RECUERDOS DOLOROSOS E INOLVIDABLES
Eduardo
Andrés Vásquez López fue un joven seminarista de la ciudad de Barquisimeto,
estado Lara, que falleció ahogado en un río de la Gran Sabana, estado Bolívar,
el miércoles 15 de agosto de 2018, a las 12:15 del mediodía.
El día
en que murió, Eduardo Andrés estaba acompañado por otro seminarista, llamado
Douglas, de quien escuché personalmente el relato de aquel triste
acontecimiento.
¿Qué
pudo haber pasado para que Eduardo Andrés se ahogara? Los que lo conocieron
sabían que era buen nadador. En esa misma misión lo vieron sumergirse en otros
ríos, realmente sabía nadar. Aquel miércoles fueron de paseo y al regresar
decidió Eduardo echarse un chapuzón en el río, justo sobre un antiguo pozo
minero, de más de 9 metros de profundidad. Era mediodía. Douglas se quedó en la
orilla y comenta que tal vez Eduardo Andrés haya sufrido un calambre en las
piernas, lo que le pudo hacer difícil mantenerse a flote, por lo que perdió el
control, cayó en pánico y terminó ahogándose frente a Douglas y unos niños que
acompañaban el paseo.
Tan
solo media hora después fue que un hombre pudo sumergirse en el pozo para sacar
el cuerpo sin vida del seminarista.
La
tragedia llegó a oídos de todos en la comunidad de Roekén, donde había sido
destinado Eduardo Andrés y Douglas.
Al sacarlo
del pozo, llevaron el cuerpo sin vida hasta la casa comunal de la comunidad.
Allí, en medio de la confusión y el impacto, fue vestido el cuerpo de Eduardo.
Mientras tanto avisaron por teléfono a Santa Elena de Uairén al obispo, y este
nos avisó a nosotros, (Rubén Darío y yo) que éramos los seminaristas más
cercanos a Santa Elena. Cuando nos enteramos de la tragedia eran como la 1 de
la tarde. Yo quedé muy impactado y confundido, porque la noticia no llegó
clara, ya que solamente nos comunicaron que un seminarista había muerto
ahogado, pero no nos dijeron el nombre del mismo. Mi preocupación natural era
por saber quién había sido, pues a aquella misión había viajado en compañía del
seminarista Cristhian Fabián. Él y yo éramos los únicos merideños.
Rubén
Darío decidió marcharse primero para Santa Elena de Uairén. Yo me quedé en la
comunidad de San Ignacio de Yuruaní para terminar de hacer mi maleta y la de
Rubén Darío. Pude despedirme de algunas personas de la comunidad. En esas horas
de angustia recibimos otra llamada donde se nos especificaba quién había sido
el seminarista. Yo quedé un poco más tranquilo al saber que al menos no había
sido mi compañero de seminario en Mérida, pero de igual forma caí en la cuenta
de que era una inmensa tragedia y no pude aguantar las ganas de llorar. Las
personas de la casa de la capitana de la comunidad se acercaron para darme
ánimos. De ahí me acompañaron hasta la alcabala más cercana para pedir a
cualquier carro que pasara el favor de llevarme hasta Santa Elena de Uairén.
Llegué
a la sede del Vicariato con mis maletas y las de Rubén Darío. Allí nos
abrazamos al saber que Eduardo Andrés era su compañero de clases, ambos debían iniciar
su tercer año de Teología en el seminario de Barquisimeto.
Las
horas de esa tarde se pasaron muy lentas. Nos ubicaron a Rubén Darío y a mí en
una habitación del Vicariato. Nos dieron de comer. El obispo, monseñor Felipe
González estaba muy inquieto, sus ojos denotaban que había estado llorando.
