viernes, 29 de marzo de 2024

Primera y segunda palabra del Viernes Santo

“SERMÓN DE LA AGONÍA”

Desde el púlpito del templo de Santa Clara de la Concepción en la ciudad de Ayacucho, el Viernes Santo 29 de marzo de 2024, compartí la meditación de las dos primeras palabras del Sermón acostumbrado. La primera palabra me la habían encargado con varios meses de anticipación, sin embargo, minutos antes de empezar la oración introductoria me pidieron por caridad compartir también la meditación de la segunda palabra, pues a quien le habían encargado se le presentó una dificultad y no pudo llegar. No lo dudé ni un segundo y acepté el reto, o, mejor dicho, aproveché la oportunidad de reafirmar en mi vida aquellas palabras que tanto me gustan, y que medito a diario, inspiradas en las Sagradas Escrituras: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”.

La meditación de la primera palabra fue realizada de manera espontánea, es decir, no llevé guion para leer, ni apuntes, ni materiales, solo en mi cabeza estaban ideas puntuales de los textos de Benedicto XVI y otros teólogos famosos leídos en la mañana para comentar por la tarde. La segunda palabra igualmente fue espontánea, con la ligera diferencia de que no me había preparado para meditarla, así que lo hice en el momento, valiéndome de mis lecturas espirituales y estudios teológicos, además de recordar que en el año 2021 me correspondió esta palabra en la parroquia Santa Rosa de Lima.

Mientras entonaban el canto inicial, un acólito me presentó el turíbulo para incensar las imágenes del Calvario dispuestas detrás del altar que estaba desnudo y con los siete velones encendidos y alineados en el borde. Lo hice, aunque no estaba revestido con el alba, como debió hacerse, sin embargo, al no haber ningún otro ministro de la Iglesia presente, realicé la incensación sencilla a las imágenes de Jesús en la cruz y a sus pies Juan, Magdalena y la Santísima Virgen María.

El texto transcrito que a continuación dejo ha sido tomado del vídeo en vivo transmitido por el canal de Facebook del Templo del Monasterio de Santa Clara, que también he publicado en mi canal de YouTube.

Palabras introductorias:

Queridos hermanos y hermanas. Nos hemos reunido en esta casa de Dios para acompañar la agonía de nuestro Señor Jesucristo. El sermón de las siete palabras medita y recuerda los últimos acontecimientos de la vida de nuestro Señor, reflejan sus sentimientos en el sufrimiento de la cruz, y por eso nosotros, haciendo un espacio en nuestro día, en nuestra jornada, queremos acompañar al Señor en su agonía. La tradición nos indica que a las 12 Cristo es clavado en la cruz y luego a las 3 entrega su espíritu al Padre. Meditemos, pues, junto al Señor, acompañémosle en esta su agonía y que sus palabras sean para nosotros palabras de vida eterna. Digamos juntos: en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Primera palabra: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 24, 34)

Es el evangelista san Lucas quien en el capítulo 23 de su evangelio, versículo 34, copia textualmente esta primera palabra de Jesús. Hay que comprender la situación en la que se encuentra nuestro Señor, y para meditación nuestra, con estas imágenes de Jesús clavado en la cruz en compañía de aquellos que le amaron, de aquellos que creyeron en su palabra: en primer lugar la Santísima Virgen María, su madre y madre nuestra; la Magdalena también una de esas principales mujeres que, sintiéndose amadas por el Señor, le siguieron y en los momentos de mayor dificultad estuvieron presentes con él; y el apóstol joven san Juan, apóstol y evangelista. Con estas imágenes, entonces, nos adentramos a meditar y a comprender lo que Jesús pronuncia desde la cruz.

Hemos dicho al inicio, son sus últimas palabras, y Jesús, aunque está muriendo, aunque está agonizando en la cruz quiere morir perdonando, por eso menciona “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Recordemos, queridos hermanos y hermanas, la vida del Señor, su predicación, dice incluso el evangelio que Jesús pasó por este mundo haciendo el bien, y un mensaje central que se le escuchó y que repitió en sus sermones, en sus predicaciones era el mensaje que, también lo comprendemos como un mandato: orar por nuestros enemigos. Jesús, que comprende el mensaje que el Señor su Padre del cielo le ha entregado, aún en la cruz, aun agonizando quiere dar el ejemplo y por eso suplica a ese Padre del cielo el perdón para aquellos que le están asesinando. Nosotros meditamos y nos preguntamos ¿para quién exactamente el Señor suplica el perdón de sus culpas?

