viernes, 26 de febrero de 2021

La importancia de la vida

THE LIVE IS GREAT



“¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?”

(Mateo 16, 26)

En estos últimos meses hemos sido testigos en primera persona de la pandemia mundial ocasionada por el COVID-19, que ha generado una emergencia sanitaria en la que, lamentablemente se ha perdido la vida de miles de personas, la mayoría de ellas débiles en su organismo, razón por la cual no pudieron resistir la violencia con la que ataca esta enfermedad; sin embargo, en otros casos, las pérdidas han ido relacionadas con la falta de oportuna atención médica, ya sea por negligencia de los mismos contagiados o por la innegable escasez de insumos necesarios para combatir el virus, pues no podemos ocultar que no todas las naciones están en capacidad de responder eficazmente a este tipo de calamidades. Ante este doloroso panorama cabe preguntarnos si en verdad hemos sido lo suficientemente cuidadosos, como para evitar la propagación de este mal que nos azota y salvar nuestra vida y la de los demás.

La importancia de la vida humana la podemos comprender –paradójicamente- cuando somos testigos del nacimiento de un bebé o cuando sufrimos la muerte de un ser querido o amigo, pues en ambas situaciones se pone de manifiesto el inmenso poder de Dios y las naturales limitaciones que como seres creados tenemos en cuanto al milagro de la vida. Sí, limitaciones, pues todos deseamos ver con orgullo a un niño recién nacido sano, con todos sus órganos, dispuesto a recibir nuestro amor y atención, queremos verlo crecer, desarrollarse y realizarse como persona, pero no siempre estamos en la capacidad de garantizarlo. En el caso de un fallecimiento, nadie quiere ver partir a un ser querido y ante la inminencia de la muerte muchas veces estamos de brazos cruzados, pues, aunque existan métodos científicos para garantizar la prolongación de nuestra existencia, no todos pueden acceder a ellos por razones pecuniarias, por lo que la muerte es como el nacimiento, un evento natural que nos trae a la mente la importancia de la vida.

Dios es el autor de la vida, así lo reconocemos desde la fe cristiana. La existencia humana y la vida en general son consecuencias del amor y la misericordia de nuestro Creador. Cada persona está comprometida a responder por su vida delante de Dios, pues Él sigue siendo su soberano Dueño; por nuestra parte estamos obligados a recibirla con gratitud y a conservarla para su honor y para la salvación de nuestras almas. De la vida no somos más que administradores y no propietarios (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2280).

El instinto de supervivencia que evidenciamos en los animales, debe recordarnos la vocación a la vida que llevamos impresa en el alma, pues así como estas criaturas se protegen de los peligros e incluso se enfrentan a ellos para resguardar a sus crías, del mismo modo nosotros –animales racionales- debemos estar decididos por la vida, apostar por ella, valorándola como regalo de Dios y haciendo todo lo posible para conservarla, en primer lugar la propia y también la de los demás. Esto para el cristiano es una obligación grave.

Así como la importancia de la vida la vemos en el nacimiento o en la muerte de una persona, en la enfermedad también encontramos un camino privilegiado para reconocer el don de Dios en nosotros. En esta pandemia mundial que todavía estamos atravesando, han sido muchas las personas que han comprendido el valor de la salud, pues nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde. En este sentido, la moral cristiana nos anima a reconocer la vida y la salud física como bienes preciosos confiados por Dios, por lo que estamos llamados a cuidar de ellos razonablemente teniendo en cuenta las necesidades del prójimo y el bien de la sociedad (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2288).

En la conciencia de un buen cristiano no puede haber espacio para la duda en la toma de decisiones que afecten directamente la salud y por ende la misma vida. En tal sentido, y en respuesta a la actual pandemia, se trae a la palestra necesariamente el tema de la importancia de la vida, pues vemos cómo muchas personas no están acatando con la rigurosidad necesaria las medidas sanitarias que los organismos competentes han determinado para disminuir el riesgo de contagios y de esta manera proteger la vida de los ciudadanos, de manera especial los más vulnerables. En este sentido, un cristiano que frecuenta lugares concurridos o que simplemente sale a la calle sin la debida protección, está contradiciendo su fe, pues con sus actos demuestra que no valora su vida ni la de los demás. Este cuidado debe ser mayor cuando bajo nuestra responsabilidad está la vida de otros, como los padres con sus hijos, etc.

