viernes, 29 de marzo de 2024

Primera y segunda palabra del Viernes Santo

“SERMÓN DE LA AGONÍA”

Desde el púlpito del templo de Santa Clara de la Concepción en la ciudad de Ayacucho, el Viernes Santo 29 de marzo de 2024, compartí la meditación de las dos primeras palabras del Sermón acostumbrado. La primera palabra me la habían encargado con varios meses de anticipación, sin embargo, minutos antes de empezar la oración introductoria me pidieron por caridad compartir también la meditación de la segunda palabra, pues a quien le habían encargado se le presentó una dificultad y no pudo llegar. No lo dudé ni un segundo y acepté el reto, o, mejor dicho, aproveché la oportunidad de reafirmar en mi vida aquellas palabras que tanto me gustan, y que medito a diario, inspiradas en las Sagradas Escrituras: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”.

La meditación de la primera palabra fue realizada de manera espontánea, es decir, no llevé guion para leer, ni apuntes, ni materiales, solo en mi cabeza estaban ideas puntuales de los textos de Benedicto XVI y otros teólogos famosos leídos en la mañana para comentar por la tarde. La segunda palabra igualmente fue espontánea, con la ligera diferencia de que no me había preparado para meditarla, así que lo hice en el momento, valiéndome de mis lecturas espirituales y estudios teológicos, además de recordar que en el año 2021 me correspondió esta palabra en la parroquia Santa Rosa de Lima.

Mientras entonaban el canto inicial, un acólito me presentó el turíbulo para incensar las imágenes del Calvario dispuestas detrás del altar que estaba desnudo y con los siete velones encendidos y alineados en el borde. Lo hice, aunque no estaba revestido con el alba, como debió hacerse, sin embargo, al no haber ningún otro ministro de la Iglesia presente, realicé la incensación sencilla a las imágenes de Jesús en la cruz y a sus pies Juan, Magdalena y la Santísima Virgen María.

El texto transcrito que a continuación dejo ha sido tomado del vídeo en vivo transmitido por el canal de Facebook del Templo del Monasterio de Santa Clara, que también he publicado en mi canal de YouTube.

Palabras introductorias:

Queridos hermanos y hermanas. Nos hemos reunido en esta casa de Dios para acompañar la agonía de nuestro Señor Jesucristo. El sermón de las siete palabras medita y recuerda los últimos acontecimientos de la vida de nuestro Señor, reflejan sus sentimientos en el sufrimiento de la cruz, y por eso nosotros, haciendo un espacio en nuestro día, en nuestra jornada, queremos acompañar al Señor en su agonía. La tradición nos indica que a las 12 Cristo es clavado en la cruz y luego a las 3 entrega su espíritu al Padre. Meditemos, pues, junto al Señor, acompañémosle en esta su agonía y que sus palabras sean para nosotros palabras de vida eterna. Digamos juntos: en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Primera palabra: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 24, 34)

Es el evangelista san Lucas quien en el capítulo 23 de su evangelio, versículo 34, copia textualmente esta primera palabra de Jesús. Hay que comprender la situación en la que se encuentra nuestro Señor, y para meditación nuestra, con estas imágenes de Jesús clavado en la cruz en compañía de aquellos que le amaron, de aquellos que creyeron en su palabra: en primer lugar la Santísima Virgen María, su madre y madre nuestra; la Magdalena también una de esas principales mujeres que, sintiéndose amadas por el Señor, le siguieron y en los momentos de mayor dificultad estuvieron presentes con él; y el apóstol joven san Juan, apóstol y evangelista. Con estas imágenes, entonces, nos adentramos a meditar y a comprender lo que Jesús pronuncia desde la cruz.

Hemos dicho al inicio, son sus últimas palabras, y Jesús, aunque está muriendo, aunque está agonizando en la cruz quiere morir perdonando, por eso menciona “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Recordemos, queridos hermanos y hermanas, la vida del Señor, su predicación, dice incluso el evangelio que Jesús pasó por este mundo haciendo el bien, y un mensaje central que se le escuchó y que repitió en sus sermones, en sus predicaciones era el mensaje que, también lo comprendemos como un mandato: orar por nuestros enemigos. Jesús, que comprende el mensaje que el Señor su Padre del cielo le ha entregado, aún en la cruz, aun agonizando quiere dar el ejemplo y por eso suplica a ese Padre del cielo el perdón para aquellos que le están asesinando. Nosotros meditamos y nos preguntamos ¿para quién exactamente el Señor suplica el perdón de sus culpas?

