lunes, 22 de febrero de 2021

La Teología del Migrante

 MIGRANTIUM


“Amigos, que sois hermanos,

¿por qué os maltratáis uno a otro?”

(Hechos 7, 26)

                                                                   

Afortunadamente “Dios no se muda” y “quien a Dios tiene, nada le falta”, porque “solo Dios basta”. A continuación unas palabras de consuelo para todos aquellos que –como yo ahora- viven en situación de migrantes en los diversos países del mundo. Estas palabras pueden tomarlas como una meditación o lectura espiritual, ya que, en miras a consolar y brindar esperanzas, han sido citados los textos de la Biblia y del Magisterio de la Iglesia Católica.

Valga este contenido, de igual manera, para hacer un llamado de atención a todos aquellos entes que se ven implicados en la Teología del Migrante, podríamos citar –por ejemplo- a los Gobiernos de las naciones, sin embargo, la exhortación va dirigida específicamente a los miembros de la Iglesia: obispos, sacerdotes y laicos, para preguntarles ¿qué están haciendo en la actualidad para responder desde la fe al fenómeno migratorio?, o si tal vez ¿conocen los lineamientos pastorales que la Iglesia propone?

Abraham, “el padre de todos los creyentes”, es decir, nuestro padre en la fe, fue un migrante por vocación. Por la fe, Abraham obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba (Gn 12, 1-4), viviendo como extranjero y peregrino en la Tierra prometida (Gn 23, 4). Dios obró grandes cosas a través de este migrante, porque él tuvo fe. La experiencia vivida por Abrahan y sus descendientes, sirvió para que Dios precisara en su amor el justo trato para con los migrantes, es así como en Éxodo 22, 20 se manda: “No maltratarás al forastero, ni le oprimirás, pues forasteros fuisteis vosotros en el país de Egipto”. A Dios llega el lamento del extranjero.

En los Hechos de los Apóstoles, con el discurso de Esteban (7, 2-53) se tiene un resumen de la historia de la salvación en la que, el fenómeno migratorio posee un papel en los planes de Dios, a saber: el primero en salir de su tierra por mandato divino fue Abrahan, sabiendo que sus descendientes residirían como forasteros en tierra extraña, les esclavizarían y les maltratarían durante cuatrocientos años, pero esto nunca fue bien visto a los ojos de Dios.

Luego, con la historia de José, vendido por sus hermanos a Egipto, Dios protege de manera especial al inmigrante, pues estaba con él y le libró de todas sus tribulaciones, dándole gracia y sabiduría ante el rey de Egipto quien e confió un puesto en su gobierno. Estabilizado José, sobrevino hambre y gran tribulación en Canaán; sus hermanos no encontraban víveres, pero al oír que había trigo en Egipto fueron y José se dio a conocer, mandó a buscar a su padre y a toda su familia, un total de 75 personas.

El pueblo se multiplicó en Egipto, hasta que llegó un rey que no se acordó de José, este obró contra los extranjeros, y en esta coyuntura nació Moisés, que fue recogido por la hija de Faraón, criándole como hijo suyo. Moisés con cuarenta años, fue a visitar a los israelitas, y al ver que uno de ellos era maltratado, tomó su defensa y vengó al oprimido matando al egipcio. Luego se les presentó mientras estaban peleándose y trataba de ponerles en paz diciendo: “Amigos, que sois hermanos, ¿por qué os maltratáis uno a otro?” Moisés fue descubierto como asesino y huyó al desierto.

En Abrahan, José y Moisés tenemos los tres testimonios bíblicos del Antiguo Testamento, en los que los planes de Dios con estos migrantes van dirigidos de manera estrecha con sus destacadas labores en la historia de la salvación, pues, como hemos visto, cada uno aportó lo que tenía para responder al llamado de Dios. Abrahan fue migrante por vocación, José lo fue a la fuerza, y Moisés, aun habiendo nacido en tierras de Egipto, se sentía comprometido con su linaje y se consideraba extranjero.

En la historia bíblica, el fenómeno migratorio está presente por voluntad de Dios. El segundo libro del Texto Sagrado, lleva el título de Éxodo, que significa salida o liberación. Este libro es considerado la travesía de liberación del pueblo oprimido, de ahí que el término “éxodo” sea también empleado en el gran desplazamiento de personas desde sus naciones de origen hacia otras, pues la migración actual es una auténtica liberación de los males que los hombres viven en sus tierras.