Quienes están llevando a cabo la condena son los romanos. En el tiempo del Señor el Imperio Romano dominaba toda la región y solamente a ellos se les permitía llevar a cabo una sentencia de muerte. En primer lugar, Jesús pide el perdón para aquellos soldados crueles y despiadados que, desde que lo toman preso, se habían burlado de él, le habían flagelado con dureza, con crueldad y ahora a las 12 del mediodía de aquel Viernes Santo le estaban clavando en la cruz. Jesús pide al Padre el perdón para sus verdugos, pero detrás de esta ejecución sabemos que se encuentran los judíos, los sumos sacerdotes, los fariseos, los escribas, todos aquellos que escucharon la palabra de Jesús, pero, su dureza de corazón no les permitió creer en esa palabra. Abiertamente se habían declarado enemigos de Jesús de Nazaret, el galileo, también para ellos, para los judíos, para sus compatriotas, también Jesús suplica el perdón y esto, queridos hermanos y hermanas, es ciertamente una gran lección.

Con razón llamaban a Jesús “maestro” y es un maestro desde que inicia su predicación en las orillas del río Jordán hasta el suplicio de la cruz. Jesús es auténticamente nuestro maestro, que no se cansa de amar, que no se cansa de enseñarnos, que no se cansa de perdonar. Recordamos con esto lo que el Señor había enseñado a sus discípulos, la oración del Padre nuestro, cuando en la intimidad alguno de ellos le pidió a Jesús: “Señor, enséñanos a orar” y en las palabras que el Señor les responde se encuentra esta frase, que guarda relación también en el evangelio de san Lucas con esta primera palabra del Sermón de las siete palabras: “perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Jesús es el maestro del perdón. No tiene en cuenta todo el sufrimiento, no tiene en cuenta tanta humillación. Jesús perdona y ese es el mejor ejemplo, queridos hermanos y hermanas, que el Señor desde la cruz nos quiere otorgar. Por eso nosotros y todos los que, en este preciso momento en los distintos templos, en los distintos lugares donde subsiste la fe católica, meditamos y nos adentramos a estas palabras de Jesús. Hemos de adquirirlas también como una meditación al igual que un compromiso, un compromiso de vida, porque ciertamente nuestra sociedad está necesitada del perdón de Dios en primer lugar, pero también de esa fraternidad y de ese sentimiento que, como hermanos, estamos invitados a tener los unos para con los otros.

Cuántos errores se evitarían en este mundo cruel si antes no existiera el perdón, las disculpas, el dejar pasar, el no tomar en cuenta. Cuántas guerras se pudieran evitar si en el corazón de nosotros los seres humanos viviera al menos un poco de este sentimiento que Jesús desde la cruz transmite: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.

Y, ciertamente, esa es nuestra situación. No sabemos lo que hacemos cuando desobedecemos los mandamientos del Señor. No sabemos lo que hacemos cuando pecamos. Somos débiles, somos ignorantes y en ese sentido también la súplica de Jesús desde la agonía de la cruz, también dirige al Padre por cada uno de nosotros, porque pecamos, porque nos equivocamos y porque no sabemos lo que hacemos, sin embargo, queridos hermanos y hermanas, la súplica del Señor desde la cruz es también la certeza y la esperanza de saber que él suplica por nosotros. Nuestro Señor intercede ante el Padre misericordioso por nosotros sus hijos y esto nos llena de esperanza para seguir adelante, para no quedarnos estancados, para superar la dificultad, para ver con ojos distintos, con un pensamiento cristiano los acontecimientos de nuestra vida.

Cuántas personas en este mundo existen, y ojalá y no seamos uno de nosotros que, aunque vivos se presentan para el mundo, viven realmente como si estuviesen muertos, porque hace falta Dios en el corazón, porque hace falta el perdón y el compromiso del perdón en nuestra vida, en nuestra mente, en nuestras actitudes.

