viernes, 21 de noviembre de 2025

Palabras de despedida y agradecimiento al padre Eusebio Pascual, operario diocesan

SACERDOTE EJEMPLAR

Querido padre Eusebio:

De parte de los seminaristas de la Arquidiócesis de Ayacucho, quiero hacerle extensivo nuestro agradecimiento por estos años en los que ha servido en este Seminario San Pío X de Huancayo. Usted conoce a algunos de nuestros hermanos desde hace años; a otros nos ha recibido recientemente, pero todos, sin duda alguna, le guardamos el mismo cariño y el mismo respeto. Por supuesto, nos entristece que tenga que irse, pero sabemos que asumirá la nueva misión que le encarga la Hermandad de Operarios Diocesanos con la alegría y el optimismo que lo caracterizan, y que es precisamente lo que nos ha enseñado en nuestras clases, en las Eucaristías y, por supuesto, en la dirección espiritual. Nos ha enseñado a ser obedientes y a ver la voluntad de Dios en las decisiones de los superiores.

Llega entonces el momento de despedirlo. Queremos decirle que lo recordaremos siempre con mucho cariño. Esperamos mantener el contacto vía telefónica, como usted mismo lo ha sugerido, para cualquier consulta o necesidad que tengamos. Sabemos que en usted encontraremos ese consejo oportuno y esa voz de sacerdote y de anciano que nos ilumina y nos enseña lo que debemos hacer, porque usted ya ha vivido y tiene una experiencia profunda, sobre todo en este campo de la formación sacerdotal.

Padre Eusebio, muchísimas gracias por su presencia, por su testimonio, por su perseverancia. Cuando orábamos por su salud, lo hacíamos con mucha fe, y cuando lo vimos regresar de España, luego de su operación y de su recuperación, nos dimos cuenta de dos cosas: en primer lugar, que la oración tiene poder, y en segundo lugar, que en usted había ese ánimo y entusiasmo por seguir acompañándonos, por concluir su tarea con nosotros en este seminario. Eso se agradece; es un gran testimonio y lo vemos como un ejemplo a seguir.

Ahora, la nueva comunidad que lo recibirá —en cualquier parte del mundo donde esté— de seguro sabrá reconocer lo que nosotros hemos tenido: un sacerdote valioso, importante, que tiene muchísimo que aportar a la formación de los jóvenes seminaristas y futuros sacerdotes.

Gracias, padre Eusebio. Gracias a la Hermandad de Operarios Diocesanos por permitirnos compartir con sacerdotes como usted, a quien siempre recordaremos con mucho cariño. Esperamos que tenga un trabajo muy fructífero en su nueva misión.

domingo, 16 de noviembre de 2025

Fuera de los pobres no hay salvación

 Fuera de los pobres no hay salvación

Este título, tan sugerente como controversial, es el de uno de los libros del teólogo Jon Sobrino, publicado en 2007. También fue el título de la homilía dominical de un sacerdote jesuita venezolano[1] en la Jornada Mundial de los Pobres, el domingo 16 de noviembre de 2025, fecha en la que además se prologa este libro.

El padre Molina, desde la sede de Radio Nacional de Venezuela en Caracas, introduce su reflexión sobre el evangelio leído (Lc 10, 25-37, “El buen samaritano”), recordando que la Jornada Mundial de los Pobres fue instituida por el apreciado papa Francisco para recordarnos lo que, a su vez, caracterizó su pontificado: levantar la voz por los más excluidos, por los pobres, por los inmigrantes, por los pueblos atropellados, y por aquello a lo que estamos llamados como Iglesia.

Como testimonio de este llamado, el padre presentó la vida de Ignacio Ellacuría, S.I., uno de los seis jesuitas asesinados en El Salvador el 16 de noviembre de 1989. Ellacuría, entonces superior de la Universidad Centroamericana, fue ejecutado por el ejército junto a sus hermanos de comunidad y a una mujer laica con su hija.

Retomando el evangelio, el padre Molina resalta que la pregunta del Doctor de la Ley a Jesús es, en esencia, una pregunta por la salvación: “Maestro, ¿qué debo hacer para poseer la vida eterna?”. Recuerda de inmediato aquella conocida premisa de la doctrina católica que afirma que “fuera de la Iglesia no hay salvación”, para luego presentar la propuesta de Sobrino, teólogo centroamericano, quien afirmó: “fuera de los pobres no hay salvación”. Así, ante la pregunta del Doctor de la Ley sobre cómo alcanzar la salvación, Jesús no se limita al cumplimiento de los Mandamientos —amar a Dios y al prójimo como a uno mismo— que, aunque cruciales, no agotan su respuesta. Jesús va más allá y responde con la parábola del buen samaritano ante la nueva pregunta del Doctor de la Ley sobre quién es realmente su prójimo.

