María, madre de los pobres y Consuelo para los migrantes
Como se ha visto, a lo largo de esta exégesis
bíblica y pastoral sobre la unción de Betania hemos procurado mantener la
centralidad cristológica que exige el texto evangélico. Sin embargo, como
verdaderos cristianos, nos resulta imposible hablar de Jesús sin referirnos a
su santísima Madre, la Virgen María, la humilde sierva de Nazaret. Por ello,
detengámonos ahora a contemplar quién es María: la Madre de Dios y la Madre de
los pobres.
De María sabemos lo que nos revelan los evangelistas: que
desempeña un papel protagónico en el misterio de la Encarnación del Hijo de
Dios. Ante el mensaje del ángel, ella respondió con su fiat —“hágase”—,
proclamándose sierva del Señor (Lc 1,38). Esta primera y esencial
identificación de María, después de quedar manifiesta su virginidad, es la de
humilde servidora de Dios. En ello se revela su lugar entre los más sencillos y
desprendidos de este mundo, aquellos que, con total disponibilidad, se abren a
la voluntad divina.
María es Madre de Dios, y el Hijo que concibió fue generoso,
pues siendo rico se hizo pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza
(2 Co 8,9). Como hemos visto, en Jesús reconocemos al pobre entre los pobres;
por tanto, María, al ser Madre de Dios, es también Madre de los pobres,
precisamente en virtud de su Hijo.
Esta pobreza y humildad, que no son solo rasgos propios de
María o de Jesús por separado, sino que abarcan también al justo José —y, por
tanto, a toda la Sagrada Familia de Nazaret—, se manifiestan claramente en el
nacimiento del Señor. Sabemos que Jesús no vino al mundo en un palacio, rodeado
de lujos y riquezas, sino en un pesebre, el lugar más humilde, donde se
alimentan los animales (Lc 2,7).
Toda la grandeza teológica de María tiene su fundamento en
la humildad de su vida concreta. Ella es María de Nazaret, una mujer sencilla
del pueblo, que vivía la fe con la religiosidad popular de su tiempo:
presentando a su Hijo en el templo, peregrinando a Jerusalén (Lc 2,21ss; 41ss),
visitando a sus familiares (Lc 1,39ss), participando en las celebraciones de su
comunidad, como las bodas (Lc 2,48.51; Mc 3,31-32), y permaneciendo fiel junto
a la cruz, como una madre totalmente entregada (Jn 19,25). En esa pequeñez —y
precisamente por ella, no a pesar de ella—, María llegó a ser todo lo que la fe
proclama de su persona, porque el Señor hizo en ella maravillas (Lc 1,49)[1].
Un hecho especialmente significativo fue la ayuda que María
prestó a su parienta Isabel (Lc 1,56). La ancianidad de Isabel y su inesperado
embarazo la colocaban entre las personas más pobres y vulnerables de su tiempo;
sin embargo, allí estuvo María para asistirla. Fue en su ayuda sin demora ni
reservas, “a toda prisa”, movida no por interés propio, sino por el deseo
sincero de servir. Esta actitud refleja el corazón generoso de María, Madre de
los pobres y Auxilio de los cristianos, como la invocamos en las letanías.
¿No acudirá María en nuestra ayuda si la invocamos con fe?
¿Podríamos acaso dudar de su auxilio maternal, especialmente para con los
pobres? “La mediación de María es la prueba de su amor de madre para con los
hombres”[2].
María, pobre y humilde, permanece siempre atenta a las necesidades de los
demás, no solo de sus parientes, sino también de sus amigos. Recordemos la
escena de las bodas de Caná, donde Jesús fue invitado junto con sus discípulos
y también su Madre (Jn 2,1ss). Ante la falta de vino, es María quien primero
percibe la necesidad y, movida por compasión, intercede ante su Hijo para que
devuelva la alegría a los novios y a todos los presentes. Por eso, con razón,
la llamamos Causa de nuestra alegría.
Toda la vida y el testimonio de María proclaman la
predilección de Dios por los pobres y su opción amorosa por ellos. Llena del
Espíritu Santo, María profetizó en el Magnificat una auténtica
revolución evangélica, social y espiritual, al cantar que el Señor “derribó a
los poderosos de su trono y elevó a los humildes; colmó de bienes a los
hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías” (Lc 1,52-53). En ella
comprendemos con mayor claridad la preferencia de Dios por los últimos, porque
María experimentó que el Señor exalta a los despreciados y sacia de bienes a
quienes padecen hambre. La verdadera esperanza del pobre no eres tú ni yo: es
Dios mismo, y María lo supo y lo vivió en lo más profundo de su existencia.
