martes, 5 de septiembre de 2023

Lectio Divina en el Centro Penitenciario de Ayacucho

“DEUS IBI EST”


         La Teología, como discurso del hombre sobre Dios, ha de ser vivida y entendida en todos los lugares donde haya personas dispuestas a recibir el mensaje salvador de Jesucristo, y también animados por el Apóstol, insistiendo a tiempo y a destiempo, con santa audacia. Sabemos que hacer teología implica un movimiento, una búsqueda, un deseo para entender, discernir, comprender, percibir el don de la fe. El teólogo y el cristiano en general busca a Dios y lo encuentra en su Palabra, y en las realidades temporales, en los signos de los tiempos y no hace falta grandes consideraciones científicas, pues Dios se revela a los humildes y sencillos.

         Los estudios realizados en esta Diplomatura en Teología me invitan a dirigir mi reflexión teológica desde el aquí y el ahora de mi propia existencia, tomando en cuenta las diversas realidades en las que debo encontrar a Dios, y en otras tantas en las que debo transmitirlo, consciente de mi vocación y respondiendo a la misma. Es así como, llegado el final de la asignatura opto por centrar mi ensayo crítico desde el signo de los tiempos que Dios me ha permitido entender y vivir.

         Particularmente he tenido la valiosa oportunidad de colaborar con la Pastoral Penitenciaria de la Arquidiócesis de Ayacucho, en principio, cuando no había capellán asignado, con la asistencia dominical para la Celebración de la Palabra, y ahora, también una vez a la semana, para la Lectio Divina con los internos varones en la capilla del penal. Desde el momento en que llegué a trabajar pastoralmente en este lugar diferentes interrogantes pasaron por mi mente, la más importante de ellas fue: ¿Llevaré a Dios a la cárcel? O por el contrario lo encontraré allí, tras las rejas, y entonces, ¿dónde está Dios? Luego de varios encuentros y asistencias al penal llegué a la conclusión, con la ayuda de los temas vistos en la asignatura de Introducción y Método Teológico, que efectivamente la cárcel es un “lugar teológico” donde Dios se encuentra “encerrado” y especialmente acogido en las almas de aquellos que le buscan con sincero corazón.

         A la luz del evangelio es fácil conocer y saber que la Iglesia, madre y maestra, nos ha enseñado correctamente que, en las obras de misericordia corporales, visitar a los presos significa asistir al mismo Dios, inspirados en Mateo 25, 36, donde Jesús deja claro a sus seguidores que quien visite a un privado de libertad le está visitando a él mismo, de ahí que una pastoral como la penitenciaria debería estar abarrotada de colaboradores, pero la realidad es distinta. El común de las personas se acuerda de los presos solo cuando vive de cerca la detención de un vecino, un conocido o un familiar.

         Ahora bien, ¿qué hacer en la cárcel? Con las mejores herramientas se debe aprovechar la oportunidad de compartir con estos hermanos olvidados por muchos, pero no por Dios. Pero, ¿debo llevarlos a Dios o ellos me lo mostrarán? La experiencia vivida con la lectura orante de la Palabra de Dios, en comunidad, ha sido una respuesta que la Providencia ha determinado como un espacio para el aprendizaje mutuo, porque ciertamente los pobres y los humildes son a quienes va dirigido el evangelio, la buena noticia de Jesús, el Señor. He buscado a Dios en la cárcel y felizmente allí lo he encontrado.

         La experiencia de compartir la lectura bíblica en un lugar tan particular debe ser entendida, como realmente se ha vivido, no como una experiencia propiamente determinante y autosuficiente, sino que, por el contario ha sido el comienzo de un peregrinar hacia Dios, un caminar en la fe en busca de las respuestas a las interrogantes que cada interno en lo personal se ha planteado en su vida interior. Muchos de ellos se sienten aludidos personalmente por algunos pasajes evangélicos en los que el Señor trata temas cotidianos, del común diario, porque así es la Palabra de Dios, como una espada de doble filo que penetra hasta lo más profundo del alma. En cuántos de ellos he visto un crecimiento espiritual, o al menos un deseo cada vez más genuino de Dios, de lo eterno, lo bueno, lo que agrada, lo perfecto.

