domingo, 31 de diciembre de 2023

El Niño Llorón, diez décimas*

NIÑO LLORÓN DE LA CATEDRAL DE AYACUCHO

I

En mil seiscientos setenta y cinco

un tal Perico Urbistondo

era zapatero sin fondos

aunque trabajador con ahínco

y, para calzar a buen brinco,

por Carmeneca tenía el tenducho

en la Huamanga, hoy Ayacucho,

casado con doña Casilda

de mente abierta como hoy se tilda

y en cierta forma se evita mucho.

 

II

Nuestro humilde zapatero

pecaba por muy celoso

y entre los buenos mozos

Antuco Quiñones era el primero.

Aquel amor tan sincero

Casilda no comprendía

Perico ya presentía

la cruel traición de su amada

por eso la vigilaba,

hasta que descuidó un día.

 

III

En dos cuartos se repartía

la habitación y el negocio

y para alejar el ocio

sus herramientas tenía,

pero a él lo que más le valía

era un Niñito Jesús

a quien encendía una luz

y le hacía su confidente

rogándole estar pendiente

cargando con esa cruz.

 

IV

Cierta tarde emprendió camino

para ganarse buen oro

y al Niñito, su tesoro,

le encomendó aquel destino

que era Huanta, pueblo vecino,

donde a vender se marchó

y antes al Niño advirtió

que cuidara a su mujer

no dejándola perder,

pero angustiado quedó.

 

V

"Chiquitín cachigordete

si me fallas te perniquiebro,

si me haces caso, celebro,

con mariposillas de aceite.

En tu resguardo mete

a Casilda, mi honra y casa

que así nada malo pasa

y la cuidas con ternura

evitando la premura

que a mi corazón abrasa."

 

VI

"Y tú, Casilda, en mi ausencia

no dejes pasar pantalones

ni afuera pongas talones

hasta volver mi presencia,

cúmplelo todo a conciencia,

pásame cigarros y coca,

que harta es la distancia, no poca,

más la hora me reprocha

para salir bestia en trocha

que es lo que a mí me toca."

 

VII

Urbistondo regresó del encargo

y encontró la puerta cerrada,

se cansó de llamar a su amada

pasando un rato amargo,

doña Pulqueria, sin embargo,

no logró guardar secreto

y le echó el cuento completo

que Casilda fue con Antuco

gastándole un mal truco

y faltándole los respetos.

 

VIII

Periquillo entrando en razón

sintióse muy traicionado

y conforme había planeado

buscó al Niño en el cajón

hiriéndole con un punzón

en la piernita sagrada

dejándola ensangrentada

prorrumpiendo el Niño en llanto

siendo mayor el encanto

que la fe que profesaba.

 

IX

Doña Pulqueria extrañada

ingresó siguiendo el llanto

al tenducho, con espanto,

corroborando angustiada

que don Perico y su amada

no habían tenido ocasión

de consumar su pasión

con la crianza de algún hijo

y desde entonces se dijo

que fuera el Niño Llorón.

 

X

Don Perico recuperado

del desmayo producido

quedó total convencido

del evento presenciado

y al Niño Llorón llamado

a la catedral obsequió

y a Ocopa se retiró

muriendo después de lego

pues no soportó aquel juego

que Casilda le jugó.

 

*Basado en la narración “El niño llorón” de las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma.

 

Catedral de Ayacucho, en la fiesta del Niño llorón, domingo 31 de diciembre de 2023

 

P.A

García

miércoles, 20 de diciembre de 2023

La crítica situación del clero de la Iglesia católica en Hispanoamérica a finales de la época virreinal

"CATOLICISMO REAL"

Introducción: El presente ensayo enmarca su desarrollo metodológico en el texto de John Lynch titulado “La crisis de la Iglesia colonial”[1], donde el autor analiza el contexto del siglo XVIII desde la perspectiva eclesiástica de la América hispana, logrando explayar la visión de la jerarquía católica en los años previos a la emancipación. Obispos y sacerdotes criollos y peninsulares dibujan el acontecer del catolicismo de aquella época imperial en la que la Iglesia y el Estado se cuidaban con celo mutuamente, aunque, como se verá, este último propició la natural incomodidad de los eclesiásticos al retirársele, según las normas borbónicas, parte de los privilegios que habían gozado desde la época de la conquista.

