“BOBY”
El
jueves posterior al día de mi primera comunión estábamos en casa todos muy
contentos. Mi nona Eva había preparado unas deliciosas croquetas de arroz, las
que degustamos con queso fresco y café bien caliente. Esa tarde, durante la
merienda, yo animaba el compartir familiar con mi singular imitación del
perrito del vecino, de nombre Coby, a quien ficticiamente yo reprendía por
orinarse en la pared de la casa, pero en realidad se trataba de mi mejor
producción onomatopéyica del chillido de un perro…
Luego de
comer las croquetas, salí de casa con destino al templo parroquial, pues todos
los días participaba por la tarde de la santa misa, y ese día, al ser jueves,
estaba expuesto en adoración el Santísimo Sacramento del Altar. Yo llegué a la
iglesia e hice una sencilla oración de rodillas, pero tenía la costumbre de
esperar en el atrio al padre, que venía de Tovar luego de hacer un programa en
la radio; él dejaba la iglesia abierta desde las 3:00 p.m. y a las 5:00 p.m.
regresaba para la bendición con el Santísimo y luego celebrar la misa.
Mientras
estaba en el atrio vi en la esquina a mi mamá, ella iba caminando y decidí
alcanzarla para preguntarle para dónde iba. Me comentó que estaba yendo a ver
una cocina que Jaime, su pareja, había terminado de construir en una casona del
sector El Verde. Yo decidí acompañarla y faltar ese día a la misa, pues ya
habían llegado los demás monaguillos y eran suficientes para colaborar en el
Altar.
Al
llegar a la casa donde Jaime trabajaba él no hizo entrar, para mostrarnos su
trabajo. Mi mamá y yo advertimos de inmediato la presencia de un perro de raza
Pastor Alemán, quien nos olfateó rigurosamente para luego dejarnos tranquilos.
Yo sentí miedo de aquel perro desde el momento en que lo vi, pues me parecía
bastante grande y amenazador. Jaime nos aseguró que el perro no nos haría daño,
por eso seguimos confiados observando su trabajo.
Pasamos
al solar de la casa a ver unos arcos de metal que se utilizaban como moldes para
hacerlos de ladrillo en el interior de la casa, y de repente, cuando nos
disponíamos a salir, el perro salió por detrás y me mordió en la parte trasera
del muslo de mi pierna derecha (isquiotibiales). Mi mamá, al escuchar mi grito,
me haló fuertemente hacia ella, momento en el que sentí cómo la sangre caliente
salía por la herida y recorría mi pierna. El perro me soltó y se comió el
pedacito de piel que salió por la bota del pantalón caqui que quedó
notablemente agujereado.
El dolor
que se siente de la mordida de un canino es casi indescriptible. Desde ese
momento no pude poner el pie en el piso, sino que saltaba de dolor apoyándome
solo en el pie izquierdo. Jaime nos hizo salir a la calle, a pedir algún tipo
de ayuda. Justo pasaba en su moto el señor Jairo, policía, quien nos llevó de
inmediato a mi mama y a mí hasta el comando policial, frente a la Plaza
Bolívar, creyendo que la patrulla serviría para trasladarme de emergencia hasta
el hospital de Tovar, pero no fue así. La patrulla efectivamente estaba
estacionada, pero como era nueva adquisición, se negaron a llevarme, pues con
la sangre mancharía los cojines nuevos. No pasábamos a creer lo que nos decían.
Por
suerte mi casa era perfectamente visible desde donde estábamos, y justo estaba
un amigo con su carro. Le hicimos señas de que bajara rápido y así lo hizo; él
nos llevó de inmediato hasta Tovar. Llegamos al hospital e ingresamos por
emergencia. Lo primero que hicieron los enfermeros fue lavarme la herida y
seguidamente inyectarme algún calmante, para el dolor. Recuerdo que ellos
conversaban entre sí, como pensando en voz alta, que algo debí yo hacerle al
perro para que me mordiera con tanta furia, a lo que yo repetía, con la ayuda
de mi madre, que en ningún momento habíamos molestado al perro, es más, desde
que llegamos a esa casa habíamos tratado de mantenernos alejados de él, pues
nos daba miedo. Pero los enfermeros, tercos y opinando sin conocimiento de
causa, se negaban a dar crédito a lo que decíamos, pues aseguraban que un
Pastor Alemán jamás le haría eso a un niño.
Pasados
algunos minutos, alguien del personal médico presente tomó la determinación de
enviarme para el I.A.H.U.L.A (Instituto Autónomo Hospital Universitario de Los
Andes) el más importante de la región, pues la gravedad de la mordedura no era
competencia del hospital tipo II “San José de Tovar.” El viaje lo hicimos en la
ambulancia, yo estaba acostado en la camilla, la rapidez del conductor y las
curvas de la carretera hicieron que vomitara las croquetas que había comido
horas antes. Llegamos a la ciudad de Mérida en 45 minutos, cuando el recorrido
normal era de dos horas. Me esperaba un mes de hospitalización y cuatro
intervenciones quirúrgicas.
Nos
ubicaron en la sala de emergencias y a la media noche una doctora nos dio la
orden de hacer una placa para descartar afectaciones óseas. Pero, la doctora
por alguna razón se confundió y apuntó mal el sitio de la mordedura, pues no
era en la tibia-peroné, como ella apuntó, sino en el fémur, por lo que el
radiólogo nos obligó a corregir la orden y luego volver para hacer la placa, la
que felizmente descarto que los colmillos del perro hubiesen llegado hasta el
hueso.
