Un testimonio de amor a los pobres
El 15 de julio de 2024 tuve la dicha de
conocer al padre Gustavo Gutiérrez-Merino, sacerdote limeño, padre de la
Teología de la Liberación y referente mundial de la reflexión teológica sobre
los pobres y el servicio a los más necesitados. Tenía entonces 96 años de edad
cuando lo visité en su departamento, apenas tres meses antes de su
fallecimiento, ocurrido el 22 de octubre de ese mismo año.
En la
recepción le presenté dos de sus libros con la esperanza de que pudiera
firmarlos: la última edición de Teología de la liberación. Perspectivas
y La fuerza histórica de los pobres. Al tomar este último entre sus
manos, nos dirigió una reflexión conmovedora. Señalando el texto, dijo con voz
serena pero firme que, efectivamente, él había escrito aquel libro; sin embargo
—añadió—, la misión aún no había concluido, porque todavía era necesario ir en
busca de los pobres.
Consciente
de sus limitaciones físicas y de su avanzada edad, reconoció que él ya no podía
hacerlo, pero nos miró uno a uno y, señalándonos con profunda ternura y
autoridad espiritual, nos confió esa tarea: amar a los pobres.
El padre
Gustavo escribió mucho sobre esta realidad, pero más allá de sus libros, su
vida misma fue un mensaje. Sus palabras y su testimonio siguen inspirando a
tantos a optar con amor, decisión y esperanza por los pobres, en quienes Cristo
continúa manifestando su rostro.
Y así es.
La misión continúa, porque “pobres tendremos siempre con nosotros”, y debemos
estar dispuestos a hacerles bien siempre, con todas nuestras fuerzas y desde
nuestra propia pobreza. Darlo todo, darnos, donarnos, como Cristo, hasta la
muerte.
Mons.
Pedro Casaldáliga Pla escribió un hermoso poema[1]
dedicado, principalmente, al padre Gustavo Gutiérrez. Sin embargo, su contenido
no se centra tanto en la persona del teólogo, sino en la misión que compartimos
todos los cristianos: la opción preferencial por Jesús presente en los pobres.
Comparto
a continuación algunos de los versos que mejor expresan esta llamada a amar a
Dios haciendo algo concreto por los pobres, quienes estarán siempre entre
nosotros.
¿Por
dónde iréis hasta el cielo
si por la
tierra no vais?
¿Para qué
vais al Carmelo
si subís
y no bajáis?
Ese subir
al Carmelo representa, sin lugar a dudas, la vocación del ser humano al
encuentro con Dios en la oración. Sin embargo, no se trata de permanecer allí,
en una elevación que ignore la realidad terrena, sino de saber descender: mirar
el mundo con sus necesidades y actuar en consecuencia. Porque a la oración se
lleva la acción, para que la acción misma se transforme en oración.
Esta idea
la recuerda el papa León XIV en Dilexi te n.° 98, citando la Instrucción
sobre algunos aspectos de la “Teología de la liberación” (1984), cuando
afirma: “La preocupación por la pureza de la fe ha de ir unida a la
preocupación por aportar, con una vida teologal integral, la respuesta de un
testimonio eficaz de servicio al prójimo, y particularmente al pobre y al
oprimido.”
Hay una
frase atribuida a Ludwig Wittgenstein que ilumina profundamente este llamado a
comprometernos con los pobres. El filósofo, al dirigirse a sus alumnos y
animarlos a una experiencia viva y concreta, exclamó: “¡No piensen, miren!”.
De modo
semejante, podemos decirnos nosotros al finalizar esta lectura reflexiva: no
pensemos únicamente en los pobres, miremos a los pobres. Es decir, vayamos a su
encuentro, contemplemos sus rostros, reconozcamos sus sufrimientos y percibamos
su profunda necesidad de justicia.
Solo al
mirar verdaderamente podremos actuar, porque el mirar es el primer paso para
involucrarnos en la construcción del Reino de Dios, un Reino de paz, justicia y
fraternidad.
¿Es la
curia o es la calle
donde
grana la misión?
Si dejáis
que el Viento calle
¿qué
oiréis en la oración?
Aquí
encontramos una invitación muy particular dirigida a la curia, es decir, a
todos aquellos que participan en el gobierno de la Iglesia. En primer lugar, se
alude especialmente a los sacerdotes, a quienes se interpela acerca de su
vivencia de la misión. No se trata de afirmar que la curia no sea misión —pues
ciertamente necesitamos del buen pastoreo que se gesta y se bendice también
desde las curias—, sino de recordar que no podemos quedarnos encerrados en la
oficina, porque la misión florece en la calle, donde realmente grana el
Evangelio.
Desde mi
propia experiencia como trabajador de una curia, he podido comprobar que
también allí llegan los pobres buscando ser escuchados y atendidos. La curia,
en ese sentido, es también misión y evangelización, siempre que se acoja con
espíritu de paternidad, cercanía y disponibilidad a quienes llegan. Muchos de
ellos acuden con sus problemas, pero también con sus dones: con lo poco o mucho
que producen sus manos, piden la ayuda espiritual y material que la Iglesia
puede ofrecerles.
De modo
que tanto la curia como la calle son espacios de misión. En ambos lugares se
puede —y se debe— servir a los pobres. Porque en las calles hay pobres, y a las
curias también llegan los pobres. Sin embargo, no basta con esperar a que
vengan: lo más evangélico es salir a su encuentro, para encontrarnos nosotros
mismos con Cristo en ellos.
Si el
Señor es Pan y Vino
y el
Camino por do andáis,
si al
andar se hace camino
¿qué
caminos esperáis?
Este
último verso encierra una profundísima reflexión teológica, pues, en primer
lugar, reconoce la presencia real de Cristo en la Eucaristía, pero enseguida lo
presenta también como el Camino por donde se debe andar. Cristo es,
efectivamente, el Camino, la Verdad y la Vida, y en Él la Iglesia encuentra su
rumbo y su destino. La expresión evoca, además, aquella célebre frase de
Antonio Machado: “se hace camino al andar”. Así, el camino que hoy recorre la
Iglesia es el camino de la pobreza, entendido como testimonio concreto del amor
de Dios.
La
vocación a la que estamos llamados en este tercer milenio, como nos recuerda el
papa Francisco, es la vocación a la sinodalidad: a escucharnos mutuamente, a
encontrarnos, a salir de nuestros propios esquemas mentales y a poner a Cristo
en el centro. Se trata de llevar el Evangelio en el corazón y manifestarlo en
las obras, comenzando —como bien sabemos— por los más pobres, en quienes Cristo
mismo se hace presente y nos sale al encuentro.

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