martes, 15 de agosto de 2023

Cuatro tristes relatos de mi alegre infancia

¡CUIDEN MUCHO A LOS NIÑOS!

Cuando tenía doce o trece años me regalaron una buena bicicleta, principal razón por la cual descuidé repentinamente mis obligaciones de sacristán de la parroquia, y tanto fue así, que una tarde vino el párroco a hablar conmigo, para saber el porqué de mi notable alejamiento de la Iglesia. No supe explicarle, pero la razón era la bicicleta nueva.

El señor Martín

En una ocasión, mientras paseaba con el vecino del frente, “Miguelito”, ambos en bicicleta y cada uno en la suya, vimos cómo la acequia se había tapado y el agua salía a borbotones por la alcantarilla sobre la calle. Notamos que había un señor agachado tratando de desatorar la basura que no permitía el cruce normal del agua. Nos acercamos, era el señor Martín, del sector Los Rastrojos, un hombre muy serio y respetable, aunque después no tanto, por las razones siguientes.

Resulta que, al acercarnos en nuestras bicicletas, mi amigo y yo saludamos al hombre y le preguntamos qué hacía, por lo que la respuesta era evidente y la pregunta un tanto necia. No creo él nos haya respondido, sin embargo, decidimos permanecer allí, junto a la alcantarilla, para observar cómo la desatoraba el tapón y luego ver pasar el agua sin dificultad, pero algo extraño ocurrió.

Aquel hombre, agachado, con sus rodillas en el suelo, se valía de sus propias manos para sacar las hojas, ramas y basura doméstica que tapaba la acequia. En principio, la ubicaba sin mayores esfuerzos a un lado de donde él se encontraba, pues de seguro después la iba a recoger para botarla en un lugar adecuado, cuando de repente, al señor Martín se le ocurrió la brillante idea de empezar a tirar la basura mojada que sacaba de la acequia hacia mí, la lanzó con tanta rapidez y fuerza, que me empapó completamente mientras yo retrocedía aún montado en mi bicicleta. No sé por qué razón él hizo eso, lo cierto fue que mi amigo no paró de reír, y yo, mojado de la cabeza hasta los pies, tuve que ir a bañarme y cambiarme de ropa; la tarde de paseo y diversión había terminado con un acto de abuso e irrespeto por parte de este sujeto hacia mí, un jovencito que miraba de cerca lo que él hacía en plena calle y justo en frente de mi casa.

Nunca he olvidado esto que me ocurrió, ciertamente fue un baño de humildad, merecido o inmerecido, no lo sé, lo cierto es que esas cosas no se deben hacer nunca, a nadie y menos a un niño, porque lo que se le hace a un niño lo marca para toda la vida, el recuerdo perdurará para siempre. Y aprovecho la ocasión para relatar otros tres recuerdos de la infancia, a ver si resulta interesante.

Testículos calientes

Estando más pequeño de edad, tal vez de seis o siete años, estaba jugando en el patio delantero de mi casa, cuando vi que unos grandes camiones y maquinaria pesada pasaba delante de mí, iban a asfaltar la calle.

La jornada de trabajo era rápida: un camión, al que llaman “volteo” descargaba la grava mezclada con aceites negros y a temperaturas elevadas, mientras los obreros con rastrillos esparcían uniformemente el material por la calle, para que luego pasara la aplanadora, que era el espectáculo más impresionante, pues esta máquina hacia vibrar el piso.

La cuestión fue que yo salí hasta la acera del frente de mi casa, para ver de cerca lo que hacían y cómo lo hacían, con la característica curiosidad de un niño que tenía tiempo de preguntarse la razón de las cosas; y a uno de esos obreros, un señor de grueso bigote, se le ocurrió tocarme indebidamente, pues llamando la atención de sus compañeros metió su mano sucia por dentro de mi short y ropa interior y me tocó los testículos, sin razón aparente, o solo para hacer reír a los demás.

Yo quedé de piedra, no sabía qué hacer. Evidentemente supe que eso estaba mal, pero indefenso y confundido no supe reaccionar. Años después le conté a mamá lo sucedido y concluimos que a los niños no se les puede dejar solos ni un instante.

Testículos con mango

En el mismo contexto de mi infancia, es decir, con la misma edad, me ocurrió otro extrañísimo tocamiento indebido.

Frente a mi casa hay un gran árbol de mango, muy bueno en sus cosechas. Acostumbrados estábamos a permitir que los que quisieran mangos los tumbaran ellos mismos o recogieran los que estaban en el suelo. Por lo general las personas mayores tiraban piedras al árbol tratando de golpear el mango que querían comer, mientras que los jóvenes preferían subirse en el árbol y tener una experiencia un tanto más agradable. Ambas cosas eran posibles gracias a la generosidad de mi madre y mi abuela.

Una vez, un grupo de adolescentes, no mayores de quince años de edad, pidieron permiso para subirse al árbol y agarrar mangos para comer, y hubo facilidades para ellos, a pesar de las advertencias naturales de subirse con cuidado de no caerse y esas cosas…. Yo los observaba desde abajo, y algún mango que cayó al piso lo tomé para mí.

Cuando los jóvenes bajaron del árbol, se sentaron todos a comer desaforadamente, como haciendo competencia a ver quién de ellos comía más rápido y la mayor cantidad de frutos. En un determinado momento, uno de ellos me llamó, y al yo acercarme, metió su mano embadurnada de mango entre mis pantalones y ropa interior y me tocó los testículos como limpiándose, los demás estallaron en risas, yo no supe que hacer, si gritar, correr, llorar… no dije nada, me quedé muy asustado.

A ese joven abusador lo recuerdo siempre, su rostro me inspira rechazo, por no decir rabia. Él no tuvo por qué hacer lo que hizo, al igual que el obrero y el señor Martín, me hicieron el motivo de sus burlas. A los niños no se les hace eso. Todos merecemos respeto.

La maestra Rosalba

Y un último relato, no tan trágico, pero igual significante. Recuerdo que estando en la etapa inicial con cinco o seis años, mi profesora Rosalba, que en paz descanse, nos ocupó en una sencilla actividad que consistía en bordear una imagen de la cara de un canino con caraotas o frijoles negros.

En principio era tarea fácil, imagino que ella daría las instrucciones y todos nos ubicamos con nuestra hoja y materiales para trabajar. Yo no recuerdo cómo estaba haciéndolo yo, si bien o no tan bien, lo cierto fue que al pasar la maestra revisando a cada alumno, cuando se detuvo detrás de mí, lanzó un grito, un fuerte ¡no!, se escuchó en todo el salón, y tomando sin el menor cuidado mi hoja, la rompió delante de mí quejándose de lo mal que había quedado, de inmediato lanzó la bola de papel y caraotas a la basura y buscó un nuevo modelo para que yo empezara desde cero la actividad.

La maestra Rosalba de seguro fue muy buena conmigo, recuerdo que me llamaba “don Pedro”, pero lastimosamente de ella solo recuerdo esta desagradable vivencia.

Y tengo más relatos parecidos, pero los dejaré para otras oportunidades.

P.A

García


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