Lynch ofrece en su discurso las razones humanas, políticas y económicas de lo que podríamos llamar las raíces ideológicas de la independencia de los pueblos americanos, todo esto orquestado desde los templos, conventos y palacios episcopales, donde sin negar la principal misión evangelizadora de la Iglesia, se trabajaba a la par de mantener el dominio cultural, temporal y sobrenatural de los habitantes de los diferentes virreinatos, cuyos quicios fueron indiscutiblemente Nueva España (México) en el norte y el Perú en el sur. Cabe la interrogante: ¿fraguó la Iglesia desde su jerarquía la libertad y autonomía de Hispanoamérica frente al poder de la Corona española? A continuación, analizamos la posición de John Lynch respecto a esta pregunta.

Desarrollo: Está claro que los procesos independentistas de los países hispanos tuvieron sus diversos precursores en los diferentes personajes que alzaron su voz frente al dominio y abusos de la regencia española, sin embargo, el autor tiene por seguro que, un hecho concreto por el cual se empieza a ver la emancipación con objetivos posibles de ejecución fue “la invasión napoleónica de España” génesis de las consecuentes rebeliones y la inevitable “crisis de autoridad entre sus súbditos”. La Iglesia católica, controlada como estaba por la monarquía, se encontraba en similar situación al haber lucha de poderes entre el clero criollo y el peninsular, cuando unos y otros competían por la ocupación de importantes mitras, que, en la mayoría de los casos, se encontraban depositadas sobre cabezas “extranjeras”.

La gran riqueza material de la Iglesia, acumulada en casi trescientos años de apostolado misionero en territorio americano, tocó el apetito borbónico que buscaba controlar económica y jurídicamente las arcas de prelados seculares y regulares, esquivando el tan necesario “fuero eclesiástico”, el mismo que revestía al clero de la “inmunidad frente a la jurisdicción civil y constituía un privilegio ardientemente defendido”. La expulsión de los jesuitas en épocas de Carlos III (1767), fue una de las medidas más controversiales de injerencia y ensañamiento por parte de la Corona contra un grupo importante de la Iglesia, como la Compañía de Jesús, quienes luego de su fundación (1534) y aprobación en 1540, empezaron a trabajar por el Reino de Dios en las “Indias Occidentales” y dominios de Sus Majestades católicas.

Lynch es insistente en separar, por un lado, al alto clero o clero peninsular, a quienes incluso cataloga de “burócratas” al servicio de la Corona, y por otro lado al bajo clero o clero criollo, la gran mayoría en número, que se declaraba discriminada en la distribución de los beneficios eclesiásticos. Esta discriminación respondía a características más raciales que académicas. Las restricciones económicas de las rentas, capellanías y obras pías no se hicieron esperar y ya en los albores del siglo XIX la situación se tornó insostenible con “la congelación de los fondos eclesiásticos en 1804 para remitirlos a España.” El autor contextualiza esta querella en momentos en los que los mismos obispos reconocían que “el sistema colonial dependía de la lealtad del clero”, pues, ciertamente eran los sacerdotes aquellos que más cercanos estaban con el pueblo, principalmente el clero criollo.

La cuestión vocacional en este lapso es interesante cuando el autor afirma que hubo un “aumento del número de eclesiásticos, muchos de ellos ineptos y atraídos más por la confortabilidad de una carrera que por vocación religiosa”, aseveración que nos introduce en una posible contradicción, pues si seguimos la idea de una discriminación por las penurias en el pecunio del clero criollo, podríamos llegar a pensar que, o no lo pasaban tan mal económicamente, o sus reclamos y quejas en este sentido “no siempre estaban justificadas”, como lo propone el mismo autor. En cualquiera de los casos un dignatario eclesiástico como el arzobispo de Lima llegó a rivalizar en sus ingresos con el mismísimo virrey, mientras que, en la sierra, en las misiones en contacto con la población indígena se centró el trabajo de los doctrineros, con las precariedades de rigor.

