domingo, 31 de mayo de 2020

Historia de Nuestra Señora Aparecida de Los Guáimaros


“LA VIRGEN APARECIDA EN
 LOS GUÁIMAROS”

Nuestra Señora Aparecida de Los Guáimaros en 2019

1.    Historia de la aparición – Los Guáimaros.

Los Guáimaros, es una pequeña comunidad artesanal, ubicada a orillas de la antigua carretera trasandina, a escasos 5 kilómetros de la ciudad de Ejido en el estado Mérida; corresponde su toponimia a la abundancia de “guáimaros”, árboles frondosos a cuya sombra hubieron de criarse los indios “guaimaroes”, primitivos habitantes de la zona. Este pueblo fue el escenario de una maravillosa aparición de la Santísima Virgen María, quien en una minúscula imagen de material desconocido, perpetuó su maternal presencia en ese terruño del municipio Campo Elías.

Corrían los primeros años del siglo XX, y Los Guáimaros servía en su paso como estancia para los viandantes que concurrían las ciudades de Ejido y Mérida. Sus hogares se usaban como reposo y refrigerio para las monturas que transportaban mercancías y personas entre las capitales de los estados Mérida y Táchira. Es en este contexto, en medio de una humilde familia, de cuyos miembros la historia nos ha preservado solamente a madre e hija, donde se vivió un hallazgo, un tanto milagroso, que cambiaría para siempre el sentir religioso de todos.

En una mañana como cualquier otra, la familia Rodríguez iniciaba sus faenas diarias recolectando la leña para su fogón entre los matorrales del sector Las Mesitas, parte alta de Los Guáimaros. Madre e hija se dispusieron  a separar los troncos más grandes de los chamizos recogidos. Todo concurría con normalidad, cuando la pequeña Anantonia recoge del suelo una pequeña pieza, como de piedra, con la silueta de una mujer, a quien no duda en identificar con una “muñequita”, sin embargo, al mostrársela a su madre, ella pudo comprender que se trataba de una diminuta imagen de la Virgen María.

De inmediato, dada la rareza del hallazgo, madre e hija se trasladan hasta la población de Ejido, donde residía el Cura Párroco del templo de San Buenaventura, Monseñor Escolástico Duque, quien al observar con detención la pequeña imagen, se convenció de su piedad e inició su devoción, enviándola a ubicar en la capilla de Los Guáimaros. Pueblo y Cura no dudaron en llamarla “Virgen Aparecida”.

Las fiestas de esta advocación mariana inicialmente se realizaban en el mes de mayo, mes de la Virgen María, pero con el correr de los años, se acostumbró a celebrarla el 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes, pues se pensó que la misma Virgen había querido manifestarse a una inocente niñita de esa comunidad, de ahí que se celebre su fiesta patronal en esa particular fecha del calendario litúrgico.

Cuentan los lugareños que la misma Anantonia Rodríguez fue la fiel custodia de la devoción a la Virgen en su comunidad. Esta niña creció, y con ella la imagen de Nuestra Señora Aparecida de Los Guáimaros, pues según testigos curiosos, la imagen ha agrandado su tamaño muy silenciosamente, casi sin que se le pueda percibir. Es de acotar que la imagen nunca salía en procesión, solamente se le permitía llevarla hasta el atrio de la capilla, esto ha cambiado en la actualidad.

2.    Descripción de la imagen

La diminuta imagen de Nuestra Señora Aparecida de Los Guáimaros es una típica representación de la Virgen María de pie, sobre el globo terráqueo y con el niño Jesús en sus brazos.

En su representación material, a manera detallada, se le pueden identificar el velo largo, de cabeza a media espalda, un gran manto de pliegues notorios, una cinta a la altura del pecho, un corazón en el pecho sobre la cinta, y el niño Jesús, perfectamente detallado; la Virgen lo sostiene con su brazo izquierdo y con el derecho recoge los pies del Niño.

Para el momento de su hallazgo se dice que midió 1,8 centímetros de alta, actualmente alcanza los 2,5 centímetros. La Virgen tiene en su pecho un corazón, pudiéndose identificar con la popular advocación al Inmaculado Corazón de María.

