“que
caminéis en el amor”
INTRODUCCIÓN:
El
Presbítero, con entrañable solicitud pastoral, se dirige a una de sus queridas
Iglesias del Asia Menor (2 Jn). Con tono paternal y lleno de afecto, saluda a
la comunidad encarnada en la figura simbólica de la “Señora Elegida y sus
hijos” (v. 1). Su mensaje, breve pero denso en contenido espiritual, gira en
torno a dos ejes fundamentales: el mandamiento del amor (vv. 4-6) y la
fidelidad a la verdad revelada en Jesucristo hecho carne (vv. 7-11).
La
opinión tradicional ha identificado al autor de esta epístola con Juan[1], el Anciano que escribe
como quien acompaña de cerca a sus hijos en la fe, incluso a la distancia. Los
exhorta a permanecer firmes en el mandamiento que han recibido “desde el
principio” (v. 5), a perseverar en el amor fraterno, y al mismo tiempo, los
previene contra los falsos maestros —los anticristos— que niegan que Jesucristo
ha venido en la carne (v. 7). Esta negación es una herejía doctrinal y
constituye una ruptura con el corazón mismo del Evangelio encarnado.
No
habla como teólogo abstracto, sino como testigo privilegiado: el discípulo
amado, aquel que estuvo junto al Señor en la Última Cena, que se recostó en su
pecho y escuchó los latidos del Verbo hecho carne (Jn 13,25). Desde esa
intimidad con Cristo, el autor transmite con autoridad y ternura su llamado a
vivir en la verdad y en el amor. Y al concluir, expresa su deseo de no
limitarse a escribir con tinta y papel, sino de acudir en persona a la
comunidad, para que “nuestro gozo sea completo” (v. 12).
Esta
breve carta (2 Jn), con solo 13 versículos, es el libro más breve de la Biblia y
una joya de la literatura joánica que condensa con fuerza y sencillez las
grandes temáticas del Evangelio: amor, verdad, fidelidad y comunión. En esta
exégesis nos proponemos desentrañar su riqueza teológica y pastoral, acogiendo
su mensaje como palabra viva también para nuestras comunidades de hoy.
PROFUNDIZACIÓN:
El
texto elegido 2 Jn 1-13 en griego koiné[2]
y castellano:
1
Ὁ πρεσβύτερος ἐκλεκτῇ κυρίᾳ καὶ τοῖς τέκνοις αὐτῆς,
οὓς ἐγὼ ἀγαπῶ ἐν ἀληθείᾳ, καὶ οὐκ ἐγὼ μόνος ἀλλὰ καὶ πάντες οἱ ἐγνωκότες τὴν ἀλήθειαν,
2 διὰ τὴν ἀλήθειαν τὴν
μένουσαν ἐν ἡμῖν, καὶ μεθ’ ἡμῶν ἔσται εἰς τὸν αἰῶνα.
Os
amo en razón de la verdad que se mantiene en nosotros y que estará con nosotros
para siempre.
3 ἔσται μεθ’ ἡμῶν χάρις
ἔλεος εἰρήνη παρὰ θεοῦ πατρός, καὶ παρὰ Ἰησοῦ Χριστοῦ τοῦ υἱοῦ τοῦ πατρός, ἐν ἀληθείᾳ
καὶ ἀγάπῃ.
La gracia, la
misericordia y la paz de parte de Dios Padre y de Jesucristo, el Hijo del Padre
estarán con nosotros según la verdad y el amor.
4 Ἐχάρην λίαν ὅτι εὕρηκα
ἐκ τῶν τέκνων σου περιπατοῦντας ἐν ἀληθείᾳ, καθὼς ἐντολὴν ἐλάβομεν παρὰ τοῦ πατρός.
Me alegré mucho al
encontrar entre tus hijos a quienes viven conforme a la verdad, al mandamiento
que recibimos del Padre.
5 καὶ νῦν ἐρωτῶ σε,
Κυρία, οὐχ ὡς ἐντολὴν καινὴν γράφων σοι ἀλλὰ ἣν εἴχαμεν ἀπ’ ἀρχῆς, ἵνα ἀγαπῶμεν
ἀλλήλους.
Y ahora te ruego,
Señora -y no te escribo un mandamiento nuevo, sino el que tenemos desde el
principio-, que nos amemos unos a otros.
6 καί αὕτη ἐστὶν ἡ ἀγάπη,
ἵνα περιπατῶμεν κατὰ τὰς ἐντολὰς αὐτοῦ· αὕτη ἡ ἐντολή ἐστιν, ἵνα καθὼς ἠκούσατε
ἀπ’ ἀρχῆς, ἵνα ἐν αὐτῇ περιπατῆτε.
Y el amor consiste
en que vivamos según sus mandamientos. Éste es el mandamiento que oísteis desde
el principio: que caminéis en el amor.
7 ὅτι πολλοὶ πλάνοι
ἐξῆλθαν εἰς τὸν κόσμον, οἱ μὴ ὁμολογοῦντες Ἰησοῦν Χριστὸν ἐρχόμενον ἐν σαρκί· οὗτός
ἐστιν ὁ πλάνος καὶ ὁ ἀντίχριστος.
Han venido al
mundo muchos seductores negando que Jesucristo haya venido en carne mortal. Ése
es el Seductor y el Anticristo.
8 βλέπετε ἑαυτούς, ἵνα
μὴ ἀπολέσητε ἃ εἰργάσασθε, ἀλλὰ μισθὸν πλήρη ἀπολάβητε.
Cuidad de
vosotros, para no perder el fruto de vuestro trabajo, sino para que recibáis
una amplia recompensa.
9 πᾶς ὁ προάγων καὶ
μὴ μένων ἐν τῇ διδαχῇ τοῦ Χριστοῦ θεὸν οὐκ ἔχει· ὁ μένων ἐν τῇ διδαχῇ, οὗτος καὶ
τὸν πατέρα καὶ τὸν υἱὸν ἔχει.
Todo el que se
excede y no permanece en la doctrina de Cristo, no posee a Dios. En cambio, el
que permanece en la doctrina posee al Padre y al Hijo.
10 εἴ τις ἔρχεται πρὸς
ὑμᾶς καὶ ταύτην τὴν διδαχὴν οὐ φέρει, μὴ λαμβάνετε αὐτὸν εἰς οἰκίαν καὶ χαίρειν
αὐτῷ μὴ λέγετε·
Si
alguno va a visitaros y no os lleva esta doctrina, no lo recibáis en casa ni lo
saludéis,
11 ὁ λέγων γὰρ αὐτῷ χαίρειν
κοινωνεῖ τοῖς ἔργοις αὐτοῦ τοῖς πονηροῖς.
pues el que lo
saluda se hace solidario de sus malas obras.
12 Πολλὰ ἔχων ὑμῖν γράφειν
οὐκ ἐβουλήθην διὰ χάρτου καὶ μέλανος, ἀλλὰ ἐλπίζω γενέσθαι πρὸς ὑμᾶς καὶ στόμα πρὸς
στόμα λαλῆσαι, ἵνα ἡ χαρὰ ἡμῶν πεπληρωμένη ᾖ.
Aunque me queda
mucho por escribir, prefiero no hacerlo con papel y tinta, pues espero ir a
veros y hablar de viva voz, para que nuestro gozo sea completo.
13 ἀσπάζεταί ἀσπάζομαι
σε τὰ τέκνα τῆς ἀδελφῆς σου τῆς ἐκλεκτῆς.
Te saludan los hijos de tu hermana Elegida.
Autor
y fecha de 2 Jn
Las tres cartas
atribuidas a san Juan guardan profundas afinidades con el cuarto evangelio. Las
semejanzas son notorias, especialmente en lo doctrinal, en el uso del
vocabulario y en el estilo literario. Estos escritos revelan un universo
teológico y un modo de expresión que son propios y característicos del Apóstol
Juan. Su lenguaje, a la vez sencillo y elevado, comunica con claridad un
mensaje esencial centrado en la verdad, la luz, la pureza y el amor. Todo el
pensamiento teológico que contienen lleva el sello inconfundible de Juan[3].
El autor de la Segunda Carta de san
Juan se identifica como “el Presbítero”. Este título sugiere que se trataba de
una figura conocida y respetada por la comunidad, alguien cuya autoridad era
ampliamente reconocida. El uso de este término, en lugar de su nombre propio,
es coherente con el estilo del apóstol Juan, quien en el cuarto evangelio se
refiere a sí mismo como “el discípulo a quien Jesús amaba”. Aunque “presbítero”
no implica necesariamente que se trate de un apóstol, tampoco lo excluye —como
lo demuestra el caso de san Pedro, que se llama a sí mismo “copresbítero” (1 Pe
5,1). En los escritos de los Padres apostólicos, el término griego
presbyteros designa a los líderes de la comunidad, y su uso está más
relacionado con la autoridad que con la edad. Así, el título de “el Presbítero”
aplicado a san Juan refleja sobre todo su prestigio y autoridad espiritual, más
que su condición de anciano[4].
Respecto
al año de composición, ni la tradición ni los datos internos de la carta
permiten establecer con certeza la fecha exacta en que fue redactada. Tampoco
es posible determinar con precisión el orden cronológico entre las cartas de
san Juan. Sin embargo, se puede suponer que tanto 2 Jn como 3 Jn fueron
escritas en un período cercano al de 1 Jn, aproximadamente entre los años 90 y
110 d.C[5].
