"TÍA COROMOTO"
Mi bisabuela materna, doña Tomasa Rafaela
Castillo, contrajo nupcias con don Claudio Salas, de cuyo matrimonio nacería el
último de sus hijos: María Margarita de Coromoto. Ella fue la hermana menor de
mi abuela Eva, con quien siempre se mantuvo muy unida. Ambas eran vecinas, pues
don Claudio Salas había donado un pedazo de terreno de su propiedad a su
hijastra Eva, por el cariño que le había tenido, pues prácticamente la acompañó
en su infancia y colaboró con su crianza.
Nuestra tía Coromoto, como cariñosamente la
llamábamos, se casó con Raúl Antonio Calatayud Sánchez, del que tuvo dos hijos,
Raúl Antonio y Andreina; Claudia, la hija mayor de Coromoto, no es hija de Raúl
Calatayud, pero igualmente fue reconocida por él. Claudia se casó con William
Riobó, mi padrino de bautizo, y con él tuvo un hijo, Raúl Hernando, que nació
dos meses y medio antes que yo, el 27 de septiembre de 1995.
Son muchas las anécdotas que recuerdo sobre tía
Coromoto. Fue una mujer caritativa y muy generosa conmigo y mis hermanas. En ocasiones
nos compraba los útiles escolares y hasta uniformes. Por diciembre nos compraba
regalos, los mismos que abríamos ilusionados al pie del árbol de navidad y
frente al pesebre del niño Jesús. Tía Coromoto sufrió pacientemente la
enfermedad que la llevó a la muerte en octubre de 2003. Como he dicho antes,
estuvo siempre muy unida con mi abuela Eva, ambas compartieron momentos inolvidables
y forjaron sus familias como si fueran una sola. Así lo sentimos y así lo
vivimos, hasta que, años después, nos enemistamos varios años por dimes y diretes
que, se olvidaron la noche del 1 de noviembre de 2012.
Lo que más quisiera enfocar en este texto es el
día en que tía Coromoto murió. El día anterior al de su muerte, tía Coromoto
había tenido una fuerte recaída en su habitación, recuerdo que decía cosas sin
sentido, algo sucedió en su cabeza, perdió el conocimiento y vimos llegar la
ambulancia que se la llevó. Raúl, su nieto, y yo, jugábamos en el patio cuando
todo esto sucedía. Raúl preguntó para dónde se llevaban a “mamá moto”, como él
le decía, y alguno le respondió que, “para el hospital, para que se pusiera
mejor…”. Él no entendía mucho de lo que pasaba, yo un poco sí.
Al día siguiente, estábamos en la escuela,
desayunando. Raúl no estudiaba conmigo, aunque sí el mismo grado, no en la
misma sección. Mientras desayunábamos en el comedor de la escuela, una niña que
era conocida por su inquieto y travieso comportamiento, a la que llamaban “Triquitraqui”,
se me acercó para decirme sin rodeos: “su tía Coromoto se murió”. Yo ya sabía lo
que significaba la muerte, pues meses antes habíamos visto morir a la bisabuela
Tomasa, pero no entendía cómo esta niña estuviera diciendo eso, además, no era
digna de crédito. Al terminar de comer, fui a llevar la bandeja a la mesa de
recolección, pero en vez de salir del comedor seguidamente, fui directo hacia
donde estaba sentado mi primo Raúl y le dije que lo esperaba en la salida del
comedor para decirle algo importante, y que se diera prisa en terminar la
comida. Raúl comía un poco más lento que los demás.
Estando ya afuera del comedor, le dije: “Raúl, me
dijeron que tía Coromoto se murió, vamos a llamar a la nana Deysi para
preguntarle”, y como la casa y la escuela son vecinas, fuimos corriendo por las
áreas verdes y empezamos a gritar a la nana, para que saliera; ya en
oportunidades anteriores por el mismo sitio se solventaron algunos improvistos,
por lo que sabíamos que era seguro contactar a la nana por ahí.