La parábola es conocida: un sacerdote y un levita pasaron junto al hombre medio muerto al borde del camino y lo ignoraron; pero un samaritano, al verlo, se compadeció de ese pobre, de ese hombre en extrema precariedad, despojado de todo por los salteadores. El padre Molina detalla entonces las actitudes del amor hacia los pobres y nuestras disposiciones para atenderlos. La primera es la compasión: ante los pobres, lo primero es compadecerse, es decir, sentir en nosotros lo que ellos viven. Compadecerse ante el rostro de los enfermos, los abandonados, los ancianos, los niños, los jóvenes en riesgo de caer en drogas o delincuencia, los indígenas, los inmigrantes, las madres que sufren porque tienen un hijo privado de libertad… El rostro del pobre de esta parábola era, además, el rostro de la muerte, pues el texto evangélico señala que lo habían dejado medio muerto. Lo primero es compadecerse.

En segundo lugar, el samaritano se acerca. Acercarse a los pobres significa ir donde ellos están y ponerse a su lado, sin rechazo ni distancia, superando la aporofobia —ese desprecio o repulsión hacia los pobres—. Esta actitud, señalada por el papa Francisco en la presentación del libro “Iglesia, pobre y para los pobres” del cardenal Gerhard Ludwig Müller, nos interpela cuando él pregunta: “¿Quién de nosotros no se siente incómodo incluso frente a la sola palabra «pobreza»?”[2]. Su reflexión subraya precisamente la dificultad humana de mirar la pobreza de frente, y al mismo tiempo nos invita a vencer ese miedo para imitar la cercanía compasiva del samaritano.

En tercer lugar, el samaritano lo unge con aceite y vino; con lo que llevaba consigo le brindó ayuda, un auxilio que le salvó la vida. Esta unción nos recuerda el gesto de la mujer anónima de Betania.

En cuarto lugar, luego de vendar sus heridas y montarlo en su cabalgadura, lo trasladó a una posada, a un lugar seguro. El padre Molina destaca que el samaritano dejó que el pobre encontrado en el camino cambiara su agenda. Y los cristianos de hoy estamos llamados a dejarnos cambiar la agenda por los pobres, quienes muchas veces no figuran en nuestros planes. El samaritano interrumpió su viaje, descendió de su mula, se puso al lado del pobre, lo atendió con lo poco que tenía en ese momento y luego derrochó en él su generosidad, dejando dos denarios para su cuidado y comprometiéndose a pagar cualquier gasto adicional a su regreso. El samaritano desaparece al final de la parábola porque sirve y ama sin hacer ruido.

Finalmente, es Jesús quien interroga al Doctor de la Ley, preguntándole cuál de los tres —el sacerdote, el levita o el samaritano— se había comportado como prójimo del hombre herido. La respuesta del Doctor de la Ley, aunque clara, es también evasiva, pues no menciona explícitamente al samaritano; se limita a decir: “el que tuvo compasión de él”.

El padre Molina concluye afirmando que aquel samaritano, ese día, se ganó el cielo: al atender al pobre, ganó la salvación, que era precisamente la pregunta inicial del Doctor de la Ley. En consecuencia, fuera de los pobres no hay salvación; o, dicho de otra manera, amar a Dios a través de la caridad hacia los pobres nos otorga la aprobación divina, nos hace más cercanos a Dios y, en definitiva, nos salva.

Como ya dijimos, el título del libro de Jon Sobrino, “Fuera de los pobres no hay salvación”, es a su vez el tercer capítulo de su obra "Extra pauperes nulla salus", frase que es tan novedosa como provocadora y, sin duda, profundamente contracultural. Como lo afirma el mismo autor en el prólogo de su libro, corresponderá al lector juzgar cuán racional o razonable resulta esta afirmación. Sobrino fue consciente de que, al abordar el tema, le asaltaron la perplejidad y el desasosiego; sin embargo, conservó la esperanza de que otros puedan criticar, enriquecer y completar esta reflexión. En cualquier caso, Sobrino mantiene el título como una llamada urgente a tomar en serio la postración de nuestro mundo y a reconocer que, en ese “abajo” de la historia tantas veces ignorado, incomprendido y despreciado, se encuentra también la posibilidad de salvación[3].

