domingo, 15 de junio de 2025

Somos pobres ante Dios

Somos pobres ante Dios

Ser pobre significa, en esencia, carecer de aquello que resulta indispensable para vivir conforme a la propia condición y vocación. Así, el hambriento es pobre porque le falta el alimento necesario para mantenerse con vida; el cónyuge abandonado lo es porque ha perdido la presencia del otro que le fue dado y cuya compañía necesita para alcanzar la felicidad. Del mismo modo, ante el plan de Dios, el ser humano se reconoce pobre cuando carece de la comunión en la que se revela y se cumple su propio misterio[1].

El pobre de espíritu es aquel que reconoce su necesidad radical de Dios, lo busca con sinceridad y deposita en Él toda su confianza, esperando de Él cuanto necesita. Este sentido se comprende mejor si se atiende a la evolución del término “pobre” en la tradición hebrea. El griego ptojós traduce dos palabras hebreas: ’ebión y ’aní, que atraviesan un proceso de desarrollo en tres etapas. En un primer momento, significan simplemente “pobre”, en el sentido de carecer de bienes materiales (Dt 15,4.11). Más tarde, pasan a expresar la condición de quien es “vejado y oprimido” (Am 2,6; 8,4). Finalmente, alcanzan su pleno significado: el pobre, despojado de todo recurso humano, sin poder, prestigio ni influencias, al no poder esperar ayuda de nadie, sólo puede confiar en el auxilio de Dios. Así, estas palabras acaban designando a quienes, al no tener nada en la tierra, ponen toda su esperanza y confianza en el Señor (Am 5,12; Sal 10,2.12.17; 12,5; 14,6; 68,10)[2].

León XIV[3] nos recuerda que existen muchas formas de pobreza: aquella de los que no tienen medios de sustento material (los indigentes, los desempleados, los sin techo, los campesinos sin tierra, los migrantes que huyen del hambre o la violencia); la pobreza del que está marginado socialmente y no tiene instrumentos para dar voz a su dignidad y a sus capacidades (las mujeres discriminadas, las personas con discapacidad física o mental, los niños abandonados, los ancianos solos, los enfermos crónicos o terminales); la pobreza moral y espiritual (quienes viven sin esperanza ni fe, los que se cierran a Dios o se esclavizan al pecado: los ateos militantes, los corruptos, los narcotraficantes, los explotadores, los dictadores); la pobreza cultural (los que no tienen acceso a la educación, a la cultura o a la información veraz, los que viven en el analfabetismo o en contextos de manipulación ideológica); la del que se encuentra en una condición de debilidad o fragilidad personal o social (los migrantes, los refugiados, los enfermos mentales, los adictos, los sobrevivientes de violencia doméstica o de guerra); la pobreza del que no tiene derechos (quienes no pueden acceder a la justicia, los que no pueden pagar un abogado, los explotados laboralmente), ni espacio (los desplazados por conflictos, desastres naturales o persecuciones), ni libertad (los presos hacinados, los cautivos de regímenes totalitarios o de redes de trata de personas).

“Acomodarse con la pobreza es ser rico. Se es pobre, no por tener poco, sino por desear mucho”[4]. Pero, hay que tener claro que la pobreza no es una virtud ornamental, sino una virtud necesaria, “se trata de salvarnos como en los naufragios: arrojando el equipaje”[5], además, “no hay que buscar la pobreza, es ella la que viene a buscarnos a nosotros cuando nos decidimos de veras a amar”. Esta vocación a la pobreza constituye un llamado profundamente eclesial. Como hemos visto, fue san Juan XXIII quien, al inaugurar el Concilio Vaticano II, acuñó con fuerza esta inspiración, dando origen a la expresión “Iglesia de los pobres”, que desde entonces ha encontrado numerosos seguidores. Todos comprendemos el sentido de esa frase: encierra un programa admirable y evoca los esfuerzos ya emprendidos para hacerlo realidad. Sin embargo, tal expresión podría no ser del todo afortunada. Por un lado, parece insinuar que la Iglesia excluye de su seno a los ricos, anticipando ya en la historia la separación definitiva entre el trigo y la cizaña; por otro, podría interpretarse como una simple preferencia por los pobres, con el riesgo de caer en una actitud paternalista. Quizá, entonces, sería más justo y evangélico hablar no tanto de una Iglesia de los pobres, sino de una Iglesia pobre[6].



[1] TILLARD, J. M., (1968), La salvación misterio de pobreza, Sígueme, pp. 17-18.

[2] BARCLAY, W., (1977), Palabras griegas del Nuevo Testamento, su uso y significado, Casa Bautista de Publicaciones, p. 190.

[3] DILEXI TE, n° 9.

[4] VILA, S. (1976), Enciclopedia de citas morales y religiosas, Clie, p. 359.

[5] CABODEVILLA, J., (1986), Discurso del Padrenuestro, ruegos y preguntas, Biblioteca de Autores Cristianos.296.

[6] p. 301.

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