viernes, 25 de julio de 2025

Visitando a un amigo, le obsequio mi libro de Filosofía de la Educación.

FILOSOFÍA DE LA EDUCACIÓN

Aprovechando la visita a Ayacucho en las vacaciones de medio año, obsequié al profesor Edgar Jayo Medina un ejemplar impreso de mi tesis filosófica, en edición revisada en este 2025. El profesor Edgar me recibió en su oficina del Colegio Gustavo Castro Pantoja, donde grabamos unas sencillas palabras dada la ocasión. En negrita sus palabras y en cursiva las mías. 

Hoy, 25 de julio del año 2025, recibimos con alegría la visita de un gran hermano venezolano, Pedro Andrés García Barillas, un amigo a quien conozco desde hace muchos años y que actualmente reside en Ayacucho.

Su persona debe ser vista como un referente, ya que viene impulsando el pensamiento en el campo intelectual mediante diversas publicaciones. Una de ellas es un valioso reconocimiento sobre la ocasión histórica de Ayacucho, donde reflexiona sobre los vínculos históricos entre Venezuela y el Perú.

En esta oportunidad nos presenta un hermoso libro titulado Filosofía de la educación orientada desde la paideia divina en la obra El Pedagogo de Clemente de Alejandría, en el cual desarrolla su tesis sobre filosofía de la educación.

Pedro, cuéntanos brevemente para los maestros de Ayacucho, ¿cuál es el mensaje central de tu libro?

Gracias, profesor Edgar. Este libro es la tesis que realicé en el año 2017 sobre filosofía de la educación, centrada en la figura de Clemente de Alejandría, un padre de la Iglesia. En resumen, Clemente propone al Logos como el Pedagogo de la humanidad, es decir, a Jesucristo, la Palabra encarnada. Él revela una pedagogía divina que puede resumirse en una gran premisa: enseñar con el ejemplo.

Este mensaje implica un compromiso profundo para todos los docentes: enseñar no solo con herramientas pedagógicas, sino también —y sobre todo— con el testimonio de vida, con la actitud, con aquello que permanece en la memoria de los estudiantes como una referencia que guía y transforma. Es lo que complementa lo aprendido en el hogar y en la escuela.

En estos tiempos marcados por la tecnología, es necesario contar con este tipo de textos que fortalecen nuestra sabiduría profesional, a fin de brindar una enseñanza con calidad y calidez a nuestros niños en los distintos centros educativos.

Felicitaciones, Pedro. Continúa con esa misma perseverancia, con sencillez y humildad. Tu ejemplo debe servir también para nuestros hermanos venezolanos residentes en cualquier parte del país, para que sean siempre amantes de la ternura, constructores de paz y vivamos todos en permanente familiaridad. Ahora que nos acercamos a las Fiestas Patrias, ¿qué mensaje deseas compartir en esta fecha tan significativa?

Gracias nuevamente, profesor Edgar. En estas fechas patrias quiero expresar mi saludo fraterno. Festejar a la patria es festejar lo que somos, lo que sentimos. Como venezolano con cinco años viviendo en Perú, puedo decir que ya hay en mí un profundo sentimiento de gratitud hacia esta tierra generosa que nos ha acogido.

El 28 de julio para el Perú es tan significativo como el 5 de julio para los venezolanos, fechas que marcan nuestras respectivas independencias, es decir, aquello que nos constituye como pueblo y como nación. Como decía el cantautor Alí Primera: “La patria es el hombre”. Si yo soy un hombre venezolano, aquí también está la patria venezolana compartiendo con la patria peruana.

Ayer, 24 de julio, celebramos el natalicio número 242 del Libertador Simón Bolívar, padre de cinco naciones: Venezuela, Colombia, Panamá, Ecuador, Bolivia… y también el Perú, donde hoy estamos. Ese sentimiento bolivariano nos recuerda que somos pueblos hermanos, hijos de un mismo padre y una misma madre, llamados a construir juntos la patria que nos merecemos.

Por eso mi mensaje, tanto para los peruanos como para los venezolanos, es este: construyamos juntos la fraternidad, la justicia y el país digno que soñamos, donde estemos y a donde vayamos.