La soteriología no entra en conflicto con lo expuesto hasta ahora, pues nadie niega que la salvación nos viene de Jesús y solo de Él, el Hijo de María, a través de su muerte en la cruz y su gloriosa resurrección. Sin embargo, es igualmente cierto que el Cristo que murió en la cruz fue un Hombre-Dios pobre, porque —como ya hemos señalado— que el Verbo se haya hecho carne significa que Dios se hizo pobre. En consecuencia, fuera de Cristo pobre no hay salvación.



[2] MÜLLER, G., (2014), Iglesia pobre y para los pobres, con escritos de Gustavo Gutiérrez y Josef Sayer, San Pablo, p. 5.

[3] SOBRINO, J., (2007), Fuera de los pobres no hay salvación, pequeños ensayos utópico-proféticos, Trotta, p. 15.

sábado, 15 de noviembre de 2025

Jesús: ungido para los pobres

        Ungido para los pobres: una lectura pastoral de Mc 14,1-9

         No es casual que la crítica tan dura a la unción provenga de Judas, el traidor. Este detalle revela una gran verdad sintetizada por el papa Francisco: “quien no reconoce ni valora a los pobres, traiciona el corazón del mensaje de Jesús y no puede considerarse verdaderamente su discípulo”[1]. Es por eso que en esta exégesis se ha enfatizado en la estrecha relación de la unción con la opción de Jesús por los pobres.

Como se ha señalado, con este pasaje de Mc 14,1-9 comienza el relato de la pasión de Jesús. El contexto es claro: faltan solo dos días para la Pascua, la fiesta que conmemora la liberación de Israel, durante la cual el Mesías será entregado a la muerte y resucitará. En este momento decisivo, Jesús se encuentra en Betania, una localidad cercana a Jerusalén, en la casa de Simón, quien había sido leproso, pero fue sanado por el Señor. Ya no está frente a las multitudes enseñando en parábolas, sino que comparte una cena íntima con sus más cercanos. En medio de esta comida festiva, una mujer se acerca y, con un gesto de generosidad y ternura, unge a Jesús. Su acción transforma el ambiente: no busca protagonismo, sino que, a través de su gesto, sitúa a Jesús en el centro del encuentro. En ese instante, queda claro que lo más importante no es ella ni el perfume, sino Él y lo que está por acontecer.

La escena principal tiene lugar durante un banquete de los grandes preparativos ante las fiestas[2]. En aquella sociedad antigua, donde el pan era escaso y la mayoría del pueblo vivía en la pobreza, una comida abundante representaba una verdadera celebración. El anfitrión es Simón, llamado «el leproso», alguien que en su momento fue marginado por su enfermedad, pero que, una vez sanado, ahora abre su casa para compartir con otros. En este ambiente festivo —marcado por la comida, la alegría y el aroma de un perfume costoso que una mujer derrama sobre Jesús—, se anticipa, sin embargo, la cercanía de su pasión: la cruz ya proyecta su sombra sobre Él

Una mujer sin nombre —identificada como María, hermana de Lázaro, en Juan 12,3— derrama un costoso perfume de nardo puro sobre la cabeza de Jesús. Se trata de un ungüento de gran valor: teniendo en cuenta que un denario equivalía al salario de un día (Mt 20,2), el perfume representaba aproximadamente el sueldo de todo un año, unos trescientos denarios, según el cálculo de los hipócritas presentes. Frente a la cercanía de la muerte de Jesús, esta mujer “hizo lo que pudo”, al igual que la viuda del templo que “dio todo lo que tenía” (Mc 12,44). Mujeres como ellas transforman el mundo con gestos sencillos, pero profundamente significativos. La mujer de Betania realizó una “obra buena”: anticipó la unción del cuerpo de Jesús para su sepultura, tal como hacía Tobit (Tob 1,16-18). Por eso, Jesús la defiende con firmeza y la elogia con una promesa conmovedora: “dondequiera que se anuncie el evangelio en todo el mundo, se contará también lo que ella hizo, para que se recuerde su memoria”.

Jesús es el Mesías que sufre. En su evangelio, Marcos ofrece un detalle significativo: la mujer derrama el perfume “sobre la cabeza” de Jesús (Mc 14,3; Mt 26,3), a diferencia de lo que narran Juan y Lucas, donde el ungüento se vierte sobre los pies (Jn 12,3; Lc 7,38). En la tradición de Israel, la unción en la cabeza era un signo reservado para reyes, profetas y sacerdotes (1 Sam 10,1; 2 Re 9,3.6; Sal 133). Con este gesto, el evangelista insinúa que Jesús es el Mesías consagrado por Dios. Justo en el momento en que va a ser entregado a la muerte, una mujer piadosa reconoce su dignidad real y mesiánica. A pesar de la traición de los hombres, Jesús permanece como el escogido de Dios. Todo el relato gira en torno a Él: algunos buscan entregarlo, otros lo honran con amor. Jesús es, indiscutiblemente, el centro de la escena.