Ubicación
del texto (2 Jn 1-13) en el contexto de los escritos joánicos
2
Jn muestra claras afinidades con 1 Jn, evidentes tanto en el contenido como en
la forma. Entre las coincidencias más destacadas se encuentran: la mención
conjunta de Dios Padre y Jesucristo, su Hijo (v. 3; 1 Jn 1,3); la insistencia
en el mandamiento del amor fraterno recibido desde el principio, expresado como
“amarse unos a otros” (v. 5; 1 Jn 2,7-11); el uso de fórmulas típicas para
resumir el mensaje, como “este es el mandamiento” (v. 6; 1 Jn 4,21); la
advertencia sobre la presencia de numerosos seductores en el mundo,
identificados con el Anticristo (v. 7; 1 Jn 4,2); y el uso de contrastes
tajantes para expresar la verdad (v. 4; 1 Jn 3,19). Además, ambas cartas
comparten la expresión “para que nuestro gozo sea completo” (v. 12; 1 Jn 1,4),
reflejo del tono pastoral y afectuoso del autor[6].
Justificación
de la unidad literaria
La presente perícopa comprende los
trece versículos del único capítulo de la Segunda Carta de san Juan. Esta
delimitación se justifica por las razones previamente mencionadas: se trata del
libro más breve de toda la Sagrada Escritura y presenta una estructura clara,
con un desarrollo temático coherente y lineal, lo que permite abordar el texto
como una unidad literaria completa y bien definida.
El autor de la 2 Jn se muestra claro y
directo en lo que desea comunicar. Tal como lo revela la estructura del escrito
—un saludo inicial, un cuerpo central en dos bloques temáticos bien definidos y
una conclusión—, toda la perícopa se presenta como una unidad textual coherente
y digna de ser estudiada en su conjunto. No obstante, esto no impide que ambos
bloques temáticos puedan ser analizados por separado, dada la riqueza y
profundidad que ofrecen para un estudio detallado.
Estructura
de 2 Jn[7]
La
Segunda Carta de Juan presenta claramente el formato típico de una nota
epistolar. A diferencia de 1 Jn, en esta se observan con nitidez las
convenciones habituales de una carta, lo que permite identificar su estructura
de forma más precisa. Así, se puede reconocer:
Una
sección de apertura, donde "el Anciano" dirige su saludo a "la Señora
Elegida" (vv. 1-3).
Un
cuerpo central que se puede dividir en dos bloques bien diferenciados: el
mandamiento del amor (vv. 4-6) y los anticristos (8-11), los cuales están
conectados por un versículo que funciona como puente temático: el v. 7.
Finalmente,
los saludos de cierre se ajustan al estilo tradicional de conclusión epistolar
(vv. 12-13).
EXÉGESIS
POR VERSÍCULO
Composición
literaria en cuatro partes:
Sección
de apertura (vv. 1-3)
1 El Presbítero a la
Señora Elegida y a sus hijos, a quienes amo en la verdad; y no solo yo, sino
también todos los que han conocido la Verdad.
El término
“πρεσβύτερος” (presbítero) se emplea para designar a los líderes de las
comunidades cristianas, como se observa en Tt 1,5, y en este caso hace
referencia al apóstol Juan, figura principal al frente de las iglesias del Asia
Menor. La expresión “Señora Elegida” o “Gran Señora” es una metáfora poética
que alude a una comunidad concreta, cuya identidad permanece desconocida, pero
que se encuentra bajo la autoridad del presbítero y amenazada por la influencia
de falsos maestros. Por su parte, la fórmula “los que han conocido la Verdad”,
con un matiz levemente polémico similar al de 1 Timoteo 4,3, se utiliza para
referirse a los auténticos creyentes que, a diferencia de los seductores
mencionados en el versículo 7, se han mantenido fieles a la verdad y a la
doctrina de Cristo (v. 9)[8].
Este encabezamiento epistolar se ajusta
perfectamente al modelo habitual de las cartas cristianas. La Segunda de Juan
sigue el esquema típico de las epístolas paulinas, con la única diferencia de
que sustituye el título de apóstol por el de Presbítero. San Juan dirige
su segunda carta a la “señora Electa y a sus hijos”, un título que, aunque
parece referirse a una persona, muy probablemente simboliza una comunidad
cristiana del Asia Menor. Esto se deduce del uso alternado del singular y
plural en la carta. Los “hijos” de esta señora representan a los fieles, amados
por quienes conocen la verdad. En el versículo final, se menciona a la
“hermana” de la Electa, igualmente llamada Elegida, lo que refuerza el carácter
simbólico de estos nombres, similares a expresiones usadas por san Pedro (1 Pe
5,13). Esta representación de comunidades como figuras femeninas es común en la
Biblia, tanto en los profetas como en el Apocalipsis, donde se personifican
iglesias locales y a la Iglesia entera como una mujer[9].
El autor expresa un afecto profundo
hacia la “Señora Elegida” y sus hijos, diciendo que los ama “en la verdad”.
Esta expresión no se limita a un amor sincero, sino que implica una comunión en
la fe. Además, aclara que este amor no es solo suyo, sino compartido por todos
los que han conocido la Verdad, es decir, por los miembros de su comunidad. En
este contexto, la “Verdad” hace referencia a Jesucristo, tal como se afirma en
Jn 8,32, donde se dice que conocer la Verdad libera al discípulo[10].
2 Os amo en razón
de la verdad que se mantiene en nosotros y que estará con nosotros para
siempre.
Juan insiste repetidamente en la
importancia de permitir que la palabra de Dios penetre y transforme
interiormente nuestra vida. Cuando la verdad habita en el corazón del creyente,
se convierte en la fuente que nutre y sostiene el amor cristiano; a esto es a
lo que el autor se refiere con la expresión “estar en la verdad y el amor” (v.
3)[11].
El fundamento profundo del amor
cristiano es la verdad que habita en los creyentes. Esta verdad no es solo una
idea, sino una fuerza viva que permanece en el alma, similar a la Palabra de
Dios mencionada en 1 Jn 2,14. Algunos interpretan esta verdad como el Espíritu
Santo, llamado también Espíritu de verdad, pero es más probable que se refiera
a la doctrina de Cristo. Mientras esta verdad revelada por Jesús permanezca en
el creyente, éste estará unido a Dios[12].
En el Evangelio de
san Juan 14,6, Jesús dice: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al
Padre sino por mí”. Esta frase concentra una profunda enseñanza teológica y
espiritual, primero porque Jesús no solo enseña el camino a Dios, sino que Él
mismo es el camino. Seguirlo implica vivir como Él vivió: con fe, amor y
obediencia al Padre; segundo porque Jesús revela la verdad de Dios y del ser
humano. En Él se manifiesta plenamente quién es Dios y cuál es nuestro destino;
y, finalmente, Jesús es fuente de vida eterna. Quien cree en Él tiene vida en
abundancia, no solo después de la muerte, sino ya aquí, en una existencia
transformada por su amor. Esta declaración no es una simple información
doctrinal; es una invitación a una relación viva y personal con Cristo.
3 La gracia, la misericordia
y la paz de parte de Dios Padre y de Jesucristo, el Hijo del Padre estarán con
nosotros según la verdad y el amor.
Solo una
referencia a la misericordia se puede conseguir en los escritos joánicos y es
este versículo[13].
La verdad que habita en el cristiano, entendida como la presencia del Espíritu
Santo o la doctrina de Cristo, atrae consigo tres grandes dones: gracia,
misericordia y paz. La gracia es el favor divino; la misericordia, la compasión
de Dios que perdona y auxilia; y la paz no es solo un saludo, sino la
reconciliación con Dios y la seguridad interior que Cristo trae, algo que el
mundo no puede ofrecer. Estos dones provienen tanto del Padre como del Hijo, lo
que revela su unidad divina. San Beda subraya que el Hijo, igual al Padre,
concede los mismos dones. Todo esto refleja el mensaje del Evangelio de Juan,
donde se enseña que el Padre envía al Hijo para darnos vida, verdad y el perdón
de los pecados. Estos dones crecen en la vida del creyente por medio de la fe y
el amor, vividos en la verdad[14].
El autor desea a
los fieles estos tres dones: gracia, misericordia y paz. La gracia representa
el amor salvador de Dios; la misericordia amplía esta idea, mostrando la
compasión divina; y la paz es el don mesiánico de reconciliación, expresado en
el término bíblico shalom. Todos estos bienes provienen de Dios Padre y de
Jesucristo, el Hijo del Padre, afirmando así la fe cristiana en la divinidad y
filiación de Jesús. Esta mención es clave, ya que responde a las herejías que
negaban la verdadera identidad de Cristo[15].
El saludo de la
Segunda Carta de san Juan —“La gracia, la misericordia y la paz estarán con
nosotros de parte de Dios Padre y de Jesucristo, el Hijo del Padre, en la
verdad y en el amor”— encuentra eco en la liturgia de la Iglesia,
particularmente en los ritos iniciales de la Santa Misa. Tras santiguarse el
sacerdote y la asamblea, el celebrante, extendiendo las manos, proclama: “La gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre,
y de Jesucristo, el Señor, estén con todos vosotros”. Este
saludo litúrgico no es una fórmula vacía ni un simple gesto de cortesía, sino
una profunda expresión de
comunión eclesial y de presencia trinitaria. Invocar la gracia, la misericordia y la paz es reconocer que toda la
vida cristiana brota del don gratuito de Dios, que nos perdona, nos acompaña y
nos reconcilia.
Cuerpo
central (vv. 4-11)
El
mandamiento del amor (vv. 4-6)
4 Me alegré mucho
al encontrar entre tus hijos a quienes viven conforme a la verdad, al
mandamiento que recibimos del Padre.
El apóstol expresa su alegría por
haber encontrado creyentes de la comunidad que viven según la verdad, es decir,
que cumplen los mandamientos. Esta fidelidad no es un reproche, sino un motivo
de alabanza, pues refleja bien a toda la Iglesia a la que escribe. “Caminar en
la verdad” significa vivir de acuerdo con la enseñanza evangélica,
especialmente creyendo en Jesucristo y practicando la caridad fraterna, un
mandamiento que no es nuevo, sino parte fundamental de la enseñanza cristiana
desde el inicio[16].