Finalmente, el texto se inclina en confirmar un catolicismo disoluto en las diversas ideologías liberales y anticlericales, es decir, una población confesamente y confusamente de raíces cristianas católicas, donde no se supo ver ni juzgar con claridad y rapidez los acontecimientos ocurridos desde 1810 con la ya mencionada invasión napoleónica de la España de Fernando VII, de cuyo sentir y confusión se recuerda un verso que pretende resumir en sí lo aturdida que quedó la Iglesia luego de las declaraciones de independencia:

“Las monjas están rezando

en abierta oposición,

unas piden por Fernando,

otras ruegan por Simón.”

En este caso, Fernando es el rey de España que luchaba por mantener la unidad de su imperio, y Simón es aquel criollo conocido como el Libertador de lo que es hoy actualmente Perú, Bolivia, Ecuador, Colombia y Venezuela, “los países bolivarianos”.

Conclusión: El texto de John Lynch, diáfano en su exposición, nos abre la mente para comprender en aproximación la situación eclesiástica en las etapas finales del dominio español en la América. Un ambiente que podría catalogarse como en crisis y en decadencia moral y espiritual, propio de los naturales deseos humanos e indiscutiblemente impregnados de las ideas ilustradas que se hicieron de las cabezas coronadas, en este caso, de la monarquía española que dominaba la economía y también la acción pastoral de la Iglesia, en la que el autor, no pasa por alto afirmar que “es cierto que la Iglesia se preocupaba por guiar a sus miembros, por predicar el Evangelio y por administrar los sacramentos, y que consideraba fundamental su función espiritual”.

El autor se enfoca sin disimulo en la crítica a las finanzas de los sacerdotes, a los que concluye considerando “más como una carrera que como una vocación”, según el contexto de siglo XVIII, o “como a un profesional que prestaba sus servicios a cambio de sus honorarios”; y esta visión, alejada o cercana a la realidad de aquella época pasada, no deja de mostrar ciertas similitudes con las épocas actuales. Aunque con sentido neutral y desde la perspectiva paulina y neotestamentaria podamos comprender que el trabajador tiene derecho a su salario, el sacerdocio nunca ha sido una profesión, sino un estilo de vida, el de Jesús de Nazaret que pasó por este mundo haciendo el bien.

P.A

García



[1] Borges, P. (1992) Historia de la Iglesia en Hispanoamérica y Filipinas (Siglos XV-XIX), Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, España. Capítulo 45, La Iglesia y la independencia hispanoamericana, por John Lynch, páginas 815-818.

sábado, 16 de diciembre de 2023

La expulsión de los jesuitas de los dominios de Carlos III en 1767

“ERADICEMOS ILLOS”

         La Compañía de Jesús, o la Societas Iesu en latín, fue la orden religiosa de votos simples y solemnes fundada por Íñigo de Loyola en 1534 para responder a la reforma protestante con la llamada contrarreforma católica. El Papa Pablo III la aprobó definitivamente para dichos fines. Esta institución masculina llegó al Perú en 1568, y fundó un Colegio en Huamanga en 1605, dedicado a San Carlos.

         El exitoso desempeño pastoral de los jesuitas en los diversos campos de la evangelización y la educación le fue haciendo acreedor de un gran poder de influencias y capacidad de autogestión que llegó a rivalizar con los más poderosos burócratas de la monarquía. Los jesuitas estaban a cargo de la educación de la aristocracia y llegaron a ser confesores reales, lo que les valió gran influencia y posterior odio. Los reyes borbónicos fueron convencidos de que eran los jesuitas los grandes desestabilizadores de la paz y el buen gobierno de sus reinos y por eso, poco a poco se fue fraguando una condena y consecuente expulsión de la Compañía en diversos estados monárquicos de la Europa del siglo XVIII.

         Esta arremetida directa contra la Orden empezó en el reino de Portugal, cuando en 1759 el Marqués de Pombal logró que el rey José I expulsara a los jesuitas de su territorio ibérico y del Brasil. Más adelante, Luis XV de Francia, en 1764 haría lo mismo en su reino, ambos embebidos por las ideas ilustradas y el absolutismo borbónico de moda.