Como primera discípula de su Hijo, María sale a nuestro
encuentro para conducirnos hacia Él. Pensemos en las dos grandes mariofanías
que guarda con amor la fe de América Hispana: Guadalupe, en México, y Coromoto,
en Venezuela. En ambas, la Madre de los pobres elige a los más humildes y se
acerca a los últimos, pues en san Juan Diego Cuauhtlatoatzin y en el cacique
Coromoto están representados nuestros pueblos originarios, los excluidos y los
desamparados. El mensaje de María es siempre un anuncio de salvación y
liberación, una invitación a la confianza en Dios y a la fidelidad a su Hijo,
porque la auténtica piedad mariana es cristocéntrica y soteriológica.
El libro del Apocalipsis nos recuerda que quienes obedecen
los mandamientos de Dios y conservan el testimonio de Jesús son la descendencia
de María, sus verdaderos hijos, contra los cuales se desata la furia de Satanás
(Ap 12,17). María, Madre de los pobres y Madre de la Iglesia, es para nosotros
refugio seguro e inspiración constante en la lucha contra el mal y todas sus
formas, la principal de ellas: la pobreza.
En junio de 2020 el papa Francisco agregó tres nuevos
títulos a la lista de las Letanías
Lauretanas a la Santísima Virgen María: Mater
misericordiae –Madre de la misericordia-, Mater spei –Madre de la esperanza- y Solacium Migrantum –Consuelo para los migrantes-. Meditemos ésta
última letanía a continuación[3].
Por solacium se pueden tener como
sinónimos: alivio, consuelo o ayuda. María Santísima es el alivio, el consuelo
y la ayuda para los migrantes.
Primero
que todo agradezcamos al Santo Padre Francisco por este noble gesto de
presentarnos a María como modelo a seguir y a acudir en la situación de
migrantes. El mismo Papa es hijo de inmigrantes italianos residenciados en
Argentina, y no le avergonzó decirlo, pues lo recordó en el discurso de su
primera visita a la Casa Blanca en la capital de los Estados Unidos de América.
Definitivamente, nuestro mundo es uno solo, y en este planeta cabemos todos.
Las naciones históricamente están acostumbradas a recibir personas de otras
procedencias, las mismas que a lo largo de los siglos han ayudado en el
desarrollo de los países donde han llegado, basta solo con echar una mirada al
pasado y nos convenceremos de que esto es así.
Consuelo para los migrantes -hermoso título mariano- encuentra su
fundamento teológico en las Sagradas Escrituras, específicamente en el
evangelio de Mateo, capítulo 2, versículos 13-21; donde se narra la huida de la
Sagrada Familia a Egipto, para escapar de la persecución del rey Herodes,
seguida de la matanza de los inocentes y culminando el relato con la vuelta de
José, María y el niño Jesús a la tierra de Israel. Analicemos pausadamente este
pasaje y veamos por qué María es el Consuelo para los migrantes.
El relato
de la huida a Egipto está precedido por el relato de la visita de los magos (2,
1-12), en cuyo final los tres visitantes depositan sus regalos a los pies del
recién nacido: oro, incienso y mirra. De este episodio podemos deducir que José
y María experimentaron una gran alegría, pues su pequeño era reconocido como
Dios y Señor por estos magos de Oriente, además, habían recibido unos regalos
que, dadas las circunstancias del viaje y el repentino parto de María, les
vendría muy bien. Podríamos pensar que la Sagrada Familia de Nazaret estaba
experimentando una bonanza económica, pues ciertamente el oro recibido habría
de invertirse en la crianza del Mesías. Pero es en estas circunstancias en las
que parece llegar la supuesta desgracia.
Relata el evangelista que, una vez retirados
los magos, el Arcángel Gabriel “se
apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma contigo al niño y a su
madre y huye a Egipto; y estate allí hasta que yo te diga. Porque Herodes va a
buscar al niño para matarle»”. Imaginemos la confusión de José y María, ya
que, después de una escena tan gloriosa como la visita de los magos, ahora Dios
les pedía huir de su tierra, dejar sus cosas, sus propiedades por muchas o
pocas que tuvieran -la carpintería de José, por ejemplo- para partir hacia una
tierra lejana y desconocida para los tres.
José, el humilde hombre elegido por Dios para
ser Custodio del Mesías, no se acobardó ni titubeó ante semejante noticia, por
el contrario, “él se levantó, tomó de
noche al niño y a su madre, y se retiró a Egipto; y estuvo allí hasta la muerte
de Herodes”. Notemos cómo la respuesta de José fue inmediata –salieron de
noche-, pues un padre de familia hace lo que sea por cuidar de los suyos, sin
importar el qué dirán. En Belén más de uno hubo de preguntarse cómo era posible
que José hubiera levantado a su mujer y al recién nacido para partir; tal vez
alguno le hubiese aconsejado quedarse y soportar la persecución de Herodes, aun
cuando la vida del pequeño corría peligro, porque para algunos, resistir es un
acto heroico, pero en este caso, como en muchos, significaba un auténtico
suicidio. José no dudó, se armó de valor y emprendió el viaje hacia Egipto,
enfrentándose a una cultura, una religión y hasta una lengua diferente. Y en
todas estas ¿qué podemos decir de María?
