CRISTIANOS PRIMITIVOS[1]
El profesor Rafael Aguirre, de la
Universidad de Deusto, España, inicia su artículo ubicando el resurgir de la
búsqueda de los orígenes de Europa, continente que se empeña en una autoidentificación,
para lo cual necesariamente debe mirar a sus raíces cristianas, raíces
forjadoras de la cultura actual. La cultura del Mediterráneo en el primer siglo
de nuestra era se encarrilaba en dos grandes líneas: la vida de la polis
y la vida de la casa, es decir, entre la ciudad y la familia. Por su parte el
judaísmo, del que surge el cristianismo, era una fuerte entidad étnica que fue
renovada por Jesús de Nazaret, aunque el movimiento iniciado por el resucitado
tuviera su mejor terreno en el pluralismo de los grupos judíos helenizados.
Roma lo controlaba todo, el helenismo griego servía de conductor y en este
contexto el cristianismo surgido del judaísmo se empezó a expandir por y a
través del Mediterráneo.
Mientras tanto, en la Jerusalén del
siglo I existieron judeocristianos hebreos y judeocristianos helenistas, entre
ellos el autor logra separar a cuatro marcadas corrientes judeocristianas,
desde la que no acepta nada que atente contra su identidad étnica, hasta la más
flexible e incluyente de los pueblos paganos, para todas se tiene su propagador
de entre los Apóstoles. Cuando se dirigían a judíos se les hablaba del
“Mesías”, mientras que al predicar a los paganos se anunciaba al “Señor”. Esta
misión de la Iglesia se inicia y se fortalece principalmente desde las
principales ciudades y puertos, en detrimento de las aldeas y campos rurales
donde también llegó el Evangelio, pero después de las grandes metrópolis, no
por la tarea exclusiva de misioneros dedicados al anuncio, sino por el vaivén
de mercaderes y trabajadores que por razones económicas debían viajar de una
parte a otra, llevando consigo la fe.
Las sinagogas de la diáspora judía
esparcidas por la Europa del siglo I fungieron de puente para que el grupo
llamado los “temerosos de Dios” pudieran acceder al cristianismo como un
judaísmo menos étnico y más inclusivo. La figura de san Pablo es de innegable
protagonismo en este discurrir de los orígenes del cristianismo, pues se trata
de un personaje que encarna las características del misionero itinerante,
preparado y conocedor de su propio tiempo, capaz de llevar la Buena Nueva
compaginada desde sus propios matices, los que finalmente se impusieron sobre
las demás corrientes de un cristianismo plural y diversificado, así pues, “en
cualquier Estado, cultura y condición se puede ser cristiano, lo cual implica
que ser cristiano transforma por dentro la manera de vivir el Estado, la
cultura y la situación social.” El cristianismo primitivo es heterogéneo y
mestizo, Pablo se preocupa de una perfecta unidad en la diversidad de sus
comunidades.
El Apóstol de los gentiles era el
perfecto judío que comprendió que las promesas hechas a Abrahán, el padre en la
fe, se habían cumplido a cabalidad en otro judío, Jesús de Nazaret. El autor no
da créditos al relato lucano de la predicación de Pablo en el Areópago
ateniense, poniendo en duda su conocida formación helenista. Por su parte la
ciudadanía romana de Pablo es solo argumentada en los Hechos, mas no en sus
propias cartas. Con estas autoridades imperiales procuró evitar conflictos, sin
embargo, no logró esquivar la cárcel y los recelos de su predicación de un resucitado
crucificado por Roma. “Pablo convirtió la religión política de Jesús en una
religión doméstica. Fue una gran opción de inculturación, que exige alguna
explicación.” Predicar desde las casas buscó transformar el imperio
grecorromano desde dentro.
El autor es consciente de que, en la
tradición paulina, la ambigüedad cultural en las comunidades provoca
desarrollos divergentes y polémicas pospaulinas. En los años ochenta, surge una
tradición pro-Pablo que acepta la cultura helenística y el poder romano,
reflejada en las cartas a Colosenses, Efesios y las pastorales. Estas cartas
adoptan códigos domésticos helenísticos, legitimando el orden patriarcal (Col
3,18-4,1; Ef 5,21-33). Algunos interpretan a Pablo como antipatriarcal y
crítico, desafiando normas sociales.
El Nuevo Testamento fusiona la cultura
judía con géneros helenísticos para interpretar a Jesucristo. Los evangelios se
vinculan a biografías helenísticas, narrando la vida de Jesús sin ser
biografías modernas ni historias del siglo I. Las cartas adoptan convenciones
epistolares greco-romanas, reflejando una fusión cultural. La fe en Jesús
transforma el judaísmo en una relación personal con Dios y genera conflictos
sobre la identidad de Israel fuera de la sinagoga, definiendo al cristianismo
por la fe sobre la etnicidad.
El encuentro del cristianismo con el
helenismo destaca en los apologistas del siglo II, quienes aprecian
críticamente la filosofía helenística. San Justino ve la verdadera filosofía
como divinamente revelada, transformando la razón humana. Frente al judaísmo,
el cristianismo se presenta como el verdadero pueblo de Dios; frente al
helenismo, como la verdadera filosofía. Tertuliano confronta al cristianismo
con el orden jurídico romano, defendiendo su identidad como la verdadera religión
contra las acusaciones de superstición.
El proceso de integración cultural del
cristianismo no es sincretismo, sino una integración estructurada de
dimensiones institucional, intelectual y personal. Transforma las culturas
adoptadas, fundamentando el éxito histórico del cristianismo como una identidad
en evolución.
Finalmente, el texto del profesor
Aguirre logra cohesionar la idea general de que los orígenes del cristianismo y
la inculturación de la fe se centran en cómo esta religión emergió y se adaptó
a diferentes contextos culturales. Desde sus inicios en el judaísmo del primer
siglo, el cristianismo se expandió hacia el mundo helenístico y romano,
integrando elementos judíos y griegos en su doctrina y prácticas. Esta
adaptación cultural permitió al cristianismo no solo sobrevivir, sino también
crecer y establecerse como una fuerza espiritual y social significativa en la
historia mundial. No deja de ser polémico el autor a la hora de poner en tela
de juicio alguno de los constructos ampliamente aceptados por el actual
catolicismo respecto a tradiciones sobre la verdadera intención de Jesús y sus
apóstoles.
P.A
García
[1] Este artículo reproduce la
ponencia del autor en las XII Jornadas de Teología del Centro Regional de Estudios
Teológicos de Aragón (CRETA), celebrada el 17 de 1 de febrero de 2004 en
Zaragoza, España. REVISTA LATINOAMERICANA DE TEOLOGÍA, Páginas.
121-138.