Quienes están llevando a cabo la condena son los romanos. En el tiempo del Señor el Imperio Romano dominaba toda la región y solamente a ellos se les permitía llevar a cabo una sentencia de muerte. En primer lugar, Jesús pide el perdón para aquellos soldados crueles y despiadados que, desde que lo toman preso, se habían burlado de él, le habían flagelado con dureza, con crueldad y ahora a las 12 del mediodía de aquel Viernes Santo le estaban clavando en la cruz. Jesús pide al Padre el perdón para sus verdugos, pero detrás de esta ejecución sabemos que se encuentran los judíos, los sumos sacerdotes, los fariseos, los escribas, todos aquellos que escucharon la palabra de Jesús, pero, su dureza de corazón no les permitió creer en esa palabra. Abiertamente se habían declarado enemigos de Jesús de Nazaret, el galileo, también para ellos, para los judíos, para sus compatriotas, también Jesús suplica el perdón y esto, queridos hermanos y hermanas, es ciertamente una gran lección.

Con razón llamaban a Jesús “maestro” y es un maestro desde que inicia su predicación en las orillas del río Jordán hasta el suplicio de la cruz. Jesús es auténticamente nuestro maestro, que no se cansa de amar, que no se cansa de enseñarnos, que no se cansa de perdonar. Recordamos con esto lo que el Señor había enseñado a sus discípulos, la oración del Padre nuestro, cuando en la intimidad alguno de ellos le pidió a Jesús: “Señor, enséñanos a orar” y en las palabras que el Señor les responde se encuentra esta frase, que guarda relación también en el evangelio de san Lucas con esta primera palabra del Sermón de las siete palabras: “perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Jesús es el maestro del perdón. No tiene en cuenta todo el sufrimiento, no tiene en cuenta tanta humillación. Jesús perdona y ese es el mejor ejemplo, queridos hermanos y hermanas, que el Señor desde la cruz nos quiere otorgar. Por eso nosotros y todos los que, en este preciso momento en los distintos templos, en los distintos lugares donde subsiste la fe católica, meditamos y nos adentramos a estas palabras de Jesús. Hemos de adquirirlas también como una meditación al igual que un compromiso, un compromiso de vida, porque ciertamente nuestra sociedad está necesitada del perdón de Dios en primer lugar, pero también de esa fraternidad y de ese sentimiento que, como hermanos, estamos invitados a tener los unos para con los otros.

Cuántos errores se evitarían en este mundo cruel si antes no existiera el perdón, las disculpas, el dejar pasar, el no tomar en cuenta. Cuántas guerras se pudieran evitar si en el corazón de nosotros los seres humanos viviera al menos un poco de este sentimiento que Jesús desde la cruz transmite: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.

Y, ciertamente, esa es nuestra situación. No sabemos lo que hacemos cuando desobedecemos los mandamientos del Señor. No sabemos lo que hacemos cuando pecamos. Somos débiles, somos ignorantes y en ese sentido también la súplica de Jesús desde la agonía de la cruz, también dirige al Padre por cada uno de nosotros, porque pecamos, porque nos equivocamos y porque no sabemos lo que hacemos, sin embargo, queridos hermanos y hermanas, la súplica del Señor desde la cruz es también la certeza y la esperanza de saber que él suplica por nosotros. Nuestro Señor intercede ante el Padre misericordioso por nosotros sus hijos y esto nos llena de esperanza para seguir adelante, para no quedarnos estancados, para superar la dificultad, para ver con ojos distintos, con un pensamiento cristiano los acontecimientos de nuestra vida.

Cuántas personas en este mundo existen, y ojalá y no seamos uno de nosotros que, aunque vivos se presentan para el mundo, viven realmente como si estuviesen muertos, porque hace falta Dios en el corazón, porque hace falta el perdón y el compromiso del perdón en nuestra vida, en nuestra mente, en nuestras actitudes.

