Ungido para los
pobres: una lectura pastoral de Mc 14,1-9
No es casual que la crítica tan dura a la unción provenga de
Judas, el traidor. Este detalle revela una gran verdad sintetizada por el papa
Francisco: “quien no reconoce ni valora a los pobres, traiciona el corazón del
mensaje de Jesús y no puede considerarse verdaderamente su discípulo”.
Es por eso que en esta exégesis se ha enfatizado en la estrecha relación de la
unción con la opción de Jesús por los pobres.
Como se
ha señalado, con este pasaje de Mc 14,1-9 comienza el relato de la pasión de
Jesús. El contexto es claro: faltan solo dos días para la Pascua, la fiesta que
conmemora la liberación de Israel, durante la cual el Mesías será entregado a
la muerte y resucitará. En este momento decisivo, Jesús se encuentra en
Betania, una localidad cercana a Jerusalén, en la casa de Simón, quien había
sido leproso, pero fue sanado por el Señor. Ya no está frente a las multitudes
enseñando en parábolas, sino que comparte una cena íntima con sus más cercanos.
En medio de esta comida festiva, una mujer se acerca y, con un gesto de
generosidad y ternura, unge a Jesús. Su acción transforma el ambiente: no busca
protagonismo, sino que, a través de su gesto, sitúa a Jesús en el centro del
encuentro. En ese instante, queda claro que lo más importante no es ella ni el
perfume, sino Él y lo que está por acontecer.
La escena
principal tiene lugar durante un banquete de los grandes preparativos ante las
fiestas.
En aquella sociedad antigua, donde el pan era escaso y la mayoría del pueblo
vivía en la pobreza, una comida abundante representaba una verdadera
celebración. El anfitrión es Simón, llamado «el leproso», alguien que en su
momento fue marginado por su enfermedad, pero que, una vez sanado, ahora abre
su casa para compartir con otros. En este ambiente festivo —marcado por la
comida, la alegría y el aroma de un perfume costoso que una mujer derrama sobre
Jesús—, se anticipa, sin embargo, la cercanía de su pasión: la cruz ya proyecta
su sombra sobre Él
Una mujer
sin nombre —identificada como María, hermana de Lázaro, en Juan 12,3— derrama
un costoso perfume de nardo puro sobre la cabeza de Jesús. Se trata de un
ungüento de gran valor: teniendo en cuenta que un denario equivalía al salario
de un día (Mt 20,2), el perfume representaba aproximadamente el sueldo de todo
un año, unos trescientos denarios, según el cálculo de los hipócritas
presentes. Frente a la cercanía de la muerte de Jesús, esta mujer “hizo lo que
pudo”, al igual que la viuda del templo que “dio todo lo que tenía” (Mc 12,44).
Mujeres como ellas transforman el mundo con gestos sencillos, pero
profundamente significativos. La mujer de Betania realizó una “obra buena”:
anticipó la unción del cuerpo de Jesús para su sepultura, tal como hacía Tobit
(Tob 1,16-18). Por eso, Jesús la defiende con firmeza y la elogia con una
promesa conmovedora: “dondequiera que se anuncie el evangelio en todo el mundo,
se contará también lo que ella hizo, para que se recuerde su memoria”.
Jesús es
el Mesías que sufre. En su evangelio, Marcos ofrece un detalle significativo:
la mujer derrama el perfume “sobre la cabeza” de Jesús (Mc 14,3; Mt 26,3), a
diferencia de lo que narran Juan y Lucas, donde el ungüento se vierte sobre los
pies (Jn 12,3; Lc 7,38). En la tradición de Israel, la unción en la cabeza era
un signo reservado para reyes, profetas y sacerdotes (1 Sam 10,1; 2 Re 9,3.6;
Sal 133). Con este gesto, el evangelista insinúa que Jesús es el Mesías
consagrado por Dios. Justo en el momento en que va a ser entregado a la muerte,
una mujer piadosa reconoce su dignidad real y mesiánica. A pesar de la traición
de los hombres, Jesús permanece como el escogido de Dios. Todo el relato gira
en torno a Él: algunos buscan entregarlo, otros lo honran con amor. Jesús es,
indiscutiblemente, el centro de la escena.
