El pobre pone de manifiesto, de la manera más clara y concreta, la realidad del pecado humano, porque el pecado constituye la verdadera miseria del hombre. Es el pecado el que lo despoja del único bien que puede saciarlo plenamente: la amistad con Dios[1].
Ahora
bien, debe quedar claro que el pobre no es pobre por ser pecador, sino que su
pobreza constituye la consecuencia más visible del pecado. El pobre, al estar
más expuesto a la muerte, refleja la condición última a la que conduce el
pecado, pues —como recuerda san Pablo— «la paga del pecado es la muerte,
mientras que el don de Dios es la vida eterna en Cristo Jesús, nuestro Señor»
(Rom 6,23). Ya los teólogos han concertado que pobreza es sinónimo de muerte,
o, mejor dicho, las Sagradas Escrituras relevan que “la vida cotidiana del
pobre es muerte”[2].
La
pobreza revela, además, la profunda injusticia que atraviesa la médula del
mundo, porque la existencia misma de los pobres es signo de una falta de
generosidad y de equidad en la convivencia humana. En efecto, como recuerda el
papa León XIV, “no dar a los pobres es robarles”[3],
una injusticia que priva al otro de aquello que, por derecho natural, le
pertenece. Lo que poseemos —recibido de Dios como don— está destinado al bien
común, y cuando se acumula egoístamente, se transforma en causa de muerte para
quienes nada tienen.
De este
modo, la pobreza nos interpela: nos recuerda que la justicia no consiste solo
en no hacer el mal, sino en dar a cada uno lo que le corresponde, especialmente
al que sufre necesidad. En el rostro del pobre se refleja, por tanto, la
responsabilidad social y moral de toda la humanidad ante el uso de los bienes
que Dios ha confiado al hombre para que sean compartidos y fecunden la vida de
todos.
Escuchen,
hermanos muy queridos: ¿Acaso Dios no ha elegido a los pobres de este mundo
para enriquecerlos en la fe y hacerlos herederos del Reino que ha prometido a
los que lo aman? Y, sin embargo, ¡ustedes desprecian al pobre! St 2,5-6.
Según el
espíritu cristiano —como nos recuerda el apóstol Santiago— no es justo
despreciar al pobre ni tampoco la pobreza misma, pues en ella se esconde un
plan divino y una invitación del Señor, que dijo: “Bienaventurados los pobres
de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos” (Mt 5,3). Por eso, en
el cristianismo, la pobreza no solo aparece como signo de contradicción, sino
también como una auténtica virtud, ya que “el espíritu de pobreza significa
esencialmente desprendimiento frente a lo que, por su misma naturaleza, no es
definitivo”[4].
[1] TILLARD, J.
M., (1968), La salvación misterio de pobreza, Sígueme, p. 15.

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