La nana Deysi salió a ver qué queríamos, estábamos
Raúl y yo, solos, queriendo preguntar por la noticia que nos habían dado. No
sabíamos si era cierta o falsa. Yo le pregunté a la nana. No recuerdo
exactamente cuál fue su respuesta, pero imagino que lo negó para que
estuviéramos tranquilos. Minutos más tarde vinieron a buscarnos a la escuela.
Tal vez la nana Deysi avisó que ya nosotros sabíamos de la muerte de tía
Coromoto y por eso nos buscaron a media mañana en la escuela, para ir a la
casa, cambiarnos de ropa y esperar que llegara el cuerpo.
Al mediodía, o en horas de la tarde, ya estábamos
todos a la espera del ataúd con el cuerpo sin vida de tía Coromoto. Guardo en
mi memoria las imágenes de aquel momento. Un carro fúnebre negro se estacionó de
retroceso en el patio de la casa y de su interior sacaron la urna entre varios,
para depositarla en la sala principal, donde estaría las próximas 24 horas
hasta la misa exequial y entierro en el cementerio, que sería al día siguiente.
Cuando introdujeron el ataúd a la sala, estábamos
todos allí. Fuimos los primeros en acercarnos a verla. Recuerdo que dentro del
ataúd se había filtrado una mosca, por lo que nos sacaron a todos de la sala,
cerraron las puertas y mi padrino William, papá de mi primo Raúl, fue el
encargado junto a otros de abrir el ataúd para sacar la mosca, no sin antes
cubrirse la nariz con un tapabocas, para cuidar su salud. Le acompañó de cerca Raúl
Antonio, único hijo varón de tía Coromoto.
Al día siguiente fuimos a la iglesia para la misa
de exequias. Yo estuve en la primera banca a mano derecha, junto a mis hermanas
y primos, todos los niños nos ubicamos en el mismo lugar. En el momento de
rezar el Padrenuestro, era costumbre tomarnos todos de la mano, y como yo no
tenía a nadie a mi izquierda, sino que ahí se encontraba el ataúd de tía
Coromoto, puse mi mano izquierda sobre el cajón y recé la oración del Señor
sintiendo de cerca a mi tía Coromoto fallecida. Lo mismo hice en el momento de
la paz, dirigiéndome hacia el ataúd para el gesto de la paz, que no fue un
abrazo afectuoso, sino un ligero toque y entre dientes pronuncié “la paz eterna,
tía”. Al salir de la misa fuimos al cementerio, pero de ahí no recuerdo nada.
Como lo dije anteriormente, ya antes de la muerte
de tía Coromoto, para finales de julio del mismo año, habíamos vivido de cerca
la muerte de la bisabuela, nona Tomasa, que, con 98 años de edad había sufrido
una caída en el porche de la casa y, partiéndose el fémur derecho, quedó
imposibilitada de caminar. Ella en silla de ruedas le pedía a su hijo Luis
Alberto que le trajera un cuchillo para cortar las cuerdas que la sujetaba a la
silla, pues pretendía caminar por su cuenta, a pesar de que esto era imposible.
Era de noche y recibimos una llamada de la casa de
tía Coromoto donde nos avisaron que ya el padre del pueblo había visitado a
nona Tomasa y le había dado la Unción de los enfermos, y al parecer había dicho
que estaba lista para morir. Nos preparamos y subimos todos bien abrigados en
compañía de Nieves Teresa Castillo, que fue convocada para dirigir los rezos esa
noche.
Al llegar a la casa, entramos a la habitación
donde estaba en agonía nona Tomasa. Todos los familiares nos ubicamos alrededor
de ella y rezábamos el Santo Rosario. En algún momento los niños salimos al
patio interior a jugar, pero antes habíamos visto cómo nona Tomasa hacía señas
con la mano de que la bajaran al piso, y así lo hicieron, la reclinaron sobre
una colchoneta y en el piso, santiguándose exhaló su espíritu a Dios, momento
que presenciamos todos, a su alrededor, rezando. Al morir, al exhalar, su
cuerpo entregó su alma al Creador, y rejuveneciendo como por arte de magia,
cambió de semblante, la rigidez de la agonía se convirtió en una paz
indescriptible.