“Vivir conforme a
la verdad”, o más literalmente “caminar en la verdad”, es una expresión que
indica la fidelidad a los mandamientos de Dios, los cuales se cumplen
auténticamente cuando se viven en el amor[17]. Aquí los tres empleos
del verbo “caminar” ponen ritmo al texto: “caminar en verdad” (v. 4), “caminar
según sus mandamientos (v. 6), “caminar en él”, es decir, en el amor o en el
mandamiento (v. 6). La palabra “mandamiento” es la palabra clave de la sección[18].
Recordemos brevemente el pasaje del hombre rico (Mc 10,17-22), en el que
Jesús enseña que el cumplimiento auténtico de los mandamientos no se limita a
una observancia externa, sino que exige una entrega radical: “Vende lo que
tienes, dáselo a los pobres, y luego ven y sígueme” (v. 21). Con estas
palabras, el Señor revela que seguirlo implica desprenderse de todo lo que
impide el amor pleno a Dios y al prójimo, pues solo en esa libertad se puede
vivir verdaderamente según la voluntad del Padre. Amar
a los pobres y, en consecuencia, trabajar por erradicar la pobreza, es una
prueba concreta e irrefutable de que se vive en fidelidad a los mandamientos
del Señor.
No
se trata solo de un deber moral, sino de una exigencia evangélica: el amor
auténtico a Dios se manifiesta en el amor efectivo al prójimo, especialmente al
más necesitado. Allí donde se defiende la dignidad del pobre, se hace visible
el Reino de Dios y se confirma que el mandamiento del amor está verdaderamente
en el corazón de la vida cristiana.
5 Y ahora te ruego,
Señora -y no te escribo un mandamiento nuevo, sino el que tenemos desde el
principio-, que nos amemos unos a otros.
El amor verdadero se demuestra
cumpliendo todos los mandamientos del Señor, pero hay uno que destaca por
encima de los demás: amar al prójimo. San Juan, retomando lo dicho en su
primera carta, afirma que el amor a Dios se verifica, ante todo, en el amor hacia
los hermanos. Es esta actitud la que prueba que realmente somos hijos de Dios[19]. Este versículo destaca por dos aspectos importantes. Primero, su
coincidencia con la enseñanza de la primera Carta de Juan, tanto en las
palabras como en el mensaje. Segundo, el uso de la expresión “amarse unos a
otros”, una fórmula característica de la tradición joánica, presente también en
su evangelio y en otras partes del Nuevo Testamento, como una síntesis del
mandamiento cristiano fundamental[20].
Esta idea se
extiende más en la Primera Carta de san Juan, pues lo expresa con contundencia:
“Si alguien dice: Yo amo a Dios, pero
odia a su hermano, es un mentiroso. Porque quien no ama a su hermano, a quien
ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (1 Jn 4,20). Aquí
desmonta cualquier forma de espiritualismo vacío o de religiosidad desconectada
del amor concreto. El amor a Dios no
se verifica en palabras ni en intenciones abstractas, sino en la relación real
con el prójimo. El hermano visible —especialmente el pobre, el
marginado, el herido— se convierte en el lugar tangible donde se pone a prueba
la autenticidad de nuestra fe. Así, el
amor al pobre no es opcional, ni un gesto accesorio de la caridad cristiana: es
el criterio por el cual se reconoce si verdaderamente se ama a Dios.
Donde hay indiferencia o desprecio por el hermano, se niega de hecho la
comunión con Dios, por más que se invoque su nombre.
6 Y el amor
consiste en que vivamos según sus mandamientos. Éste es el mandamiento que
oísteis desde el principio: que caminéis en el amor.
Otras versiones
expresan este versículo de la siguiente manera. “Este mandamiento lo debéis
observar tal como habéis oído desde el comienzo”[21]. La expresión “caminar en
la verdad” equivale a vivir según los mandamientos de Dios, al igual que “caminar
en la luz”. El mandamiento central, antiguo y recibido desde el principio, es
el amor. El versículo 6 establece una equivalencia clara entre amor y
obediencia a los mandamientos, usando una estructura paralela: primero dice que
amar es cumplir los mandamientos, y luego que el mandamiento es vivir en el
amor. Así, se identifica “caminar en la verdad” con “caminar en el amor”,
mostrando que vivir en la verdad cristiana es, esencialmente, amar a los demás[22].
Juan tiene claro que Jesús es el Camino (Jn 14,6), mientras que Lucas
nos lo presenta como el Caminante, aquel que se acerca a los suyos en el camino
de Emaús, los escucha, camina a su paso y les abre las Escrituras (Lc
24,13-35). En Él se unen el rumbo y la compañía, el sentido del viaje y la
presencia fiel.
Jesús es, entonces, el Camino y el que camina con nosotros. Con Él, se
avanza en la verdad, se crece en la fe y, sobre todo, se camina en el amor y
con el Amor. Su presencia transforma cada trayecto humano en una peregrinación
hacia el Padre, donde el corazón arde y los ojos se abren al partir el Pan.
Puente
temático (v. 7)
7 Han venido al
mundo muchos seductores negando que Jesucristo haya venido en carne mortal. Ése
es el Seductor y el Anticristo.
El versículo 7
marca un giro en el tono de la carta y actúa como un puente entre sus dos
partes. Aunque parece interrumpir la continuidad de los versículos 4–6, en
realidad amplía la reflexión sobre “caminar en la verdad” al presentar su
opuesto: “salir al mundo”, una expresión joánica que identifica a los falsos
hermanos. Aquí el autor introduce un lenguaje apocalíptico, denunciando a
quienes han salido como “el seductor y el anticristo”, figuras que simbolizan
la oposición directa a Cristo y que solo aparecen en la literatura joánica. La
negación de la encarnación —no confesar que Cristo ha venido en carne— es un
signo claro de esta desviación del verdadero mensaje cristiano. Además, el uso
del término “ahora” resalta la urgencia de la situación, pues sitúa el
conflicto en un contexto escatológico: la comunidad vive un momento decisivo y
está amenazada por la presencia activa del anticristo.[23].
La exhortación a vivir la caridad se vuelve más
urgente debido a la presencia de falsos maestros en la comunidad. Estos negaban
la encarnación de Jesucristo, rechazando así el amor que Dios mostró al hacerse
hombre y morir por nosotros. Para San Juan, fe y caridad son inseparables:
negar a Cristo encarnado es también rechazar el modelo del amor cristiano.
Estos herejes, ya mencionados en la primera carta como seudoprofetas, son
identificados ahora con el “seductor” y el “anticristo”. A diferencia de la primera
epístola, donde la encarnación se presenta como un hecho pasado, aquí se afirma
como una realidad permanente. El “anticristo” actúa ya en el mundo a través de
estos falsos maestros, quienes, al negar la verdad, ejercen una influencia
contraria al Evangelio[24].
Entonces, el autor advierte que muchos falsos maestros
han salido al mundo, como ya se decía en 1 Jn 2,18 y 4,1-6. Su error principal
es negar que Jesucristo haya venido en carne verdadera, es decir, en una
naturaleza humana real. Esta enseñanza, también atribuida a los falsos profetas
en la primera carta, refleja la doctrina de los gnósticos, especialmente los
docetas, quienes sostenían que la humanidad de Cristo fue solo una apariencia y
que su muerte no fue auténtica. Tal negación contradice el fundamento del
cristianismo, por lo que el autor emite una seria advertencia en los versículos
siguientes[25].
El hermoso prólogo del Evangelio de Juan lo expresa
con fuerza y claridad: “Y la Palabra se hizo carne” (Jn 1,14). En este
versículo, el término carne no alude simplemente al cuerpo, sino que
designa a la humanidad en su condición de fragilidad, vulnerabilidad y
mortalidad.
Así, al hacerse carne, la Palabra de Dios —el Hijo—
asumió plenamente nuestra condición humana, con todas sus limitaciones, excepto
el pecado (Hb 4,15). En Cristo, Dios no solo habla al hombre, sino que entra en
su historia, abraza su debilidad e incluso experimenta la muerte, manifestando
un amor sin medida que redime desde dentro la existencia humana. Negar esto es
imposible para Juan.
Los
anticristos (vv. 8-11)
8 Cuidad de
vosotros, para no perder el fruto de vuestro trabajo, sino para que recibáis
una amplia recompensa.
La expresión “vuestro trabajo” —o,
según algunas variantes, “nuestro trabajo”— hace referencia al esfuerzo
apostólico o comunitario por mantenerse fieles a la verdad. Aunque Pablo, desde
otra perspectiva, distingue e incluso contrapone la fe y las obras, el
evangelista Juan orienta todas las obras del creyente hacia la obra de la fe
(Jn 6,29). En este contexto, dichas obras aluden a la profesión de fe en
Jesucristo y a la fidelidad a su enseñanza (vv. 7 y 9). Las expresiones “perder
el fruto” y “recibir una recompensa” deben entenderse en clave escatológica, es
decir, en relación con el juicio final y la plenitud de la vida eterna[26].
El apóstol
advierte a los fieles que estén alerta frente al error, ya que dejarse
arrastrar por él significaría perder todo lo alcanzado con esfuerzo. La vida
cristiana implica lucha y sacrificio, pero trae consigo una gran recompensa
ante Dios. Quienes se mantengan firmes en la fe transmitida por los apóstoles
recibirán el premio completo: la vida eterna. En cambio, quienes abandonen esa
verdad habrán trabajado en vano. Llamar “recompensa” o “galardón” a la vida
eterna indica que, aunque es un don de Dios, puede ser verdaderamente merecida
por las buenas obras hechas en la gracia[27].