El niño originalmente no se le podía identificar, según el parecer de los habitantes de Los Guáimaros no lo tenía y éste le ha ido creciendo paulatinamente. El material del que está hecha la efigie no se ha podido precisar, pues según, no es ni piedra, ni hueso, solamente puede decirse que es de tez blanca, con textura lisa, con marcas o rebajos como si fuese una talla, y mantiene una temperatura fría. Nunca ha sido pintada, ni recubierta con ningún esmalte protector.

Nuestra Señora Aparecida de Los Guáimaros tiene una coronita de oro, la misma ha sido donada por un feligrés que pensó en sujetarla en la cabeza de la Virgen con silicón líquido, alterando la originalidad de la pieza hallada.

La imagen está ubicada dentro de un rudimentario nicho o relicario, la estatuilla de la Madre de Dios fue pegada sobre una piedra para evitar su extravío, debido a su minúscula apariencia.

3.    Fiesta patronal – Asociación de Noveneros Pro Capilla

La festividad de Nuestra Señora Aparecida de Los Guáimaros es de notada trascendencia para el catolicismo ejidense. En honor a la Virgen se realiza una piadosa Novena, que es iniciada el 19 de diciembre para concluirla el 27 con la celebración de las primeras vísperas. El domingo anterior al 19 de diciembre se hace una caravana con la imagen original, pues de ella existe una réplica, elaborada por la familia Quintero Acosta, esta réplica visita durante todo el año los hogares de Los Guáimaros, hasta el 19 de diciembre.

La Novena es auspiciada por la Asociación de Noveneros Pro Capilla, que en su mayoría la integran personas de avanzada edad. Cada día de se le asigna a una familia de la comunidad, la cual debe preparar una temática establecida, de ahí que se conozcan los días de la Novena como: noche de globos, de danzas, de flores, de fuegos artificiales, noche eucarística (que corresponde al 24 de diciembre), noche de pastores, de oración y alabanza, de velas y finalmente de ángeles.

El día 28 de diciembre la alegría y el júbilo inunda el ambiente en Los Guáimaros, la comunidad piadosa se prepara para venerar a su hermosa Patrona. Arcos de frutas adornan las calles principales. La quema de pólvora hace sentir el estruendo de gozo, porque es el día de la Virgen Aparecida, orgullo de los lugareños. El toque de campanas recuerda a todos su cita con la Madre de Dios en una sentida y solemnísima celebración de la Eucaristía, presidida casi siempre por el Párroco Rector del Santuario San Buenaventura de Ejido, circunscripción eclesiástica a la cual pertenece la comunidad de Los Guáimaros.

El orden y el civismo en esta populosa celebración son de admirar, nunca se han tenido noticias de que se ingiera licor, por el contrario, todos comparten los alimentos, como una gran familia, una vez finalizada la celebración. El sacerdote y clero presentes en la celebración son atendidos tradicionalmente en casas de familias particulares, para lo cual participa y colabora toda la directiva de la Asociación de Noveneros Pro Capilla.

A Nuestra Señora Aparecida de Los Guáimaros sus feligreses y devotos le confían sus vidas, metas, salud y proyectos. Ante cualquier necesidad acuden presurosos a su templo, para dirigirle una piadosa suplica y dejar una vela encendida, en señal de oración permanente.

Pasados los días navideños, la venerada imagen de Nuestra Señora es reubicada en su sitio oficial, al lado izquierdo del altar de la Capilla de Los Guáimaros, recinto eclesiástico que inicialmente estuvo dedicado a san Antonio de Padua. La capilla de la comunidad es una hermosa estructura colonial, hogar de los católicos de ése pueblito andino, arquitectura  de una torre, levantada sobre paredes de tapias que fue reedificada en su momento por el impulso devocional que le impregnara Monseñor Escolástico Duque, y luego restaurada en la gestión parroquial del ilustre presbítero Gerardo Salas. Comunidad y feligreses en general velan constantemente por el decoro y manutención de la capilla que para ellos, en el sentir más piadoso, es todo un santuario mariano.

Nuestra Señora Aparecida de Los Guáimaros
Ruega por nosotros

Reseña elaborada por Pedro Andrés García Barillas, seminarista, con la colaboración de Adonys Alejandro Blanco Goyo, habitante de la comunidad de Los Guáimaros. Caño Blanco, estado Zulia.

