MADRE ORANTE
Así como a san Agustín de Hipona, también a mí Dios me ha
concedido una madre que, con lágrimas y oración, ha velado incansablemente por
mi perseverancia en la vocación. El libro del Eclesiástico advierte: «Si te has
decidido a servir al Señor, prepárate para la prueba» (2,1). Y he comprendido
este aforismo sapiencial con tanta claridad junto a mi “Mónica”, que ambos
estamos convencidos de la verdad del justo Job: «Dios hiere y venda la herida»
(5,18).
Santa Mónica sufrió, lloró y oró durante años por su hijo Agustín,
pidiendo a Dios la gracia de verlo un auténtico cristiano católico. Mi madre,
de modo semejante, ha sufrido y derramado lágrimas por mí, no tanto para que me
convierta —que también lo necesito—, sino para que persevere y no abandone la
vocación a la que Dios me ha llamado y la Iglesia me ha confirmado.
No puedo negarlo: en mis momentos más oscuros y en la depresión
más profunda, siempre he contado con el respaldo, la compañía y la oración de
mi madre. Ella ha estado ahí, preocupándose por todo lo que me acontecía,
aconsejándome desde su modo de ver las cosas. Y aunque la verdad es que he
seguido más mis convicciones que sus consejos, jamás me ha faltado su opinión,
su respaldo y su comprensión.
Mi “Mónica” lo ha dejado todo por mí. Sus sacrificios han sido
constantes y palpables: dejar la tierra natal para acompañarme en el exilio,
quitarse el pan de la boca para dármelo a mí, y tantos otros gestos de amor que
quedan en el silencio de mi corazón agradecido. Recuerdo las largas caminatas
por el pueblo, las excursiones a la montaña para despejar la mente y alejarnos,
aunque fuera un instante, de la desgracia que me golpeaba, que aunque muy mía,
era en realidad de los dos, o al menos ella así también lo ha vivido. En
realidad, eran momentos de refugio en el diálogo sincero y profundo, repasando
lo vivido y planeando el futuro: plan A, plan B, plan C, todos pensados y
compartidos entre mi madre y yo. Y en cuántas de estas conversaciones alguno de
los dos introducía una idea que el otro ya había rumeado en su interior, evidenciando
la conexión tan fuerte entre un hijo con su madre.
A Santa Mónica Dios le concedió finalmente la gracia de ver a su
hijo convertido al cristianismo. Yo, humildemente, pido al Dios justo y
misericordioso que también a mi madre le sea concedido verme revestido de
Cristo, como un alter suyo en esta tierra. Por eso han sido tantas lágrimas y
tantas oraciones de amor: las suyas y las mías, compartidas en este caminar
donde hemos llorado juntos la injusticia sufrida, pero sobre todo el pecado
cometido, reconocido, asumido y redimido.
Me parece providencial que en agosto —mes en que celebramos
litúrgicamente a santa Mónica y cumpla años mi madre— se crucen nuestras
historias. El paralelismo es evidente: si Dios ya me ha regalado una “Mónica”
que me acompaña con lágrimas y oración, confío que también me dará, como a
Agustín, la gracia de la verdadera conversión. Porque las lágrimas pasan, pero
la oración de una madre permanece ante Dios.
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