Renegar de la
verdadera fe en Cristo haría inútiles todos los sacrificios realizados por
mantenerse fiel a Él. Por eso, el autor exhorta a la perseverancia, recordando
que solo la fidelidad sostiene la esperanza de la recompensa. Esta misma
llamada a mantenerse firmes aparece también en el Apocalipsis, en las cartas a
las iglesias de Esmirna, Tiatira y Filadelfia, donde se anima a los creyentes a
conservar lo que tienen hasta el final para recibir la corona de la vida[28].
El autor aquí recuerda una
enseñanza central que proviene del mismo Cristo: “El que persevere hasta el
final, se salvará” (Mt 24,13). Estas palabras nos recuerdan que la fidelidad constante en medio de las pruebas,
dificultades y tentaciones es condición para alcanzar la salvación.
No basta un momento de fervor o una adhesión pasajera; el seguimiento de
Jesús exige constancia, paciencia y esperanza firme, hasta el último día. La
perseverancia es, por tanto, la
expresión concreta del amor fiel a Dios en el caminar de
la vida.
9 Todo el que se
excede y no permanece en la doctrina de Cristo, no posee a Dios. En cambio, el
que permanece en la doctrina posee al Padre y al Hijo.
Los que se exceden son los herejes,
quienes se autodenominaban “avanzados” al pretender ir más allá de los límites
establecidos por la enseñanza apostólica, incurriendo así en meras
especulaciones, como se observa en 1 Jn 2,18.23. La expresión “la doctrina de
Cristo” puede referirse tanto a la enseñanza impartida por Cristo como a la
enseñanza que tiene a Cristo como contenido central[29].
La expresión «ir
demasiado lejos» (v. 9) se refiere a abandonar la auténtica doctrina cristiana
siguiendo a los falsos maestros, y equivale a “salir al mundo”. Aunque podría
interpretarse como una crítica a los “progresistas”, en realidad el verbo proagó
(“avanzar” o “adelantarse”) debe entenderse en contraste con “permanecer en” la
enseñanza de Cristo. El uso de “caminar” asociado a la “verdad” en la primera
parte de la carta muestra que la tradición joánica no rechaza el crecimiento
espiritual. De hecho, en el Evangelio de Juan, Jesús anuncia que el Espíritu
Santo guiará a sus discípulos a una comprensión más profunda de su palabra. Sin
embargo, este progreso solo es auténtico si permanece en comunión con Cristo.
“Tener al Padre y al Hijo” significa participar de la vida divina, algo que
solo es posible a través del Hijo, quien revela al Padre[30].
En este versículo
9, el autor presenta una clara antítesis para contrastar a los falsos maestros
con los verdaderos creyentes. Quienes “se exceden”, es decir, los seductores
que se apartan de la doctrina apostólica en busca de supuestos avances
gnósticos, no poseen a Dios. En cambio, quien permanece fiel a la enseñanza de
Cristo, expresada en la fe recta y el amor fraterno, tiene al Padre y al Hijo.
Esta oposición entre “excederse” y “permanecer” refleja una constante en la
tradición joánica, donde se usan fórmulas breves y contundentes para afirmar la
fidelidad como camino de comunión con Dios[31]. Esta perseverancia tiene su modelo en el mismo
Cristo, cuya fidelidad no cambia con el tiempo, porque “Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre”
(Heb 13,8).
10 Si alguno va a visitaros
y no os lleva esta doctrina, no lo recibáis en casa ni lo saludéis,
El verbo “saludar” debe entenderse aquí en
el sentido de “dar la bienvenida”. El autor no prohíbe un simple saludo
cordial, como lo comprendemos hoy, sino que desaconseja acoger al hereje en la
propia casa, brindarle hospitalidad como a un hermano y establecer con él
vínculos de comunión. Este enfoque riguroso, que también se encuentra en Pablo
(1 Co 5,6.9), responde a la necesidad de proteger la pureza de la fe cristiana
y resguardarla del riesgo de contaminación por la herejía[32].
Este versículo
refleja una situación concreta: algunos predicadores de doctrinas falsas llegan
a la comunidad, y acogerlos implicaría compartir su enseñanza y, por tanto,
participar en sus malas obras (v. 11). Esto rompería la comunión con el autor y
con los verdaderos creyentes, tal como se expresa en 1 Jn 1,3. La auténtica
comunión cristiana exige rechazar las tinieblas y mantenerse libre de la
influencia del error. La firmeza contra los falsos profetas se enmarca en un
contexto de fuerte tensión escatológica, ante la amenaza del anticristo. Sin
embargo, esta postura plantea una tensión dentro del mismo pensamiento joánico:
¿cómo conciliar la exclusión de los herejes con el mandamiento del amor? Si
“amarse unos a otros” se limita al círculo interno, corre el riesgo de volverse
excluyente, en contraste con el mensaje universal del Evangelio: “amad a
vuestros enemigos” (Mt 5,43.46-47). Esto deja abierta una pregunta sobre cómo
equilibrar fidelidad doctrinal y apertura evangélica[33].
El recibir a un hereje implicaría estar en la capacidad de defender la
fe, y al respecto es sabido lo que san Pedro en su Primera Carta recomienda, a
estar preparados para dar razón de la esperanza que hay en nosotros, lo cual
implica una defensa firme y a la vez respetuosa de la fe frente a las críticas
o enseñanzas erróneas.
El pasaje clave se encuentra en 1 Pe 3,15: “Estén siempre dispuestos a dar razón de su esperanza a todo el que les
pida una explicación. Pero háganlo con dulzura y respeto, y con buena
conciencia…”.
El estar siempre dispuestos es necesario, pues la
fe no es algo pasivo, sino que exige preparación constante. Dar razón se refiere a la apologética cristiana, es decir, poder
explicar con argumentos y testimonio personal por qué creemos en Cristo, pero
no de cualquier forma, sino con dulzura y respeto, ya que la defensa de la fe
no debe ser agresiva ni altanera, sino humilde, como corresponde a quien sigue
a Cristo, y con buena conciencia, en lo que se requiere coherencia de vida; no
basta con saber, sino también vivir lo que se cree. Este llamado cobra especial importancia en contextos donde hay falsos
maestros, como también señala san Pedro en su Segunda Carta (2 Pedro 2), donde
advierte con fuerza contra quienes introducen herejías y desvían a los fieles.
11 pues el que lo
saluda se hace solidario de sus malas obras.
La expresión “hacerse solidario de
sus malas obras” no se limita a conductas moralmente censurables, como la falta
de amor fraterno, sino que alude principalmente a la actitud herética en sí misma:
el rechazo de la verdad de Cristo y la difusión de una doctrina falsa y dañina[34].
Aquí se advierte
que quien acoge o saluda a los herejes se convierte en cómplice de sus malas
acciones, compartiendo su responsabilidad y sus errores. Por eso, el apóstol
insiste en proteger a los creyentes del riesgo de contaminarse con falsas
doctrinas. Esta enseñanza puede aplicarse más ampliamente: no solo se refiere a
los herejes, sino también a las malas influencias en general, como amistades
perjudiciales, lecturas o medios que pongan en peligro la fe y la moral
cristiana[35].
El rechazar
tajantemente a los que se equivocan en la profesión de la fe puede parecer dura
o contraria al espíritu evangélico, pero en este contexto responde a una
situación crítica de confusión y división dentro de la comunidad. En contextos
así, medidas firmes son necesarias para preservar la fe. Incluso el Evangelio
de Mateo (18,17) habla de romper la relación con quien no escucha a la Iglesia.
En estos casos, una actitud demasiado tolerante —irenismo— no sería caridad,
sino participación en el error y en el mal[36].
La Iglesia
católica, a lo largo de los siglos, se configuró como una firme defensora del
depósito de la fe, asumiendo con responsabilidad su misión de custodiar la
verdad revelada. En este propósito, se erigieron instituciones como el Santo Oficio —hoy Congregación para
la Doctrina de la Fe— que actuaban como tribunales doctrinales, encargados de
discernir y condenar las herejías, así como de corregir a quienes las
sostenían. Aunque estos mecanismos hoy se perciben con recelo y son calificados
por muchos como expresiones de autoreferencialidad
o incluso de fanatismo religioso,
no se puede negar que existía un claro
criterio de verdad y error. La doctrina era reconocida
como un bien a preservar, y se actuaba en consecuencia, buscando proteger a los
fieles de enseñanzas desviadas que pudieran poner en peligro su salvación.
En contraste, en
el contexto actual, esta claridad
doctrinal parece haberse diluido. Las advertencias públicas
frente a errores teológicos o espirituales son cada vez menos frecuentes, y en
muchos casos, los canales oficiales guardan silencio ante la proliferación de nuevas formas de sincretismo religioso,
como el New Age, el Yoga con enfoque
esotérico, la astrología, las terapias energéticas y otras
expresiones que, aunque presentadas como inofensivas o incluso complementarias
a la fe, en realidad contradicen elementos fundamentales del cristianismo.
Esta falta de discernimiento y advertencia,
sumada a una actitud de aparente indiferencia doctrinal, ha permitido que
muchas de estas prácticas penetren incluso en ambientes eclesiales, sin que los
fieles sean suficientemente formados para distinguir entre lo auténticamente
cristiano y lo que no lo es. El riesgo es claro: una fe debilitada, difusa,
carente de identidad, vulnerable a modas espirituales que, lejos de acercar a
Dios, desvían de la verdad revelada en Jesucristo.
Conclusión
epistolar (vv. 12-13)
12 Aunque me queda
mucho por escribir, prefiero no hacerlo con papel y tinta, pues espero ir a
veros y hablar de viva voz, para que nuestro gozo sea completo.