Las disquisiciones sobre la salud de la humanidad han sido tan numerosas como variadas. Al respecto, desde el Magisterio de la Iglesia Católica se ha hablado claramente, tal es así que hemos visto al Romano Pontífice participando en la vacunación contra el coronavirus, animando a los demás a someterse a este tratamiento con plena confianza en la ciencia médica, ya que en algunas regiones del mundo se ha puesto en tela de juicio la autenticidad de la rectitud de intenciones que han motivado el estudio, logro y difusión de dichas dosis. Desde la Iglesia solo se puede aclarar que se atenta contra la vida humana cuando existe la negativa de participar en jornadas de inmunización, de igual manera se hace el llamado de atención, para que los privilegiados en este proceso sean los pobres, los menesterosos, los menos aventajados para la sociedad. En todo caso, se respeta la libertad de la persona humana en la toma de decisiones.

Los medios de comunicación nos han saturado en informaciones referentes al caos que ha traído consigo el actual desajuste sanitario, y aparentemente en la perspectiva de la economía, el turismo, la educación, la salud, entre otras índoles, las pérdidas han sido incomparables, pero lo que no nos han dicho las redes es que desde el lecho de la enfermedad el cristiano tiene la gloriosa oportunidad de ofrecer sus sufrimientos a Dios por las intenciones que él considere convenientes, colaborando de esta manera con el misterio de la redención obrado de una vez y para siempre con el sacrificio cruento de la Cruz y renovado en cada Eucaristía, sacrificio incruento. Aquí está la diferencia entre los pensamientos del mundo y el pensamiento de Dios.

El creyente puede vivir la enfermedad desde un punto de vista esperanzador, sabiendo que “el corazón alegre mejora la salud” (Proverbios 17, 22), por lo que sus actitudes ante el sufrimiento han de ser como las de Cristo, es decir, sabiendo que Dios no abandona en el olvido la vida de sus hijos y de manera especialísima la plegaria de quien sufre, de los enfermos, de los niños, los abandonados. El padecimiento de una enfermedad es también un camino, a veces necesario y justo, para que comprendamos que la vida es frágil y se nos puede escapar de las manos. Las enfermedades nunca son un castigo de Dios, pero estas sí pueden ser consecuencia –en algunos casos- de la irresponsabilidad de nuestras propias acciones. Despreciar la salud es no valorar la importancia de la vida y esto, sin titubeos, desagrada a nuestro Señor, sabiendo también que, según la santísima voluntad de Dios, no hay mal que por bien no venga.

En las Sagradas Escrituras están eternizadas las palabras divinas por las que Dios perpetúa la importancia de la vida humana: “no matarás” (Éxodo 20, 13); esta frase, enclavada en el quinto puesto de nuestro Decálogo de amor, que son los diez mandamientos, nos recuerda el valor de la existencia, pues la sacralidad de la vida humana se tiene en razón de que desde su comienzo es producto de la actividad creadora de Dios, permaneciendo estrechamente en relación con el Creador, que es su único fin (cf. Donum vitae, 5), es decir, de Dios venimos y hacia Dios vamos, y todo aquello que atente contra la vida, por ejemplo la desidia por la salud en tiempos de pandemia, incumple el oráculo bíblico “no matarás”, y en este sentido es preciso recordar que la lucha en contra de pecados como el aborto, la eutanasia, el homicidio o el suicidio, por nombrar unos pocos, poseen gravedad moral en la defensa de la vida. El cristiano está llamado a vivir la vida en plenitud.

En la importancia de la vida humana no solo nos atañe lo que podemos hacer por evitar lo que la amenaza, sino también es menester procurar lo que la mantiene, lo que garantiza la vida, como la familia, por ejemplo, que es la institución más oportuna para que la vida se origine, se mantenga y se difunda. Lo que atente contra la familia repercute contra la vida misma, pues la familia es la célula de la sociedad, como lo proclamaba solemnemente san Juan Pablo II. Podemos estar seguros de que desde la fe cristiana estamos haciendo lo correcto por preservar la vida, no solo condenando el homicidio o el aborto, sino precisando con definitiva seguridad y como universal aseveración que solo podemos llamar matrimonio –en relación a la familia- a la unión en el amor entre un hombre y una mujer: “por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne” (Génesis 2, 24).

