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Nuestra Señora Aparecida de Los Guáimaros en 2019 |
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domingo, 31 de mayo de 2020
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domingo, 17 de mayo de 2020
Sobre la muerte de Judas Iscariote, el traidor.
domingo, 10 de mayo de 2020
Aspirar a ser obispo: ¿bueno o malo?
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Es común escuchar a un hombre decir que siente
el llamado de Dios al sacerdocio. Nadie se escandaliza al oír que alguien se
siente llamado por Jesús a dejarlo todo y seguirlo en el ministerio sacerdotal.
Sin embargo, no ocurre lo mismo cuando se trata del primer grado del sacramento
del Orden: el episcopado. La Iglesia ha entendido desde siempre que corresponde
al Sumo Pontífice llamar a este ministerio a aquellos que considere aptos para
tan alta y noble misión: ser sucesores de los Apóstoles, como lo establece el
canon 377 del Código de Derecho Canónico.
El texto bíblico que sirve de base para esta
reflexión es 1 Timoteo 3,1: “Es cierta esta afirmación: Si alguno aspira al
episcopado, desea una buena obra”. A primera vista, esta perícopa parece avalar
el deseo personal de acceder al episcopado; sin embargo, conviene profundizar
más adelante en su interpretación para llegar a conclusiones auténticamente
eclesiales.
Lo primero que debemos comprender es la
intención del autor de la frase, san Pablo, al recomendar la aspiración al
episcopado. El Apóstol de los gentiles muestra una profunda preocupación por la
armonía y el buen orden de la comunidad cristiana, y en el capítulo 3 de su
primera carta a Timoteo concentra su atención en dos tipos de cargos de
responsabilidad: los obispos y los diáconos. Estos términos, aunque provienen
del ámbito civil y religioso del mundo helénico, fueron asumidos por el
cristianismo para designar a sus propios líderes. En esta ocasión, nos
centraremos únicamente en el primero: el obispo.
La palabra "obispo", del latín episcopus,
tiene su origen en el griego epískopos, que originalmente
significaba “supervisor”. El propósito fundamental de esta carta es contribuir
al desarrollo de una estructura eclesial más organizada, y por ende, más
eficiente en su gobierno. Allí donde se fundaban comunidades cristianas, se
hacía necesario establecer responsables cuya misión principal fuera velar por
el bienestar espiritual de los fieles, tal como un pastor cuida de su rebaño.
El título que mejor expresa esta función pastoral es, precisamente, el de
obispo.
En el contexto de la carta a Timoteo, el cargo
de obispo no era precisamente apetecible. Requería un testimonio de vida
intachable y conllevaba un alto riesgo personal, dada la persecución que
sufrían los cristianos en aquel tiempo. Por eso, san Pablo aprueba y valora a
quienes se sienten llamados a prestar este servicio, animándolos a no rehuir la
responsabilidad. En su exhortación, no se centra tanto en el deseo de alcanzar
el cargo, sino en las cualidades necesarias para ejercerlo dignamente, pues de
ello depende no solo el bien espiritual de los fieles, sino también el
testimonio que la Iglesia ofrece ante el mundo.
En la visión paulina del cristianismo, el
obispo era el responsable de una comunidad particular. Como ministro de la
Iglesia, su misión consistía en enseñar, presidir y dar ejemplo de vida
cristiana. Los estudiosos coinciden en que Pablo aprueba la aspiración al
episcopado, precisamente porque este ministerio no era deseado por ambición o
prestigio, como podía ocurrir con otros dones y carismas más visibles en la
Iglesia primitiva. Ciertamente era más cómodo, y hasta impresionante, obrar
milagros en nombre del Señor, que asumir el trabajo oscuro y sin brillo del
culto, la enseñanza y la administración pastoral.
El episcopado no representaba entonces una
posición de honor humano, sino una labor humilde, caritativa y silenciosa,
exigente y poco reconocida. Surge entonces una pregunta necesaria: ¿representa
lo mismo hoy en día?
Ahora bien, ¿aspirar al episcopado en pleno
siglo XXI es algo bueno o malo? Si retomamos la intención original de san Pablo
en su carta a Timoteo, escrita hace casi dos mil años, la respuesta sigue
siendo afirmativa: sí, es algo bueno. El obispo es —y debe seguir siendo— un
humilde servidor al servicio de la administración y el gobierno pastoral de la
Iglesia. Sin embargo, con el paso del tiempo, su figura ha sido, en muchos
casos, elevada a un plano casi “sacro” o divinizado, lo cual ha generado la percepción
de que se trata de una posición de privilegio. Y, sin negar las
responsabilidades propias de su rango, vale recordar las palabras del Papa
Francisco: los obispos son, ante todo, privilegiados en el servicio a los
demás.
Por tanto, que alguien aspire al episcopado con
un corazón recto y con el sincero deseo de servir, y no de ser servido, es algo
bueno, noble y justo. Pero también es esencial que los medios empleados para
alcanzar esa aspiración sean igualmente buenos, nobles y justos. Debemos
recordar que es Dios quien suscita en nosotros los deseos más profundos, cuando
quiere regalarnos una misión. De ahí que sea necesario trabajar por recuperar
la visión del episcopado como una función noble, digna de respeto y admiración,
más que de ambición, sabiendo bien a qué se expone aquel que la acepta
libremente.
¿Puede cualquier sacerdote llegar a ser obispo?
No, sin duda que no. No todo sacerdote puede —ni debería— llegar al episcopado.
Como afirma el padre José Antonio Fortea, los obispos deberían ser lo mejor que
la Iglesia tiene entre sus sacerdotes. Tristemente, la realidad no siempre
refleja este ideal. Es común escuchar que "otro lo habría hecho
mejor", o que "ese no era el más indicado", lo cual —más allá de
juicios humanos— puede ocultar una falta de fe en la acción del Espíritu Santo,
que asiste siempre a la Iglesia, incluso en sus decisiones más complejas.
El catolicismo establece requisitos concretos
para aquellos sacerdotes que serán ordenados obispos. Estas condiciones mínimas
se encuentran claramente especificadas en el canon 378 §1 del Código de Derecho
Canónico, donde se detallan los criterios de idoneidad que deben reunir los
candidatos al episcopado:
1.
Que
el candidato sea insigne por la firmeza de su fe, buenas costumbres, piedad,
celo por las almas, sabiduría, prudencia y virtudes humanas, y que posea las
demás cualidades necesarias para ejercer dignamente el oficio episcopal;
2.
Que
goce de buena fama;
3.
Que
haya cumplido al menos treinta y cinco años de edad;
4.
Que
haya sido ordenado presbítero por lo menos cinco años antes;
5.
Que
posea el grado de doctor o al menos de licenciado en Sagrada Escritura,
Teología o Derecho Canónico, obtenido en un instituto de estudios superiores
aprobado por la Sede Apostólica, o que al menos sea verdaderamente experto en
dichas disciplinas.
Estos criterios no
buscan establecer barreras elitistas, sino asegurar que quienes sean llamados
al ministerio episcopal estén profundamente preparados en lo humano,
espiritual, pastoral e intelectual, pues el oficio que se les encomienda no es
otro que el de guiar, enseñar y santificar al Pueblo de Dios.
Ante esta alta vocación, no podemos sino elevar nuestra súplica al cielo:
Señor, danos obispos.
Señor, danos obispos santos.
Señor, danos muchos obispos santos. Amén.