sábado, 29 de junio de 2024

Mi viaje al VRAEM

PUCHITAQUIGUIATO

         En la zona selvática del departamento de Ayacucho se encuentra una parte del valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro (VRAEM), que comparte fluviales con los departamentos vecinos; una zona de especial consideración por la rastrera presencia de Sendero Luminoso, grupo narcoterrorista que se esfuerza por mantenerse en lo incógnito teniendo como principal eje económico la siembra de coca, la producción de cocaína y su eventual distribución.

         Este relato no se desarrollará en lo trágico de una situación como la anteriormente descrita, sino que presentará un bosquejo a vuelo de pájaro de lo que es la vida de una de las comunidades indígenas de las etnias matshiguengas y asháninkas, ya que el contacto tenido el día jueves 27 de junio se centró en la minúscula comunidad nativa matshiguenga de Puchitaquiguiato.

         Por invitación del padre David Samaniego Gutiérrez S.J. participé de una visita de rutina que realiza el “Centro Loyola Ayacucho” a las comunidades nativas indígenas de la selva ayacuchana en favor de la defensa de sus derechos y el cuidado especial de sus territorios.

         El miércoles 26 de junio salimos de la ciudad de Ayacucho rumbo al VRAEM los cinco integrantes de la comitiva, a saber: R. P. David Samaniego Gutiérrez, sacerdote jesuita y antropólogo; Kenny Chuchón, antropólogo también; y Manuel, el chofer; ellos tres miembros del “Centro Loyola Ayacucho”, y nos sumamos en calidad de invitados la madre Julia Huiman, de las Hermanas de la Caridad de Leavenworth y yo.

         Fueron poquísimos los momentos de silencio durante el viaje de ida y de regreso, pues ante el variado y gozoso repertorio musical del USB no nos quedó más opción que cantar a todo pulmón la mayoría de las canciones que nos eran conocidas a todos. Cómo no, sí que hubo un profundo contemplar de la hermosa naturaleza comprendida por verdosos valles templados y rocosos riscos helados antes de adentrarnos en la exuberante vegetación de lo que algunos llaman la “ceja de selva”.

         Yendo tuvimos la dicha de encontrarnos posado sobre una roca a un maravilloso y joven ejemplar del cóndor andino, el cual logramos fotografiar antes de verlo alzarse en vuelo liberto sobre la peña que él mismo admiraba hacia el horizonte; y viniendo nos topamos con dos monos inquietos que, al percatarse de nuestra presencia y por el inevitable ruido del vehículo, saltaron rápidamente de rama en rama hasta perderse de nuestra vista sin darnos la oportunidad de capturar imagen alguna con nuestros móviles en mano. Definitivamente, la flora y la fauna son tan variadas en el recorrido que daría para un libro entero su precisa descripción.

         Por el camino la comitiva del “Centro Loyola Ayacucho” repartió caramelos y galletas a los niños, especialmente a quienes se hallaban cuidando sus rebaños o cosechando con sus padres las tierras. Sus rostros se iluminaban cuando extendían las manos para recibir el obsequio que con mucho cariño el padre David les entregaba. A las señoras y señores mayores les entregó arroz fortificado, una donación importante de casi 30 kilogramos repartidos entre ida y vuelta. Ancianas sentadas tejiendo, otras caminando en medio de la nada en la soledad característica de las alturas donde solo son bien vistas las ovejas, recibieron con gratitud el regalo ofrecido. Es así como la caridad y la gratitud tuvieron rostro en este sencillo gesto de desprendimiento. El sacerdote, en el puesto al lado del chofer, se encargó de saludar a todo transeúnte, obviamente desconocidos todos, pero con ese saludo amable, sabemos, impartía también su bendición sacerdotal.

         Como mencioné anteriormente nuestro viaje tenía por único objetivo visitar la comunidad nativa matshiguenga de Puchitaquiguiato, pero antes llegamos y nos hospedamos en el centro poblado de San Antonio, del distrito Unión Progreso de la provincia de La Mar, localidad ubicada a la margen izquierda del imponente río Apurímac, el mismo que hace de límite entre los departamentos del Cusco y Ayacucho.

         San Antonio o Puerto San Antonio como también se deja leer en algunos avisos, es un centro poblado bastante cómo para visitar. Varias de sus calles principales están asfaltadas o pavimentadas. Tiene buen número de locales comerciales y, sobre todo, agradables hospedajes con los servicios básicos. Una olvidada capilla católica de suficientes proporciones, y otros tantos locales para el culto protestante. En la plazuela del pueblo se reconoce la figura del fraile portugués Fernando de Lisboa, mejor conocido como san Antonio de Padua.

         La tarde en la que llegamos al pueblo se vivió un curioso movimiento en el ambiente que no vimos el día siguiente, y es que esa noche se llevó a cabo el partido de fútbol de las selecciones de México y Venezuela, motivo para concentrarse expectantes frente a las pantallas de TV de los restaurantes, para comer y beber mientras se observó la derrota dolorosa del equipo mexicano frente al orgullo y emoción del venezolano. Las probabilidades de ganar para el país azteca eran mayores que para el pueblo bolivariano según las estadísticas, sin embargo, luego de un gol venezolano y un equívoco en el penalti mexicano, la victoria se selló a favor del tricolor suramericano, después de un eterno y casi agonizante partido, en el que los minutos pasaron como horas.