Aprendamos de Jesús en la cruz. Pide el perdón para aquellos que lo entregan, para aquellos que se burlan de él, para aquellos que, aunque escucharon su mensaje prefirieron no aceptar el Reino de los cielos y vivir en un mundo lleno de injusticias, lleno de errores, lleno de contradicciones. Jesús, por el contrario, es distinto, es coherente en sus palabras y en sus obras, y es lo que vemos cuando lo observamos en la cruz. Entrega su vida, nadie se la quita, dice el evangelio, entrega su vida para el perdón de los pecados, y en esta primera palabra Jesús suplica al Padre el perdón y nosotros que le acompañamos en esta agonía nos adherimos a esta petición del Señor. Queremos que Dios, que es infinitamente misericordioso, se apiade de nosotros, se apiade de esta sociedad que, pareciera, cada vez está más perdida y más alejada del Señor.

Sin embargo, esa petición, esa súplica de perdón transfiere también a nuestra mente y a nuestro corazón la confianza de dirigirnos a un Padre, a un ser cercano, porque no es un Dios lejano, no es un Dios vengador, no es un Dios que está pendiente de lo que hacemos o dejamos de hacer para castigarnos, no, ese no fue el mensaje de Jesús, el mensaje de Cristo, aún más desde la cruz, es la presencia y la revelación de un Padre que es amor, que es misericordia y que, como al hijo pródigo, espera y recibe con los brazos abiertos para seguir adelante.

Queridos hermanos, comprendamos esto, Jesús nos enseña que Dios es un Dios de oportunidades. No todo está perdido, no todo se ha acabado, aún más, con la muerte de Cristo en la cruz, cuando el mundo se llena de tinieblas y parece que Satanás ha vencido, ha salido vencedor, sabemos que en el Domingo de la Resurrección este Cristo agonizante se presentará ahora para la expectación de todos nosotros vivo, resucitado y glorioso, y solo así tendrán sentido sus palabras de súplicas y de intercesión por aquellos que le estaban asesinando.

Aprendamos del Señor, nuestro único maestro, nuestro mejor referente, nuestro modelo. Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, que ha venido para enseñarnos que, con la oración del Padre nuestro y con su primera palabra en la cruz, nos transmite el deseo de amar a los enemigos, de perdonar las ofensas, aun cuando nos duela, aun cuando no comprendamos, cuando parezca difícil.

Que, como Jesús, nuestro alimento sea hacer la voluntad del Padre, y que nuestra vida toda se vea confiada en esas palabras, porque Dios es amor y es lo que hemos recibido. Debemos vivirlo, debemos asimilarlo y con el ejemplo del Señor agonizante sabemos que esta Semana Santa del 2024 no será una Semana Santa más, será distinta, porque nos encontramos con el Señor, porque comprendemos su palabra y porque junto a él en la cruz como Juan, la Magdalena y María, su madre, hacemos el compromiso firme de perdonar. Solo así este mundo cambiará.

Mírame, oh mi amado y buen Jesús, postrado a los pies de tu divina presencia. Te ruego y suplico con grande fervor de mi alma, te dignes grabar en mi corazón sentimientos vivísimos de fe, esperanza y caridad, arrepentimiento sincero de mis pecados y propósito firme de nunca más ofenderte. Mientras yo, con todo el amor y el dolor del que soy capaz, considero y medito tus cinco llagas, teniendo en cuenta aquello que dijo de ti, oh mi Dios, el santo profeta David: “Han taladrado mis manos y mis pies, y se pueden contar todos mis huesos”.

 Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal. Amén.

Dios te salve, María, llena eres de gracia; el Señor es contigo. Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.

Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

Segunda palabra “En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43)

Queridos hermanos, el mensaje central de la predicación de nuestro Señor sabemos, fue, el Reino de los cielos. Jesús predicó un Reino, Reino de justicia y de paz, en contraposición, ciertamente, a lo que vivía su contexto histórico en la Galilea y en la Jerusalén del siglo primero, Jesús propone el Reino de Dios, el Reino de los cielos como la mejor alternativa para que en este mundo vivamos como verdaderos y auténticos hijos de Dios.