El cierre de la
carta, similar al de 3 Jn 13-14 y a los finales del evangelio (Jn 20,30;
21,25), expresa el deseo del autor de visitar pronto a la comunidad para que el
gozo compartido sea pleno, en línea con la comunión anhelada (1 Jn 1,4). El
término “gozo” crea una inclusión con el versículo 4, donde se alegraba al ver
que algunos caminaban en la verdad. El autor espera encontrarse con una
comunidad fiel a la enseñanza recibida. Queda la interrogante de si la carta
logró convencer a los “hijos de la Señora Elegida” de rechazar al anticristo y
sus falsas doctrinas[37].
En este versículo
el autor señala que tiene mucho más que decir, pero prefiere hacerlo en
persona, “de viva voz”, lo que refleja su papel de líder con autoridad para
dirigirse a una iglesia hermana. Esta actitud ha llevado a la tradición a
atribuir la carta al apóstol Juan. La expresión «para que nuestro gozo sea
completo» refuerza la conexión con el mismo ambiente espiritual de la primera
carta y del evangelio de Juan (15,11), donde la plenitud del gozo se encuentra
en la comunión con Jesucristo y en la fraternidad entre los creyentes[38].
De todos los apóstoles, san Juan es uno de los que ofrece mayores
evidencias históricas respecto a la sucesión apostólica. Se sabe con razonable
certeza que tuvo discípulos directos, entre ellos san Ignacio de Antioquía, uno
de los Padres Apostólicos más destacados de la Iglesia primitiva. Ignacio no
solo fue obispo de una de las comunidades cristianas más importantes del mundo
antiguo, sino que también dejó por escrito una serie de cartas profundamente
teológicas y eclesiológicas, que testimonian la vitalidad del cristianismo en
su tiempo y la transmisión fiel de la enseñanza recibida de los apóstoles.
A su vez, san Ignacio de Antioquía habría influido en otros grandes
personajes de la Iglesia primitiva, entre ellos san Policarpo de Esmirna, quien
también fue discípulo directo de san Juan. San Policarpo, por su parte, fue
maestro de san Ireneo de Lyon, otro gigante de la teología patrística, quien en
sus obras (especialmente Adversus Haereses) defendió vigorosamente la fe
apostólica frente a las herejías de su tiempo, como el gnosticismo.
Este linaje espiritual y doctrinal —san Juan → san Ignacio/Policarpo → san
Ireneo— constituye una de las cadenas de sucesión más claras y documentadas de
la Iglesia primitiva. No se trató solo de una transmisión de autoridad
episcopal, sino de una verdadera transmisión viva de la fe, con nombres,
rostros, obras y martirios concretos, que dan fe de la autenticidad de lo que
se enseñaba y vivía.
Este testimonio histórico refuerza la comprensión católica de la
sucesión apostólica no solo como una línea jerárquica, sino también como una
garantía de fidelidad al Evangelio tal como fue recibido por los apóstoles y
custodiado en la Iglesia. Así, se muestra que la fe católica no es una
interpretación tardía ni un desarrollo artificial, sino una tradición viva,
enraizada directamente en la enseñanza de Cristo y sus testigos inmediatos, y
en parte gracias a estas cartas escritas por los apóstoles para animar a las
comunidades, aunque también lo hicieron de “viva voz”.
13 Te saludan los
hijos de tu hermana Elegida.
La
“Elegida” mencionada se refiere a la Iglesia a la que pertenecía el
“Presbítero” del versículo 1. La profunda comunión entre las comunidades
cristianas, como señala 1 Jn 1,3, permitía que se considerasen mutuamente como
Iglesias “hermanas”. Algunos estudiosos sostienen que esta “Elegida” podría
haber sido la Iglesia de Éfeso[39].
San
Juan cierra la carta con un saludo de parte de los hijos de la hermana de la
“señora Electa”, también llamada Electa (v. 13). Estos “hijos” representan a
los miembros de la comunidad desde donde escribe, probablemente Éfeso, como se
ha visto. El apóstol no envía un saludo individual porque se considera parte de
esa misma iglesia que saluda, subrayando así el fuerte sentido de comunión
eclesial entre las comunidades joánicas[40].
Vemos
aquí que el hecho de que el autor de la carta transmita saludos de unos miembros a otros no
es un simple detalle epistolar, sino un signo
elocuente de comunión eclesial. Esta práctica revela que
su intención de escribir —e incluso de visitar personalmente a las comunidades—
no era un asunto reservado o individual, sino algo comunicado y compartido entre todos los miembros de
la Iglesia. En otras palabras, era “puesto en común”, lo
que expresa con fuerza una vivencia
concreta de la sinodalidad, en su sentido más original:
caminar juntos, en la fe, en el discernimiento y en la misión.
Estos
saludos personales, que encontramos frecuentemente en las cartas paulinas y
joánicas, dan cuenta de una Iglesia
viva y fraterna, donde cada miembro era reconocido,
donde existían vínculos reales entre las distintas comunidades, y donde la autoridad apostólica se ejercía en
un tono de cercanía y afecto, más que de distancia jerárquica.
Así,
la práctica de enviar saludos o comunicar intenciones de visita no solo
fortalece la unidad doctrinal,
sino también la unidad afectiva y
pastoral entre las Iglesias. Este detalle, muchas veces pasado
por alto, es en realidad una expresión
concreta del carácter sinodal de la Iglesia primitiva, donde la
comunión no era teórica, sino vivida en el intercambio mutuo, la preocupación
por el otro, y la construcción del Cuerpo de Cristo en sus diversas comunidades
locales.
Hoy,
en un tiempo en que la Iglesia ha recuperado con fuerza el concepto de sinodalidad, conviene redescubrir
estos elementos aparentemente simples, pero profundamente significativos, como
verdaderas raíces de nuestra identidad eclesial.
SÍNTESIS
TEOLÓGICA
Et Verbum caro factum est, et habitavit in nobis (Jn
1,14)
Esta Segunda Carta de san Juan, aunque breve, ofrece
enseñanzas esenciales que siguen teniendo vigencia. Entre ellas destaca el
llamado a mantener la fe íntegra frente a las falsas doctrinas, especialmente
aquellas que niegan la encarnación real de Jesucristo. A diferencia de la
Primera Carta, 2Jn resalta con más fuerza la necesidad de permanecer en la
enseñanza recibida y advierte contra el “propasarse”, entendido no como un
progreso sano en la fe, sino como una desviación peligrosa, como la de los
gnósticos, que rompen con la verdad revelada en Jesús.
El autor insiste en que apartarse de esta doctrina
esencial equivale a perder la comunión con Dios y con Cristo. Aunque estas
advertencias pueden parecer duras o incluso contrarias al espíritu evangélico
de apertura, deben entenderse en un contexto de crisis y amenaza para la
comunidad. Más que integrismo, se trata de defender el núcleo del cristianismo:
la fe en Jesús como Dios encarnado.
Deus caritas est
El amor es, sin duda, uno de los
temas fundamentales de la Segunda Carta de San Juan, el libro más breve de toda
la Sagrada Escritura. Lejos de ser un simple sentimiento o una exhortación
genérica, el amor se presenta aquí como una forma concreta de vida: caminar en el amor significa
vivir según los mandamientos que la comunidad ha recibido desde el principio.
El autor no introduce un mensaje nuevo ni pretende
imponer normas inéditas. Al contrario, recuerda
un precepto ya conocido y fundamental: el mandamiento del amor,
que constituye el corazón mismo del Evangelio y el cimiento sobre el cual se ha
edificado la comunidad cristiana. Por eso, Juan no hace otra cosa que reavivar la conciencia de pertenecer al Señor,
en quien se ha manifestado plenamente el amor del Padre.
Recordar este mandamiento no es un gesto autoritario,
sino una llamada a la fidelidad y
autenticidad del discipulado cristiano. Tal como Jesús lo
expresó en el Evangelio de Juan: “En esto
conocerán todos que son mis discípulos: en que se aman los unos a los otros”
(Jn 13,35). Así, el apóstol busca que el amor fraterno sea la señal visible de que la comunidad
permanece en la verdad y no se deja engañar por los falsos maestros ni por
doctrinas extrañas. Por
eso, el amor no es una opción
secundaria, sino el criterio decisivo de la fe auténtica.
Recordarlo —como lo hace Juan— es también una forma de custodiar la comunión,
renovar la identidad cristiana y proteger a la Iglesia de toda forma de
división o engaño.
Adversus haereses
Los versículos 10-11 de la Segunda Carta de san Juan,
en los que se prohíbe acoger o saludar a quienes no traen la verdadera
doctrina, pueden resultar chocantes a la sensibilidad actual, especialmente si
se leen fuera de contexto o de manera literalista. Sin embargo, es importante
comprender que estas palabras expresan una seria advertencia frente al peligro
real de diluir el Evangelio hasta desfigurarlo, y no una invitación al rechazo
indiscriminado de las personas.
El autor no está promoviendo una actitud de
intolerancia hacia quienes buscan sinceramente la verdad o atraviesan dudas de
fe. Más bien, se refiere a quienes, con conciencia y persistencia, difunden
errores doctrinales —en aquel contexto, los misioneros gnósticos— y ponen en
riesgo la fidelidad de la comunidad. Frente a este peligro, la carta exhorta a
mantener una clara delimitación entre la verdad del Evangelio y los mensajes
que lo contradicen.
Aunque hoy estas directrices no se aplican del mismo
modo que en el siglo I, su espíritu permanece vigente: proteger la fe sin caer
en el rechazo humano. Se trata de discernir el error sin deshumanizar al que
yerra, y de recordar que la acogida cristiana no puede hacerse a costa de la
verdad revelada. La hospitalidad, signo distintivo del cristianismo primitivo,
encuentra su límite cuando el acogido pone en peligro la unidad y la fidelidad
doctrinal de la comunidad.