         En los dominios de Carlos III, es decir, en las Españas peninsular y americana, la expulsión de los jesuitas se efectuó por real decreto el 27 de febrero de 1767. Esta orden se cumplió en el Perú para septiembre del mismo año. Los jesuitas habían sido responsabilizados de generar revueltas en Madrid, como el recordado motín de Esquilache, en el que se tambalearon las comodidades reales hasta el punto de ver al monarca huyendo de Madrid, por miedo a las multitudes alebrestadas.

         En el Perú le correspondió al virrey don Manuel de Amat dar efectividad al decreto de Su Majestad Carlos III. Con gran sigilo los primeros días, se inició la expulsión de más de quinientos jesuitas que, tras su partida dejaron abandonadas innumerables obras educativas, casas religiosas y templos a lo largo y ancho del virreinato. Muchas de estas estructuras cayeron en el abandono y otras tantas fueron administradas por los respectivos obispados en los que se encontraban, tal fue el caso del Real Colegio de San Carlos en Huamanga, que pasó a ser la sede del seminario conciliar de San Cristóbal, según las normas tridentinas, y que en la actualidad sirve de “Centro Turístico Cultural”, reservándose el antiguo claustro para las oficinas de la Curia Arquidiocesana, justo al lado del Templo de la Compañía que, efectivamente, está a cargo de los padres jesuitas.

         La Compañía de Jesús no solo fue expulsada de Portugal, Francia y España, sino que el poder de estas monarquías “católicas” llegó a solicitar del Romano Pontífice la disolución total de la Orden por bula papal que firmó Clemente XIV en 1773. La obra ignaciana había llegado a su peor momento, y no volvió a ver la luz hasta su restauración, acaecida cuarenta y un años después, en 1814, cuando el papa Pío VII en Roma y el rey Fernando VII en 1815 en Madrid volvieron a permitir el trabajo apostólico de los hijos de san Ignacio de Loyola.

         En el Perú el retorno de los jesuitas se hizo esperar un poco más, pues los sucesivos gobiernos caudillistas anticlericales hicieron largo el proceso de regreso y no fue sino hasta 1871 que pudieron retornar a la tierra de santa Rosa de Lima para levantar de las cenizas la obra que habían formado con tanto esfuerzo y que, por la envidia de muchos, se había arruinado tras la expulsión.

         La Compañía sufrió las consecuencias de su eficaz programa apostólico y evangelizador. La ilustración y la monarquía borbónica creyeron ver en los jesuitas a sus enemigos y a no a sus súbditos y fieles vasallos. El enorme campo de trabajo llevando adelante por la Orden propició pequeños hechos o personajes aislados que, de alguna manera, motivaron el odio hacia los jesuitas. La Iglesia católica fue testigo del gran vacío que dejaron los jesuitas tras ser expulsados de los reinos católicos y finalmente al ser extinguida en 1773 por bula papal. La historia de los jesuitas no ha parado de ser una cruenta persecución por parte de gobiernos y eclesiásticos hacia ella, aunque también es cierto que con la asunción del Santo Padre Francisco al ministerio petrino, muchos jesuitas han ocupado cargos importantes del gobierno de la Iglesia universal, lo que garantizará su poder e influencias por largo tiempo, o, como hemos visto, es posible que esto mismo alimente su posterior persecución cuando el papa ya no sea jesuita.

         Los jesuitas, o, mejor dicho, la Compañía de Jesús (Societas Iesu) son el mejor ejemplo de que aquellas palabras del maestro Gamaliel en Hch 5, 38-39, fueron muy propicias e inspiradas, tanto para el momento como para la posteridad: “Porque si esta idea o esta obra es de los hombres, se destruirá; pero si es de Dios, no conseguiréis destruirles. No sea que os encontréis luchando contra Dios.”

En todo amar y servir

Para la mayor gloria de Dios

 

P.A

García

sábado, 2 de diciembre de 2023

Pablo, predicador de todos


Introducción metodológica: El presente ensayo asume como objetivo responder a la interrogante: ¿Tiene Pablo alguna relevancia en el diálogo actual de la fe y la cultura o debe estar reducido al ámbito intraeclesial?, y se responderá a partir de la lectura del texto del doctor Carlos Gil Arbiol, catedrático de la Universidad de Deusto, en su artículo “¿Qué relevancia actual tiene San Pablo? Apuntes para valorar su novedad en nuestro mundo”, Cuestiones Teológicas 36/89 (2009) 99-114, consiguiendo una perspectiva actual y aderezada con aportes personales.