El Catecismo de la Iglesia Católica (#2241) suplica encarecidamente que: “Las naciones más prósperas tienen el deber de acoger, en cuanto sea posible, al extranjero que busca la seguridad y los medios de vida que no puede encontrar en su país de origen. Las autoridades deben velar para que se respete el derecho natural que coloca al huésped bajo la protección de quienes lo reciben”. Aquí sale a flote el “deber” de las naciones más prósperas: recibir y no rechazar; y más adelante el mismo numeral deja claro los “deberes” de los migrantes: “El inmigrante está obligado a respetar con gratitud el patrimonio material y espiritual del país que lo acoge, a obedecer sus leyes y contribuir a sus cargas”.

Es de suponer que, si una persona afligida sale de su patria y es acogida en otra nación, su actitud debe ser siempre de agradecimiento y respeto por esa oportunidad que se le está brindando. Si en su país de origen se esforzó por cumplir la ley, en el nuevo país que le recibe debe poner mayor atención y estar atento para no incumplir las normas, es más, debe interesarse por conocer la realidad social, cultural, política y económica que le abre sus puertas, para valorarla, comprenderla y respetarla.

Vemos que la Iglesia exhorta a los Gobiernos a responsabilizarse de los migrantes, pero ella misma tiene una herramienta pastoral aplicable con la realidad migratoria, por eso el Código de Derecho Canónico (#518), expresa la posibilidad de “constituir parroquias personales en razón del rito, de la lengua o de la nacionalidad de los fieles de un territorio, o incluso por otra determinada razón, esto para garantizar la eficaz atención espiritual de extranjeros que por diversos motivos se han incardinado lejos de sus naciones de origen”.

El mismo Código (#529), en el parágrafo 1, manifiesta los deberes de los párrocos, indicándoles que “-para cumplir diligentemente su función pastoral- deben dedicarse con particular diligencia a los pobres, a los afligidos, a quienes se encuentran solos, a los emigrantes o que sufren especiales dificultades”. Y en relación con el (#518), se invita en el (#568) a constituirse, en la medida de lo posible, “capellanes para aquellos que por su género de vida no pueden gozar de la atención parroquial ordinaria, como son los emigrantes, desterrados, prófugos, nómadas, marinos”.

En el Código de Derecho Canónico evidenciamos la preocupación pastoral por parte de la Iglesia para con los migrantes, en principio abogándose por su diligente atención pastoral (espiritual), sin embargo, el bienestar material de éstos también es un foco de atención al que se pueden dedicar obras concretas desde la Iglesia, como se verá más adelante.

El Concilio Vaticano II, en su Decreto “Ad gentes” (#15), sobre la actividad misionera de la Iglesia, exhorta “a todos los pueblos a cultivar como buenos ciudadanos verdadera y eficazmente el amor a la patria, evitando enteramente el desprecio de las otras razas y el nacionalismo exagerado, y promoviendo el amor universal de los hombres”. Este documento advierte las consecuencias de un exagerado nacionalismo: el desprecio de las otras razas, concluyendo que, por sobre todas las cosas está el amor universal de los hombres, donde se engloba el natural aprecio por los extranjeros.

De igual forma el Decreto “Presbyterorum ordinis” (#8), sobre el ministerio y la vida de los presbíteros, recomienda a los sacerdotes “no olvidar la hospitalidad, practicar la beneficencia y la asistencia mutua, preocupándose, sobre todo, de los que están enfermos, afligidos, demasiado recargados de trabajos, aislados, desterrados de la patria y de los que se ven perseguidos”. Este numeral comprende que también dentro del clero se da el fenómeno migratorio, para lo cual se plantea la vivencia de la fraternidad entre los presbíteros.

El mismo Concilio, en el Decreto “Christus Dominus” (#16), sobre el ministerio pastoral de los obispos, anima a los pastores a “procurar mejor el bien de los fieles, según la condición de cada uno, […]. Los obispos deben mostrarse interesados por todos, cualquiera que sea su edad, condición, nacionalidad, ya sean naturales del país, ya advenedizos, ya forasteros. En la aplicación de este cuidado pastoral por sus fieles guarden el papel reservado a ellos en las cosas de la Iglesia, reconociendo también la obligación y el derecho que ellos tienen de colaborar en la edificación del Cuerpo Místico de Cristo”. Este numeral pone de manifiesto que la atención pastoral de los obispos no mira nacionalidades, además reconoce el deber y derecho de los migrantes a colaborar en las iglesias de los países que les reciben.

Un migrante católico, donde quiera que se ubique, tiene el deber y el derecho de poner al servicio de la iglesia local sus dones y carismas. Pensemos en tantos catequistas, misioneros, cantantes católicos que han dejado sus países y pueden seguir sirviendo a la Iglesia Universal desde su situación. A estas personas no se les debe negar la posibilidad de desempeñarse activamente en la vida eclesial, pues la Iglesia es una sola y en razón de la fe somos hermanos, hijos de un mismo Padre.