Es también relevante destacar que la carta está
dirigida a toda la comunidad eclesial, no solo a individuos. Por tanto, el
llamado a la vigilancia y al discernimiento es una responsabilidad compartida.
La comunidad entera está llamada a custodiar el depósito de la fe y a vivir en
la verdad y el amor. Fe y caridad no pueden separarse, porque renunciar a lo
esencial de la fe equivale también a romper la comunión, fundamento de la vida
cristiana.
Pastor bonus sicut Bonus Pastor
La epístola joánica halla su razón de ser en una
profunda motivación pastoral: proteger
a la comunidad de la desviación doctrinal y custodiar la unidad de la fe.
Impulsado por un amor paternal que no conoce distancias, el anciano apóstol
toma la pluma y empapa la tinta con afecto y desvelo. Sus palabras no son meros
recordatorios de la verdad; son un gesto concreto de cercanía que hace palpable
su aprecio por cada miembro de la
Iglesia y su anhelo de confirmarles en la verdad
recibida.
Más aún, Juan declara su deseo de estar físicamente con ellos—un
detalle que revela cuánto valora la presencia
personal como medio privilegiado para fortalecer la comunión.
Sabe que, frente a la amenaza del error, nada sustituye el encuentro cara a
cara, donde la fe se robustece mediante la palabra viva, la mirada y el
testimonio. Así, el autor demuestra que la auténtica autoridad apostólica se
ejerce no desde la distancia, sino desde la proximidad afectuosa y el acompañamiento concreto; su
carta es, en definitiva, una extensión de ese abrazo pastoral que aspira a
mantener a la comunidad “en la verdad y en el amor” (2 Jn 3).
Todo pastor auténtico en la Iglesia —sea obispo,
presbítero, diácono o incluso un agente pastoral laico— está llamado a
configurarse con Cristo, el Buen
Pastor, y no simplemente a ejercer una función. Ser pastor
bonus sicut Bonus Pastor implica mucho más que guiar o administrar;
significa vivir una entrega de sí
mismo al estilo del mismo Jesús, que dice en el
Evangelio: “Yo soy el Buen Pastor. El Buen Pastor da la vida por
sus ovejas” (Jn 10,11).
Esta frase encierra una verdad clave: Cristo no solo enseña, sino que se entrega.
No se limita a conducir, sino que se
ofrece por completo por su rebaño. Por tanto, el pastor
cristiano debe ser imagen
visible y concreta de este amor oblativo, que no busca el
beneficio propio, sino la salvación de las almas.
APLICACIÓN
PASTORAL
¡Somos los hijos de la Iglesia Elegida
por Dios! ¡San Juan nos ha escrito una hermosa carta!
Es una gran verdad: la Segunda Carta de
san Juan posee una vigencia indiscutible, como toda Palabra de Dios, viva y
eficaz, que actúa como espada de doble filo y penetra hasta lo más profundo del
alma (Hb 4,12). Dejémonos interpelar por estas breves líneas que el anciano
apóstol Juan nos dirige, como un susurro al oído o como una proclamación
solemne en nuestras asambleas litúrgicas, para que acojamos con el corazón
abierto este mensaje de amor y verdad.
Al
atardecer de su peregrinación terrena, el anciano apóstol Juan—último testigo
ocular del Verbo hecho carne—vela con esmero por el rebaño que el Señor le
confió. Con la ternura de un padre y la firmeza de un pastor, se dirige a la “Señora
Elegida y a sus hijos” (v. 1), imagen de la Iglesia local, y les dirige un
saludo colmado de densidad teológica: gracia, misericordia y paz
que brotan del Padre y del Hijo, inseparables en el lazo del Amor, que es el
Espíritu Santo (v. 3). No se trata de una fórmula de cortesía; en esas tres
palabras se condensa el anuncio cristiano: la gratuidad del don divino
(gracia), el entrañable desvelo de Dios por el pecador (misericordia) y la
plenitud de la reconciliación alcanzada en Cristo (paz).
A
renglón seguido, Juan elogia a sus destinatarios porque “caminan en la verdad”.
Para él, la verdad no es un simple enunciado doctrinal, sino la
persona misma de Jesús (“Yo soy la verdad”, Jn 14,6) y la vida que brota de su
Espíritu. Permanecer en la verdad equivale a permanecer en Cristo (Jn 15,4), y
ese arraigo se verifica en la práctica concreta del amor fraterno. Al reconocer
la fidelidad de la comunidad elegida, Juan fortalece su ánimo frente a las
tensiones internas y las doctrinas desviadas que amenazan su unidad. Así, sus
breves líneas se convierten en un doble llamado: conservar la pureza de la fe
recibida y encarnarla en un amor que haga visible, aquí y ahora, la comunión
trinitaria.
¡Qué
hermoso debió ser aquel momento en que el anciano Presbítero, con manos
marcadas por los años y el alma llena de celo pastoral, tomó un sencillo
pergamino, pluma y tinta, y comenzó a trazar aquellas líneas! Palabras que sus
primeros destinatarios leyeron con lágrimas en los ojos, y que hoy nosotros,
con corazón reverente, estudiamos y queremos acoger como dirigidas también a
nosotros, en la certeza de que la Palabra de Dios no envejece ni pierde su
fuerza.
Tras
el saludo inicial, el apóstol expone el motivo de su alegría (v. 4): ha hallado
“hijos”, es decir, creyentes que viven conforme a la verdad recibida del Padre.
Vivir en la verdad supone siempre la posibilidad de caer en la mentira—fuente
de tristeza y, en última instancia, de condenación—; pero ese no es el caso de
la Iglesia Elegida. Los hijos de la Señora permanecen fieles y ello colma de
gozo a san Juan. Si así se regocija un servidor del Señor, ¡cuánto más no se
alegrará el mismo Jesús al ver que sus hermanos perseveran en la obediencia, la
gracia y la paz, esforzándose cada día por mantenerse en la verdad!
Y
a eso precisamente estamos llamados los católicos del siglo XXI: a vivir de tal
manera que llenemos de alegría el corazón de Dios, llevando nuestras vidas en
el amor y la fidelidad. No se trata de una tarea fácil; implica superar
pruebas, sortear obstáculos y permanecer vigilantes en la oración para no caer
en la tentación. Pero en ese esfuerzo perseverante por ser coherentes con
nuestra fe, contribuimos a instaurar el Reino de Dios, ese Reino de justicia,
paz y verdad que tanto necesita nuestro mundo herido y fragmentado. Ser
discípulos hoy es, más que nunca, ser luz en medio de las tinieblas.
Continúa
san Juan (v. 5), con tono sereno y paternal, sin la intención de imponer nuevas
cargas ni añadir normas adicionales a la vida de los creyentes. Muy por el
contrario, el apóstol se limita a recordar lo esencial, aquello que han oído
desde el principio—desde el momento en que él mismo fundó la comunidad y les
anunció el kerigma con la fuerza del Espíritu y la alegría del Resucitado—: que
se amen los unos a los otros. No hay en sus palabras una novedad doctrinal,
sino una llamada a la permanencia en lo fundamental, porque el amor fraterno no
es una opción secundaria, sino el mandamiento que resume y da cumplimiento a
toda la vida cristiana. Para Juan, amar es caminar en la verdad; es hacer
visible a Cristo en medio de la comunidad.
Y
entonces nos preguntamos, con humildad y sinceridad: ¿conservamos hoy los
cristianos aquella clara conciencia del amor mutuo que animaba a los hijos de
la Señora Elegida? ¿Vivimos con la misma sencillez y grandeza ese mandamiento
que es a la vez el corazón del Evangelio y el distintivo del verdadero
discípulo? O, por el contrario, ¿nos hemos dejado arrastrar por la
indiferencia, el juicio fácil, la frialdad espiritual y la comodidad que nos
alejan del amor con que Dios mismo nos ha amado? Es un cuestionamiento
necesario y urgente, porque solo desde el amor —auténtico, concreto,
perseverante— el mundo podrá reconocer que somos verdaderamente hijos de Dios.
¿Pero
en qué consiste ese amor? San Juan, con la claridad que lo caracteriza, nos
responde: “en proceder según sus mandamientos” (v. 6). Y, a su vez, ¿cuáles son
esos mandamientos? El apóstol vuelve a recordarlo con firmeza y ternura: es el
mismo que habéis recibido desde el principio, es decir, “que viváis en el amor”.
Así, Juan establece un círculo virtuoso en el que amar es cumplir los
mandamientos, y el mandamiento por excelencia es amar.
Hay,
por tanto, una fuerza gravitacional que recae sobre el amor: no como un
sentimiento pasajero o una idea abstracta, sino como un compromiso concreto de
vida que se expresa en la obediencia a la voluntad de Dios y en el trato
fraterno hacia los demás. El amor cristiano, tal como lo entiende Juan, es
fidelidad activa, entrega sostenida, coherencia entre lo que se cree y lo que
se vive. No hay espacio para duplicidades: quien ama, camina en la verdad;
quien permanece en la verdad, ama de verdad.
¿Vivimos
realmente en el amor?
Cuando
nos alejamos de quienes menos nos agradan y no somos capaces de soportar con
paciencia las deficiencias del prójimo: ¿Vivimos en el amor?
Cuando,
ante las múltiples necesidades de los demás, no somos capaces ni de dar ni de
darnos: ¿Vivimos en el amor?
Cuando
no nos interesa siquiera pensar, y mucho menos orar, por el cese de las guerras
sangrientas que sufren tantos pueblos oprimidos: ¿Vivimos en el amor?
¿Vivimos
en el amor cuando parcializamos a la Iglesia según ideologías mundanas y
pretendemos, con grosera simpleza, dividir a los bautizados entre
“conservadores” y “progresistas”?
