miércoles, 16 de agosto de 2023

Mordida de canino, una experiencia dolorosa

“BOBY”


         El jueves posterior al día de mi primera comunión estábamos en casa todos muy contentos. Mi nona Eva había preparado unas deliciosas croquetas de arroz, las que degustamos con queso fresco y café bien caliente. Esa tarde, durante la merienda, yo animaba el compartir familiar con mi singular imitación del perrito del vecino, de nombre Coby, a quien ficticiamente yo reprendía por orinarse en la pared de la casa, pero en realidad se trataba de mi mejor producción onomatopéyica del chillido de un perro…

         Luego de comer las croquetas, salí de casa con destino al templo parroquial, pues todos los días participaba por la tarde de la santa misa, y ese día, al ser jueves, estaba expuesto en adoración el Santísimo Sacramento del Altar. Yo llegué a la iglesia e hice una sencilla oración de rodillas, pero tenía la costumbre de esperar en el atrio al padre, que venía de Tovar luego de hacer un programa en la radio; él dejaba la iglesia abierta desde las 3:00 p.m. y a las 5:00 p.m. regresaba para la bendición con el Santísimo y luego celebrar la misa.

         Mientras estaba en el atrio vi en la esquina a mi mamá, ella iba caminando y decidí alcanzarla para preguntarle para dónde iba. Me comentó que estaba yendo a ver una cocina que Jaime, su pareja, había terminado de construir en una casona del sector El Verde. Yo decidí acompañarla y faltar ese día a la misa, pues ya habían llegado los demás monaguillos y eran suficientes para colaborar en el Altar.

         Al llegar a la casa donde Jaime trabajaba él no hizo entrar, para mostrarnos su trabajo. Mi mamá y yo advertimos de inmediato la presencia de un perro de raza Pastor Alemán, quien nos olfateó rigurosamente para luego dejarnos tranquilos. Yo sentí miedo de aquel perro desde el momento en que lo vi, pues me parecía bastante grande y amenazador. Jaime nos aseguró que el perro no nos haría daño, por eso seguimos confiados observando su trabajo.

         Pasamos al solar de la casa a ver unos arcos de metal que se utilizaban como moldes para hacerlos de ladrillo en el interior de la casa, y de repente, cuando nos disponíamos a salir, el perro salió por detrás y me mordió en la parte trasera del muslo de mi pierna derecha (isquiotibiales). Mi mamá, al escuchar mi grito, me haló fuertemente hacia ella, momento en el que sentí cómo la sangre caliente salía por la herida y recorría mi pierna. El perro me soltó y se comió el pedacito de piel que salió por la bota del pantalón caqui que quedó notablemente agujereado.

         El dolor que se siente de la mordida de un canino es casi indescriptible. Desde ese momento no pude poner el pie en el piso, sino que saltaba de dolor apoyándome solo en el pie izquierdo. Jaime nos hizo salir a la calle, a pedir algún tipo de ayuda. Justo pasaba en su moto el señor Jairo, policía, quien nos llevó de inmediato a mi mama y a mí hasta el comando policial, frente a la Plaza Bolívar, creyendo que la patrulla serviría para trasladarme de emergencia hasta el hospital de Tovar, pero no fue así. La patrulla efectivamente estaba estacionada, pero como era nueva adquisición, se negaron a llevarme, pues con la sangre mancharía los cojines nuevos. No pasábamos a creer lo que nos decían.

         Por suerte mi casa era perfectamente visible desde donde estábamos, y justo estaba un amigo con su carro. Le hicimos señas de que bajara rápido y así lo hizo; él nos llevó de inmediato hasta Tovar. Llegamos al hospital e ingresamos por emergencia. Lo primero que hicieron los enfermeros fue lavarme la herida y seguidamente inyectarme algún calmante, para el dolor. Recuerdo que ellos conversaban entre sí, como pensando en voz alta, que algo debí yo hacerle al perro para que me mordiera con tanta furia, a lo que yo repetía, con la ayuda de mi madre, que en ningún momento habíamos molestado al perro, es más, desde que llegamos a esa casa habíamos tratado de mantenernos alejados de él, pues nos daba miedo. Pero los enfermeros, tercos y opinando sin conocimiento de causa, se negaban a dar crédito a lo que decíamos, pues aseguraban que un Pastor Alemán jamás le haría eso a un niño.

         Pasados algunos minutos, alguien del personal médico presente tomó la determinación de enviarme para el I.A.H.U.L.A (Instituto Autónomo Hospital Universitario de Los Andes) el más importante de la región, pues la gravedad de la mordedura no era competencia del hospital tipo II “San José de Tovar.” El viaje lo hicimos en la ambulancia, yo estaba acostado en la camilla, la rapidez del conductor y las curvas de la carretera hicieron que vomitara las croquetas que había comido horas antes. Llegamos a la ciudad de Mérida en 45 minutos, cuando el recorrido normal era de dos horas. Me esperaba un mes de hospitalización y cuatro intervenciones quirúrgicas.

         Nos ubicaron en la sala de emergencias y a la media noche una doctora nos dio la orden de hacer una placa para descartar afectaciones óseas. Pero, la doctora por alguna razón se confundió y apuntó mal el sitio de la mordedura, pues no era en la tibia-peroné, como ella apuntó, sino en el fémur, por lo que el radiólogo nos obligó a corregir la orden y luego volver para hacer la placa, la que felizmente descarto que los colmillos del perro hubiesen llegado hasta el hueso.