P.A
García

domingo, 24 de mayo de 2020

Orar con los dedos

Manus Dei
El mundo creado por Dios es "la obra de sus manos"
(Salmo 18, 2)


Las manos son dos extremidades de nuestro cuerpo, que como todos los demás, son de gran utilidad. Con las manos damos y recibimos, con las manos consagradas de un sacerdote se nos comunica la vida divina a través de los Sacramentos. Pero, con la ayuda de las manos también podemos encontrar una sencilla guía para orar. “Pedid y se os dará” (Lc 11, 9).
Cada dedo nos recuerda una intención de nuestra oración cotidiana. Pongamos la mano derecha frente a nosotros y analicemos lo siguiente:

1.     El pulgar es el dedo más cercano a nosotros y el más fuerte de todos. Por eso, en la oración, encomendemos primero a todos aquellos que están más cerca, los que nos hacen fuertes. Son las personas más fáciles de recordar: nuestros familiares, amigos y conocidos. Orar por los seres queridos es una “dulce obligación”. Pidamos a Dios para que ellos, junto a nosotros, logren encaminarse cada día más a la conversión y así a la santidad. “Si alguien no tiene cuidado de los suyos, principalmente de sus familiares, ha renegado de la fe y es peor que un infiel” (1 Timoteo 5, 8).

2.    El siguiente dedo es el índice, porque con él se indican las cosas, con él se señala. Oremos, en segundo lugar, por quienes enseñan, instruyen y sanan. Esto incluye a los maestros, médicos y sacerdotes. Ellos necesitan apoyo y sabiduría para indicar la dirección correcta a los demás. Tenlos siempre presentes en tus oraciones, e intenta manifestárselo a algún maestro, médico o sacerdote amigo o conocido. “Estén atentos tus oídos y abiertos tus ojos para escuchar la oración de tu siervo, que yo hago ahora en tu presencia día y noche, por los hijos de Israel, tus siervos” (Nehemías 1, 6).

3.     El siguiente dedo es el más alto, el dedo medio. Es el más alto, pero es el que más protegido está, en medio de los otros cuatro. Nos recuerda a nuestros líderes, que están en medio de nosotros porque así Dios lo ha querido. Oremos por el presidente de la nación, los demás políticos, los empresarios y los gerentes. Estas personas dirigen los destinos de nuestra patria y guían a la opinión pública. Necesitan la guía de Dios y es deber nuestro tenerles presente en la oración, pues estamos sometidos a ellos como lo dice San Pablo: “Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas. De modo que, quien se opone a la autoridad, se rebela contra el orden divino, y los rebeldes se atraerán sobre sí mismos la condenación” (Romanos 13, 1-2).

4.    El cuarto dedo es nuestro dedo anular, se llama así porque es el dedo del anillo. Aunque a muchos les sorprenda, es nuestro dedo más débil, como nos lo puede decir cualquier profesor de piano. Debe recordarnos orar por los más débiles, con muchos problemas o postrados por las enfermedades. Necesitan las oraciones de día y de noche. Nunca será demasiado lo que oremos por ellos. También debe invitarnos a orar por los matrimonios y por todos aquellos que hacen compromisos a Dios. “Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: «Idos en paz, calentaos y hartaos», pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve?” (Santiago 2, 15).

5.    Y por último nuestro dedo meñique, el más pequeño de todos los dedos, que es como debemos vernos ante Dios y los demás. Como dice Mateo 20, 16: “los últimos serán los primeros”. No aspiremos el último lugar aspirando al mismo tiempo el primero. El meñique debe recordarnos orar por nosotros mismos. Cuando ya hayamos orado por todos los otros cuatro grupos veremos las propias necesidades en la perspectiva correcta, teniendo presente que “nada debemos hacer por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo, buscando cada cual no su propio interés sino el de los demás” (Filipenses 2, 3-4).

El mejor modelo de oración nos lo enseñó el mismo Señor Jesucristo, es el Padre nuestro, que es el resumen de todo el Evangelio, como lo expresa Tertuliano.

“Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu”
(Hechos 1, 14).

P.A
García

domingo, 17 de mayo de 2020

Sobre la muerte de Judas Iscariote, el traidor.