El letrero que encabeza la cruz del Señor nos recuerda el motivo de su condena. El evangelio lo menciona, Pilato mandó a escribir en hebreo, en latín y en griego el motivo de la sentencia de Jesús, y allí decía: “Jesús Nazareno el rey de los judíos”. Cristo es Rey del universo, Rey de este mundo, Rey de nuestros corazones y desde la cruz, aunque no porta una corona lujosa, sino de espinas, el Señor es el Rey de ese nuevo Reino de Dios que predicó, y en esta predicación, queridos hermanos y hermanas, se encuentra lo novedoso del mensaje, de la vida eterna.

En aquel entonces muchos creían que después de la muerte se acababa la existencia de los seres, no habían profundizado en aquello que, al menos la secta de los fariseos sí se animaba a creer, que había una vida después de la muerte. Jesús, sabemos, ciertamente no fue fariseo, Jesús portó un mensaje novedoso y lo central en esta novedad era que después de la muerte había vida y no solo vida, sino vida verdadera, vida auténtica, porque de Dios hemos venido y a Dios vamos a volver. Ese es el sentimiento, esa es la actitud que nuestro Señor desde la cruz está viviendo y está sintiendo.

Por eso, en esta segunda palabra, que es ciertamente la respuesta de Jesús ante el buen ladrón, que san Lucas refleja también en el capítulo 23, versículo 43, el buen ladrón, que la tradición lo ha reconocido con el nombre de Dimas, quien dirige su palabra a Jesús para decirle también desde su propio sufrimiento: “acuérdate de mí cuando estés en tu Reino”, comprendamos esto: el buen ladrón ha escuchado el mensaje de Jesús, sabe que él es un Rey, sabe que ha predicado un Reino, por eso le pide: “acuérdate de mí cuando estés en tu reino”, y la respuesta de Jesús es precisamente esta segunda palabra: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”.

La iglesia durante muchos años ha tratado de comprender esta frase del Señor, una respuesta que puede ser un poco contradictoria, porque sabemos, solo después de la resurrección de Cristo resucitan también el cuerpo de los justos y se abre para nosotros lo que habíamos perdido, el paraíso, es decir, el cielo. Pero Jesús es infinitamente generoso, por eso no presta atención ni a tiempos ni a lugares ni a conceptos teológicos y se adelanta para abrir las puertas del cielo al buen ladrón. Es como como si estuviese canonizándolo. La tradición ciertamente lo recuerda con el nombre de san Dimas, Dimas o san Dimas.

Jesús ha escuchado su petición sabe lo que pide este hombre, reconoce que está necesitado de la vida verdadera, por eso su respuesta es contundente, generosa, brota de un corazón lleno de amor y de misericordia, no pone más cargas, no pone condiciones, Jesús simplemente responde: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Es el mejor regalo que pudo darle el Señor desde la cruz a uno de los ladrones que, nos dice el evangelio, fueron crucificados también a sus costados. Jesús nos regala el cielo y en el buen ladrón vemos nosotros, queridos hermanos y hermanas, una actitud que hay que imitar.

Hemos escuchado en distintas reflexiones cómo este buen ladrón fallece haciendo bien su oficio, es decir, robando el cielo, pidiéndolo con sus palabras, pero en sí robándole la misericordia, robándole el amor a Jesús y el Señor se desprende ciertamente, y por eso lo admite. Nosotros en nuestra dificultad, en nuestro día a día, ¿qué le pedimos a Dios?, ¿estamos realmente conscientes de que tenemos un puesto arriba en el cielo?, ¿creemos realmente en eso que repetimos en el Credo, en la vida del mundo futuro, en la resurrección de la carne?, ¿creemos realmente que de Dios venimos y a Dios debemos volver?