Aprendamos de Jesús en la cruz. Pide el perdón para aquellos que lo entregan, para aquellos que se burlan de él, para aquellos que, aunque escucharon su mensaje prefirieron no aceptar el Reino de los cielos y vivir en un mundo lleno de injusticias, lleno de errores, lleno de contradicciones. Jesús, por el contrario, es distinto, es coherente en sus palabras y en sus obras, y es lo que vemos cuando lo observamos en la cruz. Entrega su vida, nadie se la quita, dice el evangelio, entrega su vida para el perdón de los pecados, y en esta primera palabra Jesús suplica al Padre el perdón y nosotros que le acompañamos en esta agonía nos adherimos a esta petición del Señor. Queremos que Dios, que es infinitamente misericordioso, se apiade de nosotros, se apiade de esta sociedad que, pareciera, cada vez está más perdida y más alejada del Señor.

Sin embargo, esa petición, esa súplica de perdón transfiere también a nuestra mente y a nuestro corazón la confianza de dirigirnos a un Padre, a un ser cercano, porque no es un Dios lejano, no es un Dios vengador, no es un Dios que está pendiente de lo que hacemos o dejamos de hacer para castigarnos, no, ese no fue el mensaje de Jesús, el mensaje de Cristo, aún más desde la cruz, es la presencia y la revelación de un Padre que es amor, que es misericordia y que, como al hijo pródigo, espera y recibe con los brazos abiertos para seguir adelante.

Queridos hermanos, comprendamos esto, Jesús nos enseña que Dios es un Dios de oportunidades. No todo está perdido, no todo se ha acabado, aún más, con la muerte de Cristo en la cruz, cuando el mundo se llena de tinieblas y parece que Satanás ha vencido, ha salido vencedor, sabemos que en el Domingo de la Resurrección este Cristo agonizante se presentará ahora para la expectación de todos nosotros vivo, resucitado y glorioso, y solo así tendrán sentido sus palabras de súplicas y de intercesión por aquellos que le estaban asesinando.

Aprendamos del Señor, nuestro único maestro, nuestro mejor referente, nuestro modelo. Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, que ha venido para enseñarnos que, con la oración del Padre nuestro y con su primera palabra en la cruz, nos transmite el deseo de amar a los enemigos, de perdonar las ofensas, aun cuando nos duela, aun cuando no comprendamos, cuando parezca difícil.

Que, como Jesús, nuestro alimento sea hacer la voluntad del Padre, y que nuestra vida toda se vea confiada en esas palabras, porque Dios es amor y es lo que hemos recibido. Debemos vivirlo, debemos asimilarlo y con el ejemplo del Señor agonizante sabemos que esta Semana Santa del 2024 no será una Semana Santa más, será distinta, porque nos encontramos con el Señor, porque comprendemos su palabra y porque junto a él en la cruz como Juan, la Magdalena y María, su madre, hacemos el compromiso firme de perdonar. Solo así este mundo cambiará.

Mírame, oh mi amado y buen Jesús, postrado a los pies de tu divina presencia. Te ruego y suplico con grande fervor de mi alma, te dignes grabar en mi corazón sentimientos vivísimos de fe, esperanza y caridad, arrepentimiento sincero de mis pecados y propósito firme de nunca más ofenderte. Mientras yo, con todo el amor y el dolor del que soy capaz, considero y medito tus cinco llagas, teniendo en cuenta aquello que dijo de ti, oh mi Dios, el santo profeta David: “Han taladrado mis manos y mis pies, y se pueden contar todos mis huesos”.

 Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal. Amén.

Dios te salve, María, llena eres de gracia; el Señor es contigo. Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.

Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

Segunda palabra “En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43)

Queridos hermanos, el mensaje central de la predicación de nuestro Señor sabemos, fue, el Reino de los cielos. Jesús predicó un Reino, Reino de justicia y de paz, en contraposición, ciertamente, a lo que vivía su contexto histórico en la Galilea y en la Jerusalén del siglo primero, Jesús propone el Reino de Dios, el Reino de los cielos como la mejor alternativa para que en este mundo vivamos como verdaderos y auténticos hijos de Dios.

El letrero que encabeza la cruz del Señor nos recuerda el motivo de su condena. El evangelio lo menciona, Pilato mandó a escribir en hebreo, en latín y en griego el motivo de la sentencia de Jesús, y allí decía: “Jesús Nazareno el rey de los judíos”. Cristo es Rey del universo, Rey de este mundo, Rey de nuestros corazones y desde la cruz, aunque no porta una corona lujosa, sino de espinas, el Señor es el Rey de ese nuevo Reino de Dios que predicó, y en esta predicación, queridos hermanos y hermanas, se encuentra lo novedoso del mensaje, de la vida eterna.