Así como
Jesús ocupa el centro de la escena en Betania, también los pobres tienen un
lugar central en su corazón y en todo su pensamiento. Su vida, su predicación y
sus gestos lo confirman constantemente: Jesús no solo se acercó a los pobres,
sino que se identificó con ellos hasta el extremo de decir que lo que se hace
con ellos, se hace con él mismo (Mt 25,40). La opción preferencial por los
pobres no es un añadido marginal al Evangelio, sino una consecuencia lógica y
necesaria del seguimiento auténtico de Cristo.
Por eso,
quien se proclame discípulo de Jesús —sea catequista, sacerdote, religioso o
laico— no puede mantenerse indiferente ante el sufrimiento de los excluidos, ni
vivir una espiritualidad desvinculada de la justicia. Ser amigo de los pobres
no se reduce a un sentimiento pasajero de compasión, sino que implica un
compromiso profundo, una relación de cercanía, respeto, escucha y solidaridad.
Y es que, sin verdadera amistad con los pobres, no hay caridad real, porque la
caridad evangélica no es dar desde arriba, sino compartir desde abajo, desde la
humildad del servicio.
La mujer
que unge a Jesús lo intuye: su gesto amoroso no es un lujo superfluo, sino un
acto profético. Mientras algunos piensan en “el dinero que se podría haber dado
a los pobres”, ella reconoce a Jesús, el primer pobre, el Mesías sufriente, y
lo honra con lo mejor que tiene. En ese momento, sin palabras, ella recuerda
que solo quien ama de verdad a Cristo, ama también a los pobres. Porque no se
puede amar al Señor sin amar su cuerpo, que son los pequeños, los olvidados,
los últimos. Allí donde están los pobres, está también el corazón de Cristo
latiendo con fuerza.
Una
Iglesia pobre y para los pobres puede parecer un mensaje revolucionario o
novedoso, pero en realidad está enraizado profundamente en la tradición
cristiana. Ya el Concilio Vaticano II afirmaba con claridad que “la Iglesia
debe caminar, impulsada por el Espíritu Santo, por el mismo camino que recorrió
Cristo: el camino de la pobreza, la obediencia y el servicio”.
La opción por los pobres no es una idea nueva, sino una llamada constante del
cristianismo. En tiempos recientes, especialmente durante el pontificado del
papa Francisco, se ha tomado mayor conciencia de que la Iglesia solo es fiel a
Cristo si camina con los pobres y se deja evangelizar por ellos.
La
homilía 50 de san Juan Crisóstomo sobre san Mateo sirve de resumen para esta
opción preferencial por Jesús y por los pobres que se ha planteado; allí se
trata sobre los frutos eficaces de la eucaristía y cómo proceder: “¿Queréis de
verdad honrar el cuerpo de Cristo? No consintáis que esté desnudo. No lo
honréis aquí con vestidos de seda y fuera le dejéis padecer de frío y desnudez
(...) ¿Qué le aprovecha al Señor que su mesa esté llena toda de vasos de oro,
si él se consume de hambre? Saciad primero su hambre y luego, de lo que os
sobre, adornad también su mesa (...) Al hablar así, no es que prohíba que
también en el ornato de la iglesia se ponga empeño; a lo que exhorto es que
(...) antes que eso, se procure el socorro de los pobres (...) Mientras adornas,
pues, la casa, no abandones a tu hermano en la tribulación, pues él es templo
más precioso que el otro”.
La lógica
del Evangelio es sencilla: primero los pobres. Primero está atender a Jesús,
presente en los pobres, y luego todo lo demás: el ornato, la belleza de la
liturgia, el orden, la pulcritud y la dignidad de los templos. Primero el
vestido y el alimento de los demás, luego el nuestro. Esta es la enseñanza que
nos deja Jesús en la unción de Betania: la preferencia por Jesús solo es
auténtica cuando se expresa en la caridad, la amistad y el amor concreto hacia
los pobres, sus predilectos.
No se
puede servir a Dios y al dinero (Lc 16,13), expresó el Señor para darnos a
entender que primero está él y los pobres y luego sí todo lo demás.