¿Es
verdadero amor cuando no nos esforzamos por conocer nuestra fe, cuando
ignoramos la doctrina católica, desoímos los documentos del Magisterio y no nos
preocupamos por poner en práctica el Evangelio?
Estas
preguntas no son acusaciones, sino un llamado a la conversión. Porque amar, en
la lógica del Evangelio, no es un vago sentimiento, sino una decisión
constante, concreta, exigente y liberadora. Y sólo quien ama verdaderamente
puede decir que camina en la verdad.
San
Juan ha conocido al Amor. Él es el discípulo amado, el que reposó su cabeza
sobre el pecho del Señor, y por eso puede hablar con autoridad del amor que ha
tocado, visto y oído. Con él, también nosotros queremos conocer ese Amor de
Dios. Pero para conocerlo de verdad, no basta con una vaga emoción: es
necesario creer en Él. Creer de verdad implica profesar la fe en Jesucristo, el
Hijo de Dios hecho carne (v. 7), que vino al mundo por medio del virginal
vientre de la bienaventurada Virgen María. Negar esta verdad no es una opción
secundaria: es, en el fondo, decirle “no” a Dios.
La
irrupción de Dios en la historia no es un mito ni una leyenda piadosa, sino una
verdad que salva y libera. Salva, porque Jesús es “la salvación de Dios” (Lc
2,30); y libera, porque Él mismo, siendo la Verdad, nos hace libres para amar
(Jn 8,32). Por eso, no podemos quedarnos en una fe superficial o cultural: es
necesario profesar con firmeza, de palabra y con la vida, que creemos en
Jesucristo, el Hijo de Dios, nacido de Santa María Virgen, verdadero hombre sin
dejar de ser verdadero Dios. Solo desde esta fe encarnada en la vida podremos,
como san Juan, vivir en el Amor, caminar en la Verdad y permanecer fieles al
Dios que se nos ha revelado en Jesucristo.
Y,
sin embargo, hubo quienes negaron esta verdad que para nosotros hoy resulta tan
evidente.
Sí,
esta Segunda Carta de san Juan da testimonio de que ya en la Iglesia primitiva
surgieron quienes rechazaron el misterio de la Encarnación. Cayeron en la
herejía al afirmar que la venida de Cristo al mundo no se había realizado por
medios naturales y humanos, sensibles y palpables, sino por caminos oscuros y
pseudofísicos, propios de fantasías religiosas más que de la auténtica fe
cristiana. Sus mentes se enredaron en suposiciones absurdas, incapaces de
acoger la desbordante simplicidad del Dios hecho Niño.
Olvidaron
—o rechazaron— que el Verbo eterno se encarnó en la historia concreta, en la
carne frágil de un niño que nació en una noche fría, en la humildad de un
portal en Belén, de una madre virgen y bajo el patrocinio venturoso del justo san
José. Frente a toda especulación vacía, la fe apostólica proclama con firmeza:
Dios se hizo hombre, verdadero hombre, sin dejar de ser verdadero Dios, y vino
a habitar entre nosotros para salvarnos desde dentro de nuestra humanidad.
San
Juan no duda en calificar a estos desviados de la fe como “anticristos”. Es una
palabra que solemos asociar al género apocalíptico, cargada de imágenes
sombrías y dramáticas, pero que aparece también con toda claridad en esta breve
carta que hoy meditamos. Y aunque suene dura o incluso estremecedora, el
término “anticristo” no es una exageración ni un recurso literario, sino una
seria advertencia.
El
anticristo —como lo define san Juan en el versículo 7— es el gran impostor,
aquel que niega que Jesucristo ha venido en carne mortal. Es decir, todo aquel
que se opone a la verdad central del cristianismo: la encarnación del Hijo de
Dios. No se trata simplemente de una opinión equivocada o de un matiz
doctrinal, sino de una ruptura frontal con la fe apostólica. Negar que el Verbo
se hizo carne es negar la salvación misma, es poner en entredicho el misterio
de Dios que ha querido habitar entre nosotros.
Por
eso, para Juan, el anticristo no es solamente una figura futura y apocalíptica,
sino una realidad presente en todo aquel que —por engaño, indiferencia o
soberbia— se opone a la verdad de Cristo. Frente a ello, el creyente está
llamado a permanecer firme en la doctrina recibida, discernir los espíritus y
no dejarse seducir por discursos brillantes pero vacíos de verdad.
Y
entonces no podemos sino asombrarnos —y dolernos— al constatar la multitud de
“anticristos” que pululan en nuestro mundo actual. No se trata solo de figuras
oscuras o de personajes de fantasía apocalíptica, sino de actitudes concretas,
visibles, que se oponen frontalmente a Cristo y a su Evangelio.
Son
anticristos quienes aprueban el aborto y la pena de muerte, negando el valor
inviolable de la vida humana desde la concepción hasta su fin natural.
Son
anticristos quienes cierran el corazón y las fronteras a los migrantes,
ignorando el rostro sufriente de Cristo en el extranjero, el desplazado, el
refugiado.
Son
anticristos los que invaden territorios por ambición de poder o intereses
económicos, tiñendo de sangre inocente los mapas del mundo.
Son
anticristos quienes oprimen a sus pueblos bajo regímenes totalitarios,
secuestrando la libertad, sembrando miedo, y sumiendo en la miseria a naciones
enteras.
Son
anticristos, también, quienes se conmueven más por el bienestar de una mascota
que por el hambre de un huérfano o el abandono de un anciano, perdiendo el
sentido de la justicia y de la verdadera compasión.
Estas
realidades nos gritan que el espíritu del anticristo no es una teoría lejana,
sino una amenaza presente, contra la cual debemos mantenernos vigilantes,
firmes en la verdad y activos en el amor. Porque cada vez que se niega a Cristo
en el rostro del hermano, cada vez que se desprecia la vida, la dignidad y la
libertad, se le vuelve a decir “no” al Verbo encarnado.
En
medio de tanta distracción sembrada por el maligno, la exhortación de san Juan
es clara y urgente (v. 8): estar atentos, vigilantes, para no perder el fruto
de nuestro trabajo, sino más bien recibir la recompensa perfecta.
La
salvación es, sin duda, obra gratuita de Dios, pero perseverar en la gracia
requiere nuestra colaboración libre, nuestra disposición constante a hacer su
voluntad. En esto, María Santísima es nuestro modelo supremo: libre entre todas
las criaturas, se declaró esclava del Señor, porque su corazón siempre estuvo
abierto al fiat, al “hágase” que permitió al Verbo hacerse carne en ella.
Estar
atentos significa vivir con los ojos del alma bien abiertos, y con los oídos
del corazón dispuestos a escuchar la voz de Dios que habla en los signos de
cada día. Es discernir con la luz del Espíritu Santo qué nos conduce a Dios y
qué nos aleja de Él. Como nos recuerda san Pablo: “Todo me está permitido, pero
no todo me conviene” (1 Cor 6,12). No basta con evitar el mal; es necesario
buscar activamente lo que nos santifica.
La
verdadera recompensa es la salvación, la comunión eterna con Dios, la gloria de
la patria celestial. No está en los honores de este mundo, ni en el éxito ni en
la aprobación humana. Aunque el Señor, en su bondad, bendice también aquí en la
tierra a quienes le son fieles, su promesa más alta es la vida eterna. Y esa
promesa se alcanza pidiendo con fe, pero sobre todo pidiendo lo que nos haga
santos, lo que nos conforme cada vez más con la voluntad de Dios.
La
doctrina (v. 9) de la que nos habla san Juan no es un tratado complejo ni un
sistema teológico reservado para unos pocos ilustrados. No, de ninguna manera.
La doctrina de Cristo es, en su esencia más pura y verdadera, el amor. Un amor
concreto, exigente, encarnado; un amor que llega hasta el dolor, como bien lo
han recordado nuestros santos contemporáneos.
Lejos
de ser inaccesible o abstracta, la auténtica enseñanza de Cristo es clara,
sencilla y profundamente transformadora: él es el Hijo de Dios, que murió por
nosotros para nuestra salvación; que, siendo rico, se hizo pobre para
enriquecernos con su pobreza (2 Cor 8,9). Esta es la buena nueva, la verdad que
libera, la luz que no se apaga.
La
doctrina de Cristo es su vida misma, es su entrega sin medida, su perdón, su
compasión, su fidelidad al Padre y su cercanía a los más pequeños.
Y
su voluntad —como lo expresa san Pablo— es clara: que todos los hombres se
salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tim 2,4). Esa es la misión,
esa es la enseñanza: un amor que se dona, una verdad que se comunica, una salvación
que se ofrece a todos sin excepción.
Como
hemos visto, el amor que el apóstol profesa por la Señora Elegida —es decir,
por su amada comunidad— es un amor radical, profundo y auténtico. Este amor lo
impulsa a tomar posiciones igualmente firmes, como se evidencia en el versículo
10 de esta Segunda Carta de Juan, cuando, casi al despedirse de su breve
misiva, advierte con claridad que no es bueno acoger, aceptar ni dialogar con
quienes se presentan con enseñanzas o normas distintas a las ya recibidas. En
especial, muestra preocupación por aquellos que niegan la encarnación del Señor
Jesús, pues dicha negación socava el fundamento mismo de la fe cristiana.
Esto
nos lleva a reflexionar, por ejemplo, sobre aquellas denominaciones cristianas
que, puerta por puerta, realizan proselitismo religioso. Muchas veces son
recibidos por católicos poco formados o incluso por personas sin fe, y con un
notable poder de persuasión —más basado en la manipulación emocional que en la
verdad del Evangelio— logran atraer hacia sus filas a los más vulnerables. Por
eso, la advertencia del apóstol cobra una gran vigencia para nosotros, los
fieles católicos: cuando no nos preparamos, cuando no conocemos ni vivimos
nuestra fe, nos volvemos fácilmente manipulables y propensos a extraviarnos del
camino verdadero.