         Hay una curiosa vivencia, de entre tantas que he experimentado en estas Lectio Divina con el pequeño grupo de diez o doce internos, me traslada al texto leído del teólogo Jorge Costadoat, pues en su “Hermenéutica bíblica de la Teología latinoamericana de la liberación” él apunta cómo un posible ícono de esta Teología pudiera ser la “gente pobre con la Biblia en sus manos”, y mejor aún, una pequeña comunidad sentada en círculo, leyendo la palabra de Dios a partir de sus vidas y leyendo sus vidas a la luz de la palabra de Dios, y esto es precisamente lo que se vive en una Lectio Divina desde la cárcel.

         Los presos son pobres, y no solo porque carezcan de lo material y monetario, sino porque sus vidas ya no son iguales a las de sus familiares que les esperan desde sus hogares, pues no tienen de cerca el cariño de sus esposas e hijos, o el de sus padres y hermanos; no gozan del libre albedrio en cuestiones tan básicas como el a dónde ir o con quién pasar el rato. El régimen disciplinario de este lugar, aunque con razones lógicas se deba seguir sin excepciones, los empobrece humanamente, los robotiza y, peor aún, en casos fortuitos los podría llegar a “deshumanizar”, y ahí está la verdadera pobreza a mi modo de ver.

         Luego de un tiempo de estar acompañando esta Pastoral Penitenciaria pude compartir un breve testimonio con una persona conocida. Yo le detallaba cómo Dios está en los presos, porque ellos también sufren y arrepentidos de sus actos se ven privados de libertad y reducidas sus capacidades humanas para desarrollarse como quisieran, y esta persona me dejó muy desconcertado, pues puso en duda que realmente Dios estuviera en la cárcel, y prosiguió comentándome que en ese mismo lugar estaba el vil asesino de su hermano, a quien le deseaba lo peor y con todas sus fuerzas pedía al mismo Dios que no viera más nunca la libertad. Yo quedé totalmente impactado, petrificado, todas mis consideraciones por los presos eran tiradas al suelo por esta mujer que se tiene por cristiana, pero que, dolida por el pecado ajeno, no era capaz de comprender que incluso ella misma tenía las mismas posibilidades de cometer los más horrendos crímenes y por eso no estaba en condiciones de juzgar ni siquiera al propio asesino de su hermano.

         En todas estas disquisiciones recordé la predicación de un santo sacerdote en la que explicaba que los cristianos no deberíamos escandalizarnos tanto por los errores de los demás, pues nosotros mismos estamos en las mismas capacidades de cometer actos similares o peores, entonces reflexioné y me di cuenta que, realmente Dios está, sin mortaja, en donde un hombre trabaja y un corazón le responde, como hermosamente lo canta el himno de Sexta de la Liturgia de las Horas. Los internos buscan a Dios, se esfuerzan por ver la vida con optimismo, trabajan según sus cualidades para emplear su tiempo en algo productivo. Un interno de ningún modo ha de tenerse por “maldito”, todo lo contario, son amados y bendecidos por Dios, porque han experimentado el mayor alejamiento de las cosas que a Dios agradan, y Dios no quiere nunca la muerte del pecador, sino que cambie de conducta y viva.

         Cada vez que piso la entrada del penal me pregunto con seria inspiración: ¿qué haría Jesús en mi lugar?, y ahora más que nunca lo tengo claro. Su acción está enmarcada siempre desde la misericordia y el perdón, y aunque para los hombres la justicia consiste en pagar los delitos, para Dios la justicia consiste en perdonar los pecados y, eso sí, continuar con el firme propósito de no volver a pecar, como sucedió con aquella mujer adultera -que pudo ser también un hombre adúltero- a la cual Jesús no condenó y dejó ir no sin antes proponerle un camino de conversión. Dios es un Dios de oportunidades y esto es lo que la mente humana muchas veces no logra comprender.

         No hay lugar a dudas, en la Lectio Divina desde la cárcel se experimenta en carne propia cómo además del “libro de la Biblia” existe también el “libro de la vida”, la vida de cada interno, y que en ambos libros habla Dios con evidente claridad; esto lo pude comprobar hace unos días atrás, cuando leíamos el pasaje del martirio de san Juan Bautista, pues uno de los presentes manifestó en voz alta que él estaba convencido de que la hija de Herodías no había tenido culpa en la muerte de Juan, pues obedeció la voluntad de su madre, y es que este hombre en particular estaba pagando una condena por haberse dejado llevar por las malas influencias, pues aquellos que decían ser sus amigos le indujeron a delinquir y ahora él -en su modo de pensar- estaba pagando las consecuencias de la influencia que otros tuvieron en su vida. En realidad, no se sentía totalmente responsable de sus actos.