En la
tarde, a las 6:00 p.m. nos acercamos a la misa en la catedral. El cuerpo de
Eduardo Andrés todavía estaba en camino. Rubén Darío se fue a esperarlo a la
morgue del hospital. Yo me quedé en la misa. Esa tarde me pidieron que hiciera
la reflexión del evangelio. Yo no había preparado nada, sin embargo, dije
algunas palabras oportunas.
Recuerdo
que a aquella misa llegaron algunas personas impresionadas por la triste
noticia. Yo hablé un poco de la asunción de nuestra Señora, y también hice
alusión al seminarista Eduardo Andrés, creo que mencioné su alegría y
entusiasmo. También hice alusión de que Dios le había llamado en medio de la
misión. Qué había sido un seminarista misionero y que se quedaría para siempre
en la Gran Sabana, en el recuerdo de todos aquellos que le conocieron en ese
breve tiempo de misiones.
De la alegría y entusiasmo de Eduardo Andrés me quedé convencido por el viaje desde Caracas hasta Santa Elena de Uairén, pues íbamos paralelos en los primeros puestos del autobús Encava que nos llevó. Recuerdo que desde que salimos de Caracas lo primero que hicimos fue rezar el Santo Rosario, pero después quedamos en silencio hasta Anaco, donde se le ocurrió al chófer poner música y desde ese momento Eduardo Andrés y yo cantamos todos los vallenatos que puso el chófer. Fueron horas y horas de viaje por el oriente del país, y horas y horas cantando vallenato a todo pulmón.
Después
de la misa en la catedral, aquél miércoles 15 de agosto de 2018, me dirigí con
algunas personas hasta la morgue del hospital. Allí estaba Rubén Darío haciendo
algunas diligencias. Tardamos mucho tiempo en contactar con el único médico
forense de aquella pequeña ciudad, quién era renuente en asistir.
En
horas de la noche, no recuerdo exactamente a qué hora, llegó el cuerpo sin vida
de Eduardo Andrés. Venía envuelto en una hamaca que días antes le habían obsequiado.
En el carro Toyota venían también algunas personas de la comunidad de Roekén:
la capitana de la comunidad, el seminarista nativo Douglas y también el padre
Joel Matheus, el encargado de aquellas misiones organizadas por las Obras
Misionales Pontificias (OMP).
El
primero en bajar del vehículo fue el padre Joel, quién se dirigió directamente
hacia Rubén Darío y yo, primero lo abrazó a él y luego a mí. El padre Joel
sabía que Eduardo Andrés y Rubén Darío eran compañeros de curso.
Seguidamente
bajaron de la parte de atrás de la camioneta todos los acompañantes. El cuerpo
de Eduardo Andrés estaba en el piso de la camioneta. Cuando todos salieron,
Rubén Darío entró y destapó la cara del fallecido y empezó a llorar y a gritar
fuertemente. Todos los presentes se alejaron también llorando. Yo me quedé ahí,
en la puerta del carro, viendo a mis compañeros, uno vivo y otro muerto.
Después de unos minutos, Rubén Darío pudo calmarse y al salir del carro me
encontró en la puerta. Me agradeció por estar ahí, firme, aunque yo también
lloraba.
Al
llegar el médico forense decidimos sacar el cuerpo para meterlo a la morgue.
Entre varios alzamos el cadáver que pesaba muchísimo. Eduardo Andrés era un
joven relativamente alto y corpulento, lo normal para su edad.
Metimos
el cuerpo a la morgue, lo ubicamos en una camilla de autopsias. El médico
forense quería marcharse de inmediato, por lo que pretendía meter el cuerpo sin
lavar a la nevera, pues prefería hacer el procedimiento al día siguiente. En
esos momentos apareció un hombre encargado de la funeraria que ya se había
contactado, él fue quien decidió evaluar el cuerpo.