En aquel entonces muchos creían que después de la muerte se acababa la existencia de los seres, no habían profundizado en aquello que, al menos la secta de los fariseos sí se animaba a creer, que había una vida después de la muerte. Jesús, sabemos, ciertamente no fue fariseo, Jesús portó un mensaje novedoso y lo central en esta novedad era que después de la muerte había vida y no solo vida, sino vida verdadera, vida auténtica, porque de Dios hemos venido y a Dios vamos a volver. Ese es el sentimiento, esa es la actitud que nuestro Señor desde la cruz está viviendo y está sintiendo.

Por eso, en esta segunda palabra, que es ciertamente la respuesta de Jesús ante el buen ladrón, que san Lucas refleja también en el capítulo 23, versículo 43, el buen ladrón, que la tradición lo ha reconocido con el nombre de Dimas, quien dirige su palabra a Jesús para decirle también desde su propio sufrimiento: “acuérdate de mí cuando estés en tu Reino”, comprendamos esto: el buen ladrón ha escuchado el mensaje de Jesús, sabe que él es un Rey, sabe que ha predicado un Reino, por eso le pide: “acuérdate de mí cuando estés en tu reino”, y la respuesta de Jesús es precisamente esta segunda palabra: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”.

La iglesia durante muchos años ha tratado de comprender esta frase del Señor, una respuesta que puede ser un poco contradictoria, porque sabemos, solo después de la resurrección de Cristo resucitan también el cuerpo de los justos y se abre para nosotros lo que habíamos perdido, el paraíso, es decir, el cielo. Pero Jesús es infinitamente generoso, por eso no presta atención ni a tiempos ni a lugares ni a conceptos teológicos y se adelanta para abrir las puertas del cielo al buen ladrón. Es como como si estuviese canonizándolo. La tradición ciertamente lo recuerda con el nombre de san Dimas, Dimas o san Dimas.

Jesús ha escuchado su petición sabe lo que pide este hombre, reconoce que está necesitado de la vida verdadera, por eso su respuesta es contundente, generosa, brota de un corazón lleno de amor y de misericordia, no pone más cargas, no pone condiciones, Jesús simplemente responde: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Es el mejor regalo que pudo darle el Señor desde la cruz a uno de los ladrones que, nos dice el evangelio, fueron crucificados también a sus costados. Jesús nos regala el cielo y en el buen ladrón vemos nosotros, queridos hermanos y hermanas, una actitud que hay que imitar.

Hemos escuchado en distintas reflexiones cómo este buen ladrón fallece haciendo bien su oficio, es decir, robando el cielo, pidiéndolo con sus palabras, pero en sí robándole la misericordia, robándole el amor a Jesús y el Señor se desprende ciertamente, y por eso lo admite. Nosotros en nuestra dificultad, en nuestro día a día, ¿qué le pedimos a Dios?, ¿estamos realmente conscientes de que tenemos un puesto arriba en el cielo?, ¿creemos realmente en eso que repetimos en el Credo, en la vida del mundo futuro, en la resurrección de la carne?, ¿creemos realmente que de Dios venimos y a Dios debemos volver?

Queridos hermanos y hermanas, en esta segunda palabra del Señor, en esta respuesta de Jesús al buen ladrón, meditemos nosotros y preguntémonos ¿qué tan convencidos estamos de nuestra fe? Porque este mundo ciertamente nos propone una realización que, humanamente es comprensible, cuando se alcanza un logro, cuando se trabaja, cuando se forma una familia, cuando tenemos un triunfo material, un triunfo académico. Estas son felicidades muy auténticas, muy humanas, pero, en fin, pasajeras. Hay una felicidad eterna, hay una vida más allá de la muerte, y es lo que el Señor ha dicho: el cielo.

Y a nosotros, bien sabemos, sus seguidores, los que hemos creído en él y estamos bautizados, el Señor nos ha prometido un espacio allá en el Reino de su Padre, donde todos cabemos, donde no habrá distinción ni segregación, donde participaremos de esa alegría, de esa fiesta que no tiene fin, como el catecismo de la Iglesia Católica describe al cielo. Esa es la promesa del Señor. Después de la muerte no se acaba la vida, por el contrario, empieza la vida verdadera, la vida auténtica, porque estaremos con Dios, le veremos tal cual es, como lo reflejan los textos litúrgicos y allí seremos lo que Dios ha pensado para nosotros sus hijos en la unidad del amor en la comprensión de que estaremos junto a nuestros seres queridos. Tantos familiares que han compartido con nosotros y en el Reino de los cielos nos esperan. Queridos hermanos y hermanas, con esta respuesta del Señor en la segunda palabra de sus últimas siete en la cruz comprendemos nuestra auténtica, nuestra verdadera vocación.

