domingo, 10 de mayo de 2020

Aspirar a ser obispo: ¿bueno o malo?

     EPISCOPUS


1 Timoteo 3, 1
“Es cierta esta afirmación: Si alguno aspira al episcopado, desea una buena obra”

Fidelis sermo: si quis episcopatum appetit, bonum opus desiderat.

Es común escuchar a un hombre decir que siente el llamado de Dios al sacerdocio. Nadie se escandaliza al oír que alguien se siente llamado por Jesús a dejarlo todo y seguirlo en el ministerio sacerdotal. Sin embargo, no ocurre lo mismo cuando se trata del primer grado del sacramento del Orden: el episcopado. La Iglesia ha entendido desde siempre que corresponde al Sumo Pontífice llamar a este ministerio a aquellos que considere aptos para tan alta y noble misión: ser sucesores de los Apóstoles, como lo establece el canon 377 del Código de Derecho Canónico.

El texto bíblico que sirve de base para esta reflexión es 1 Timoteo 3,1: “Es cierta esta afirmación: Si alguno aspira al episcopado, desea una buena obra”. A primera vista, esta perícopa parece avalar el deseo personal de acceder al episcopado; sin embargo, conviene profundizar más adelante en su interpretación para llegar a conclusiones auténticamente eclesiales.

Lo primero que debemos comprender es la intención del autor de la frase, san Pablo, al recomendar la aspiración al episcopado. El Apóstol de los gentiles muestra una profunda preocupación por la armonía y el buen orden de la comunidad cristiana, y en el capítulo 3 de su primera carta a Timoteo concentra su atención en dos tipos de cargos de responsabilidad: los obispos y los diáconos. Estos términos, aunque provienen del ámbito civil y religioso del mundo helénico, fueron asumidos por el cristianismo para designar a sus propios líderes. En esta ocasión, nos centraremos únicamente en el primero: el obispo.

La palabra "obispo", del latín episcopus, tiene su origen en el griego epískopos, que originalmente significaba “supervisor”. El propósito fundamental de esta carta es contribuir al desarrollo de una estructura eclesial más organizada, y por ende, más eficiente en su gobierno. Allí donde se fundaban comunidades cristianas, se hacía necesario establecer responsables cuya misión principal fuera velar por el bienestar espiritual de los fieles, tal como un pastor cuida de su rebaño. El título que mejor expresa esta función pastoral es, precisamente, el de obispo.

En el contexto de la carta a Timoteo, el cargo de obispo no era precisamente apetecible. Requería un testimonio de vida intachable y conllevaba un alto riesgo personal, dada la persecución que sufrían los cristianos en aquel tiempo. Por eso, san Pablo aprueba y valora a quienes se sienten llamados a prestar este servicio, animándolos a no rehuir la responsabilidad. En su exhortación, no se centra tanto en el deseo de alcanzar el cargo, sino en las cualidades necesarias para ejercerlo dignamente, pues de ello depende no solo el bien espiritual de los fieles, sino también el testimonio que la Iglesia ofrece ante el mundo.

En la visión paulina del cristianismo, el obispo era el responsable de una comunidad particular. Como ministro de la Iglesia, su misión consistía en enseñar, presidir y dar ejemplo de vida cristiana. Los estudiosos coinciden en que Pablo aprueba la aspiración al episcopado, precisamente porque este ministerio no era deseado por ambición o prestigio, como podía ocurrir con otros dones y carismas más visibles en la Iglesia primitiva. Ciertamente era más cómodo, y hasta impresionante, obrar milagros en nombre del Señor, que asumir el trabajo oscuro y sin brillo del culto, la enseñanza y la administración pastoral.

El episcopado no representaba entonces una posición de honor humano, sino una labor humilde, caritativa y silenciosa, exigente y poco reconocida. Surge entonces una pregunta necesaria: ¿representa lo mismo hoy en día?

Ahora bien, ¿aspirar al episcopado en pleno siglo XXI es algo bueno o malo? Si retomamos la intención original de san Pablo en su carta a Timoteo, escrita hace casi dos mil años, la respuesta sigue siendo afirmativa: sí, es algo bueno. El obispo es —y debe seguir siendo— un humilde servidor al servicio de la administración y el gobierno pastoral de la Iglesia. Sin embargo, con el paso del tiempo, su figura ha sido, en muchos casos, elevada a un plano casi “sacro” o divinizado, lo cual ha generado la percepción de que se trata de una posición de privilegio. Y, sin negar las responsabilidades propias de su rango, vale recordar las palabras del Papa Francisco: los obispos son, ante todo, privilegiados en el servicio a los demás.

Por tanto, que alguien aspire al episcopado con un corazón recto y con el sincero deseo de servir, y no de ser servido, es algo bueno, noble y justo. Pero también es esencial que los medios empleados para alcanzar esa aspiración sean igualmente buenos, nobles y justos. Debemos recordar que es Dios quien suscita en nosotros los deseos más profundos, cuando quiere regalarnos una misión. De ahí que sea necesario trabajar por recuperar la visión del episcopado como una función noble, digna de respeto y admiración, más que de ambición, sabiendo bien a qué se expone aquel que la acepta libremente.

¿Puede cualquier sacerdote llegar a ser obispo? No, sin duda que no. No todo sacerdote puede —ni debería— llegar al episcopado. Como afirma el padre José Antonio Fortea, los obispos deberían ser lo mejor que la Iglesia tiene entre sus sacerdotes. Tristemente, la realidad no siempre refleja este ideal. Es común escuchar que "otro lo habría hecho mejor", o que "ese no era el más indicado", lo cual —más allá de juicios humanos— puede ocultar una falta de fe en la acción del Espíritu Santo, que asiste siempre a la Iglesia, incluso en sus decisiones más complejas.

El catolicismo establece requisitos concretos para aquellos sacerdotes que serán ordenados obispos. Estas condiciones mínimas se encuentran claramente especificadas en el canon 378 §1 del Código de Derecho Canónico, donde se detallan los criterios de idoneidad que deben reunir los candidatos al episcopado:

1.  Que el candidato sea insigne por la firmeza de su fe, buenas costumbres, piedad, celo por las almas, sabiduría, prudencia y virtudes humanas, y que posea las demás cualidades necesarias para ejercer dignamente el oficio episcopal;

2.  Que goce de buena fama;

3.  Que haya cumplido al menos treinta y cinco años de edad;

4.  Que haya sido ordenado presbítero por lo menos cinco años antes;

5.  Que posea el grado de doctor o al menos de licenciado en Sagrada Escritura, Teología o Derecho Canónico, obtenido en un instituto de estudios superiores aprobado por la Sede Apostólica, o que al menos sea verdaderamente experto en dichas disciplinas.

Estos criterios no buscan establecer barreras elitistas, sino asegurar que quienes sean llamados al ministerio episcopal estén profundamente preparados en lo humano, espiritual, pastoral e intelectual, pues el oficio que se les encomienda no es otro que el de guiar, enseñar y santificar al Pueblo de Dios.

Ante esta alta vocación, no podemos sino elevar nuestra súplica al cielo:

Señor, danos obispos.

Señor, danos obispos santos.

Señor, danos muchos obispos santos. Amén.

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