Lo
primero que hicimos fue apartar a las mujeres. Quedamos ahí solo varones, 5 o
6, no más. Desnudamos el cuerpo hasta dejarlo en ropa interior. El señor de la
funeraria lavó el cuerpo con abundante agua, para luego fotografiarlo por
completo. Él nos explicó que ese proceso debe realizarse para evitar
inconvenientes con las autoridades y con los familiares, pues él sería el
encargado de trasladar el cuerpo. En todas estas el médico forense se negaba a
participar, parecía que tenía otras cosas más importantes que hacer, menos
cumplir con su deber.
Cuando
se lavó el cuerpo, notamos que salía sangre por la boca, oídos y nariz. El de
la funeraria explicó que era por haber muerto ahogado, además, cuando dimos
vuelta al cuerpo, en la espalda había, en la altura de los pulmones, manchas
moradas, como si se hubiese golpeado. El de la funeraria explicó que
posiblemente Eduardo Andrés había sufrido un paro respiratorio por el caos y el
ahogamiento.
Luego
de unos minutos en el chequeo del cuerpo decidimos introducirlo así a la nevera
para congelarlo. Al día siguiente se prepararía.
Esa misma noche, escuché el relato de la muerte por boca del seminarista Douglas, el único testigo del evento. También la capitana de la comunidad me comentó varias cosas, como que Eduardo Andrés la noche anterior había organizado una fogata y con muchas personas había estado cantando y tocando una guitarra. La capitana me comentó que escuchó de Eduardo Andrés algunas palabras como de despedida, como que su misión ya estaba cumplida, o algo así. También me quiso compartir varios vídeos de la noche anterior, pero como eran muy largos, nunca los pude descargar por completo en mi teléfono. Los pude ver, pero no logré tenerlos conmigo.
Esa
noche, Rubén Darío y yo regresamos a nuestra habitación en la sede del
Vicariato. Trajimos con nosotros las pertenencias de Eduardo Andrés. Al llegar
a la habitación organizamos su maleta. Rubén Darío lloraba al ver las cosas de
su hermano y compañero seminarista. La ropa con la que fue vestido después de
ahogarse también la trajimos con nosotros, pero olía muy mal, hasta el punto de
no dejarnos dormir, por lo que decidimos sacarla al pasillo para deshacernos de
ella al día siguiente. Esa noche fue larga.
El
jueves 16 de agosto, nos levantamos muy temprano. Fuimos a desayunar y Rubén
Darío se adelantó a la morgue. La ropa maloliente la tiramos a un río cercano a
la catedral. Yo me quedé en el Vicario para recibir a los demás seminaristas
que esa mañana estarían regresando de sus lugares de misiones. Antes de irse
Rubén Darío, quien iba a preparar el cuerpo de Eduardo Andrés, le entregué un
alzacuellos nuevo, para que le puseira a Eduardo Andrés, pues la noche anterior
habíamos notado que el suyo estaba en muy malas condiciones.
Durante
la mañana fueron llegando algunos seminaristas. Hubo uno en particular,
Rembrard, que era también compañero de curso de Eduardo Andrés y Rubén Darío.
Él me pidió que le acompañara hasta la morgue. Fuimos caminando. Cuando llegamos
al lugar ya el cuerpo estaba revestido con la sotana. Estaba el médico forense,
Rubén Darío y el señor de la funeraria. Cuando llegó Rembrard lloró
desconsoladamente sobre el cuerpo de Eduardo Andrés. Nuevamente tuve que
quedarme en el lugar, acompañado. Los otros salieron a llorar afuera.
El
ataúd estaba en la puerta. Rubén Darío, Rembrard, el señor de la funeraria y yo
fuimos los encargados de introducir el cuerpo de Eduardo Andrés en el ataúd.
Parecía que no iba a caber, pero al final si cupo. No estoy muy seguro, pero
creo que también dejé mi rosario en las manos de Eduardo Andrés. Su cuerpo
estaba muy rígido, pues toda la noche había estado en el congelador.
