CAMONINA PLAYENSE
Leonardo Mora Arias es oriundo de La Playa, nacido en 1936 y fallecido recientemente, realizó estudios en Pamplona (Colombia) y en Mérida (Venezuela). Tras abandonar los estudios universitarios se dedicó a la actividad agropecuaria. A partir de 1958 contribuye con la transformación agrícola de Bailadores. Fue un autodidacta, participó en la lucha social durante toda su vida, en organización popular, cooperativismo y radiodifusión. Se destacó por más de cuarenta años en el periodismo de opinión en diarios San Cristóbal, Mérida, Barquisimeto y revistas de circulación nacional. Fundó un periódico gremialista llamado “Rescate”, el cual circuló por 14 años en la zona cafetalera de Venezuela. Decidido conservacionista propuso la lucha contra la explotación de las minas de cobre, plomo y zinc en las montañas de Bailadores. Propuso en beneficio de todos, la creación del Parque Nacional “Juan Pablo Peñaloza” y el Monumento Natural “La Galera”. Sus libros publicados fueron: Las Estatuas de la Infamia (1992), El Fantasma del Valle (1998), La Galera de Marmolejo (1998), Cómo ir a la Constituyente (1999), Legismundo (1999). Sus escritos inéditos fueron: Testimonio; Municipio, vida urbana y límites de crecimiento; Camonina (segunda parte); Golongías y Chao tierra (poemarios).
El presente resumen trata de su obra Camonina: un modelo de desarrollo
endógeno. Vida y economía en el valle del Mocotíes, publicado en
Caracas para el mes de noviembre de 2005, en los Talleres de Corpográfica. Según
el mismo Leonardo Mora Arias, Camonina es en su esencia el relato
de su madre Ana Isabel Arias Dugarte, de sus tíos Arias Dugarte, de su abuela
Ana Cecilia Dugarte Carrero; y aporte de Alcira Mora Carrero, Sor Inés Molina
Mora, Francisco Guerrero, y documentación aportada por Gustavo Adolfo Gari,
recibida de su tío Adolfo Altuve Salas, amigo de Juan Francisco Franco Quijano,
más las vivencias propias del autor.
A continuación el texto resumido en cursiva:
La
Playa debe haber comenzado a consolidarse como caserío en el último cuarto del
siglo XIX. Para 1940 era un conglomerado de cuarenta y dos casas irregularmente
acomodadas a lado y lado de la carretera Trasandina. En algunos tramos,
continuadas; en otros, intercaladas por cultivos de caña de azúcar, tabaco,
repollo o maíz. Frente a la capilla que sirve de templo, había un potrero,
cubierto de grama, con un samán de frondosas ramas. Bajo su cobijo se reunía la
muchachada, antes y después de la misa dominical, y jugaban algo que podía ser
fútbol, porque todos corrían detrás de un balón que pateaban sin dirección,
orden ni concierto, la regla imperante era, la del más fuerte, que mantenía el
dominio sobre el balón y los demás trataban de quitárselo. Alrededor del
potrero no había casas, sólo las que estaban al borde de la Trasandina. A la
derecha, un cultivo de caña de azúcar separaba el potrero de la casa donde
vivía el cura párroco, presbítero Azael Arellano y su robusta hermana, la
señorita Pausalina. A la izquierda, dos casas (los Barillas y Napoleón), al
fondo la capilla dedicada a San Vicente Ferrer y la callejuela a Mapuritos (Las
Delicias) que tenía cinco casas y en la falda del cerro, un terreno circundado
de paredes de tierra pisada, destinado a cementerio, que le doctor Gerónimo
Maldonado no permitía su uso, porque según su opinión de médico, contaminaba
los suelos, las aguas y el ambiente del caserío. Los muertos eran llevados en
andas por el camino nacional en un recorrido de dieciséis kilómetros, hasta el
cementerio de Bailadores. Muy temprano en la mañana, después de la larga y
lúgubre noche de velorio, abonada de café, aguardiente y abundantes comidas, el
cortejo fúnebre –según la situación económica del difunto o las circunstancias
de su muerte- partía con muchos o escasos cargadores que ponían el hombro en
sucesión interminable. La noche de velorio, más los 16 kilómetros, más los
descansos para los brindis de aguardiente, más el sol del mediodía, más lo
abrupto del camino real que hacían largo y difícil el ascenso hasta Bailadores.