Queridos hermanos y hermanas, en esta segunda palabra del Señor, en esta respuesta de Jesús al buen ladrón, meditemos nosotros y preguntémonos ¿qué tan convencidos estamos de nuestra fe? Porque este mundo ciertamente nos propone una realización que, humanamente es comprensible, cuando se alcanza un logro, cuando se trabaja, cuando se forma una familia, cuando tenemos un triunfo material, un triunfo académico. Estas son felicidades muy auténticas, muy humanas, pero, en fin, pasajeras. Hay una felicidad eterna, hay una vida más allá de la muerte, y es lo que el Señor ha dicho: el cielo.

Y a nosotros, bien sabemos, sus seguidores, los que hemos creído en él y estamos bautizados, el Señor nos ha prometido un espacio allá en el Reino de su Padre, donde todos cabemos, donde no habrá distinción ni segregación, donde participaremos de esa alegría, de esa fiesta que no tiene fin, como el catecismo de la Iglesia Católica describe al cielo. Esa es la promesa del Señor. Después de la muerte no se acaba la vida, por el contrario, empieza la vida verdadera, la vida auténtica, porque estaremos con Dios, le veremos tal cual es, como lo reflejan los textos litúrgicos y allí seremos lo que Dios ha pensado para nosotros sus hijos en la unidad del amor en la comprensión de que estaremos junto a nuestros seres queridos. Tantos familiares que han compartido con nosotros y en el Reino de los cielos nos esperan. Queridos hermanos y hermanas, con esta respuesta del Señor en la segunda palabra de sus últimas siete en la cruz comprendemos nuestra auténtica, nuestra verdadera vocación.

El cristiano está llamado a la vida, a vivir la vida en este mundo con los pies bien puestos en la tierra, a vivir cristianamente con los mandamientos, con el amor de Dios en el corazón, pero no solo eso, a vivir hasta que, cuando Dios nos llame en la muerte, podamos entrar gloriosos también como el Señor en el Reino de los cielos. Para esto, queridos hermanos, hay que fijar la mirada en la cruz, hay que observar al Nazareno, hay que comprender que Cristo entrega el paraíso, abre las puertas del cielo a Dimas, el buen ladrón, y con este primero también a todos nosotros.

Seamos fieles a su palabra. Creamos cada día más en su mensaje. Creamos en Jesús y creámosle a Jesús, que no nos miente, que ha prometido estar con nosotros todos los días de nuestra vida hasta el fin del mundo. Y ese fin del mundo, que no debe ser para nosotros nada catastrófico ni temeroso, ese fin del mundo que es para cada quien su propia muerte, se convierte en el encuentro definitivo con aquel que nos ha enseñado que Dios es Padre amoroso, es Padre misericordioso y que, desde la cruz, en el mejor lenguaje, con sus brazos abiertos nos enseña que todos cabemos en su regazo.

Estas son las palabras de Jesús, el maestro de Galilea, nuestro Rey, nuestro Señor que no se deja ganar en generosidad. Este es el Jesús a quien nosotros debemos seguir. Este es el hombre a quien debemos imitar. Significa, entonces, que con nuestra vida debemos también abrir puertas a los demás, abrir el cielo con una actitud cristiana, caritativa y sobre todo pacífica, porque bien lo comentó el Señor en el sermón del monte: “Bienaventurados los pacíficos, los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios”.

Nosotros ciertamente nos sentimos y somos hijos de Dios, debemos entonces trabajar por la paz, y Jesús desde la cruz con sus palabras con sus lenguajes es el primer Pacífico. No responde con violencia, no responde con rabia, responde con amor, con serenidad, con misericordia a aquellos que le rodean.

Comprendamos una vez más, queridos hermanos, que el Señor nos quiere buenos, nos quiere santos y podemos hacer un mundo distinto si vivimos nuestra fe. Para esto hay que conocer a Dios, hay que conocer su mensaje, escucharle, escuchar la predicación de nuestros pastores en la Iglesia católica, comprender que el Señor nos quiere cada vez más cerca de Sí, en la oración, en la caridad cristiana, en la recepción de los sacramentos que es una riqueza inagotable que poseemos en la santa Iglesia católica.