El cristiano está llamado a la vida, a vivir la vida en este mundo con los pies bien puestos en la tierra, a vivir cristianamente con los mandamientos, con el amor de Dios en el corazón, pero no solo eso, a vivir hasta que, cuando Dios nos llame en la muerte, podamos entrar gloriosos también como el Señor en el Reino de los cielos. Para esto, queridos hermanos, hay que fijar la mirada en la cruz, hay que observar al Nazareno, hay que comprender que Cristo entrega el paraíso, abre las puertas del cielo a Dimas, el buen ladrón, y con este primero también a todos nosotros.

Seamos fieles a su palabra. Creamos cada día más en su mensaje. Creamos en Jesús y creámosle a Jesús, que no nos miente, que ha prometido estar con nosotros todos los días de nuestra vida hasta el fin del mundo. Y ese fin del mundo, que no debe ser para nosotros nada catastrófico ni temeroso, ese fin del mundo que es para cada quien su propia muerte, se convierte en el encuentro definitivo con aquel que nos ha enseñado que Dios es Padre amoroso, es Padre misericordioso y que, desde la cruz, en el mejor lenguaje, con sus brazos abiertos nos enseña que todos cabemos en su regazo.

Estas son las palabras de Jesús, el maestro de Galilea, nuestro Rey, nuestro Señor que no se deja ganar en generosidad. Este es el Jesús a quien nosotros debemos seguir. Este es el hombre a quien debemos imitar. Significa, entonces, que con nuestra vida debemos también abrir puertas a los demás, abrir el cielo con una actitud cristiana, caritativa y sobre todo pacífica, porque bien lo comentó el Señor en el sermón del monte: “Bienaventurados los pacíficos, los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios”.

Nosotros ciertamente nos sentimos y somos hijos de Dios, debemos entonces trabajar por la paz, y Jesús desde la cruz con sus palabras con sus lenguajes es el primer Pacífico. No responde con violencia, no responde con rabia, responde con amor, con serenidad, con misericordia a aquellos que le rodean.

Comprendamos una vez más, queridos hermanos, que el Señor nos quiere buenos, nos quiere santos y podemos hacer un mundo distinto si vivimos nuestra fe. Para esto hay que conocer a Dios, hay que conocer su mensaje, escucharle, escuchar la predicación de nuestros pastores en la Iglesia católica, comprender que el Señor nos quiere cada vez más cerca de Sí, en la oración, en la caridad cristiana, en la recepción de los sacramentos que es una riqueza inagotable que poseemos en la santa Iglesia católica.

Cada vez que acudamos a la Eucaristía, cada vez que recemos el Santo Rosario, que recibamos la comunión, que nos confesemos vivámoslo como un encuentro personal con Dios, porque la Iglesia cuando nos administra un sacramento vive y pone en evidencia las palabras de Cristo en la cruz: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Que ese paraíso que perdió el pecado de Adán y Eva y que Dios nos ha recuperado con la muerte de su Hijo en la cruz sea nuestro único tesoro, porque allí donde está nuestro tesoro, dice la Palabra, estará nuestro corazón.

Finalmente, queridos hermanos, como el Señor andemos por este mundo haciendo el bien. No nos cansemos de predicar el Evangelio con nuestra vida pero que nuestra mirada, aunque con los pies bien puestos en la tierra, esté fija en el cielo nuestra patria definitiva, nuestro lugar auténtico, nuestra morada. Cristo ya nos ha abierto el paraíso, hagámonos nosotros también merecedores de esta herencia, deseemos con nuestra vida entrar en la vida de Dios, y cuando el Señor nos llame con la santa muerte vayamos confiados al encuentro de ese Padre que nos ama, que nos conoce y que nos perdona. Digamos:

Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal. Amén.

Dios te salve, María, llena eres de gracia; el Señor es contigo. Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.

Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén

P.A

García

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