         En las distintas intervenciones de los internos he visto cómo es necesario por una parte hacer primero un comentario exegético, es decir, una breve explicación del texto, para luego sí poder interpretarlo, lo que significa comprender el mensaje. Cada uno desde su realidad personal saca de su corazón lo que cree firmemente que Dios le está diciendo. Hubo una oportunidad en la que le correspondía a un interno el turno de hablar y, entre sollozos disimulados nos manifestó que no estaba en condiciones anímicas para compartir lo que sentía. Todos supimos de inmediato que el caso propuesto por el evangelio de ese día le era especialmente significante. Hay que reconocer también que no todos estamos en la capacidad de comunicar eficazmente lo que sentimos, pero no es menester preocuparnos por esto, ya que creemos también que Dios habla en el silencio.

         Aunque los temas principales de las Lectio Divina están enmarcados en los mismos textos leídos tomados de cada martes, la mayoría de las veces se concluye el compartir de aproximadamente dos horas profundizando en el tema de la fe cristiana como encuentro con lo Trascendente. El interno que lee la Palabra de Dios con fe y se esfuerza por entenderla y vivirla llega a la misma conclusión de la primera carta de Juan 4, 16: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él”, pues evalúa su vida antes y después de estar privado de libertad y reconoce que, de algún modo misterioso o confuso, Dios mismo ha permitido su condena para salvarle la vida. Y aunque se diga fácil, solo el tiempo y la oración intervienen para que se dé esta conclusión con serenidad.

Cuántos de los hombres y mujeres recluidos en este centro penitenciario viven en carne propia aquella frase que el Santo Padre Benedicto XVI plasmó en su encíclica Deus Caritas Est, pues ciertamente “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”. Ellos saben y expresan que, por más de que hayan sido bautizados y en cierto modo hayan tenido una vida sacramental frecuente, comenzaron a ser verdaderamente cristianos cuando, al transgredir las leyes, y una vez superado el trauma de verse encerrados, comprendieron que el cristianismo les da la esperanza de saber que todo estará mejor, y con san Pablo viven aquello de que todo lo consideran basura con tal de ganar a Cristo y poseerlo en sus vidas. Para el interno es Cristo quien verdaderamente los ama, los comprende y los perdona.

Los agentes pastorales de la Pastoral Penitenciaria de la Arquidiócesis de Ayacucho, aunque dirigidos por un capellán sacerdote jesuita y coordinados por una religiosa, son también ex internos que, recordando su paso por la cárcel, quieren llevar la esperanza de sus propios testimonios a los hermanos que han conocido y por los cuales oran incesantemente a Dios, pues conocen sus penas y miserias y saben lo que es estar en un lugar tan particular. Ellos son el vivo testimonio de que Cristo logra cambiar la vida, transformar la existencia para le bien y el amor.

Los técnicos del INPE, por su parte, son también conscientes de que mucho les ayuda en su trabajo el hecho de que los internos tengan su acercamiento a la Palabra de Dios, al catecismo y a los sacramentos. Ellos mismos son los principales interesados en buscar las alternativas y facilidades para que los agentes pastorales lleven a cabo su trabajo evangelizador. Aunque no todos, muchos de ellos se alegran al vernos llegar y al despedirnos desean que volvamos pronto, porque es realmente así, Dios a través de sus ministros se hace presente y la Iglesia en este sentido cumple con su misión de procurar que todos los hombres lleguen al conocimiento de la verdad y se salven.

El celo la casa de Dios les devora el alma a los coordinadores internos de la capilla, pues también hemos notado, una vez superadas las restricciones de la pandemia, cómo desean mejorar los espacios para dar culto a Dios, ha retocado las paredes con pintura, limpian y organizan frecuentemente los espacios de la capilla, veneran católicamente las imágenes presentes y, lo mejor de todo, saben que ellos mismos son el templo del Espíritu Santo y se siente miembros del cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia.