Por fin, el cortejo llegaba al cementerio y se cumplía el decir popular: Los
muertos no los entierran, por ninguna cosa fina, es porque ni los parientes,
aguantan la hedentina.
Aquella inveterada
costumbre de llevar los muertos a Bailadores, duró hasta el día que vino de
visita a El Volcán el doctor Servio Tulio Rojas Dávila, hijo de Rosa Dávila
Arias, primo de Ana Isabel, médico que se desempeñaba como Director de Sanidad
del estado Mérida. Ana Isabel le contó la odisea de trasladar en anda los
muertos, dieciséis kilómetros, desde La Playa (1000 metros) a Bailadores (1.750
metros). Le hizo la solicitud de autorizar el uso del terreno destinado, en La
Playa, para tal fin. El doctor Servio Tulio, acogió la solicitud. El primer
entierro fue el de Eriberto Paredes, hijo de don Flavio Paredes: murió “vigiao”
en la curva de El Charco, de un disparo de escopeta, por rencillas amorosas.
Hacia el sur del
caserío, la callejuela llega hasta cerca del río. Tenía cinco casas,
intercaladas con cultivos de café y tabaco. En la situada frente a la de
Concepción “Concho” Vivas, funcionaba el alambique de don Liborio Ramírez, que
fabricaba un licor de fama en la región; “aguardiente playero”, cuya
distribución fiscalizaba en Bailadores el Jefe de Estanco, Eliodoro Belandria
(1930). Don Liborio también era dueño de la casa de corredor ubicada en la
esquina de la callejuela, junto a la carretera Trasandina y frente al potrero
con vocación de plaza. Se la vendió a Pedro Gil, dueño de la finca Las Puertas
(en Tacarica), que le vendió ésta a don Abel, dueño de la finca El Encierro (en
San Francisco), que le vendió ésta al joven Desiderio, que años después la
vendió a los Quintero. Estas operaciones de compra y venta se realizaban a un
tiempo y en forma sucesiva. Mejor dicho, Desiderito le compró a Abel, éste le
compró a Pedro Gil y éste le compró a don Liborio, el dinero como la propiedad
pasaron de mano en mano. Posteriormente, al morir Pedro Gil, lo herederos le
alquilaron la casa a Francisco Berbecí y finalmente la adquirió su hijo Tito.
La callejuela, para no
llegar al río, dobla a la izquierda y se une a la que viene de la carretera
Trasandina, en la esquina donde Luis Argimiro Hernández tenía almacén de telas,
ropa, zapatos, víveres y utensilios varios. Este negocio, por ser La Playa
encrucijada del camino a Guaraque, por la vía de El Rincón, el páramo Los Pinos
y la Nariz del Judío, atrajo la actividad productiva de la zona comprendida más
allá de Mesa de Quintero y Capurí. Por esta vía el cruce del macizo central de
la cordillera, era breve, el cruce del páramo era corto, sin el frío de las
ventiscas, ventaja topográfica que contribuyó al desenvolvimiento económico del
almacén de Luis Argimiro, por la compra y exportación de café, fábrica de jabón
y más tarde, cuando se abrió la carretera a Guaraque, importación y venta de
vehículos, Jeep Willys.
Al lado de Luis Argimiro
y con la callejuela de por medio, está la casa que habitaba Blas Márquez y su
numerosa familia. Trajo la primera Rockola que llenó de rancheras, guarachas y
bambucos la quietud de las noches y de “rumba”, los fines de semana. Por cada
bolívar reproducía cinco melodías.
Al borde de la
callejuela corría la acequia de piedra que iba al trapiche de los Burguera.
Esta parte del caserío se conoce como El Verde. Y la entrada al caserío, desde
El Volcán, lo denominaban El Chispero, por la famosa locuacidad, garizapa,
trifulca cotidiana de las vecinas, que en ocasiones coincidían con el paso la
loca Erminia, alias “chivamé”.
