LA AGONÍA DE MEURSAULT
«Hoy ha muerto mamá. O quizá
ayer. No lo sé». Con estas palabras de Meursault comienza El extranjero,
la primera novela de Albert Camus, publicada en 1942. La obra narra la historia
de un joven oficinista argelino que vive sumido en una profunda apatía frente a
todo lo que lo rodea. Esta indiferencia lo hace sentirse como un extranjero, es
decir, distanciado de la realidad y sin capacidad de identificarse con los
acontecimientos que marcan su vida, incluso con la muerte de su anciana madre
en el asilo de Marengo.
El fallecimiento de su madre
se convierte en la ocasión para que Meursault enfrente el misterio de la muerte
con una actitud de extrema frialdad, casi antirreligiosa. En este contexto,
entra en contacto con un sacerdote, el “cura de Marengo”, a través del cual se
revela la relación de Meursault —o, simbólicamente, del hombre del siglo XX—
con Dios y con la religión institucional. Todo esto ocurre en el primer
capítulo de la primera parte de la novela, que funciona como la puerta de
entrada a la trama. Del mismo modo, en el capítulo quinto de la segunda parte,
el protagonista vuelve a entablar un encuentro religioso, esta vez con un
capellán carcelario que lo visita para asistirlo espiritualmente antes de su
ejecución, dando lugar a un diálogo más intenso y revelador. De este modo, El
extranjero puede entenderse como una historia enmarcada en el encuentro
entre el protagonista y la figura sacerdotal, un espacio de tensión entre la
apatía existencial y la religión.
A lo largo de toda la
narración de Camus se encuentran más de catorce menciones directas a la figura
sacerdotal (cura, sacerdote, padre y capellán). Sin embargo, es en la parte
final de la obra donde se desarrolla un intenso diálogo entre el condenado a
muerte y el religioso que intenta brindarle apoyo espiritual. A continuación,
examinaremos los rasgos más significativos de las intervenciones y diálogos que
Meursault mantiene con las dos figuras sacerdotales presentes en la novela: el
cura de Marengo y el capellán de la cárcel.
En la primera aparición
(capítulo primero de la parte primera), el cura de Marengo participa en el
velorio y entierro de la madre de Meursault. Su intervención es breve, externa
y estrictamente ceremonial. Se presenta puntualmente, acompañado de monaguillos
e incensario. Se dirige a Meursault con fórmulas pastorales (“hijo mío”) y
comienza las oraciones fúnebres. Finalmente encabeza el cortejo en dirección a
la iglesia del pueblo.
«Ahí está el cura de Marengo. Viene antes
de la hora.» Me advirtió que llevaría tres cuartos de hora de marcha, por lo
menos, llegar a la iglesia, que se halla en el pueblo mismo. Bajamos, Delante
del edificio estaban el cura y dos monaguillos. Uno de éstos tenía el
incensario, y el sacerdote se inclinaba hacia él para regular el largo de la
cadena de plata. Cuando llegamos, el sacerdote se incorporó. Me llamó «hijo mío» y me dijo algunas palabras.
Entró; yo le seguí.
Aquí el sacerdote no tiene
voz ideológica ni emocional: representa la religión institucional y su papel en
los rituales sociales ligados a la muerte. Meursault observa todo con distancia
emocional y existencial: no participa activamente, no comenta la fe ni el
contenido de las oraciones, solo describe los gestos y la secuencia de
acciones. El rito religioso aparece como parte de la estructura social
funeraria, junto con el coche fúnebre, los empleados y la enfermera.
Camus destaca desde el
comienzo que la religión aparece como un elemento externo, no interiorizado por
el protagonista. “Me llamó ‘hijo mío’ y me dijo algunas palabras.” La escena
revela lo efímero que puede llegar a ser el consuelo ofrecido por un sacerdote
a los dolientes durante los rituales y actos litúrgicos de despedida. Para
muchas personas, cada palabra y cada gesto de cercanía en esos momentos queda
grabado con nitidez en la memoria; sin embargo, en el caso de Meursault no
ocurre así. Él solo retiene el “hijo mío” y nada más, porque para él la
religión pertenece a un ámbito ajeno, es algo que no le toca ni le pertenece.
Sin embargo, el cura de
Marengo está allí, presente en medio de la incredulidad de Meursault, con sus
ritos y palabras solemnes. Su sola presencia hace presente a Dios y a la
religión, incluso cuando no se cree en ellos o no se les solicita. Para Meursault,
la participación del sacerdote es irrelevante; le habría dado lo mismo que
estuviera o no. No obstante, para muchas personas este gesto tiene un valor
profundo. La asistencia religiosa acompaña la existencia de los creyentes en
todos los momentos decisivos de la vida: desde el nacimiento, con el bautismo,
hasta la muerte, con la misa exequial, como sucede en este caso.