El relativismo actual nos hace pensar que cualquier cosa está bien, o peor aún, que lo que siempre ha sido bueno, es decir, lo correcto, deja de ser así y se suele transpolar para justificar actitudes que no son las más correctas, en estas circunstancias los cristianos debemos estar seguros de que –como lo precisaba Benedicto XVI- la verdad no la determina el voto de la mayoría, por lo que no es discriminación reconocer que ciertas ideologías atentan directamente contra el valor y la importancia de la vida humana. Desde la moral cristiana no podemos aceptar cualquier opinión sobre la vida, por muy científica o fundamentada que parezca. Dios es un Dios de vivos, no de muertos.

Ante el inmenso abanico de cuestionamientos que bombardea la conciencia de los hombres en nuestros días, el cristianismo, o la fe en Jesucristo, que es lo mismo, propone una alternativa eficaz para superar adversidades y encontrar el sentido de la existencia humana, tal como lo refiere el Papa Francisco, “la alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús” (Evangelii Gaudium, 1). Valorar la vida desde la perspectiva evangélica significa creer que tenemos un propósito firme en este mundo, actuar movidos por una vocación celestial que todos hemos recibido, ser santos. No es lo mismo vivir sin Dios, a merced de nuestras pasiones, que vivir en la santidad que Dios nos exige, santidad que no es otra cosa que Él en nosotros. Las palabras de la fe nos dan esperanza y nos ayudan a comprender que en la vida el primer llamado es a la santidad, viendo alrededor e identificando a tantas personas que creen, como nosotros, que un día volveremos al seno de nuestro Padre Celestial, con los santos, aunque “quizá su vida no fue siempre perfecta, pero aun en medio de imperfecciones y caídas siguieron adelante y agradaron al Señor” (Gaudete et exultate, 3).

Los que tenemos fe somos de alguna manera privilegiados por Dios, ya que la fe es un don suyo, don que nos permite ver la vida desde una perspectiva sobrenatural, con los pies bien puestos en la tierra, pero con la mirada fija en el cielo, esa realidad espiritual a la que todos estamos convocados desde la recepción del bautismo sacramental, ese cielo que es definido por la fe como la fiesta que no tiene fin. La fe nos garantiza aquello que no podemos ver, pero que de alguna manera sí podemos sentir. Dios se vive, el Señor se manifiesta en nuestras vidas a cada instante, en cada momento, basta con detenernos y reconocer que sin Él nada podemos hacer, porque “en él vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos 17, 28).

La lucha es anticristiana, toda acción bélica es producto de un corazón sin amor, sin embargo, en la vida del cristiano debemos tratar sin tabúes el tema del “combate espiritual”, pues ciertamente nos encontramos en constante amenaza, somos tentados por el padre de la mentira, que nos quiere alejar de Dios induciéndonos al pecado, para apartar de nosotros la gracia divina y así debilitarnos por completo. Aquel que realmente valora su vida es capaz de comprender –como lo hizo san Pablo- que todo nos es lícito, pero no todo nos conviene para nuestra salvación (cf. 1 Corintios 6, 12), de ahí que seamos conscientes de que en la vida hay momentos en los que debemos tomar decisiones, las cuales determinarán el rumbo de nuestra existencia en la medida que seamos constantes en los propósitos y metas trazadas. La juventud, por ejemplo, es la época “más adecuada para entender la vida como lucha, […] [debemos] fortalecer en la juventud la conciencia de que una vida humana sólo se realiza a través de la lucha” (Loring, 2004, p. 487), la lucha entre el bien y el mal, la pugna entre nuestra vocación a la santidad y nuestra humanidad marcada por el pecado original.