Pienso
ahora en denominaciones como los mormones, quienes abiertamente se presentan
con “otro testamento de Jesucristo”. En un primer momento se muestran muy
respetuosos, amables y acogedores, lo cual genera una buena disposición en
quienes los reciben. Sin embargo, con el tiempo y con perseverancia, van
desglosando sus creencias que, lejos de ser auténticamente cristianas,
configuran una cosmovisión totalmente ajena a lo que la Tradición y el
Magisterio, junto con la Sagrada Escritura, han custodiado fielmente en el seno
de la Iglesia católica. De ellos y de otras tantas creencias menos capaces hay
que cuidar al rebaño del Señor.
Y
así como los mormones, existen muchas otras denominaciones que promueven el
llamado “evangelio de la prosperidad”, donde la pobreza es vista como un signo
de maldición divina y las bendiciones de Dios se miden exclusivamente en
términos de progreso económico y bienestar material. Lejos de ofrecer un
mensaje verdaderamente esperanzador, presentan a un dios manipulable y
complaciente, que solo favorece a quienes pertenecen a sus propias filas.
Muchas
de estas agrupaciones, que se autodenominan cristianas, en sus prédicas,
canciones y en su peculiar manera de interpretar las Escrituras, reducen a
Cristo a un simple hombre favorecido con una gracia extraordinaria, pero sin
reconocerlo como el verdadero Hijo de Dios. Tal es el caso de la peligrosísima
secta de los Testigos de Jehová, quienes no vacilan en afirmar que Jesucristo
no es Dios, sino una reencarnación del arcángel Miguel, negando así
frontalmente el misterio central de nuestra fe: la encarnación del Verbo eterno.
No
seamos nosotros “cómplices de sus malas acciones” (2 Jn 11), porque la Verdad
es una sola: Cristo el Señor. Y su Iglesia también es una, y no solo una, sino
una, santa, católica y apostólica. Esta es parte esencial de la enseñanza que
todos hemos recibido desde el principio.
Sin
embargo, ante este panorama, el católico no está llamado a cerrarse o a
refugiarse en una autorreferencialidad estéril y peligrosa. Todo lo contrario:
estamos llamados a salir de nuestra comodidad y, mediante el testimonio de
vida, hacer apostolado. Es decir, a dar a conocer, con nuestras obras
concretas, la fe que profesamos. Porque, en definitiva, es nuestra vida la que
puede convencer a otros de que Dios existe. Como dice el conocido adagio
popular: nuestra vida puede ser la única página de la Biblia que los demás
lleguen a leer.
Ya
en los versículos finales de esta carta (vv. 12-13), el apóstol vuelve a
manifestar su profundo amor por la comunidad. Deja en claro que son muchas las
cosas que aún quisiera compartir, pero reconoce que no todo puede escribirse en
una carta. Esta idea nos remite al final de su Evangelio, donde afirma que
Jesús hizo muchas otras obras que no están escritas, y que, si se quisieran
contar una por una, “ni en el mundo cabrían los libros que se habrían de
escribir” (Jn 21,25).
De
este modo, san Juan expresa su deseo de continuar enseñando, guiando y
acompañando, pero sabe que esto solo podrá realizarlo plenamente mediante su
presencia personal. Por eso añade con ternura y esperanza que espera poder ir a
visitarlos, para que la alegría —la suya y la de ellos— sea completa.
La
conmovedora imagen del anciano apóstol Juan, visitando personalmente a sus
comunidades, adquiere hoy una profunda resonancia para los católicos de nuestro
tiempo. Esta experiencia se actualiza cada vez que nuestras parroquias reciben
la visita de los sucesores de los apóstoles: los obispos. En esos momentos (de
la Visita Pastoral), no solo se fortalece nuestra comunión con la Iglesia
universal, sino que también se experimenta de forma tangible la continuidad
apostólica. Al escuchar sus enseñanzas, al participar en la liturgia presidida
por ellos, comprendemos mejor que la Iglesia es una, santa, católica y
apostólica, sostenida por la Palabra, los sacramentos y el ministerio pastoral.
Este
sentimiento se intensifica aún más cuando nuestros países tienen el privilegio
de acoger una visita del Papa, el sucesor de Pedro y Vicario de Cristo en la
tierra. La llegada del Santo Padre no es simplemente un evento protocolar o
mediático, sino un acontecimiento profundamente espiritual y eclesial. Todo el
pueblo de Dios —autoridades civiles y religiosas, creyentes y no creyentes,
jóvenes y ancianos— se moviliza para recibirlo. En su presencia, muchos
perciben la voz del Buen Pastor que quiere hablar al corazón de su rebaño;
otros reconocen en él al signo visible de la unidad de la Iglesia y al
mensajero de esperanza que viene a confirmar en la fe a sus hermanos.
Así
como las primeras comunidades cristianas del Asia Menor esperaban con anhelo la
visita de los apóstoles, sabiendo que traían consigo el consuelo del Espíritu y
la autoridad de Cristo, así también nosotros acogemos con alegría y devoción a
quienes hoy continúan esa misma misión apostólica. Ellos no vienen por sí
mismos, sino en nombre de Aquel que los envió. Vienen a exhortar, a consolar, a
edificar, a comunicar una gracia: la gracia de sentirse parte viva del Cuerpo
de Cristo, guiado y amado por sus pastores.
En
el Papa y en los obispos vemos reflejados a Juan, a Pedro y a los demás
apóstoles: hombres elegidos por Dios para guiar, exhortar y cuidar con
solicitud pastoral al rebaño del Señor. A través de ellos, Cristo continúa
conduciendo a su Iglesia con la misma ternura y firmeza con que lo hizo en los
primeros tiempos. Su voz, su enseñanza y su presencia nos recuerdan que no
estamos solos, que formamos parte de una Iglesia viva, enraizada en la fe
apostólica y sostenida por el Espíritu Santo.
El
sentimiento de gratitud y fidelidad que la Señora Elegida expresó en su tiempo,
ha de ser también el nuestro. Su actitud de acogida, obediencia y permanencia
en la verdad es un modelo para todo creyente que desea ser discípulo auténtico
del Señor. Porque si permanecemos fieles a la verdad revelada, si escuchamos y
seguimos a nuestros pastores con un corazón dócil, entonces podemos tener la
certeza de que Dios habita en nosotros, y nosotros en Él.
Permanecer
en la comunión con los sucesores de los apóstoles no es solo un acto de
disciplina eclesial, sino una expresión de amor a Cristo y a su Iglesia. Es la
señal visible de que caminamos en la luz, de que no nos dejamos seducir por
doctrinas extrañas ni por voces que siembran división. En esa fidelidad se
manifiesta la comunión plena con Dios, que se hace presente en medio de su
pueblo, conduciéndolo con amor hacia la plenitud de la verdad y la vida.
BIBLIOGRAFÍA
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[4] SALGUERO,
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[5] RAMOS, F., (1971), Escritos de
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[6] MUÑOZ, D., (2010), Cartas de
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[8] BIBLIA DE JERUSALÉN, (2019), Segunda
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[9] SALGUERO, J, (1960), Biblia
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[10] MUÑOZ, D.,
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[12] SALGUERO,
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[13] BIBLIA DE JERUSALÉN, (2019), Segunda
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[14] SALGUERO,
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[15] MUÑOZ, D., (2010), Cartas de
Juan, comentarios a la Nueva Biblia de Jerusalén, Desclée de Brouwer, pp.
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[16] SALGUERO,
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[18] MORGEN, M., (1988), Las cartas
de Juan, Verbo Divino, p. 62.
[19] SALGUERO,
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[20] MUÑOZ, D.,
(2010), Cartas de Juan, comentarios a la Nueva Biblia de Jerusalén,
Desclée de Brouwer, p. 216.
[21] BIBLIA DE JERUSALÉN, (2019), Segunda
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[24] SALGUERO,
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[25] MUÑOZ, D., (2010), Cartas de
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[27] SALGUERO,
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[28] MUÑOZ, D., (2010), Cartas de
Juan, comentarios a la Nueva Biblia de Jerusalén, Desclée de Brouwer, p.
217.
[29] BIBLIA DE JERUSALÉN, (2019), Segunda
epístola de san Juan, Desclée de Brouwer, p.1875.
[30] MORGEN, M., (1988), Las cartas
de Juan, Verbo Divino, p. 63.
[31] MUÑOZ, D., (2010), Cartas de
Juan, comentarios a la Nueva Biblia de Jerusalén, Desclée de Brouwer, p. 218.
[34] BIBLIA DE JERUSALÉN, (2019), Segunda
epístola de san Juan, Desclée de Brouwer, p.1875.
[35] SALGUERO, J, (1960), Biblia
comentada, vol. VII, epístolas católicas y Apocalipsis, Biblioteca de
Autores Cristianos, p. 270.
[36] MUÑOZ, D., (2010), Cartas de
Juan, comentarios a la Nueva Biblia de Jerusalén, Desclée de Brouwer, p.
218.
[37] MORGEN, M., (1988), Las cartas
de Juan, Verbo Divino, p. 64.
[38] MUÑOZ, D., (2010), Cartas de
Juan, comentarios a la Nueva Biblia de Jerusalén, Desclée de Brouwer, p.
219.
[39] BIBLIA DE JERUSALÉN, (2019), Segunda
epístola de san Juan, Desclée de Brouwer, p.1875.
[40] SALGUERO, J, (1960), Biblia
comentada, vol. VII, epístolas católicas y Apocalipsis, Biblioteca de
Autores Cristianos, p. 270.