Así como Jesús ocupa el centro de la escena en Betania, también los pobres tienen un lugar central en su corazón y en todo su pensamiento. Su vida, su predicación y sus gestos lo confirman constantemente: Jesús no solo se acercó a los pobres, sino que se identificó con ellos hasta el extremo de decir que lo que se hace con ellos, se hace con él mismo (Mt 25,40). La opción preferencial por los pobres no es un añadido marginal al Evangelio, sino una consecuencia lógica y necesaria del seguimiento auténtico de Cristo.

Por eso, quien se proclame discípulo de Jesús —sea catequista, sacerdote, religioso o laico— no puede mantenerse indiferente ante el sufrimiento de los excluidos, ni vivir una espiritualidad desvinculada de la justicia. Ser amigo de los pobres no se reduce a un sentimiento pasajero de compasión, sino que implica un compromiso profundo, una relación de cercanía, respeto, escucha y solidaridad. Y es que, sin verdadera amistad con los pobres, no hay caridad real, porque la caridad evangélica no es dar desde arriba, sino compartir desde abajo, desde la humildad del servicio.

La mujer que unge a Jesús lo intuye: su gesto amoroso no es un lujo superfluo, sino un acto profético. Mientras algunos piensan en “el dinero que se podría haber dado a los pobres”, ella reconoce a Jesús, el primer pobre, el Mesías sufriente, y lo honra con lo mejor que tiene. En ese momento, sin palabras, ella recuerda que solo quien ama de verdad a Cristo, ama también a los pobres. Porque no se puede amar al Señor sin amar su cuerpo, que son los pequeños, los olvidados, los últimos. Allí donde están los pobres, está también el corazón de Cristo latiendo con fuerza.

Una Iglesia pobre y para los pobres puede parecer un mensaje revolucionario o novedoso, pero en realidad está enraizado profundamente en la tradición cristiana. Ya el Concilio Vaticano II afirmaba con claridad que “la Iglesia debe caminar, impulsada por el Espíritu Santo, por el mismo camino que recorrió Cristo: el camino de la pobreza, la obediencia y el servicio”[3]. La opción por los pobres no es una idea nueva, sino una llamada constante del cristianismo. En tiempos recientes, especialmente durante el pontificado del papa Francisco, se ha tomado mayor conciencia de que la Iglesia solo es fiel a Cristo si camina con los pobres y se deja evangelizar por ellos.

La homilía 50 de san Juan Crisóstomo sobre san Mateo sirve de resumen para esta opción preferencial por Jesús y por los pobres que se ha planteado; allí se trata sobre los frutos eficaces de la eucaristía y cómo proceder: “¿Queréis de verdad honrar el cuerpo de Cristo? No consintáis que esté desnudo. No lo honréis aquí con vestidos de seda y fuera le dejéis padecer de frío y desnudez (...) ¿Qué le aprovecha al Señor que su mesa esté llena toda de vasos de oro, si él se consume de hambre? Saciad primero su hambre y luego, de lo que os sobre, adornad también su mesa (...) Al hablar así, no es que prohíba que también en el ornato de la iglesia se ponga empeño; a lo que exhorto es que (...) antes que eso, se procure el socorro de los pobres (...) Mientras adornas, pues, la casa, no abandones a tu hermano en la tribulación, pues él es templo más precioso que el otro”[4].

La lógica del Evangelio es sencilla: primero los pobres. Primero está atender a Jesús, presente en los pobres, y luego todo lo demás: el ornato, la belleza de la liturgia, el orden, la pulcritud y la dignidad de los templos. Primero el vestido y el alimento de los demás, luego el nuestro. Esta es la enseñanza que nos deja Jesús en la unción de Betania: la preferencia por Jesús solo es auténtica cuando se expresa en la caridad, la amistad y el amor concreto hacia los pobres, sus predilectos.

No se puede servir a Dios y al dinero (Lc 16,13), expresó el Señor para darnos a entender que primero está él y los pobres y luego sí todo lo demás.



[3] CONCILIO VATICANO II, (1965), Decreto Ad Gentes, n°5.

[4] SAN JUAN CRISÓSTOMO, (1956), Obras completas II, Biblioteca de Autores Cristianos, pp. 80- 82.