“Pablo, víctima de sus exegetas y discípulos”[1]: con esta frase, el autor abre el debate sobre la figura del apóstol de los gentiles, presentándolo encarnando a un hombre incomprendido, como el mismo Cristo, signo de contradicción y ambicioso en sus pretensiones. La figura de Saulo de Tarso, luego san Pablo apóstol, inicia su caracterización en medio de una sociedad diversa y marcadamente dividida por credos y culturas, con cosmovisiones tan antagónicas como el monoteísmo hebreo frente al politeísmo grecorromano, y es en estas circunstancias en las que Pablo lleva adelante la vocación que ha recibido del Señor, no sin antes conseguir dificultades en la misma comunidad a la que deseaba pertenecer por la fe, superándolas todas con la fortaleza de aquel que le había llamado.

El doctor Gil es consciente de que “la fe cristiana no es una cultura”[2], compartiendo esta idea de la Pontificia Comisión Bíblica, nos ayuda a analizar el enorme trabajo que realizó Pablo cuando decide emprender sus viajes apostólicos por territorios desiguales, favorables en partes y desfavorables en la mayoría de lugares en los que se vivía bajo la influencia del paganismo. Si la fe cristiana no es una cultura, entonces, ¿qué es?, la respuesta, aunque parezca retórica, es muy sencilla: la fe cristiana es eso, una fe, es decir, “la garantía de lo que se espera; la prueba de lo que no se ve” (Cf. Hb 11, 1) como bien lo asimilaron las primeras comunidades cristiano-paulinas.

“Pablo fue un pensador”[3]: y continúa la cita “se atrevió a poner en diálogo, a crear, a traducir, a actualizar el Evangelio en una cultura nueva, asumió claves, lenguajes, formas nuevas; negoció con la cultura grecorromana, dio respuestas de situación y cedió para lograr un fruto”, porque efectivamente su meta era “insistir a tiempo y a destiempo” (2 Tm 4, 2) tal y como lo aconsejaba a sus más cercanos colaboradores, porque un pensador tan original y convencido de su mensaje no podía tomar otra actitud que la de la intransigencia y el escándalo, en oportunidades. La misión de Pablo fue, sin lugar a dudas, a contra corriente, circunstancias similares a la de nosotros, los cristianos del siglo XXI, porque predicamos la cruz de Jesús a aquella que el mismo Pablo enseñó: “nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, locura para los gentiles” (1 Co 1, 23). Como Pablo, somos los locos del mundo sediento de Dios.

El diálogo actual entre la fe y la cultura, como ya hemos vislumbrado, es tan animoso y apasionante como lo fue hace dos mil años atrás, en la época apostólica, en cuya perspectiva paulina encontramos el mejor asidero para nuestros esfuerzos por la nueva evangelización, y es que, así como “el objetivo de Pablo fue anunciar el Evangelio más allá de las fronteras étnicas (también, lógicamente, geográficas, culturales y religiosas) de Israel: en Roma”[4], la Roma de nuestros días es la Web, el complejo mundo tecnológico de las comunicaciones y las redes sociales que tanta influencia tiene en los seres humanos, mundo que no es fácil de evangelizar, pues sus mismos valores fugaces se contraponen a lo sobrenatural y eterno del mensaje de Jesús de Nazaret. En este sentido, recordemos brevemente el episodio de Pablo en el Areópago, cuando ante la atención momentánea de los concurrentes, pudo dar las pinceladas de la buena nueva del Mesías, el Hijo de Dios (Hch 17, 22ss); en cierto modo la actual evangelización en las redes puede estar concluyendo como en el versículo 32 del discurso de Pablo, “… unos se burlaron y otros dijeron: «Sobre esto ya te oiremos otra vez»”.