Al lado del Chispero y
del lado del río hay un montículo, de piedras inmensas, acumuladas allí por el
“cataclismo de El Volcán” y se le conoce como El Pedregal o Zamural, porque en
las cuevas que las piedras forman, había nidos de zamuro y los muchachos
realizaban excursiones en busca de la “piedra del zamuro”, en la creencia de
recibir la suerte que trae su posesión. A la salida del pueblo, por el otro
extremo, estaba El Charco, extensa área pantanosa poblada de enea, anguilas,
voladores, sardinas y sauces de voluminosos y esbeltos troncos. Más al oeste,
El Dique, cuyo nombre deriva de las barreras que las gentes interponían para
defenderse de las crecidas del río cuando avanzaba incontenible hasta los
aledaños del caserío. En El Dique está el cruce del camino hacia Guaraque,
Capurí y Pregonero. Había dos casas a lado y lado del camino. Una servía de posada
a los arrieros que hacían el recorrido con las recuas cargadas de mercancías a
la ida y café u otros productos a la vuelta. En a otra casa vivía la numerosa
familia de los Zambrano. Con los años, el tráfico por la carretera Trasandina,
hizo que Pompilio Sánchez, casado con Ana Escalante, desarrollaran una estación
de servicio. Ana, hermana de Amable Escalante, conversador dicharachero. En su
mocedad, era insoportable por las travesuras y pendencias que ocasionaba en el
pueblo. La autoridad, para sacarlo del caserío, lo reclutó, lo enviaron al
cuartel, donde llegó a formar parte de la guardia personal del general Juan
Vicente Gómez, “la Sagrada”. a la muerte del Benemérito, regresó a La Playa, se
estableció en la casona de la familia, junto con Gabriel, Ana, Filomena y
María, esposa de Julián Vivas, muerto en mala hora por la contienda político
partidista. Amable administraba las tierras aledañas a la casa paterna,
sembradas de caña de azúcar y cafetales. A doña María, viuda de Julián, le
quedaron propiedades y medios económicos que dedicó a obras de interés social.
Atendía las obras de mantenimiento de la capilla. Como el joven Desiderio
viajaba periódicamente a Pamplona (Colombia), donde estudiaban sus hijos y allá
había fábrica de imágenes (íconos), por encargo de doña María, compró la de
varios santos y vírgenes, menos “La Dolorosa”, obsequio de Desiderito y Ana
Isabel a la capilla de La Playa. Las otras imágenes (La Milagrosa, San Antonio,
San José) las había enviado de Francia, Efigenia Vivas, hermana de Abelino
Vivas, alias “Abelino buche”, que en medio de sus frecuentes borracheras
recordaba sus años de recluta en el cuartel. Efigenia Vivas viaja a Francia
como ama de llaves de Caracciolo Carrero –dueño de la Hacienda Cucuchica- y
desde allá envía las imágenes como regalo a la capilla de La Playa. Otros
regalos para la capilla los hizo Rita Jaimes, hermana de Lino Jaimes. Ama de
llaves de Pérez Soto, edecán del general Gómez. Estuvo en Tovar como jefe
civil, luego fue gobernador del estado Zulia y cuando se fue a París, llevó a
Rita. De La Playa también era María del Carmen, por muchos años cocinera en la
casa del Benemérito General Juan Vicente Gómez. Doña María Escalante, le donó
al padre Humberto Paparoni, una suma de dinero para la construcción del
edificio del Colegio “Padre Arias”. Y cuando surgió el proyecto de emisora para
Tovar, doña María, le dio al Arzobispo Chacón, una donación para la adquisición
de los equipos (Radio Occidente). Pompilio y Ana, su esposa, convirtieron la
casona de El Dique en lugar obligado de parada para comer, tomar un refresco y
aprovisionar de gasolina los vehículos, con un surtidor (bomba), que tenía un
pedestal y sobre éste, un depósito de vidrio protegido por un estambre fuerte,
de ojos apaisados, que protegia un envase de vidrio y permitía ver las marcas
de una escala descendente de cinco en cinco (en la parte superior cinco y en la
inferior treinta), marcas o niveles que indicaban la cantidad de litros. En el
pedestal había una manivela, al girarla, bombeaba gasolina del depósito
subterráneo y la hacía borbotar en el depósito de vidrio, el cual, a medida que
llenaba, adquiría el color rojizo característico de la gasolina con tetraetilo
de plomo –como de “frescolita”-. El proceso de trasvasar la gasolina del
depósito de vidrio ocurría por gravedad a través de una manguera en cuyo
extremo estaba la válvula o pistola que se introduce en el llenadero del vehículo.
