domingo, 16 de noviembre de 2025

Fuera de los pobres no hay salvación

 Fuera de los pobres no hay salvación

Este título, tan sugerente como controversial, es el de uno de los libros del teólogo Jon Sobrino, publicado en 2007. También fue el título de la homilía dominical de un sacerdote jesuita venezolano[1] en la Jornada Mundial de los Pobres, el domingo 16 de noviembre de 2025, fecha en la que además se prologa este libro.

El padre Molina, desde la sede de Radio Nacional de Venezuela en Caracas, introduce su reflexión sobre el evangelio leído (Lc 10, 25-37, “El buen samaritano”), recordando que la Jornada Mundial de los Pobres fue instituida por el apreciado papa Francisco para recordarnos lo que, a su vez, caracterizó su pontificado: levantar la voz por los más excluidos, por los pobres, por los inmigrantes, por los pueblos atropellados, y por aquello a lo que estamos llamados como Iglesia.

Como testimonio de este llamado, el padre presentó la vida de Ignacio Ellacuría, S.I., uno de los seis jesuitas asesinados en El Salvador el 16 de noviembre de 1989. Ellacuría, entonces superior de la Universidad Centroamericana, fue ejecutado por el ejército junto a sus hermanos de comunidad y a una mujer laica con su hija.

Retomando el evangelio, el padre Molina resalta que la pregunta del Doctor de la Ley a Jesús es, en esencia, una pregunta por la salvación: “Maestro, ¿qué debo hacer para poseer la vida eterna?”. Recuerda de inmediato aquella conocida premisa de la doctrina católica que afirma que “fuera de la Iglesia no hay salvación”, para luego presentar la propuesta de Sobrino, teólogo centroamericano, quien afirmó: “fuera de los pobres no hay salvación”. Así, ante la pregunta del Doctor de la Ley sobre cómo alcanzar la salvación, Jesús no se limita al cumplimiento de los Mandamientos —amar a Dios y al prójimo como a uno mismo— que, aunque cruciales, no agotan su respuesta. Jesús va más allá y responde con la parábola del buen samaritano ante la nueva pregunta del Doctor de la Ley sobre quién es realmente su prójimo.

La parábola es conocida: un sacerdote y un levita pasaron junto al hombre medio muerto al borde del camino y lo ignoraron; pero un samaritano, al verlo, se compadeció de ese pobre, de ese hombre en extrema precariedad, despojado de todo por los salteadores. El padre Molina detalla entonces las actitudes del amor hacia los pobres y nuestras disposiciones para atenderlos. La primera es la compasión: ante los pobres, lo primero es compadecerse, es decir, sentir en nosotros lo que ellos viven. Compadecerse ante el rostro de los enfermos, los abandonados, los ancianos, los niños, los jóvenes en riesgo de caer en drogas o delincuencia, los indígenas, los inmigrantes, las madres que sufren porque tienen un hijo privado de libertad… El rostro del pobre de esta parábola era, además, el rostro de la muerte, pues el texto evangélico señala que lo habían dejado medio muerto. Lo primero es compadecerse.

En segundo lugar, el samaritano se acerca. Acercarse a los pobres significa ir donde ellos están y ponerse a su lado, sin rechazo ni distancia, superando la aporofobia —ese desprecio o repulsión hacia los pobres—. Esta actitud, señalada por el papa Francisco en la presentación del libro “Iglesia, pobre y para los pobres” del cardenal Gerhard Ludwig Müller, nos interpela cuando él pregunta: “¿Quién de nosotros no se siente incómodo incluso frente a la sola palabra «pobreza»?”[2]. Su reflexión subraya precisamente la dificultad humana de mirar la pobreza de frente, y al mismo tiempo nos invita a vencer ese miedo para imitar la cercanía compasiva del samaritano.

En tercer lugar, el samaritano lo unge con aceite y vino; con lo que llevaba consigo le brindó ayuda, un auxilio que le salvó la vida. Esta unción nos recuerda el gesto de la mujer anónima de Betania.

En cuarto lugar, luego de vendar sus heridas y montarlo en su cabalgadura, lo trasladó a una posada, a un lugar seguro. El padre Molina destaca que el samaritano dejó que el pobre encontrado en el camino cambiara su agenda. Y los cristianos de hoy estamos llamados a dejarnos cambiar la agenda por los pobres, quienes muchas veces no figuran en nuestros planes. El samaritano interrumpió su viaje, descendió de su mula, se puso al lado del pobre, lo atendió con lo poco que tenía en ese momento y luego derrochó en él su generosidad, dejando dos denarios para su cuidado y comprometiéndose a pagar cualquier gasto adicional a su regreso. El samaritano desaparece al final de la parábola porque sirve y ama sin hacer ruido.

Finalmente, es Jesús quien interroga al Doctor de la Ley, preguntándole cuál de los tres —el sacerdote, el levita o el samaritano— se había comportado como prójimo del hombre herido. La respuesta del Doctor de la Ley, aunque clara, es también evasiva, pues no menciona explícitamente al samaritano; se limita a decir: “el que tuvo compasión de él”.

El padre Molina concluye afirmando que aquel samaritano, ese día, se ganó el cielo: al atender al pobre, ganó la salvación, que era precisamente la pregunta inicial del Doctor de la Ley. En consecuencia, fuera de los pobres no hay salvación; o, dicho de otra manera, amar a Dios a través de la caridad hacia los pobres nos otorga la aprobación divina, nos hace más cercanos a Dios y, en definitiva, nos salva.

Como ya dijimos, el título del libro de Jon Sobrino, “Fuera de los pobres no hay salvación”, es a su vez el tercer capítulo de su obra "Extra pauperes nulla salus", frase que es tan novedosa como provocadora y, sin duda, profundamente contracultural. Como lo afirma el mismo autor en el prólogo de su libro, corresponderá al lector juzgar cuán racional o razonable resulta esta afirmación. Sobrino fue consciente de que, al abordar el tema, le asaltaron la perplejidad y el desasosiego; sin embargo, conservó la esperanza de que otros puedan criticar, enriquecer y completar esta reflexión. En cualquier caso, Sobrino mantiene el título como una llamada urgente a tomar en serio la postración de nuestro mundo y a reconocer que, en ese “abajo” de la historia tantas veces ignorado, incomprendido y despreciado, se encuentra también la posibilidad de salvación[3].

La soteriología no entra en conflicto con lo expuesto hasta ahora, pues nadie niega que la salvación nos viene de Jesús y solo de Él, el Hijo de María, a través de su muerte en la cruz y su gloriosa resurrección. Sin embargo, es igualmente cierto que el Cristo que murió en la cruz fue un Hombre-Dios pobre, porque —como ya hemos señalado— que el Verbo se haya hecho carne significa que Dios se hizo pobre. En consecuencia, fuera de Cristo pobre no hay salvación.



[2] MÜLLER, G., (2014), Iglesia pobre y para los pobres, con escritos de Gustavo Gutiérrez y Josef Sayer, San Pablo, p. 5.

[3] SOBRINO, J., (2007), Fuera de los pobres no hay salvación, pequeños ensayos utópico-proféticos, Trotta, p. 15.

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