La opción preferencial por Jesús y por los pobres
Como se ha visto, el ejemplo de la mujer en
Betania ha sido conservado en las cuatro tradiciones evangélicas, pues ella
optó por amar a Jesús de manera extraordinaria con un gesto profundamente
significativo. No sería exagerado pensar que estuvo dispuesta incluso a dar la
vida por aquel a quien tanto amaba, porque mucho le había sido perdonado (Lc
7,47).
Esta
mujer eligió a Jesús de forma preferencial: irrumpió en la cena en casa de
Simón, ya sea haciendo uso de cierta posición o, por el contrario, superando la
barrera de su aparente indignidad como mujer. Se atrevió a formar parte de la
escena y ungió a Jesús, coronándolo no solo con perfume, sino con la atención
de todos los presentes. Sin embargo, su gesto, más que abrir los ojos de los
demás, pareció distraerlos, incapaces de reconocer lo que ella sí había
percibido con claridad. La opción preferencial de esta mujer por Jesús se
entiende mejor a la luz de la inminencia de su Pasión.
Ahora
bien, es razonable pensar que aquella misma mujer —cuyo gesto fue acogido y
alabado por Jesús—, testigo privilegiada de su aprobación y de la enseñanza: “a
los pobres podréis hacerles el bien siempre que queráis” (cf. Mc 14,7), haya
sido también una pionera en la vivencia auténtica de la caridad. No se trata de
un simple asistencialismo, sino de una forma de amor comprometido, nacido del
encuentro personal con el Señor.
Habiendo
comprendido el valor único de Jesús y la urgencia de su entrega, es muy posible
que esta mujer haya canalizado ese amor hacia los más necesitados, siguiendo el
espíritu del Maestro: un amor que no se limita a dar cosas, sino que se entrega
a sí mismo con gratuidad, ternura y misericordia. Su gesto anticipa así no solo
la unción para la sepultura, sino también una manera nueva de relacionarse con
Dios y con los pobres, desde el amor total y desinteresado; definitivamente,
ella optó con preferencia por Jesús y por los pobres.
¿Quiénes
son los pobres de nuestros días?
Son, ante
todo, aquellos que no llevan a Dios en el corazón. Y entonces no podemos sino
asombrarnos —y dolernos— al constatar la multitud de “pobres” que habitan en
nuestro mundo actual. No son solo cifras anónimas ni rostros invisibles, sino
personas concretas que nos interpelan y reclaman nuestra fidelidad a Cristo y a
su Evangelio.
Son
pobres los niños no nacidos que no llegan a ver la luz porque el aborto les
arrebata la vida; y son pobres las madres que, engañadas o desesperadas, llegan
a eliminar a sus propias criaturas cuando ya están formadas en su vientre.
Son
pobres los condenados a muerte, despojados de toda esperanza y dignidad; y son
pobres también quienes, en nombre de la justicia, imparten injusticias.
Son
pobres los migrantes que encuentran cerradas las fronteras y los corazones,
cargando en su rostro el sufrimiento de Cristo en el extranjero, el desplazado,
el refugiado; y son pobres los que, cegados por ideologías y nacionalismos
extremos, los rechazan con dureza.
Son
pobres los pueblos invadidos por la ambición de poder o de intereses
económicos, teñidos con la sangre de inocentes; y son pobres los dictadores que
se creen eternos y proclaman la inmortalidad de sus regímenes.
Son
pobres las naciones sometidas a regímenes totalitarios, donde la libertad se
secuestra, el miedo se siembra y la miseria se extiende; y son pobres quienes,
cegados por el ansia de poder, se aferran a cargos en los que ya no sirven.
Son
pobres los huérfanos hambrientos y los ancianos abandonados, olvidados por una
sociedad que a veces se conmueve más por el bienestar de una mascota que por el
clamor de los más vulnerables.
Son
pobres los que dedican su vida a la producción y tráfico de drogas, arrastrando
consigo a tantos jóvenes y apagando prematuramente sus existencias.
Son
pobres los que, habiendo hecho una opción por Dios, llevan una doble vida,
marcada por la inmoralidad y el escándalo.
Son
pobres los que, movidos por envidias y resentimientos, se convierten en piedra
de tropiezo para sus compañeros, incapaces de alegrarse del bien ajeno o del
éxito de los demás.
Son
pobres, finalmente, los que solo saben ver lo negativo, los que se detienen en
los defectos y debilidades de los demás, sin reconocer la abundancia de bondad,
de belleza y de cosas positivas que este mundo aún guarda.
A estos
pobres no es necesario buscarlos en rincones ocultos ni en parajes lejanos:
están a nuestro lado, son nuestros vecinos, nuestros familiares… somos también
nosotros mismos. Porque llevamos dentro la fragilidad de una fe inconstante y
la tibieza de una caridad que tantas veces se apaga. Reconozcamos, entonces,
nuestra propia pobreza y dejemos que sea la gracia de Dios la que la sane, la
transforme y la colme de plenitud.

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