PRODITOR



“…et Iudam Iscarioth, qui fuit proditor”
Lucas 6, 16
        
La suerte de un traidor es la perdición. Traicionar a un amigo significa asesinarlo y de igual manera dar muerte a la amistad. En la lectura bíblica sobre los pasajes de la traición de Judas Iscariote, conocemos cómo el Diablo entró en él, y levantándose de la mesa junto a Jesús, salió para entregarlo a sus enemigos, convirtiéndose en uno de ellos por  “treinta monedas de plata”, (Mt 26, 15,) pero, “¡más le valdría a ese hombre no haber nacido!” (Mt 26, 24). Comprendamos de una vez que nuestro Dios no castiga, pero el mal en sí mismo conlleva un castigo. Quien obra mal contradice completamente la vocación a la que fue llamado. El pecado se perdona, pero el delito se paga.

Antes de hablar de la muerte, hablemos sobre la traición de Judas, y en este sentido es menester comprender que aquel pobre hombre actuó con plena libertad y movido por Satanás, lo que entrevé la acción de Satanás que actúa en el corazón del ser humano, sin embargo, el Señor no sufre con impotencia el golpe de la traición, ni le toma por sorpresa el plan de Satanás, sino que, Él mismo da la orden de empezar. A Jesús nadie le quita la vida, Él mismo la da.

Lo que interesa en este artículo no es precisar si Judas se condenó o no por su traición. Eso es cosa de Dios. Aquí lo importante es hacer un brevísimo análisis de las dos versiones que tiene la Sagrada Escritura sobre la muerte del Apóstol Traidor. Sí, dos versiones de un mismo hecho. Los textos a conocer los presenta Mateo en su evangelio y Lucas en sus Hechos de los Apóstoles. Estamos tratando con dos tradiciones distintas, puesto que distintos son los autores, pero un mismo hecho en común y verídico, el trágico final del Proditor Domini, del Traidor del Señor.

Lo que el evangelista Mateo nos comenta sobre la muerte de Judas Iscariote lo ubicamos en (27, 3-8), en resumen explica que Judas, después de traicionar a Jesús, fue acosado por el remordimiento, y devolvió las treinta monedas de plata, consciente de que había pecado entregando sangre inocente, tiró las monedas en el Santuario; después se retiró y fue y se ahorcó. Hasta aquí parece que el final de Judas fue ahorcarse. Luego, los sumos sacerdotes compraron con las monedas el Campo del Alfarero como lugar de sepultura para los forasteros, siendo por esta razón que aquel lugar se llamó «Campo de Sangre».

Por su parte, Lucas en sus Hechos de los Apóstoles (1, 18-19) comenta, en resumen, que Judas compró un campo con el precio de su iniquidad, y cayendo de cabeza, se reventó por medio y se derramaron todas sus entrañas, evento trágico que fue conocido por todos los habitantes de Jerusalén de forma que el campo se llamó en su lengua Haqueldamá, es decir: “Campo de Sangre”. Esta explicación, traducida del arameo, la incluyó Lucas para que sus lectores comprendieran mejor las palabras de Pedro, puesto que el fin de Judas no había sido narrado ni en su Evangelio ni en sus Hechos. Vemos cómo Lucas no se pone de acuerdo con Mateo sobre la manera en la que muere el Traidor. Percibamos ahora las similitudes de los dos relatos.

El precio de su pecado no trajo prosperidad a Judas puesto que la suerte de un traidor es la perdición. Lo que los dos evangelistas repiten es lo que más impresionó a aquella comunidad cristiana, y en conclusión, Judas se arrepiente de su mal obrar y busca acabar con el remordimiento quitándose la vida. Con el dinero de la entrega de Jesús, treinta monedas de plata, fue comprado un campo, que es conocido como “Campo de Sangre”. Para Mateo, el campo fue comprado por los judíos, mientras que para Lucas, el campo lo compra el mismo Judas, aquí lo importante es que el “Campo de Sangre” es el resultado de la inversión de las treinta monedas de plata, ya que no se podía destinar para otra cosa. Estudiosos piensan que Judas se cuelga, probablemente con su cinto; éste se rompe, o se suelta de la rama, y su cuerpo se precipita contra las rocas, con lo que queda reventado. De esta forma se unen y se complementan las dos tradiciones Mateo-Lucas.