Como hemos visto, el ejemplo de Pablo fundamenta y alienta el esfuerzo de la Iglesia por continuar con el diálogo entre la fe y la cultura, o lo que es lo mismo, “la fe y la ciencia”, y de ninguna manera puede pensarse que el Evangelio deba estar reducido al ámbito intraeclesial, solo en los templos o ambientes dóciles para la predicación, que son cada vez menos.

“Pablo descubrió un nuevo modo de relacionarse con Dios”[5]: como lo explica el doctor Gil, a diferencia de Adán que desplazó a Dios y se ensimismó fatalmente, Pablo ahora propone, a ejemplo de nuestro Señor, una “subrogación del propio yo” y la necesaria exaltación de Dios como centro de nuestras vidas. Esta es la clave paulina que ha de constituirse en el lema y la máxima que todos los creyentes vivamos y experimentemos en carne propia, en comunidad, para así atraer con el testimonio de una vida santa y virtuosa como la de Pablo, quien llegó a invitar a sus discípulos a que le imitaran, como él a su vez era un imitador de Cristo (Cf. 1 Cor 11, 1).

Conclusiones: la importancia de Pablo en las primeras comunidades cristianas con sus aportes y testimonios son el quicio sobre el cual hemos de centrar la actualidad misionera de la Iglesia, porque Pablo salió de su comodidad y se lanzó a remar mar adentro, dialogando con las culturas de su época, llevando adelante una fe marginada y contradictoria para los cánones y normativas cultuales del sistema hebreo y helenista, pero, sobre todo, Pablo fundó comunidades con una fuerte experiencia de Dios a través de la predicación de una fe verdadera aunque poco atrayente.

Pablo no se quedó en Tarso, ni en Jerusalén. Él es el prototipo del misionero que abandona sus seguridades para aventurarse con confianza en la tarea de ir por todo el mundo para predicar el Evangelio, como el Señor ordenó a sus apóstoles antes de subir al cielo (Cf. Mt 28, 19-20). Con Pablo vamos todos hacia Jesús, por el camino de la cruz, de la donación y del amor que todo lo soporta, en la unidad de nuestras comunidades, en la vivencia de una fe alegre y a la vez sacrificada, porque estamos atentos para no caer en las tentaciones de este mundo terrenal. En la Iglesia y desde la Iglesia hacia el mundo, compartimos la vocación del Apóstol de los gentiles.

P.A

García



[1] Gil, C., (2009), “¿Qué relevancia actual tiene San Pablo? Apuntes para valorar su novedad en nuestro mundo”, Cuestiones Teológicas 36/89 p. 101.

[2] Ibidem, p. 102.

[3] Ibidem, p. 103.

[4] Gil, C. op. cit. p. 104.

[5] Ibidem, p. 111.

jueves, 30 de noviembre de 2023

El Reino de Dios hoy

 VENGA A NOSOTROS TU REINO


Introducción metodológica

A partir del texto de la doctora María Nely Vásquez Pérez, titulado “¿Todavía el Reino de Dios? Evolución de la Teología del Reino y su impacto político hoy”, publicado en la revista Iglesia Viva 282 (2020) pp. 9-32, se responderán las siguientes cuestiones: ¿Qué novedad aporta Jesús al trasfondo veterotestamentario del Reino de Dios?, y en segundo lugar se señalarán las características más relevantes del Reino de Dios para el contexto actual, a la luz de la Doctrina Social de la Iglesia Católica y los documentos latinoamericanos.

El Reino de Dios

La mayoría de los estudiosos de la Biblia convergen en que la predicación del Reino de Dios es el objetivo principal de Juan Bautista y luego más propiamente de Jesús de Nazaret, como lo refiere Mt 3,1-2 y 4,17; esta realidad misteriosa que Jesús vino a instaurar en el mundo, su naturaleza y exigencias están descritas en las páginas del Nuevo Testamento, augurando su conformación en el Antiguo Testamento, donde se anunció y preparó su venida[1].