El sacerdote caminaba delante; luego el
coche; en torno de él, los cuatro hombres. Detrás, el director, yo y, cerrando
la marcha, la enfermera delegada y Pérez.
Aunque a Meursault la
religión no le interesa, Camus establece una jerarquía significativa en la
marcha fúnebre hacia el cementerio: al frente va el sacerdote, seguido del
cuerpo sin vida de la madre, luego los acompañantes y, finalmente, él. Esta
disposición subraya el lugar central que ocupa la religión en el misterio de la
muerte. Además, la figura sacerdotal recuerda que, en última instancia, lo
esencial es Dios, y que quienes parten de este mundo se encaminan a su
encuentro. Se crea o no, se acepte o no, la fe entrelaza la vida humana con la
muerte, ese misterio inevitable que todos, tarde o temprano, habremos de
afrontar.
Ya en el capítulo final
(capítulo quinto de la parte segunda), aparece el capellán de la prisión
-Meursault había asesinado a un árabe en la playa disparándole cinco veces con
una pistola-. Su presencia es reiterada: Meursault rechaza tres veces
recibirlo, señalando su falta de interés por la religión. Finalmente, el
capellán entra en la celda antes de la ejecución y entabla un diálogo intenso. Intenta
consolarlo con la fe, hablarle de Dios, de la esperanza, de la salvación. Meursault
explota con furia, reafirma su incredulidad y experimenta una especie de revelación
existencial sobre la indiferencia del mundo.
Por tercera vez he rehusado recibir al
capellán. No tengo nada que decirle, no tengo ganas de hablar, demasiado pronto
tendré que verle.
Por un lado, está la insistencia del capellán, que busca llevar
consuelo al condenado; por el otro, el reo que no tiene nada que decir, porque
no cree en la vida del más allá y, por tanto, no siente arrepentimiento por lo
que ha hecho. El hombre del siglo XX, marcado por la indiferencia y el
desprecio por la vida —guerras, genocidios, violencia—, ha perdido la
conciencia del pecado. Algunos incluso han decretado su inexistencia, y mucho
antes, otro había proclamado la muerte de Dios. La consecuencia de borrar a
Dios y al pecado de la existencia humana es, precisamente, un profundo
desprecio por la vida misma.
En un momento así me negué una vez más a
recibir al capellán. Estaba acostado y por cierta rubia claridad del cielo
adivinaba la proximidad de la tarde de verano. Acababa de rechazar la apelación
y podía sentir las olas de sangre circular regularmente dentro de mí. No tenía
necesidad de ver al capellán.
La desesperanza de Meursault es tal que, al saberse condenado,
insiste en rechazar al capellán. Siente que la sentencia está ya dictada y que
nada puede hacerse. No se preocupa por salvar su vida ni, mucho menos, su alma,
porque carece de fe y de esperanza. Estas dos virtudes teologales —junto con la
caridad— perfeccionan al cristiano, pues, al provenir del Espíritu Santo, lo
mantienen en la presencia de Dios y lo capacitan para responder como verdadero
hijo suyo ante cualquier adversidad de la vida.
En ese preciso momento entró el capellán.
Cuando lo vi, sentí un ligero estremecimiento. Él lo notó y me dijo que no
tuviera miedo. Le dije que su costumbre era venir a otra hora. Me respondió que
era una visita amistosa que no tenía nada que ver con la apelación, de la que
no sabía nada. Se sentó en el camastro y me invitó a acercarme más a él. Me
negué. A pesar de todo, me parecía muy amable.
Cuanto más se acerca el final, parece que la actitud de Meursault
comienza a transformarse. Ahora, ante la presencia del capellán, experimenta un
“ligero estremecimiento” que este interpreta como “miedo”. En un gesto de
cercanía, el capellán se sienta junto a él e intenta acortar la distancia que
los separa. Meursault rechaza la invitación, aunque percibe el gesto con cierta
bondad.
El miedo paraliza: impide pensar, no deja obrar el bien y se
convierte en uno de los mayores obstáculos para dar pasos decisivos en la vida.
Pero, ¿qué miedo pudo haber sentido aquel ateo? ¿Será que, finalmente, la
figura del sacerdote removió en su conciencia la idea de Dios?
El capellán aclara que su visita es puramente amistosa y no parte
de su deber institucional dentro de la prisión. Esa forma de amistad, ofrecida
con respeto, muestra que la fe no busca imponerse con violencia, sino acercarse
con ternura a quien no cree. La amistad con un sacerdote es algo profundo y
fecundo, pues el sacerdote no puede disociar su ser personal de su ministerio.