Si bien es cierto que cuidando de nosotros, de nuestra integridad espiritual y humana, cuidamos a los demás, también lo es que respetemos el ambiente, la naturaleza que es obra de las manos de Dios, obra buena, pues en un mundo destruido por la contaminación, o por la corrupción, difícilmente se darán las condiciones necesarias para que el hombre se desarrolle con todas sus potencialidades. El amor por Dios, por el prójimo y por nosotros mismos, debe ir en equilibrio con el amor por la creación, y lo debemos hacer no solo porque nos conviene, sino además porque ha sido un mandato del Señor: “Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó. Y bendíjolos Dios, y díjoles Dios: ´Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla´” (Génesis 1, 27-28), en este sentido, someter la tierra no es destruirla, es conservarla, pues nuestra vida depende de ella, es más, estamos más relacionados con la tierra de lo que frecuentemente imaginamos, pues “eres polvo y al polvo tornarás” (Génesis 3, 19).

La espiritualidad cristiana en relación con la importancia de la vida, como ya hemos visto, abarca un sinnúmero de cuestiones, pasando desde el amor propio, como cuando valoramos nuestra salud, hasta considerar el cuidado de la Casa Común un deber de la humanidad, es así como el santo de Asís agradecía a Dios por todas las cosas creadas, porque las consideraba hermanas suyas, pues con ellas supo convivir y, sobretodo, comprendió que en este mundo nos necesitamos unos a otros.

Finalmente, es preciso mencionar la importancia de la vida espiritual, teniendo ya claro el valor de la vida física. En este campo, lo que la teología bíblica nos aporta es bastante profundo, pues desde la Palabra de Dios, la vida no termina con la muerte, sino que, por el contrario, es cuando realmente comienza. La fe nos ayuda a comprender que en este mundo estamos simplemente de paso, de ahí que nos llamemos militantes de la Iglesia Peregrina, esperando gozar de llegar a la Iglesia Triunfante en el cielo, tal vez pasando por la Iglesia Purgante que se purifica de toda mancha de pecado. Esta vida es un simple paso que nos pondrá en relación, después de morir, con la realidad de la vida eterna en Dios, pero ya desde ahora podemos vivir anticipando la plenitud de esta vida, y esto lo logramos cuando conocemos a Cristo, de quien él mismo dijo que era el verdadero “Camino, la Verdad y la Vida” (Juan 14, 6).

Si para nuestra hambre tenemos a disposición los alimentos, o para nuestras enfermedades tenemos al alcance las medicinas, así mismo para nuestra necesidad espiritual tenemos lo que necesitamos y que ha sido dado por el mismo Dios. Un ejemplo de alimento espiritual sería la lectura bíblica, que siembra en nosotros la semilla que va germinando sin que nos demos cuenta, y a la larga da sus frutos. Otro ejemplo, el más necesario es la recepción de la Sagrada Comunión, la cual es posible cuando participamos del Santo Sacrificio de la Misa, pero, en estos días de pandemia, muchos templos han cerrado sus puertas como medida de prevención, por eso tenemos para nuestro bien la práctica de la Comunión Espiritual, en la que pedimos a Dios que venga a nosotros para sentirnos fortalecidos por su presencia divina. Orar es también la mejor medicina, para mantener la vida espiritual activa, sin embargo, donde hay obras de caridad, podríamos decir, hacemos presente a Dios, como lo reafirma la sentencia latina “ubi caritas et amor Deus ibi est”, donde hay caridad y amor ahí está Dios.

Aprovechemos este tiempo de cuaresma, que hemos iniciado con el pasado Miércoles de Ceniza, para aumentar nuestro amor y compromiso por la defensa de la vida física y espiritual, ya que ambas son tan necesarias como la fe y la razón. Ahora más que nunca, los cristianos estamos llamados a defender la vida de los más débiles, los que la sociedad ha dejado en vulnerabilidad, los pobres, los enfermos, los migrantes, aquellos en quien se manifiesta Cristo necesitado, ultrajado, humillado, abandonado, pisoteado, casi sin rostro humano.

En nuestra oración personal demos gracias a Dios porque tenemos vida y salud, pero, si de repente estamos pasando por alguna dificultad, que sepamos pedir a Dios lo que más nos conviene, tal como lo dicen las palabras del Señor, “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo” (Mateo 6, 10), esta es la oración que más agrada a Dios, la que se hace con confianza, abandonando nuestras vidas en Él, que es omnipotente y en el llamado a existir no nos deja solos. Con la santa carmelita digamos confiados “quien a Dios tiene, nada le falta, porque solo Dios basta”.

P.A

García

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