Volviendo al tema de la lectura bíblica en esta situación temporal, es curioso ver cómo en oportunidades las opiniones que se tengan de un mismo texto son las mas diversas o incluso contradictorias, y en este sentido es cierto eso de que “cada cabeza es un mundo”, y entre tantas y diversas opiniones se hace necesario que uno de entre los presentes tenga la voz de la conciliación y el encuentro, la voz del entendimiento, a cuyo efecto todos se acogen con sincera humildad, porque reconocen sus limitaciones y ponderan la opinión de aquel que por gracia de Dios no comparte idéntica eventualidad. Aquí percibo mucho las conclusiones de la Instrucción Donum Veritatis, donde se afirma que el teólogo canónicamente regularizado puede ser pontífice (puente) entre la fe de los creyentes y la tradición eclesial, para fijar, para determinar y en este sentido unir a la comunidad y no abandonarlos en las dispersiones de las opiniones personales.

Es hermoso ver cómo en estas pequeñas comunidades de base, los que asisten a la Lectio Divina, buscan cada vez con más énfasis formar una familia de hermanos entre los que frecuentan el acto de piedad católico. En ellos se experimenta, con notable perspectiva evangélica, la corrección fraterna y caritativa, el compartir generoso, y por su puesto aquello de sufrir con paciencia las deficiencias del prójimo, no sin antes agotar la alternativa de dar buen consejo al que lo necesita o corregir al que yerra, siendo conscientes de que la palabra de Dios está en sus bocas y en sus corazones, y que solo les queda cumplirla.

Pero, no idealicemos tanto esta comunidad cristiana, pues también existen sus pequeñas y grandes dificultades, ya que no falta aquel que busca escudarse en la Biblia o en las cosas de Dios para obtener beneficios o privilegios de la caridad cristiana obrada también por la pastoral. O, también es bueno mencionar que los mismos internos manifiestan cómo en oportunidades sus compañeros les critican fuertemente por su asistencia a la capilla, convirtiéndose a veces en una cruenta persecución y humillación pública, pues hay quienes embebidos en su maldad no dan crédito al cambio de vida que puede obrar Dios en las almas que le acepten y cumplan su mandamiento del amor. Alguno, desanimado por los comentarios que se hacen de él, me ha manifestado la tentación de dejar de participar en el culto dominical, pero afortunadamente Dios ha podido más en esta lucha espiritual.

Una gran paz y serenidad se experimenta cada vez que, con la oración del Padrenuestro y el saludo de la paz, se concluyen las Lectio Divina en la capilla del penal. Se siente, se percibe, se palpa cómo es la misma Palabra de Dios y la oración de los creyentes la que transforma la vida, la que da un nuevo sentido a la existencia, la que otorga la fortaleza y da las ganas de seguir adelante con optimismo, sin perder la ilusión, según sea el caso, de volver a tener una vida normal, insertados en la sociedad, en medio de sus familias, pero hay algo muy grande, y es que los internos nunca se han dejado de sentir miembros de la Iglesia e hijos de Dios, y esto en gran parte gracias a la presencia eclesial de los agentes de pastoral penitenciaria, y un ejemplo muy concreto, la Madre Covadonga, recientemente fallecida ya entrada en edad, misionera dominica española que llegó al Perú a entregar su vida por la liberación espiritual de los presos, una apóstol de Jesucristo en cuyas bases se mantiene la actual pastoral penitenciaria.

Ahora bien, y con esto concluyo mi ensayo crítico, esta hermenéutica bíblica latinoamericana tiene una implicancia concreta en la vida de los internos, pues la Teología de la liberación, como afirma Costadoat, procura interpretar la Biblia a partir de una opción liberacionista y con gran coincidencia, los internos viven las cuatro constituciones conciliares del Vaticano II, pues, ciertamente en el compartir de la Lectio Divina son conscientes de que pertenecen al Pueblo de Dios (Lumen gentium) que participa activamente de la vida sacramental (Sacrosanctum concilium) en la asidua lectura e interpretación de la Palabra de Dios (Dei Verbum) que les lleva al discernimiento de la obra del Señor en sus propias vidas y en la historia (Gaudium et spes).

“[…] porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel y vinisteis a verme…”

Mateo 25, 35-36

P.A

García

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