         El jueves 27 partimos, luego de desayunar, a la comunidad nativa matshiguenga de Puchitaquiguiato, allí nos esperaba el jefe de la comunidad con algunos de sus habitantes. La reunión se llevó a cabo en el local comunal que sirve de inicial para los niños. La maestra fue receptiva y siendo las 10 de la mañana se dio inicio al encuentro.

         El padre David y Kenny, antropólogos, desarrollaron un FODA, es decir, una conversación preliminar que dará como resultado la formulación de un proyecto de trabajo en beneficio de esta comunidad, con la metodología de precisar en primera instancia las Fortalezas, Oportunidades, Debilidades y Amenazas (FODA).

         De lo que puedo recordar rescato que la comunidad es muy pequeña, de solo siete familias, pocos adultos mayores y pocos niños; en total no creo que superen las dos docenas, sin embargo, ellos tienen los mismos derechos que una gran multitud. Son la comunidad más lejana que visita el “Centro Loyola Ayacucho”, y el principal motivo, pero no el único, es ayudarles en la titulación de su territorio, para que vivan protegidos y lejos de las amenazas de foráneos que pueden apropiarse de la selva para deforestar y dedicarla a cultivos.

         Los “colonos” como ellos llaman a las personas ajenas a la comunidad nativa, parecen estar comprando u ocupando tierras que sirven de reserva forestal y faunística, lo que deja en desventaja la preservación de sus costumbres y tradiciones. Los matshiguengas son conscientes de su riqueza cultural, étnica, lingüística y tradicional, de ahí que se interesen en ser guiados por el “Centro Loyola Ayacucho” para lograr sus objetivos: una comunidad nativa reconocida por el Estado peruano, con límites precisos y tomados en cuenta en las diversas actividades interculturales de la zona.

         La reunión se efectuó en un clima amigable, aunque costó un poquito hacerlos participar y concretar ideas. La metodología del FODA es muy específica y lo que se salga de ahí retarda su objetivo, sin embargo, todo lo expresado fue tomado en cuenta y apuntado por los antropólogos.

         La barrera idiomática estuvo presente, pero esta fue absuelta con la posterior interpretación de Kenny, quien resumió a grandes rasgos la larga intervención de uno de los participantes que, desde un principio manifestó sentirse más cómo opinando en lengua quechua; aunque aquello fue más una mezcla de castellano y quechua, lo que facilitó la fugaz comprensión por asimilación de los que no hablamos el quechua.

         En resumidas cuentas, los pobladores de Puchitaquiguiato saben que son una comunidad joven y marginada, pero con grandes avances en su desarrollo y encaminadas a lograr más cosas. Su jefe es un hombre joven que se debate entre permanecer en la comunidad con los suyos, luchando por un proyecto común, o marcharse al otro lado del Apurímac para probar suerte en trabajos que le suministren mayor remuneración. La pobreza material es evidente, casi tanto como la intelectual, sin catalogar a nadie de ignorante, porque ellos saben muchísimas cosas que nosotros ignoramos. Cada quien es ignorante en la medida en que se pongan a prueba sus conocimientos.

         Finalizada la reunión se entregaron unas mantas para el frío a cada familia, dos por padre de familia, y unos kilos de arroz fortificado, el mismo que se repartió por el camino. Luego vino el almuerzo, tan sencillo como delicioso, se trató de yuca con pescado y masato, bebida tradicional de los matshiguengas y asháninkas a base de yuca, una especie de chicha fuerte de contextura gruesa, agradable al paladar. En la mesa estuvimos solo los varones; las mujeres y los niños comieron a parte; con nosotros solo estuvo la madre Julia y, en el mismo salón comunal, aunque no en la mesa, la profesora que también participó de la conversación mientas comíamos.

         Como donación del “Centro Loyola Ayacucho” se obsequiaron a la comunidad varias láminas de calamina para techar la cocina y depósito del salón comunal, pues los alimentos del programa estatal Qali Warma exigen unas condiciones mínimas para el manejo de alimentos, especialmente de los niños, en la erradicación de la anemia.

         Cuántos lugares en este mundo que debemos conocer, cuántas realidades que hay que experimentar. La vida en la ciudad tiene sus ventajas y desventajas, de igual manera en el campo, aunque, es evidente que, respecto al acceso a la salud, la alimentación y a la educación, solo por poner un ejemplo, estas comunidades indígenas se ven en notable detrimento. Son felices a su modo de ver el mundo, pero se reconocen cruzados de brazos ante un mundo cada vez más desarrollado y donde el ser humano y sus capacidades son más tomadas en cuenta.

         ¿Será que estas pequeñas comunidades están destinadas a desaparecer? No lo sabemos, ni lo deseamos, lo que sí podemos advertir es que el asfixiante materialismo, sin menospreciar los derechos humanos, cundirá como pólvora en las conciencias de los más débiles.

         La Iglesia católica, a través del trabajo de la Compañía de Jesús, los padres jesuitas, hace extensiva la voz del Romano Pontífice que quiere bendecir a todos sus hijos repartidos por el mundo entero, allí donde se encuentren, en sus faenas diarias, en sana relación con el medio ambiente, la casa común que debemos conocer para amar y cuidar.

P.A

García










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