Cada vez que acudamos a la Eucaristía, cada vez que recemos el Santo Rosario, que recibamos la comunión, que nos confesemos vivámoslo como un encuentro personal con Dios, porque la Iglesia cuando nos administra un sacramento vive y pone en evidencia las palabras de Cristo en la cruz: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Que ese paraíso que perdió el pecado de Adán y Eva y que Dios nos ha recuperado con la muerte de su Hijo en la cruz sea nuestro único tesoro, porque allí donde está nuestro tesoro, dice la Palabra, estará nuestro corazón.

Finalmente, queridos hermanos, como el Señor andemos por este mundo haciendo el bien. No nos cansemos de predicar el Evangelio con nuestra vida pero que nuestra mirada, aunque con los pies bien puestos en la tierra, esté fija en el cielo nuestra patria definitiva, nuestro lugar auténtico, nuestra morada. Cristo ya nos ha abierto el paraíso, hagámonos nosotros también merecedores de esta herencia, deseemos con nuestra vida entrar en la vida de Dios, y cuando el Señor nos llame con la santa muerte vayamos confiados al encuentro de ese Padre que nos ama, que nos conoce y que nos perdona. Digamos:

Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal. Amén.

Dios te salve, María, llena eres de gracia; el Señor es contigo. Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.

Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén

P.A

García

miércoles, 20 de marzo de 2024

Iglesia, Pueblo de Dios y Sacramentos

   ¿Cuál es la relación entre los criterios de “pueblo” y de “Dios” en la reflexión de la eclesiología latinoamericana?

La Teología Latinoamericana, fruto del análisis de sus contextos particulares a la luz de la Palabra de revelada en la Sagrada Escritura, desarrolló un discurso sobre Dios en cuyos quicios fundamentales se encontraba la expresión teológica “Pueblo de Dios” que el Concilio Vaticano II había traído a la palestra eclesiológica. En los criterios “Pueblo” y “de Dios” se haya una relación directa entre el Creador amoroso y su creatura sufriente, la Iglesia, necesitada de él. Es así como teólogos como el padre Gustavo Gutiérrez, ante los infortunios de la vida que sufren los pobres -la Iglesia peregrina-, con su teología de la liberación no propuso un espiritualismo como refugio, pero si defendió el dualismo práctico de la solidaridad con los pobres y la oración, pues es una manera de ser cristiano, vivir en compromiso y oración, esto es la teología de la liberación, seguir a Jesús, estando insertos en la vida del pueblo, como él lo hizo. La reflexión eclesiológica latinoamericana se encamina principalmente en la opción preferencial por los pobres, ya que son un lugar teológico donde se reclama mayor presencia del evangelio y sus ideales de justicia y paz.

2.     ¿Cuál es la relación entre la Iglesia y los sacramentos?

En la Teología católica el término sacramento es entendido también como misterio, que significa presencia divina, es así como Jesucristo, el Hijo de Dios, es el Sacramento por antonomasia y de él deriva la Iglesia, que es sacramento universal de salvación y en ella están contenidos los siete sacramentos instituidos por Cristo y contenidos en la Sagrada Escritura y la Tradición de la Iglesia. Sabemos que, en cada sacramento de la Iglesia, es Cristo mismo quien actúa, por lo que podemos decir que existe una relación inseparable entre la acción salvífica de Cristo y la acción de la Iglesia en los siete sacramentos, es más, su carácter misionero se fundamenta en el envío de Cristo a hacer de todos los pueblos sus discípulos, a través del sacramento del Bautismo, puerta de inicio a la vida cristiana. Ha sido el deseo de su fundador el obrar a través de su Iglesia especialmente en los sacramentos, que auxilian la vida de cada creyente en el orden a sus necesidades espirituales. Con los sacramentos la Iglesia hace presente el amor de Dios que sigue obrando milagros en la vida de sus hijos, les alienta a seguir adelante en el camino de la construcción del Reino de Dios, del cuál todos somos partícipes y protagonistas en la medida que acojamos la experiencia de vida de Jesús de Nazaret, que pasó por este mundo haciendo el bien a todos.