Haqueldamá es un pequeño terreno en Jerusalén, que se llamaba “Campo del alfarero” antes de la muerte de Cristo, como lo explica (Jer. 19), este campo fue destinado a ser cementerio de extranjeros, ya que, no podía dedicarse a sepultura de judíos. En la actualidad este campo puede localizarse casi con certeza en el lado sur del valle de Hinom, donde existen multitud de tumbas de los cruzados.

Judas Iscariote era hijo de un Simón, y recibió el nombre de Iscariote para distinguirlo del otro apóstol que también se llamaba Judas. Por lo general, su apelativo se interpreta como significando que Judas era originario de Queriot, lo cual indicaría que no era galileo. Judas siguió a Jesús por las ventajas materiales que obtendría gracias al establecimiento del Reino mesiánico. A Judas le había sido confiado el cuidado de la bolsa común, era el ecónomo de los trece, pero se dio a la avaricia; traicionó la confianza de sus amigos, apropiándose de una parte del dinero.

Señor, que nunca Satán siembre en mi alma el deseo de traicionarte,
ni de traicionar a mis amigos,
y que sepa acoger con bondad al que conmigo lo hiciere.
Amén.

P.A
García

domingo, 10 de mayo de 2020

Aspirar a ser obispo: ¿bueno o malo?

     EPISCOPUS


1 Timoteo 3, 1
“Es cierta esta afirmación: Si alguno aspira al episcopado, desea una buena obra”

Fidelis sermo: si quis episcopatum appetit, bonum opus desiderat.

Es común escuchar a un hombre decir que siente el llamado de Dios al sacerdocio. Nadie se escandaliza al oír que alguien se siente llamado por Jesús a dejarlo todo y seguirlo en el ministerio sacerdotal. Sin embargo, no ocurre lo mismo cuando se trata del primer grado del sacramento del Orden: el episcopado. La Iglesia ha entendido desde siempre que corresponde al Sumo Pontífice llamar a este ministerio a aquellos que considere aptos para tan alta y noble misión: ser sucesores de los Apóstoles, como lo establece el canon 377 del Código de Derecho Canónico.

El texto bíblico que sirve de base para esta reflexión es 1 Timoteo 3,1: “Es cierta esta afirmación: Si alguno aspira al episcopado, desea una buena obra”. A primera vista, esta perícopa parece avalar el deseo personal de acceder al episcopado; sin embargo, conviene profundizar más adelante en su interpretación para llegar a conclusiones auténticamente eclesiales.

Lo primero que debemos comprender es la intención del autor de la frase, san Pablo, al recomendar la aspiración al episcopado. El Apóstol de los gentiles muestra una profunda preocupación por la armonía y el buen orden de la comunidad cristiana, y en el capítulo 3 de su primera carta a Timoteo concentra su atención en dos tipos de cargos de responsabilidad: los obispos y los diáconos. Estos términos, aunque provienen del ámbito civil y religioso del mundo helénico, fueron asumidos por el cristianismo para designar a sus propios líderes. En esta ocasión, nos centraremos únicamente en el primero: el obispo.

La palabra "obispo", del latín episcopus, tiene su origen en el griego epískopos, que originalmente significaba “supervisor”. El propósito fundamental de esta carta es contribuir al desarrollo de una estructura eclesial más organizada, y por ende, más eficiente en su gobierno. Allí donde se fundaban comunidades cristianas, se hacía necesario establecer responsables cuya misión principal fuera velar por el bienestar espiritual de los fieles, tal como un pastor cuida de su rebaño. El título que mejor expresa esta función pastoral es, precisamente, el de obispo.

En el contexto de la carta a Timoteo, el cargo de obispo no era precisamente apetecible. Requería un testimonio de vida intachable y conllevaba un alto riesgo personal, dada la persecución que sufrían los cristianos en aquel tiempo. Por eso, san Pablo aprueba y valora a quienes se sienten llamados a prestar este servicio, animándolos a no rehuir la responsabilidad. En su exhortación, no se centra tanto en el deseo de alcanzar el cargo, sino en las cualidades necesarias para ejercerlo dignamente, pues de ello depende no solo el bien espiritual de los fieles, sino también el testimonio que la Iglesia ofrece ante el mundo.