Por
decisión de Monseñor Felipe González, llevamos el féretro a la catedral, allí
tuvimos una sentida misa exequial, con la presencia de los seminaristas que ya
habían retornado. No todos quisieron portar la sotana. Yo siempre estuve con mi
sotana, siempre, en todo momento, pues durante las misiones siempre lo he
acostumbrado, hasta el punto de causar escándalo o rareza cuando me dejo ver
sin la sotana.
En la
misa las palabras de Monseñor Felipe fueron muy emotivas. Habló sobre las aguas
bautismales que abrieron las puertas del cielo a Eduardo y las comparó con las
frías aguas cristalinas de los ríos de la Gran Sabana, las cuales habían dado
muerte a Eduardo pero a su vez le habían dado vida eterna en Dios, en el cielo,
con los ángeles y los santos.
Finalizada
la misa me quedé solo, absolutamente solo en la catedral, de rodillas frente al
féretro, meditando sobre la vocación al sacerdocio y finalmente recé el Santo
Rosario, pidiendo por el eterno descanso de Eduardo Andrés y por sus familiares
en ese momento tan difícil.
Luego, fui a ver a Rubén Darío, quién se encontraba en el despacho del obispo, organizando con este y el padre Joel el traslado del cuerpo. Recuerdo que eran momentos de mucha tensión, pues se estaba hablando de cantidades muy elevadas. El señor de la funeraria era muy amable y a la vez directo en lo que pedía, creo recordar que eran 3.000 reales brasileños o 2.000 dólares americanos, pero se negó rotundamente a recibir paga en bolívares. En todas esas se hizo el intento de contactar a la gobernadora de Lara, Carmen Meléndez, quien había sido Almirante en Jefe de las fuerzas armadas de Venezuela y podía hacer el contacto con el ministro de Defensa Padrino López para autorizar el traslado del cuerpo por avión, pues solo las fuerzas armadas tienen permitido trasladar cuerpos sin vida por vía aérea. Todo esfuerzo fue inútil. Se acordó que el traslado sería por tierra. El señor de la funeraria se negó a llevar a Rubén Darío, pues decía que en su vehículo solo viajaba él y su chófer acompañante. Intentamos convencerlo pero no se pudo.
Ese
jueves 16 de agosto, en horas de la tarde, todos los seminaristas hicimos fila
de honor para sacar el féretro de la catedral e introducirlo en el vehículo de
la funeraria. El obispo hizo una breve oración. Los otros 16 seminaristas
asistentes a la misión despedimos esa tarde a un hermano, que había muerto en
el ejercicio de su vocación alegre y misionera.
El
cuerpo de Eduardo Andrés tardó más de lo debido en llegar a Barquisimeto, pues
el vehículo de la funeraria se accidentó en repetidas ocasiones durante el
viaje. Comentan que el cuerpo llegó muy hinchado a Barquisimeto, donde fue
recibido por sus familiares, seminaristas, amigos y conocidos. Fue sepultado el
sábado 18 de agosto.
Nosotros
salimos de Gran Sabana el viernes 17 de agosto. Por el camino debíamos recoger
al otro sacerdote de los tres que nos acompañaron. Este sacerdote no se había
enterado de la triste noticia. Se montó al autobús y, minutos después de estar
rodando, miró al grupo y notó que faltaba Eduardo Andrés, preguntó por él y el
padre Joel le comentó. Todos volvimos a llorar, guardamos silencio como por una
hora aproximadamente.
Cuando
llegamos a Caracas todos nos despedimos. Esa misión nunca se nos borraría de
nuestra memoria. Yo fui con Cristhian a quedarme en la casa de los eudistas.
Fuimos a una misa en honor de San Juan Eudes que fue presidida por el nuncio
apostólico monseñor Aldo Giordano, quien hasta ese momento no se había enterado
de la tragedia. Le comentamos todo lo que había pasado y el obispo quedó muy
conmovido.
Estos recuerdos los escribo a cuatro años del lamentable fallecimiento de nuestro hermano seminarista Eduardo Andrés Vásquez López, que en paz descanse.
P.A
García