En el Decreto “Apostolicam Actuositatem” (#11), sobre el apostolado de los laicos, el Concilio anima a los fieles católicos en su tarea a “poder adoptar como hijos a niños abandonados, recibir con gusto a los forasteros […] procurarles los medios justos del progreso económico”. Tres realidades tan concretas se viven en el fenómeno migratorio: adopción de niños, recepción de forasteros y su justo progreso económico. La acción pastoral de la Iglesia que los laicos deben realizar, contempla el esfuerzo que deben poner por recibir como hermanos a los migrantes. Un católico no mira nacionalidades, ama a todos por igual, pues todos “somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo”, (Filipenses 3, 20).

Las palabras de los Papas iluminan en todo momento las realidades temporales de la humanidad. El Santo Padre Francisco en su Exhortación Apostólica “Gaudete et exultate” (#103), reflexiona sobre la situación de los migrantes y al respecto recuerda la cita del Levítico (19, 33-34): “Si un emigrante reside con vosotros en vuestro país, no lo oprimiréis. El emigrante que reside entre vosotros será para vosotros como el indígena: lo amarás como a ti mismo, porque emigrantes fuisteis en Egipto” y continúa el Romano Pontífice aclarando: “Nosotros también, en el contexto actual, estamos llamados a vivir el camino de iluminación espiritual que nos presentaba el profeta Isaías cuando se preguntaba qué es lo que agrada a Dios: ´Partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, cubrir a quien ves desnudo y no desentenderte de los tuyos. Entonces surgirá tu luz como la aurora´ (58, 7-8)”. La asistencia a los necesitados borra pecados.

El hoy papa emérito Benedicto XVI, en una de sus alocuciones en el Vaticano expresó su oración por todos aquellos que, a menudo por la fuerza deben abandonar el propio país o son apátridas, sin nacionalidad, pidió para ellos solidaridad, y rezó por todos los que hacen lo posible para proteger y ayudar a estos hermanos en situación de emergencia, exponiéndose a graves dificultades y peligros. La oración de toda la Iglesia tiene presente a los migrantes ya quienes les brindan ayuda oportuna.

Francisco ha dicho que en los migrantes no hay que ver una amenaza, sino personas que pueden aportar mucho a las sociedades que los acogen. El Romano Pontífice ha explicado que todas las personas tienen derecho a desarrollarse, por eso la emigración es una puerta a la esperanza de muchos que en sus países no encuentran oportunidades. Según Francisco, para la Iglesia nadie es extranjero, porque la dignidad de las personas no depende de su religión, etnia o capacidad productiva. El Papa cree firmemente que los migrantes recuerdan la necesidad de erradicar la desigualdad, la injusticia y la opresión.

El 24 de diciembre de 2017, el Papa Francisco denunció el drama de los migrantes en el mundo, dijo que a menudo son expulsados de sus tierras por dirigentes dispuestos a derramar sangre inocente, hizo un llamado a la caridad y a la hospitalidad, pues según el mismo Evangelio, María y José les tocó huir debido a un decreto romano y en sus pasos se esconden las huellas de tantas familias que en nuestros días se ven obligadas a abandonar sus países, además reconoció que esa migración, en muchos de los casos, está cargada de esperanza y en otros es sobrevivencia.

Los nacionales que están en posibilidades de brindar ayuda económica o de cualquier índole a extranjeros, aunque ésta sea poca (limosna), deben hacerlo sin tanto discernimiento, pues está mandado por Dios: “Cuando siegues la mies en tu campo, si dejas en él olvidada una gavilla, no volverás a buscarla. Será para el forastero, el huérfano y la viuda, a fin de que Yahveh tu Dios te bendiga en todas tus obras”, (Dt 24, 19). Y que no quede duda de esto, Dios “ama al forastero, a quien da pan y vestido”, (Dt 10, 18).

A quienes han perseverado hasta aquí en la lectura de este tema, concluyo recordándoles que para Dios no existen nacionalidades, en Dios todos somos iguales y tenemos el mismo derecho y deber de amar y ser amados: “Así pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios”, (Efesios 2, 19).

P.A

García

2 comentarios:

  1. Eres un paria de la iglesia católica, ahora como Abraham deberás seguir a tu Dios y hacer tu propio camino a tierras desconocidas y fundarte allí en iglesia.

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    1. No soy ningún "paria", porque en la Iglesia Católica no hay castas. Todos los bautizados gozamos de la misma dignidad: somos hijos de Dios.

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