El Reino de Dios en el Antiguo Testamento

Dios es Rey, ese es el gran contexto de los relatos del A.T. “el Señor es el rey de Israel” y de toda la creación, su creación. Ya con Abrahán Dios hace la promesa de descendientes “reyes”, lo que más adelante en la época de Samuel se consolidó, para luego fracasar rotundamente, no sin antes haber sido anunciado por los profetas un Mesías que habría de reinar sobre todo, como lo refieren Isaías (2, 1-4) y Miqueas (4, 1-3), un reino que, llegado el “día del Señor”, se instauraría con cielos nuevos y tierra nueva[2]. La realidad escatológica de estas profecías es clave para luego entender la instauración de ese reino después de la encarnación del Verbo.

El Reino de Dios en el Nuevo Testamento

Como hemos dicho, el Nuevo Testamento y más concretamente los Evangelios están repletos de citas sobre el Reino de Dios, pues esa fue la predicación de Jesús, el Señor: la predicación del Reino que instaurándose con milagros, aún tardaba en llegar. Esta realidad la comprendieron los cristianos de la segunda generación, el Reino y su instauración no es tan inminente, se consigue con un largo camino a recorrer[3]. Sin embargo, “a las palabras Jesús unió los hechos: acciones maravillosas y actitudes sorprendentes que muestran que el Reino anunciado ya está presente…”[4]. Es el famoso “ya, pero todavía no” de la hermenéutica bíblica. El Catecismo de la Iglesia Católica resume hermosamente lo que para nosotros en la actualidad es este Reino, y lo hace recordando Lumen Gentium, la Constitución Dogmática sobre la Iglesia en el mundo actual, con las siguientes palabras: “Cristo, por tanto, para hacer la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el Reino de los cielos. Pues bien, la voluntad del Padre es elevar a los hombres a la participación de la vida divina. Lo hace reuniendo a los hombres en torno a su Hijo, Jesucristo. Esta unión es la Iglesia, que es sobre la tierra el germen y el comienzo de este Reino”[5]. La Iglesia es el comienzo del reino.

¿Qué aporta Jesús al trasfondo veterotestamentario del Reino de Dios?

La doctora María Nely Vásquez Pérez[6] apunta en su artículo que “el anuncio del reino de Dios es una buena noticia, pero es también una realidad crítica hacia cualquier sistema de gobierno malo e injusto” (p. 18), y esta aseveración va en concordancia con aquella sentencia del Señor, cuando dijo: “Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros…” (Mt 20, 25-26). El Reino de Dios es distinto a todo lo anterior, reforma los paradigmas de los antiguos y descubre la belleza de lo nuevo.

La autora lo tiene claro, el cambio de prototipo del “reino” del A.T. al del N.T. es evidente: “El reino de Dios que Jesús anuncia pone en cuestión el cumplimiento de la Ley y la función del Templo y se manifiesta como don y gracia; por tanto, no puede estar forzado por la acción de los seres humanos. No es un poder que se impone, ni que deslumbra. Es en el amor donde se encuentra Dios” (p. 19). La Ley y el Templo son, en su estructura, las bases del Antiguo Testamento, y Jesús va más allá, poniendo a la persona humana por encima de la Ley y del Templo, en ocasiones apareciendo intransigente con lo establecido, pero al final, predicando con el ejemplo, curando en sábado, expulsando los mercaderes del templo, perdonando y sanando a los marginados por los letrados y poderosos. El Reino de Dios es justicia y paz para todos.

Los privilegiados del reino son los pobres, y “pobres son aquellos que están oprimidos por la sociedad, por motivos culturales, religiosos o económicos. Ocupan el último peldaño en el escalafón social. Hacia ellos, Jesús realiza una opción preferencial” (p. 20) con esta frase la doctora Vásquez explica a quienes se dirigió y a quienes se dirige Jesús en la predicación del reino, pues pobres ha habido, hay y habrá por siempre, y es ante esta realidad que Jesús planta cara y hace de los últimos los primeros, ese es el Reino de Dios. Jesús, para Vásquez, se dedica -con el anuncio del reino- a transformar las estructuras humanas y sociales de la época, promoviendo una nueva fraternidad, desde la experiencia del amor de Dios y el consecuente reconocimiento de la dignidad humana (cf. 20). En esta transformación vemos clave la congregación de los creyentes en la fe, la Iglesia, pero no únicamente desde la perspectiva de lo cultual y litúrgico, que también, sino principalmente desde aquel espíritu de los primeros cristianos que “lo tenían todo en común” (Hch 2, 44), como les enseñó el Maestro.

