domingo, 12 de febrero de 2023

Conversé con un “loco” que estaba “cuerdo”

¡TIENE TODA LA RAZÓN!


         Hace unos días atrás me dispuse a visitar la Biblioteca Municipal de la ciudad de Ayacucho, iba en busca de un libro de José de la Riva-Agüero, “Paisajes peruanos”, pero no lo conseguí allí. La cuestión es que llegué quince minutos antes de que abrieran la biblioteca, por lo que tenía que esperar a que se hicieran las 3 de la tarde. Para pasar el rato revisando el teléfono fui al Parque Magdalena, allí busqué la sombra de un frondoso árbol, ya que el cielo azul despejado dejaba que los inclementes rayos del Inti golpearan directamente mi espalda.

Eran las 2:50 p.m. y a esa hora algunas personas también descasaban en el parque: vendedores ambulantes, viandantes, parejas de enamorados, etc. Los choferes de taxis recostados en el césped conversaban amenamente, algunos jugaban a las cartas, otros simplemente se soportaban la cabeza con una mano mientras con la otra revisaban sus teléfonos o cabeceaban quedándose dormidos. Yo me ubiqué de espaldas al mercado y mirando hacia la iglesia de la Magdalena, que es la que da seudónimo al parque, ya que este originalmente está dedicado al ilustre “brujo de los Andes” el Mariscal Cáceres.

Mientras revisaba mi teléfono se me acercó por detrás un joven de apariencia reprobable, rápidamente noté que se trataba de un dipsómano o tal vez un toxicómano, o ambas cosas a la vez, es decir, un hombre entregado al alcohol y a las drogas, de esos que prácticamente viven en la calle, llevan su ropa sucia, van por ahí hambrientos, pidiendo algunas monedas, o peor aún, rebuscando en los tachos de basura algo para comer; malolientes, despistados e incómodos para la sociedad. Pero este hombre no venía a pedirme nada, solo quería conversar conmigo, tenía algo importante que decirme.

Al iniciar nuestro informal encuentro hubo algo que me causó curiosidad, y fue cómo este sujeto me identificó -según él y sin razón aparente- como “padre”. Lo primero que dijo fue: “padre, cómo está”. Le respondí el saludo y por mi mente solo pasó un natural pensamiento: “me va a pedir dinero”, pero no fue así. Me preguntó mi nombre, y al escucharlo me dijo que no le gustaba, que era un nombre muy “común”, que tenía cara de llamarme “Elías”. Bromeé con él aclarándole que yo estaba muy a gusto con llamarme Pedro.

Le pregunté su nombre, pero no me lo dijo, prefirió quedar en el anonimato. Prosiguió preguntándome que, si yo era feliz, a lo que respondí en afirmativo, pero él me interrumpió opinando contrariamente. - ¿Por qué dice eso? - le proferí, y su respuesta me dejó más perplejo aún, pues me dijo en voz baja: “porque no sabes decir que no”, y se extendió aconsejándome que había que aprender a decir que no… recordé a san Josemaría y su texto en Camino, numeral cinco, que reza oficialmente “Acostúmbrate a decir que no”.

Yo le devolví la pregunta acerca de si él se consideraba una persona feliz, y la respuesta fue rápida: lamentablemente no lo era. Pero fui un poco más allá y le increpé sobre su concepto de felicidad. - ¿Qué es la felicidad para usted? – le interrogué, y su diáfana opinión personal fue: “la felicidad es hacer felices a todos los demás, a los que merecen ser felices y a los que no también”.

¡Qué gran verdad la de este hombre! Somos realmente felices cuando hacemos felices a los demás… recordé aquel pasaje del Nuevo Testamento en el que le adjudican a Jesús la aseveración que dicta: “hay más alegría en dar que en recibir” (Hch 20, 35), es decir, la alegría auténtica parte del servicio desinteresado a los demás, buscando ser útiles y generosos, porque siempre habrá alguien que requiera de nosotros, de nuestra palabra o nuestro tiempo, como este hombre que se acercó para hablarme, pero, pienso que en realidad no creo que él necesitara de mí, sino más bien era yo el que necesitaba escuchar exactamente eso que él me dijo.

Fueron los diez minutos mejor aprovechados de mis tiempos de espera, que han sido muchos y muy largos. La esperanza es una virtud teologal, pero saber esperar es un don que hay que pedir a Dios con constancia y humildad: saber esperar. ¿Realmente no sé decir que no? ¿Realmente no soy feliz? ¿Por qué escribo estas cosas? Porque simplemente no puedo no hacerlo, porque realmente no sé decir que no… y eso, paradójicamente, me hace feliz.

Este mismo día conocí la Biblioteca de la Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga (UNSCH), que curiosamente comparte similar historia con la Universidad de Los Andes (ULA), de mi natal Mérida, pues ambas casas de estudios fueron fundadas por obispos como seminarios para la formación del clero local, y ambas casas han visto su camino exitoso separándose del ámbito estrictamente religioso para pasar a diversificarse y postularse prestigiosamente en la lista de las universidades de renombre de sus respectivos países. Al igual que Mérida, Ayacucho puede ser “una ciudad dentro de una universidad”. Por eso puedo decir que me siento como en casa.

P.A

García




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