P.A

García

viernes, 8 de marzo de 2024

Las cuatro mujeres de la genealogía de Jesús en Mateo 1, 3-6

Tamar, Rajab, Rut y Betsabé

La situación de la mujer en tiempos de Jesús era totalmente desfavorable y discriminatoria, pues prácticamente no se le consideraba persona libre ni hija de Israel, sino posesión primero de sus padres y luego de sus maridos, se consideraban siempre en minoría de edad y su influencia estaba resumida en su función maternal. La fragilidad del género femenino se inculcó en los tuétanos de la cultura hebrea, pero esto cambió radicalmente con Jesús, quien fue amigo de las mujeres y más aún, las admitió como seguidoras y discípulas suyas.

El evangelista Mateo desarrolla la genealogía de Jesús (Mt 1, 1-16) especificando diversos personajes de la historia de Israel, reyes y plebeyos y entre estos a cuatro mujeres cuya mención en principio puede parecer innecesaria, pues no son Sara, Rebeca, Lía o Raquel, grandes mujeres por sus virtudes, sino cuatro simples paganas en las que, como veremos, se manifiesta el futuro de la salvación universal. Comprendamos la intención de Mateo conociendo brevemente la historia de estas cuatro mujeres, saber: Tamar (Mt 1,3); Rajab (Mt 1,5); Rut (Mt 1,5) y Betsabé “la mujer de Urías” (Mt 1,6).

1.    Tamar “la incestuosa” (Gn 38, 14-18)

Mujer cananea cuyo nombre significa en hebreo “palmera”. Primero fue esposa de Er, el hijo primogénito de Judá, pero al morir este quedó viuda y pasó a casarse con su cuñado Onán, quien tampoco le dio descendencia. Judá la apartó de su casa y Tamar lo engañó vistiéndose de ramera para acostarse con él. Al quedar embarazada fue enterado Judá de lo que había sucedido y de la unión con su nuera nacieron los mellizos Peres y Zéraj.

Ante Judá y los suyos Tamar no cometió injusticia, sino que, movida por su deseo de tener un hijo de la sangre de su difunto marido Er, buscó acostarse con su suegro (incesto), pues Selá, último hijo de Judá, no le había sido dado por esposo según la ley del levirato. El acto justo de Tamar es recordado como una bendición de Yahvé en (Rt 4, 12). La iniciativa de esta mujer es recordada como acto heroico.

 

2.    Rajab “la prostituta” (Jos 2, 1-21)

Rajab, (no Ráhab monstruo mítico de Jb 9, 13), prostituta de Jericó que hospedó en su casa a los dos espías que Josué había enviado para explorar esa ciudad y todo el país, reconoce que ellos son enviados por el Dios del cielo y de la tierra, por lo que hace un pacto con ellos para dejarlos escapar sin que sufran daño. Rajab se salva por la fe y es justificada por sus obras, pues aun siendo extranjera, acoge a los israelitas y así consigue salvar a toda su familia. Es recordada por St 2, 25 al ser justificada por sus obras y en Hb 11, 31 como modelo de la fe en la historia sagrada.

Finalmente, en Jos 6, 22-25 se narra la salvación de Rajab y su familia, quienes permanecieron y se integraron al Israel étnico, es decir, se convirtió en prosélita. La fe de esta mujer le salvó la vida. Mateo la menciona en su genealogía de Jesús, aún cuando no aparezca en las Sagradas Escrituras un vínculo exacto de ella con el Mesías.

 

3.    Rut “la extranjera” (Rt 1-4) 

Rut, en hebreo “amiga”, fue esposa de Quilión, hijo de Elimélec y Noemí, oriundos de Belén de Judá que se fueron a habitar en los campos de Moab, de ahí que Rut sea recordada como la moabita. Muerto Elimélec y su hijo Quilión, la viuda Noemí y sus nueras Orfá y Rut quedaron desamparadas. Noemí decide regresar a Judá y despide a las que fueron esposas de sus hijos, pero Rut no quiso apartarse de ella y la acompañó hasta Belén. Rut finalmente se casa con Booz, un pariente de Elimélec y de esta manera se convierte en madre de Obed, el padre de Jesé, el padre del rey David. De este modo Rut, la moabita, por su fidelidad a la madre de su difunto esposo y la fe en el Dios de Israel, se introduce en la genealogía de Jesús, descendiente de David.