Con el paso de los años, este sistema fue mejorando por la incorporación de una
motobomba eléctrica que cumple la función de estraer la gasolina del depósito
subterráneo y la inyecta directo en el tanque del vehículo, mientras en un
tablero de vidrio, un mecanismo de relojería con números indica la cantidad de
litros atravesados y el valor total. Además del aprovisionamiento de gasolina,
aceite, aire para los cauchos, agua para el radiador, los viajeros compraban
avío para la travesía del páramo La Negra, rodeada de expectativas y temores
por la falta de confort en los autobuses y automóviles, que no protegían del
frío y por causa de la altura, se ocasionaba el “mal de páramo”.
El valle de La Playa
está cerrado al oeste por la morrena terminal de Barrotes, donde, al final de
la era glacial, los hielos se licuaban y la acción del agua por miles de años,
creó la diferencia de nivel topográfico. Idéntica acción realizó el río entre
Mesa de Adrián y Mesa de Los Uvitos, profundizó el cauce, formó el cajón del
río, talló, por un lado, la barranca sobre la cual está la mesa La Laguna. El
otro lado de la meseta, lo talló el glaciar del páramo Los Pinos, en cuya
vertiente corre la quebrada El Rincón que surte el acueducto de La Playa y
Tovar.
Los terrenos que sirven
de asiento al caserío y los aledaños, pertenecían a Domingo Caro, Eliodoro
Codina, Gerónimo Maldonado, Flavio Paredes, Pulido Méndez. Había cultivos de
café, tabaco y caña de azúcar.
La caña de azúcar y el
trapiche cambiaron en La Playa algunos patrones de vida. De una agricultura
precaria por la escasez de tierras dedicadas al cultivo de tabaco, café y
frutos menores, se pasó a la agricultura exclusiva e intensiva del cañamelar,
con las mejores técnicas conocidas, entre ellas, nuevas variedades de caña,
mantenimiento de la plantación, resiembra, limpia, regadío por gravedad.
Desiderio trajo el primer tractor a la zona (1940), comprando a Eduardo
Valecillos que tenía agencia de vehículos en Tovar, un Internacional Farmall A,
de 25 caballos, que subía y bajaba en forma mecánica el arado de vertedera. En
las vegas de La Playa, donde no había piedras, sino, arenillas y arcillas, el
tractor funcionaba muy bien en la preparación de la tierra y trazado de los
surcos, para colocar en hileras la semilla en estolones. Durante más de
cuarenta años, aquel pequeño tractor, de color rojo, símbolo de la revolución y
el vambio, roturó suelos en La Playa, en Santa Cruz, en El Volcán, en
Bailadores. Y cuando vino el cambio hacia la nueva etapa agrícola de la papa y
la horticultura, también fue pionero. Durante más de treinta años aquel tractor
no tuvo tregua en los barbechos o como fuerza motriz cuando ocurría alguna
falla del motor Diesel que movía el trapiche. Ya muy maltrecho por el tiempo y
el trabajo, Desiderio lo vendió al primo Fernández, de Mesa Bolívar, para mover
la sierra de una carpintería.
Desiderio como
Presidente del Concejo Municipal de Bailadores tuvo como obra más importante la
construcción de la plaza Bolívar de La Playa. Para ello se utilizó el terreno
frente a la capilla. Fue necesario adquirir por compra el área sembrada de caña
de azúcar ubicado junto a la casa del presbítero Ramón Arellano, que permitió
abrir la calle y anexarle una parte al terreno de la plaza, para tratar de
darle la cuadratura debida, lo cual no fue posible, y quedaría ligeramente más
larga hacia el frente de la capilla y angosta entre las calles laterales. La
construcción fue financiada con las rentas que se recaudaban en La Playa por
concepto de sacrificio de reses, porcino y patente. En total doscientos
bolívares mensuales. Con ese dinero se compró el cemento y se pagaba el jornal
de Abelino “buche”, como albañil y a “Marracuco” Escalante como ayudante. El
plano, con los caminaderos, jardineras y área central para el pedestal, lo hizo
Desiderio y dirigió la construcción. También construyeron el altozano, arcos
internos de columnas y algunas otras reformas en el altar mayor de la capilla,
cuya torre y campanario había sido construido por Alejandro Montero, hijo de
Vicente Mora Moreno.
Finalmente agradezco a don Mario Rosales por haberme
facilitado el libro Camonina para la correspondiente (primera lectura), luego
al Dr. Iván Hernández quien también me lo facilitó para una segunda lectura, de
la cual pude tomar los apuntes que consideré oportunos publicar, porque hacían
referencia a la historia de La Playa.
P.A
García
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