María es la humilde esclava del Señor, en ella
se cumplió la Palabra del Altísimo. Pensemos en la joven nazarena al lado de su
valiente esposo y con su hijito en brazos. Imaginemos a María siempre optimista
y entusiasta en la huida a Egipto, pendiente de la criatura y bondadosa también
con el fatigado José, cariñosa en palabras y gestos. Ella, la Reina del cielo y
de la tierra fue, de seguro, el mejor refugio de José y Jesús. Hermosa Madre y
Esposa.
Tras largos días de caminata, expuestos al sol
y al peligro de los ladrones y viandantes de aquellas regiones desérticas, una
vez ubicados en tierras lejanas, es posible que José repitiera la escena de
Belén, con María y el niño sobre el jumento, de posada en posada buscando un
lugar para resguardarse. ¿Qué harían José y María en sus primeros días de
migrantes? De seguro José no se quedó de brazos cruzados, ni mucho menos se
abandonó a las limosnas de las gentes. ¡Qué hermoso es verlo caminar de un lado
a otro, esperanzado en conseguir un encargo para dedicarse al arte de trabajar
la madera, que era lo que mejor sabía hacer! ¡Qué hermosa es María, atentísima
en los quehaceres del hogar, pendiente de Jesusito y siempre puntual con la
comida de san José obrero! Esa es María, la más humilde e importante a la vez,
la más necesaria. Es ahí donde podemos comprender que, efectivamente, es María
el Consuelo para los migrantes.
El texto evangélico continúa explicando la
matanza de los inocentes, esto se llevó a cabo por orden de Herodes, quién
consideró oportuno asesinar a todos los niños varones menores de dos años, para
asegurarse así de que el Mesías pereciera también. Mateo finalmente agrega: “Muerto Herodes, el Ángel del Señor se
apareció en sueños a José en Egipto y le dijo: «Levántate, toma contigo al niño
y a su madre, y ponte en camino de la tierra de Israel; pues ya han muerto los
que buscaban la vida del niño»”. Él se levantó, tomó consigo al niño y a su
madre, y entró en tierra de Israel. Amigos, qué final tan oportuno. La
Sagrada Familia volvió a su tierra, una vez muerto Herodes.
En nuestra actualidad son muchas las familias
que se ven obligadas por los nuevos Herodes a abandonar sus naciones, en busca
de un futuro mejor. Todas esas familias deben verse reflejadas en la Sagrada
Familia de Nazaret y saber que la situación de migrantes, en el mejor de los
casos, no durará toda la vida. Así como Jesús, María y José sufrieron
persecución y destierro, pero finalmente volvieron a su tierra natal, asimismo
aquellos que sobrellevan actualmente la situación de migrantes, algún día
retornarán a sus casas. María es el Consuelo para los migrantes porque ella
misma fue migrante, y con la ayuda de Dios y el esfuerzo de José logró superar
esa etapa de su vida, saliendo victoriosa y –como siempre- alegre y optimista.
Concluyo esta reflexión con unas palabras de
Benedicto XVI en su famoso libro La infancia de Jesús: “Con la huida a Egipto y su regreso a la tierra prometida, Jesús concede
el don del éxodo definitivo. Él es verdaderamente el Hijo. Él no se irá para
alejarse del Padre. Vuelve a casa y lleva a casa. Él está siempre en camino
hacia Dios y con eso conduce del destierro al hogar, a lo que es esencial y
propio. Jesús, el verdadero Hijo, ha ido él mismo al «exilio» en un sentido muy
profundo para traernos a todos desde la alienación hasta casa”.
No olvidemos que, Jesús es la única y
verdadera razón de esta hermosa letanía a María Santísima, pues es Jesús el gran migrante. Primero lo fue
en su infancia, con la huida a Egipto, y luego en el ejercicio de su
ministerio, pues como lo relata (Lc 4, 24) Jesús fue rechazado por los mismos
aldeanos y vecinos suyos, de ahí que pronunció con dolor las siguientes
palabras: “ningún profeta es bien
recibido en su patria”, o como lo decimos comúnmente, nadie es profeta en
su tierra.
El Señor
en su evangelio no es ajeno a la situación de los que abandonan su patria para
ir a lejanos lugares, como le pasó a él mismo, por eso lo dejó claro en Mateo
25, 44-45: “Ellos replicarán: Señor,
¿cuándo te vimos hambriento o sediento, emigrante
o desnudo, enfermo o encarcelado y no te socorrimos? Él responderá: Les aseguro
que lo que no hicieron a uno de estos más pequeños no me lo hicieron a mí”.

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