Solo Rut, a diferencia de las cuatro mujeres, tiene un libro homónimo en la Biblia que narra a detalle su historia.

 

4.    Betsabé “la adultera” (2 Sam 11, 1-27)

Betsabé era hija de Elián y mujer de Urías el hitita, un mercenario extranjero al servicio de David. El rey David la había visto bañándose y se prendó de su hermosura, la mandó a traer y se acostó con ella, dejándola embarazada. Para eliminar a Urías lo mandó a batallar en primera fila, donde murió. Luego tomó a Betsabé por esposa y ella dio a luz un hijo que murió al poco tiempo de nacer. Después Betsabé dio a luz a Salomón, lo que confirmó el perdón de Dios a David por su pecado (2 Sam 12, 24).

De la madre de Salomón también se recuerda su alianza con el profeta Natán para que su hijo fuese proclamado rey y de esta manera ella se convirtió en la reina madre (1 R 1,11-40).

         Mateo rescata para la historia las acciones de estas cuatro mujeres “pecadoras y extranjeras” en razón de María “la virgen, santa y judía”, la madre de Jesús. Benedicto XVI recuerda lo que se ha dicho de estas cuatro mujeres, que habrían sido pecadoras, aunque no las cuatro (tal vez a excepción de Rut); para él este recuerdo “implicaría una indicación de que Jesús habría tomado sobre sí los pecados y, con ellos, el pecado del mundo, y que su misión habría sido la justificación de los pecadores”. Sin embargo, concluye el pontífice que “es más importante el que ninguna de las cuatro fuera judía. Por tanto, el mundo de los gentiles entra a través de ellas en la genealogía de Jesús, se manifiesta su misión a los judíos y a los paganos”, pues, ciertamente “estas mujeres revelan una respuesta ejemplar a la fidelidad de Dios, mostrando la fe en el Dios de Israel”, es así como Mateo presenta una “genealogía de la gracia y de la fe: precisamente sobre la fidelidad absoluta de Dios y sobre la fe sólida de estas mujeres se apoya la continuidad de la promesa hecha a Israel”.

         Para Charles Perrot Mateo incluye en su genealogía la historia de estas cinco mujeres (incluyendo a María) por la extravagancia de sus partos, pues es Dios quien interviene para modificar curso normal de las cosas, de esta manera ellas son incluidas en la línea mesiánica por pura gratuidad divina, pues Dios hace posible todas las cosas. De cualquier manera, vemos en Tamar, Rajab, Rut y Betsabé el ímpetu y valentía de la mujer que lucha por su realización y es fiel a su ser engendrador de vida.

         Es esperanzador ver cómo la mentalidad patriarcal y opresora en la que también la Iglesia ha incurrido está quedando atrás y es cosa del pasado. Aunque es cierto que todavía falta mucho por hacer, ya podemos ver a las mujeres en distintos puntos de autoridad y decisión en la Iglesia y en la sociedad. El aporte de las mujeres en la Iglesia y en el mundo actual es ciertamente la garantía de la plenitud, pues el hombre en solitario no puede realizarse, Dios le ha puesto a un ser que lo perfecciona y le da vida. La mujer no es complemento del hombre, sino su perfección.

P.A

García

 

         Bibliografía

·       Benedicto XVI (2009) Homilía del Santo Padre Benedicto XVI en la capilla Redemptoris Mater del Palacio Apostólico, Vaticano. Jueves 17 de diciembre de 2009.

·       Benedicto XVI (2012) La infancia de Jesús. Librería Editrice Vaticana.

·       Biblia de Jerusalén (2018) Comentarios. Editorial Desclée De Brouwer.

·       Charles Perrot (1980) Los relatos de la infancia de Jesús. Editorial Verbo Divino.

·       Eric Thomas (1994) La Biblia ilustrada. Editorial Amereida.

·       Paola Polo Media (2024) Relatos de la infancia y la adolescencia de Jesús. Diplomatura en Teología PUCP.

·       Wilton M. Nelson (1974) Diccionario Ilustrado de la Biblia. Editorial Caribe.

·       Xavier León-Dufour (1975) Vocabulario de Teología Bíblica. Editorial Herder.