La misa de exequias de nona Tomasa la recuerdo
perfectamente, pues la homilía del sacerdote fue de casi una hora de discurso
ininterrumpido, explicando, entre otros temas, lo meticuloso del arte de la
pesca en el mar de Galilea, donde Jesús frente a sus discípulos les propinó la
pesca abundante y milagrosa. Este fue el tema de varios días, lo largo de la
homilía del cura de La Playa. También hubo comentarios sobre el estipendio de
la misa, pues el cura había dado varias opciones, el expresó que, dependiendo
del grado elegido, el monto sería mayor o menor, pues no eran lo mismo unas
exequias, “de primera, de segunda o de tercera”.
En sucesivas posteriores visitas al cementerio
observábamos el lugar donde había sido enterrada nona Tomasa y meses después
tía Coromoto. Para nosotros, aún niños de escasamente 7 u 8 años, era todo un
misterio lo que ocurría ahí dentro. No teníamos ni idea de que el cuerpo de los
difuntos se lo comían los gusanos, o que tiempo después solo se encontrarían
los huesos, ya sin carne ni ropa.
En una ocasión, aprovechando la visita al
cementerio, yo escribí una carta para tía Coromoto, diciéndole que la extrañaba
mucho y, sobre todo, extrañaba la jocosa forma que ella tenía de llamarme,
“cacha e’ mundo” haciendo alusión a que tenía la cabeza muy grande. Dicha carta
fue guardada, sin que yo me diera cuenta, en una de las gavetas de la
habitación de tía Coromoto, y tiempo después, la conseguimos Raúl y yo,
interpretando dicho acontecimiento de la manera más esotérica posible, pues
asegurábamos que había sido tía Coromoto en persona quién la había traído del
cementerio para guardarla en la que había sido su habitación.
También recuerdo que, en los días posteriores a la
muerte de nona Tomasa, yo queriendo reparar el dolor que todos sentían por su
ausencia, pedía fuertemente a Dios que le devolviera la vida a ella y que me
llevara a mí al cielo. Esto lo pedía una y otra y otra vez, cerrando los ojos
fuertemente y tratando de pedirlo a Dios con la mayor concentración para ser
escuchado. Por alguna extraña razón levantaba mi cabeza hacia el cielo y hacía
mi atrevida petición: “que vuelva a vivir nona Tomasa y que en cambio me muera
yo…”. ¡Qué extraño! ¿No?
Nona Tomasa había quedado con la boca abierta
dentro del ataúd, por lo que también tuvieron que destaparla para solucionar el
detalle, pero este caso yo tuve un protagonismo en la solución, pues me
indicaron que me subiera al árbol de limón que estaba detrás del lavadero de la
casa, para buscar un limón del tamaño necesario para ubicar en el cuello de
nona Tomasa y así evitar que la mandíbula se le bajara. El limón fue disimulado
con el traje blanco que portaba la difunta, un traje como de primera comunión.
De manera que la experiencia de la muerte ha
estado muy presente en mi vida desde edad temprana. Lo más doloroso era darnos
cuenta de que la presencia de esos seres queridos ya no la tendríamos, ahora
había un vacío imposible de llenar. Las personas son más queridas cuando ya
están fallecidas, porque, como dice el dicho “nadie sabe lo que tiene hasta que
lo pierde”.
Cada año recordamos un aniversario más de la
muerte de nona Tomasa y tía Coromoto, que se fueron juntas, el mismo año, pero
con meses de diferencia. Recordamos los buenos momentos compartidos, como las
paraduras de Niño Jesús, cuando nos daban ataques de risa mientras se rezaba el
Rosario, por lo que dificultosamente se podía terminar para pasear al niño
cantando villancicos y luego compartir el bizcocho con vino de uva, para
grandes y pequeños.
Los momentos en familia son inolvidables. Los buenos
momentos deben permanecer, los malos momentos es preciso olvidarlos, porque
recordar es vivir, y nadie quiere volver a vivir los malos momentos.
P.A
García
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