No “trabaja” de sacerdote durante ciertas horas del día: es sacerdote siempre,
otro Cristo, llamado a conducir a los hombres hacia Dios. Por eso, la amistad
con un sacerdote —creyente o no quien la reciba— es siempre una bendición.
El capellán me miró con cierta tristeza.
Yo estaba ahora completamente pegado a la muralla y el día me corría sobre la
frente. Dijo algunas palabras que no oí y me preguntó rápidamente si le
permitía besarme. «No», contesté. Se volvió, caminó hacia la pared y la palpó
lentamente con la mano. «¿Ama usted esta tierra hasta ese punto?», murmuró. No
respondí nada.
El capellán insiste en
hablar con Meursault, pero su presencia se vuelve insoportable para el
condenado, que finalmente estalla en ira. El sacerdote intenta hacerle ver que
en el fondo desea otra vida y que su corazón está ciego a Dios. Meursault
responde con violencia verbal y física: lo toma por la sotana y descarga sobre
él toda su rabia contenida. En ese momento experimenta una mezcla de gozo y
furia, convencido de que posee la verdad: está seguro de su vida y de su
muerte, y de que nada tiene importancia.
En su monólogo final,
Meursault rechaza toda fe, toda moral y toda esperanza. Afirma que la
existencia es absurda, que todos están condenados por igual y que ninguna
diferencia —ni entre culpables e inocentes, ni entre amores, ni entre vidas—
tiene sentido. Comprende que su destino es compartido por todos los hombres y,
en ese reconocimiento, halla una especie de paz. Mientras el capellán se marcha
con lágrimas en los ojos, Meursault se siente finalmente liberado, reconciliado
con el absurdo y con su inminente muerte.
Me ahogaba gritando todo esto. Pero ya me
quitaban al capellán de entre las manos y los guardianes me amenazaban. Sin
embargo, él los calmó y me miró en silencio. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
Se volvió y desapareció.
Ante la violenta reacción de
Meursault, el capellán mantiene la serenidad. En el fondo, comprende su
actitud, pues conoce la complejidad del corazón humano y sabe que no todos
afrontan del mismo modo la inminencia de la muerte. Las lágrimas del sacerdote
son el signo del profundo dolor que experimenta al no poder ablandar el corazón
endurecido de aquel condenado. Son también reflejo del dolor de Dios mismo, que
contempla con compasión a sus hijos cuando se pierden, aun después de haberles
mostrado incansablemente su amor. Conozco personalmente a un capellán carcelario a quienes los internos le han sacado lágrimas de dolor, por la insensatez en el actuar; esas lágrimas valen oro. ¡Llora, sacerdote! Llora y ora por tus hijos, que esa es tu misión.
Como se ha visto, en esta
parte final el sacerdote ya no es figura ritual, sino interlocutor ideológico:
representa la propuesta religiosa frente a la muerte, en contraste con la
visión absurda del protagonista. Su insistencia contrasta con la firme negativa
de Meursault, que no busca sentido trascendente. Esta confrontación es el
clímax filosófico de la novela, donde Camus hace visible el choque entre la fe
tradicional y el absurdo existencialista.
Camus utiliza al sacerdote
como figura en espejo: Al principio, la religión aparece como costumbre externa
que acompaña la muerte de otros. Al final, la religión se enfrenta directamente
al protagonista, en su propia muerte, y es rechazada con lucidez.
La novela contrapone dos
respuestas humanas a la muerte: La religiosa (representada por el sacerdote),
que ofrece consuelo, trascendencia y sentido. La absurda (encarnada por
Meursault), que asume la muerte como inevitable, sin esperanza metafísica, y
busca vivir con autenticidad frente a la indiferencia del mundo.
En ambos capítulos, el
sacerdote funciona como punto de referencia externo frente al cual se define
Meursault. La evolución va de la indiferencia pasiva (en el funeral de la
madre) a la rebelión lúcida (en la celda), mostrando un desarrollo interior del
personaje.
La figura del sacerdote en El
extranjero no es secundaria: estructura la novela en dos momentos clave —el
inicio y el desenlace— y permite a Camus articular el problema central de la
obra: ¿Cómo enfrentar la muerte: con fe religiosa o con conciencia del absurdo?
El sacerdote representa la respuesta colectiva, institucional y trascendente;
Meursault, la respuesta individual, consciente y sin ilusiones. La novela no es
un simple relato de un crimen, sino un itinerario existencial que se abre y se
cierra con la presencia simbólica de la religión, finalmente rechazada.
Finalmente podemos aseverar
que las menciones al sacerdote en ambos capítulos trazan un arco narrativo y
filosófico que enmarca la trayectoria de Meursault: de la indiferencia social a
la lucidez existencial, pasando por el contacto inevitable con la religión como
discurso dominante sobre la muerte.
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