Este
puede ser el primero de los muchos comentarios que haré, a manera de reflexión, sobre la institución a la que
pertenezco: la santa Iglesia Católica, sin embargo, no reprocho a la Iglesia,
sino a los que la conformamos, por eso aclaro que puede tornarse en autocrítica, es decir, que me evalúo a
mí mismo en cuanto miembro activo de la Iglesia. Parece un trabalenguas, pero
es el recurso literario que uso para dejar claro lo que quiero plasmar en este
comentario.
«Lo que no se dice no se sabe»[1]
En
una ocasión, terminadas las misiones de semana santa, cierto sacerdote formador
de mi Seminario nos exigió a la comunidad en general la entrega del informe de
misiones, que para efectos de organización debía ser entregado a más tardar el
miércoles de esa semana II de Pascua, que es la semana de reingreso después de
las misiones y el descanso acostumbrado.
Muchos
seminaristas, efectivamente, emprendimos la honorable tarea de hacer un informe
´relámpago´, por la prontitud en la entrega. Cada uno desde su computador
personal plasmó con ilusión lo poco, o lo mucho que logró hacer en la comunidad
asignada para esas fiestas santas. Yo me extendí en cuatro hojas, narrando como
de costumbre, con lujo de detalles la experiencia vivida, sin embargo, la orden
era presentar un informe de una sola hoja, cuestión que, personalmente, me
parecía una tarea titánica, pues mis dedos tecleando el computador son muy
veloces, casi tanto como lo rápido que viaja la luz, y a eso se le suma mi imaginación
exótica, no en fantasear, sino en recordar lo anteriormente vivido.
Llegó
el miércoles esperado, y como había hecho cuatro hojas para el informe, no
sentí mayor preocupación sino la de imprimir el documento, por lo que pasé
tranquilo esa mañana. Al mediodía, se nos recordó en el comedor, por segunda
vez, el compromiso de entregar el informe al sacerdote encargado, de lo
contrario no tendríamos salida, (los miércoles en la tarde es el tiempo libre
de un seminarista).
Entre
tantas y tontas cosas, se me olvidó
que antes de salir del Seminario debía entregar el informe, pero ese día, para
mayor ´comodidad´, el padre estaría en la puerta, recibiendo los informes que
faltaban. Me acerqué a la puerta, presuroso por salir a hacer mis diligencias y
fui interceptado por el padre formador, quien con actitud airosa me pidió el
informe. Le expliqué que lo tenía ya impreso en la habitación, pero que no
había podido resumirlo, pues el resultado habían sido cuatro hojas en vez de
una.
Para
esa época de filósofo, acostumbraba a llevar en mi pecho un crucifijo (una cruz
con Cristo), y como había ´desobedecido´, aquel padre, señalándome el pecho me
expresó que no era digno de llevar la cruz, y en un gesto bastante atrevido la
tomó y la guardó en el bolsillo de mi camisa, pues para él, haber excedido el
límite de hojas y, peor aún, haber retrasado la entrega del informe era casi un
crimen de apostasía.
Quedé
frío, jamás pensé que semejante sentencia podía salir de la boca de un cura,
sin embargo, no dejé de mirar con aprecio y respeto a ese buen hombre, que con
el tiempo resultó ser un temperamental desmedido. Ahora bien, aquellas palabras
fueron tan hirientes que, desde el momento no acostumbro llevar crucifijos en
mi pecho, literalmente me sentí ´indigno de llevar la cruz de Cristo´.
Muchas
personas piensan que las cosas suceden por un buen motivo. Ya antes me había
dado cuenta que cargar la cruz en el pecho era objeto de tontos comentarios por parte de mis ´compañeros´ seminaristas. El
color, el tamaño, el material de la cruz era el tema de boga cuando a mi
persona hacían referencia. Algunos afirmaban sin disimulo –quiere ser obispo,
miren la tremenda cruz que lleva encima- yo les respondía en sarcasmo que
simplemente trataba de llevar un crucifijo medianamente en proporción para una
persona de 1,90 centímetros.
Ahora
yo me pregunto, ¿será imposible que cada quien lleve la cruz que quiera? O es
que a parte de la que ya uno quiere llevar, tiene que cargar con las otras que
los demás le pongan. Y me respondo con la ayuda del Evangelio, que cada uno
renuncie a sí mismo, que cargue con su propia cruz y que siga a Cristo[2],
consciente de que llevar el signo de la cruz en el pecho no es dogma necesario
para la salvación.
La
cruz que Cristo nos pide cargar no es de oro, ni plata, ni madera, ni plástico,
pues las sentencias sobre la necesidad de cargar la cruz y entregar la vida
hace referencia a la total fidelidad en el seguimiento de Él, que a su vez implica
frecuentemente dificultades y hasta persecuciones. Aceptar el discipulado
cristiano sin condiciones, con todas las implicaciones que lleva consigo, es
cargar con la cruz. Somos los discípulos de un hombre ajusticiado en la cruz[3].
Queridos
lectores, comprendamos de una vez para siempre que la cruz de la que habló
Jesús tiene una dimensión más redentora y solidaria: se trata de la cruz de la injusticia, de la miseria y de la exclusión
que los sistemas sociales y religiosos
de todos los tiempos les imponen a las personas más débiles. Si Jesús nos invita hoy a cargar con la cruz, no nos
invita a un ejercicio piadoso, sino a una opción serena y responsable por
aquéllos a los que el sistema les impone la cruz de la intolerancia, la exclusión
y la miseria. No nos inventemos más
cruces para no aceptar la verdadera cruz del Maestro[4].
Quiero
concluir este comentario con un interesante texto que encontré mientras leía al
tovareño Domingo Alberto Rangel. Lo copio tal y como lo leí, y lo traigo a
colación precisamente porque estoy totalmente de acuerdo con lo que reza.
Espero no ser tildado de anticlerical,
pues al fin y al cabo estoy seguro de haber sido llamado por Dios al sacerdocio
ministerial, y espero únicamente en Él para que así pueda ser, para su gloria,
no para la mía, jamás para la mía.
Que
cada quien piense lo que quiera. Saludos.
«En tiempos de bárbaras naciones,
de las cruces colgaban los ladrones
y en este siglo de las luces
del pecho de los ladrones cuelgan las cruces»[5].
P.A
García
[1] Baltazar Cardenal Porras
[2] Mateo 16, 24: Entonces Jesús dijo a
los discípulos: El que quiera seguirme que se niegue a sí mismo, cargue con su
cruz y me siga.
[3] Luis Alonso Schökel, Biblia de Nuestro Pueblo, Ediciones Mensajero, Henao, España, 2008, p.
1547.
[4] Cfr. Idem.
[5] Domingo Alberto Rangel, La tía Elba entre la historia y la novela, Caracas,
Venezuela, 2012, p. 8.
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