Esa
misma doctora efectuó la primera operación “ambulatoria”. No sabemos si pidió
opinión a otro doctor, o simplemente quería experimentar conmigo, lo cierto fue
que inyectó cuatro puntos de anestesia en el perímetro de la herida y se
dispuso a coser ella misma la poca piel que el perro había dejado sana. Como si
se tratara de estirar una tela para hacer un remiendo, la doctora me cosió la
pierna como un remiendo de talabartería, asegurando que bastaba solo con eso.
Al
amanecer del día siguiente, hubo cambio de guardia, y según el informe médico
recibido, los nuevos doctores tomaron la decisión de enviarme a la hospitalización
en el piso número ocho, destinado a los niños, yo tenía once años de edad.
Estando
en hospitalización conocí a una niña negrita que tenia un tumor en la cabeza y
estaba perdiendo la vista paulatinamente. Ella jugaba conmigo, conversábamos
largo rato, al parecer no sobrevivió. Otro niño, llamado Jesús, había sido
atropellado por un camión que le destrozó por completo el talón, por lo que
caminaba con muletas o también andaba en silla de ruedas, como yo. Con él hice
unas cuantas carreras de velocidad alrededor del piso de niños. Conocí otro
niño que fue operado de apendicitis, era el que más se quejaba del dolor.
Recibí
la visita de familiares, amigos y conocidos. Asistía a la misa dominical en la
capilla del hospital, con un padre anciano. El padre me preguntó qué debíamos
hacer los que leíamos la Biblia, y yo le respondí que ponerla en práctica,
razón que lo dejó sorprendido y me felicitó; claro, nunca le dije que era
monaguillo y me sabía tal cual sermón de memoria. Vinieron también payasos, se
proyectaron películas, me obsequiaron regalos, libros infantiles para la
lectura, etc.
Volviendo
con el caso médico, y haciendo un gran esfuerzo sintetizador, la primera
operación no sirvió, por lo que en la segunda tuve que entrar a quirófano.
Recuerdo perfectamente lo bien limpio e iluminado que estaba aquel lugar. Me
pasaron entre varios a la mesa de operaciones, y antes de que perdiera el
conocimiento me introdujeron un tuvo por la boca, hasta la garganta, seguido
del oxigeno en la nariz y finalmente me ataron los brazos en forma de cruz. En
lo sucesivo de las operaciones el efecto de la anestesia hacía que el último
sentido en volver fuera la vista, es así como primero empezaba a escuchar voces
a mi alrededor, luego a sentir el dolor en la pierna, y finalmente, algunos
minutos después, podía ver con cierta dificultad.
De
regreso en el piso de hospitalización, recuerdo que venía un grupo de ocho o
hasta diez médicos a revisar el avance de la cicatrización de mi herida, y uno
de ellos, el que me quitaba los puntos, me trataba con especial rudeza, y ante
mi protesta me decía, “muerde la almohada, Boby”, y ese era precisamente el
nombre del perro que me había mordido. Otro dolor que tuve que soportar fueron
las siete inyecciones antirrábicas alrededor del ombligo; qué cosa más
dolorosa, una aguja en el ombligo, y además la inyección debía realizarse con
una técnica especial, que era ir dando vueltas a la aguja en sentido contrario
a las agujas del reloj. El tratamiento intravenoso era otra cuestión
fastidiosa, pues me suministraban unos líquidos muy espesos y fríos que
recorrían mis pobres venas, ya cansadas de tantas perforaciones.
La
última intervención quirúrgica estuvo a cargo de una doctora cirujano plástico,
conocida de mamá. Ella dio la solución final a mi caso, y fue necesario un
injerto de piel que fue extraído del mismo muslo derecho para ser ubicado “como
un parche” en el sitio de a herida que había quedado hueco. Este injerto no fue
tan doloroso como los comentarios que suscitó en el pueblo, pues se corrió la
voz de que supuestamente me habían quitado un pedazo de nalga para pegarlo en
la herida. Tuve que desmentir este bulo hasta el cansancio, pero estoy seguro
que habrá quien todavía crea cierta la versión popular.
Al salir
del hospital, un mes después de haber ingresado, todavía no podía caminar, por
lo que pasé en cama otros ocho o diez días. Al tiempo fijado por la junta
médica regresamos a Mérida, esta sería la última cita con el dolor, pues es
encuentro era el definitivo para saber si e injerto había servido o no. Yo tuve
todo ese tiempo la pierna encogida, sin poder ni querer estirarla por completo,
pero ese día un doctor me obligó a estirarla por completo. Me acostó en una
camilla y puso su mano sobre mi rodilla, pero sin tocarla, y fue bajando su
mano a medida que yo iba estirando la pierna. Evidentemente me dolía, y hasta
pensaba que se iba a romper la operación, pero aquel médico me aseguró dos
cosas: la primera, que eso no pasaría, es decir, que no iba a perder la
operación, y la segunda fue que, si yo no le obedecía en estirar la pierna, él
mismo lo haría con su mano. Al final la estiré, no paso nada grave y salí del
hospital caminando pausadamente, pues estar de pie un mes y medio después no
era tarea fácil con el equilibrio, fue como aprender a caminar de nuevo.
Estando
ya recuperado en mi pueblo, y todavía algunos días de vacaciones, recibí un
bonito regalo, una bicicleta que habían restaurado para mí. La usé poco tiempo,
pues la presté a mi primo y él la dañó el mismo día que la recibí. Durante todo
este tiempo no falte a clases en la escuela, pues todo ocurrió en los meses de
julio y agosto del año 2006.
P.A
García
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