¡TIENE
TODA LA RAZÓN!
Hace
unos días atrás me dispuse a visitar la Biblioteca Municipal de la ciudad de Ayacucho,
iba en busca de un libro de José de la Riva-Agüero, “Paisajes peruanos”, pero
no lo conseguí allí. La cuestión es que llegué quince minutos antes de que
abrieran la biblioteca, por lo que tenía que esperar a que se hicieran las 3 de
la tarde. Para pasar el rato revisando el teléfono fui al Parque Magdalena, allí
busqué la sombra de un frondoso árbol, ya que el cielo azul despejado dejaba
que los inclementes rayos del Inti golpearan directamente mi espalda.
Eran las
2:50 p.m. y a esa hora algunas personas también descasaban en el parque:
vendedores ambulantes, viandantes, parejas de enamorados, etc. Los choferes de
taxis recostados en el césped conversaban amenamente, algunos jugaban a las
cartas, otros simplemente se soportaban la cabeza con una mano mientras con la
otra revisaban sus teléfonos o cabeceaban quedándose dormidos. Yo me ubiqué de
espaldas al mercado y mirando hacia la iglesia de la Magdalena, que es la que
da seudónimo al parque, ya que este originalmente está dedicado al ilustre “brujo
de los Andes” el Mariscal Cáceres.
Mientras revisaba
mi teléfono se me acercó por detrás un joven de apariencia reprobable, rápidamente
noté que se trataba de un dipsómano o tal vez un toxicómano, o ambas cosas a la
vez, es decir, un hombre entregado al alcohol y a las drogas, de esos que prácticamente
viven en la calle, llevan su ropa sucia, van por ahí hambrientos, pidiendo
algunas monedas, o peor aún, rebuscando en los tachos de basura algo para comer;
malolientes, despistados e incómodos para la sociedad. Pero este hombre no
venía a pedirme nada, solo quería conversar conmigo, tenía algo importante que
decirme.
Al iniciar
nuestro informal encuentro hubo algo que me causó curiosidad, y fue cómo este
sujeto me identificó -según él y sin razón aparente- como “padre”. Lo primero
que dijo fue: “padre, cómo está”. Le respondí el saludo y por mi mente solo
pasó un natural pensamiento: “me va a pedir dinero”, pero no fue así. Me preguntó
mi nombre, y al escucharlo me dijo que no le gustaba, que era un nombre muy “común”,
que tenía cara de llamarme “Elías”. Bromeé con él aclarándole que yo estaba muy
a gusto con llamarme Pedro.
Le pregunté
su nombre, pero no me lo dijo, prefirió quedar en el anonimato. Prosiguió preguntándome
que, si yo era feliz, a lo que respondí en afirmativo, pero él me interrumpió opinando
contrariamente. - ¿Por qué dice eso? - le proferí, y su respuesta me dejó más perplejo
aún, pues me dijo en voz baja: “porque no sabes decir que no”, y se extendió
aconsejándome que había que aprender a decir que no… recordé a san Josemaría y
su texto en Camino, numeral cinco, que reza oficialmente “Acostúmbrate a decir
que no”.
Yo le
devolví la pregunta acerca de si él se consideraba una persona feliz, y la
respuesta fue rápida: lamentablemente no lo era. Pero fui un poco más allá y le
increpé sobre su concepto de felicidad. - ¿Qué es la felicidad para usted? – le
interrogué, y su diáfana opinión personal fue: “la felicidad es hacer felices a
todos los demás, a los que merecen ser felices y a los que no también”.
¡Qué gran
verdad la de este hombre! Somos realmente felices cuando hacemos felices a los
demás… recordé aquel pasaje del Nuevo Testamento en el que le adjudican a Jesús
la aseveración que dicta: “hay más alegría en dar que en recibir” (Hch 20, 35),
es decir, la alegría auténtica parte del servicio desinteresado a los demás,
buscando ser útiles y generosos, porque siempre habrá alguien que requiera de
nosotros, de nuestra palabra o nuestro tiempo, como este hombre que se acercó
para hablarme, pero, pienso que en realidad no creo que él necesitara de mí,
sino más bien era yo el que necesitaba escuchar exactamente eso que él me dijo.
Fueron los
diez minutos mejor aprovechados de mis tiempos de espera, que han sido muchos y
muy largos. La esperanza es una virtud teologal, pero saber esperar es un don
que hay que pedir a Dios con constancia y humildad: saber esperar. ¿Realmente
no sé decir que no? ¿Realmente no soy feliz? ¿Por qué escribo estas cosas? Porque
simplemente no puedo no hacerlo, porque realmente no sé decir que no… y eso,
paradójicamente, me hace feliz.
Este mismo
día conocí la Biblioteca de la Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga (UNSCH),
que curiosamente comparte similar historia con la Universidad de Los Andes (ULA),
de mi natal Mérida, pues ambas casas de estudios fueron fundadas por obispos
como seminarios para la formación del clero local, y ambas casas han visto su
camino exitoso separándose del ámbito estrictamente religioso para pasar a
diversificarse y postularse prestigiosamente en la lista de las universidades
de renombre de sus respectivos países. Al igual que Mérida, Ayacucho puede ser “una
ciudad dentro de una universidad”. Por eso puedo decir que me siento como en
casa.
P.A
García
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