El reinado de Dios se concreta en la persona de su Hijo. Bien leemos en la Biblia “todo me lo ha entregado mi padre” (Mt 11, 27) y “mi reino no es de este mundo” (Jn 18, 36), por eso los católicos festejamos en el último domingo del tiempo ordinario la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, “para expresar el sentido de consumación del plan de Dios que conlleva este título de Cristo por encima de malas interpretaciones político-religiosas.”[7]

Características relevantes del Reino de Dios para el contexto actual

La Iglesia Católica Latinoamericana desde hace varias décadas de experiencia ha comprendido la “opción preferencial por los pobres, con miras a su liberación integral”[8], esta ha sido una vivencia en la que, según los signos de los tiempos, vemos una característica fundamental del Reino de Dios para nuestros días, pues, ciertamente, “acercándonos al pobre para acompañarlo y servirlo, hacemos lo que Cristo nos enseñó, al hacerse hermano nuestro, pobre como nosotros. Por eso el servicio a los pobres es la medida privilegiada, aunque no excluyente, de nuestro seguimiento de Cristo”[9].

La doctora Vásquez en su artículo propone la Agenda 20-30 como un llamado de atención que habla “de la situación real de indignidad e inhumanidad a gran escala, incompatible con el anuncio del reino y del Evangelio” que vive lastimosamente el mundo actual. Pues bien, estos diecisiete objetivos planteados, muchos de los cuales son bien acogidos por la Iglesia (pues no todos y no de cualquier forma) expresan el compromiso de la humanidad por construir un mundo mejor, aunque no desde la perspectiva estrictamente cristiana.

¿Por qué no preguntarnos si la Agenda 20-30 es el nuevo imperio de la Ley? Ya que cualquiera pudiera pensar que estas metas son los nuevos métodos por los cuales los poderosos desean someter a los más débiles a costa de “salvarles la vida”. No nos engañemos, las buenas intenciones planteadas en los diecisiete puntos de la Agenda 20-30 no guardan fidelidad al Evangelio, hay puntos concretos muy ambiguos y relativistas; sí coinciden algunos, sí hay similitudes, pero no como para sacralizar la Agenda 20-30, porque no se inspira estrictamente en el mensaje de Jesús, ni tampoco podemos secularizar el Evangelio reduciéndolo a 17 metas concretas altruistas. Ciertamente la implementación de la Agenda 20-30 no es competencia de la Iglesia, sino que vemos en ella el deseo más profundo del hombre por amar.

La política actual necesita ser evangelizada, cristianizada, desde el amor, desde el ejemplo, no tanto desde el discurso. No es menester perder la esperanza en la humanidad. El Evangelio de Jesús ha sido predicado y el reino ha sido inaugurado en este mundo en la Iglesia, que es sacramento de salvación universal.

Christe, rex noster: adveniat regnum tuum.

Cristo, rey nuestro: venga tu reino.

 

P.A

García



[1] Cf. Léon-Dufour, Xavier, (1970), Vocabulario de Teología Bíblica, Editorial Herder, Barcelona, España, p. 762.

[2] Cf. Nelson, Wilton, (1974) Diccionario Ilustrado de la Biblia, Editorial Caribe, Barcelona, España, p. 546.

[3] Cf. Alonso Schökel, Luis, (2008) La Biblia de Nuestro Pueblo, Ediciones Mensajero, Bilbao, España, p. 1480.

[4] Documento de Puebla, Nº 191.

[5] Catecismo de la Iglesia Católica, Nº 541.

[6] Vásquez P., María N., (2020) ¿Todavía El Reino de Dios? Evolución de la teología del Reino y su impacto político hoy. Revista Iglesia Viva N° 282, Bilbao, España, pp. 9-32.

[7] Nuevo Misal del Vaticano II, (1989), Editorial Desclée de Brouwer, Bilbao, España, p. 1017.

[8] Documento de Puebla, Nº 1134.

[9] Ídem, Nº 1145.