultos ni en parajes lejanos: están a nuestro lado, son nuestros vecinos, nuestros familiares… somos también nosotros mismos. Porque llevamos dentro la fragilidad de una fe inconstante y la tibieza de una caridad que tantas veces se apaga. Reconozcamos, entonces, nuestra propia pobreza y dejemos que sea la gracia de Dios la que la sane, la transforme y la colme de plenitud.

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