¡CUIDEN MUCHO A LOS NIÑOS!
Cuando tenía doce o trece años me regalaron una buena
bicicleta, principal razón por la cual descuidé repentinamente mis obligaciones
de sacristán de la parroquia, y tanto fue así, que una tarde vino el párroco a
hablar conmigo, para saber el porqué de mi notable alejamiento de la Iglesia.
No supe explicarle, pero la razón era la bicicleta nueva.
El señor Martín
En una ocasión, mientras paseaba con el vecino del
frente, “Miguelito”, ambos en bicicleta y cada uno en la suya, vimos cómo la
acequia se había tapado y el agua salía a borbotones por la alcantarilla sobre
la calle. Notamos que había un señor agachado tratando de desatorar la basura
que no permitía el cruce normal del agua. Nos acercamos, era el señor Martín,
del sector Los Rastrojos, un hombre muy serio y respetable, aunque después no
tanto, por las razones siguientes.
Resulta que, al acercarnos en nuestras bicicletas, mi
amigo y yo saludamos al hombre y le preguntamos qué hacía, por lo que la
respuesta era evidente y la pregunta un tanto necia. No creo él nos haya
respondido, sin embargo, decidimos permanecer allí, junto a la alcantarilla,
para observar cómo la desatoraba el tapón y luego ver pasar el agua sin
dificultad, pero algo extraño ocurrió.
Aquel hombre, agachado, con sus rodillas en el suelo,
se valía de sus propias manos para sacar las hojas, ramas y basura doméstica
que tapaba la acequia. En principio, la ubicaba sin mayores esfuerzos a un lado
de donde él se encontraba, pues de seguro después la iba a recoger para botarla
en un lugar adecuado, cuando de repente, al señor Martín se le ocurrió la
brillante idea de empezar a tirar la basura mojada que sacaba de la acequia hacia
mí, la lanzó con tanta rapidez y fuerza, que me empapó completamente mientras
yo retrocedía aún montado en mi bicicleta. No sé por qué razón él hizo eso, lo
cierto fue que mi amigo no paró de reír, y yo, mojado de la cabeza hasta los
pies, tuve que ir a bañarme y cambiarme de ropa; la tarde de paseo y diversión
había terminado con un acto de abuso e irrespeto por parte de este sujeto hacia
mí, un jovencito que miraba de cerca lo que él hacía en plena calle y justo en
frente de mi casa.
Nunca he olvidado esto que me ocurrió, ciertamente fue
un baño de humildad, merecido o inmerecido, no lo sé, lo cierto es que esas
cosas no se deben hacer nunca, a nadie y menos a un niño, porque lo que se le
hace a un niño lo marca para toda la vida, el recuerdo perdurará para siempre.
Y aprovecho la ocasión para relatar otros tres recuerdos de la infancia, a ver
si resulta interesante.
Testículos calientes
Estando más pequeño de edad, tal vez de seis o siete
años, estaba jugando en el patio delantero de mi casa, cuando vi que unos
grandes camiones y maquinaria pesada pasaba delante de mí, iban a asfaltar la
calle.
La jornada de trabajo era rápida: un camión, al que
llaman “volteo” descargaba la grava mezclada con aceites negros y a
temperaturas elevadas, mientras los obreros con rastrillos esparcían
uniformemente el material por la calle, para que luego pasara la aplanadora,
que era el espectáculo más impresionante, pues esta máquina hacia vibrar el
piso.
La cuestión fue que yo salí hasta la acera del frente
de mi casa, para ver de cerca lo que hacían y cómo lo hacían, con la
característica curiosidad de un niño que tenía tiempo de preguntarse la razón
de las cosas; y a uno de esos obreros, un señor de grueso bigote, se le ocurrió
tocarme indebidamente, pues llamando la atención de sus compañeros metió su
mano sucia por dentro de mi short y ropa interior y me tocó los testículos, sin
razón aparente, o solo para hacer reír a los demás.
Yo quedé de piedra, no sabía qué hacer. Evidentemente
supe que eso estaba mal, pero indefenso y confundido no supe reaccionar. Años
después le conté a mamá lo sucedido y concluimos que a los niños no se les
puede dejar solos ni un instante.
Testículos con mango
En el mismo contexto de mi infancia, es decir, con la
misma edad, me ocurrió otro extrañísimo tocamiento indebido.
Frente a mi casa hay un gran árbol de mango, muy bueno
en sus cosechas. Acostumbrados estábamos a permitir que los que quisieran
mangos los tumbaran ellos mismos o recogieran los que estaban en el suelo. Por
lo general las personas mayores tiraban piedras al árbol tratando de golpear el
mango que querían comer, mientras que los jóvenes preferían subirse en el árbol
y tener una experiencia un tanto más agradable. Ambas cosas eran posibles
gracias a la generosidad de mi madre y mi abuela.
Una vez, un grupo de adolescentes, no mayores de
quince años de edad, pidieron permiso para subirse al árbol y agarrar mangos
para comer, y hubo facilidades para ellos, a pesar de las advertencias
naturales de subirse con cuidado de no caerse y esas cosas…. Yo los observaba
desde abajo, y algún mango que cayó al piso lo tomé para mí.
Cuando los jóvenes bajaron del árbol, se sentaron
todos a comer desaforadamente, como haciendo competencia a ver quién de ellos
comía más rápido y la mayor cantidad de frutos. En un determinado momento, uno
de ellos me llamó, y al yo acercarme, metió su mano embadurnada de mango entre
mis pantalones y ropa interior y me tocó los testículos como limpiándose, los
demás estallaron en risas, yo no supe que hacer, si gritar, correr, llorar… no
dije nada, me quedé muy asustado.
A ese joven abusador lo recuerdo siempre, su rostro me
inspira rechazo, por no decir rabia. Él no tuvo por qué hacer lo que hizo, al
igual que el obrero y el señor Martín, me hicieron el motivo de sus burlas. A
los niños no se les hace eso. Todos merecemos respeto.
La maestra Rosalba
Y un último relato, no tan trágico, pero igual
significante. Recuerdo que estando en la etapa inicial con cinco o seis años,
mi profesora Rosalba, que en paz descanse, nos ocupó en una sencilla actividad
que consistía en bordear una imagen de la cara de un canino con caraotas o
frijoles negros.
En principio era tarea fácil, imagino que ella daría
las instrucciones y todos nos ubicamos con nuestra hoja y materiales para trabajar.
Yo no recuerdo cómo estaba haciéndolo yo, si bien o no tan bien, lo cierto fue
que al pasar la maestra revisando a cada alumno, cuando se detuvo detrás de mí,
lanzó un grito, un fuerte ¡no!, se escuchó en todo el salón, y tomando sin el
menor cuidado mi hoja, la rompió delante de mí quejándose de lo mal que había
quedado, de inmediato lanzó la bola de papel y caraotas a la basura y buscó un
nuevo modelo para que yo empezara desde cero la actividad.
La maestra Rosalba de seguro fue muy buena conmigo,
recuerdo que me llamaba “don Pedro”, pero lastimosamente de ella solo recuerdo
esta desagradable vivencia.
Y tengo más relatos parecidos, pero los dejaré para
otras oportunidades.
P.A
García
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