En la visión paulina del cristianismo, el obispo era el responsable de una comunidad particular. Como ministro de la Iglesia, su misión consistía en enseñar, presidir y dar ejemplo de vida cristiana. Los estudiosos coinciden en que Pablo aprueba la aspiración al episcopado, precisamente porque este ministerio no era deseado por ambición o prestigio, como podía ocurrir con otros dones y carismas más visibles en la Iglesia primitiva. Ciertamente era más cómodo, y hasta impresionante, obrar milagros en nombre del Señor, que asumir el trabajo oscuro y sin brillo del culto, la enseñanza y la administración pastoral.

El episcopado no representaba entonces una posición de honor humano, sino una labor humilde, caritativa y silenciosa, exigente y poco reconocida. Surge entonces una pregunta necesaria: ¿representa lo mismo hoy en día?

Ahora bien, ¿aspirar al episcopado en pleno siglo XXI es algo bueno o malo? Si retomamos la intención original de san Pablo en su carta a Timoteo, escrita hace casi dos mil años, la respuesta sigue siendo afirmativa: sí, es algo bueno. El obispo es —y debe seguir siendo— un humilde servidor al servicio de la administración y el gobierno pastoral de la Iglesia. Sin embargo, con el paso del tiempo, su figura ha sido, en muchos casos, elevada a un plano casi “sacro” o divinizado, lo cual ha generado la percepción de que se trata de una posición de privilegio. Y, sin negar las responsabilidades propias de su rango, vale recordar las palabras del Papa Francisco: los obispos son, ante todo, privilegiados en el servicio a los demás.

Por tanto, que alguien aspire al episcopado con un corazón recto y con el sincero deseo de servir, y no de ser servido, es algo bueno, noble y justo. Pero también es esencial que los medios empleados para alcanzar esa aspiración sean igualmente buenos, nobles y justos. Debemos recordar que es Dios quien suscita en nosotros los deseos más profundos, cuando quiere regalarnos una misión. De ahí que sea necesario trabajar por recuperar la visión del episcopado como una función noble, digna de respeto y admiración, más que de ambición, sabiendo bien a qué se expone aquel que la acepta libremente.

¿Puede cualquier sacerdote llegar a ser obispo? No, sin duda que no. No todo sacerdote puede —ni debería— llegar al episcopado. Como afirma el padre José Antonio Fortea, los obispos deberían ser lo mejor que la Iglesia tiene entre sus sacerdotes. Tristemente, la realidad no siempre refleja este ideal. Es común escuchar que "otro lo habría hecho mejor", o que "ese no era el más indicado", lo cual —más allá de juicios humanos— puede ocultar una falta de fe en la acción del Espíritu Santo, que asiste siempre a la Iglesia, incluso en sus decisiones más complejas.

El catolicismo establece requisitos concretos para aquellos sacerdotes que serán ordenados obispos. Estas condiciones mínimas se encuentran claramente especificadas en el canon 378 §1 del Código de Derecho Canónico, donde se detallan los criterios de idoneidad que deben reunir los candidatos al episcopado:

1.  Que el candidato sea insigne por la firmeza de su fe, buenas costumbres, piedad, celo por las almas, sabiduría, prudencia y virtudes humanas, y que posea las demás cualidades necesarias para ejercer dignamente el oficio episcopal;

2.  Que goce de buena fama;

3.  Que haya cumplido al menos treinta y cinco años de edad;

4.  Que haya sido ordenado presbítero por lo menos cinco años antes;

5.  Que posea el grado de doctor o al menos de licenciado en Sagrada Escritura, Teología o Derecho Canónico, obtenido en un instituto de estudios superiores aprobado por la Sede Apostólica, o que al menos sea verdaderamente experto en dichas disciplinas.

Estos criterios no buscan establecer barreras elitistas, sino asegurar que quienes sean llamados al ministerio episcopal estén profundamente preparados en lo humano, espiritual, pastoral e intelectual, pues el oficio que se les encomienda no es otro que el de guiar, enseñar y santificar al Pueblo de Dios.

Ante esta alta vocación, no podemos sino elevar nuestra súplica al cielo:

Señor, danos obispos.

Señor, danos obispos santos.

Señor, danos muchos obispos santos. Amén.