         Esa misma doctora efectuó la primera operación “ambulatoria”. No sabemos si pidió opinión a otro doctor, o simplemente quería experimentar conmigo, lo cierto fue que inyectó cuatro puntos de anestesia en el perímetro de la herida y se dispuso a coser ella misma la poca piel que el perro había dejado sana. Como si se tratara de estirar una tela para hacer un remiendo, la doctora me cosió la pierna como un remiendo de talabartería, asegurando que bastaba solo con eso.

         Al amanecer del día siguiente, hubo cambio de guardia, y según el informe médico recibido, los nuevos doctores tomaron la decisión de enviarme a la hospitalización en el piso número ocho, destinado a los niños, yo tenía once años de edad.

         Estando en hospitalización conocí a una niña negrita que tenia un tumor en la cabeza y estaba perdiendo la vista paulatinamente. Ella jugaba conmigo, conversábamos largo rato, al parecer no sobrevivió. Otro niño, llamado Jesús, había sido atropellado por un camión que le destrozó por completo el talón, por lo que caminaba con muletas o también andaba en silla de ruedas, como yo. Con él hice unas cuantas carreras de velocidad alrededor del piso de niños. Conocí otro niño que fue operado de apendicitis, era el que más se quejaba del dolor.

         Recibí la visita de familiares, amigos y conocidos. Asistía a la misa dominical en la capilla del hospital, con un padre anciano. El padre me preguntó qué debíamos hacer los que leíamos la Biblia, y yo le respondí que ponerla en práctica, razón que lo dejó sorprendido y me felicitó; claro, nunca le dije que era monaguillo y me sabía tal cual sermón de memoria. Vinieron también payasos, se proyectaron películas, me obsequiaron regalos, libros infantiles para la lectura, etc.

         Volviendo con el caso médico, y haciendo un gran esfuerzo sintetizador, la primera operación no sirvió, por lo que en la segunda tuve que entrar a quirófano. Recuerdo perfectamente lo bien limpio e iluminado que estaba aquel lugar. Me pasaron entre varios a la mesa de operaciones, y antes de que perdiera el conocimiento me introdujeron un tuvo por la boca, hasta la garganta, seguido del oxigeno en la nariz y finalmente me ataron los brazos en forma de cruz. En lo sucesivo de las operaciones el efecto de la anestesia hacía que el último sentido en volver fuera la vista, es así como primero empezaba a escuchar voces a mi alrededor, luego a sentir el dolor en la pierna, y finalmente, algunos minutos después, podía ver con cierta dificultad.

         De regreso en el piso de hospitalización, recuerdo que venía un grupo de ocho o hasta diez médicos a revisar el avance de la cicatrización de mi herida, y uno de ellos, el que me quitaba los puntos, me trataba con especial rudeza, y ante mi protesta me decía, “muerde la almohada, Boby”, y ese era precisamente el nombre del perro que me había mordido. Otro dolor que tuve que soportar fueron las siete inyecciones antirrábicas alrededor del ombligo; qué cosa más dolorosa, una aguja en el ombligo, y además la inyección debía realizarse con una técnica especial, que era ir dando vueltas a la aguja en sentido contrario a las agujas del reloj. El tratamiento intravenoso era otra cuestión fastidiosa, pues me suministraban unos líquidos muy espesos y fríos que recorrían mis pobres venas, ya cansadas de tantas perforaciones.

         La última intervención quirúrgica estuvo a cargo de una doctora cirujano plástico, conocida de mamá. Ella dio la solución final a mi caso, y fue necesario un injerto de piel que fue extraído del mismo muslo derecho para ser ubicado “como un parche” en el sitio de a herida que había quedado hueco. Este injerto no fue tan doloroso como los comentarios que suscitó en el pueblo, pues se corrió la voz de que supuestamente me habían quitado un pedazo de nalga para pegarlo en la herida. Tuve que desmentir este bulo hasta el cansancio, pero estoy seguro que habrá quien todavía crea cierta la versión popular.

         Al salir del hospital, un mes después de haber ingresado, todavía no podía caminar, por lo que pasé en cama otros ocho o diez días. Al tiempo fijado por la junta médica regresamos a Mérida, esta sería la última cita con el dolor, pues es encuentro era el definitivo para saber si e injerto había servido o no. Yo tuve todo ese tiempo la pierna encogida, sin poder ni querer estirarla por completo, pero ese día un doctor me obligó a estirarla por completo. Me acostó en una camilla y puso su mano sobre mi rodilla, pero sin tocarla, y fue bajando su mano a medida que yo iba estirando la pierna. Evidentemente me dolía, y hasta pensaba que se iba a romper la operación, pero aquel médico me aseguró dos cosas: la primera, que eso no pasaría, es decir, que no iba a perder la operación, y la segunda fue que, si yo no le obedecía en estirar la pierna, él mismo lo haría con su mano. Al final la estiré, no paso nada grave y salí del hospital caminando pausadamente, pues estar de pie un mes y medio después no era tarea fácil con el equilibrio, fue como aprender a caminar de nuevo.

         Estando ya recuperado en mi pueblo, y todavía algunos días de vacaciones, recibí un bonito regalo, una bicicleta que habían restaurado para mí. La usé poco tiempo, pues la presté a mi primo y él la dañó el mismo día que la recibí. Durante todo este tiempo no falte a clases en la escuela, pues todo ocurrió en los meses de julio y agosto del año 2006.

P.A

García

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