Y juntos decimos con alegría: ¡Viva el Perú y viva Venezuela!

¡Y viva Venezuela!

El profesor Edgar Jayo Medina: un peruano ejemplar y amigo del pueblo venezolano

El profesor Edgar Jayo Medina es un docente ayacuchano reconocido por su destacada labor pedagógica y su compromiso social. Es, además, un verdadero amigo de todos los venezolanos que llegan a Ayacucho en busca de oportunidades para ejercer la docencia.

En lo personal, me brindó su apoyo en uno de los momentos más complicados de mi vida, recomendándome ante el sacerdote director de un colegio católico, donde tuve la bendición de trabajar durante dos años como maestro de sexto grado de primaria.

El profesor Edgar se preocupa sinceramente por cada venezolano que llega a esta tierra. Admira profundamente nuestra manera de ser, destacando la laboriosidad, la excelente formación profesional y la calidad humana que, según sus propias palabras, nos caracteriza.

Es un peruano ejemplar: amable, receptivo, de corazón grande y generoso con todos, pero de manera muy especial con los venezolanos. Por todo esto, merece nuestro más sincero reconocimiento.

Su espíritu bolivariano le permite identificarse profundamente con el migrante que viene desde la patria de Bolívar, esa Venezuela que hoy camina por el mundo buscando lo que su propia tierra no puede ofrecerle.

domingo, 20 de julio de 2025

Laudes para fieles

Señor, abre mis labios 


Lectura breve.

2 Tm 2, 8.11-13

Haz memoria de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, nacido del linaje de David. Es doctrina segura: Si morimos con él, viviremos con él. Si perseveramos, reinaremos con él. Si lo negamos, también él nos negará. Si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo.

Palabra de Dios. — Te alabamos, Señor.

Hermanos y hermanas, en esta mañana de domingo, alzamos nuestro espíritu al Señor con el rezo de las Laudes, uniéndonos a la oración de la Iglesia, proclamando los salmos y meditando cada uno de sus versículos que elevan nuestra alma hacia Dios.

Hoy escuchamos esta lectura breve de san Pablo en su segunda carta a Timoteo, y en ella encontramos una gran invitación: la de permanecer fieles al Señor.

Una fidelidad que solo brota de un corazón que ha tenido un encuentro personal con Cristo.

Allí, ciertamente, podemos incluirnos todos nosotros: hemos conocido al Señor, lo reconocemos en nuestra vida por tantas obras, por tantos milagros que Él ha obrado en nosotros.

Y, al reconocer su presencia constante, al saber que siempre ha estado junto a nosotros, nace entonces en nuestro corazón la fidelidad, el amor por el Señor y la constancia.

San Pablo concluye esta lectura afirmando que Cristo no puede desmentirse a sí mismo. Él no puede revocar la promesa que ha hecho de quedarse con nosotros, de ser fiel, de ayudarnos.

Son muchos los pasajes de la Sagrada Escritura que, en la misma voz del Señor, nos garantizan que su presencia nunca se apartará de nosotros.

Recordemos aquellas palabras de Jesús:

“Donde dos o tres estén reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.”

Y esta es una gran verdad. Nosotros, los cristianos, especialmente cuando oramos con la Iglesia en las Laudes, en el templo, en comunidad cristiana, reconocemos que esta sentencia del Señor se cumple.

Aquí somos más de dos, más de tres; somos muchos. Por tanto, con mayor razón, la presencia de Cristo está en medio de nosotros. No solo espiritualmente —que sí lo está—, sino también sacramentalmente, como lo contemplamos expuesto en la custodia: el Santísimo Cuerpo de Jesús, que se entregó por nosotros y que contiene de manera real a Jesús, el Verbo hecho carne.

Por eso, hermanos y hermanas, la fidelidad que debemos al Señor es la justa respuesta por haber recibido tanto amor de su parte.

Sabemos que el amor se paga con amor, y si de Dios hemos recibido tantos bienes, es preciso que le retribuyamos con nuestra vida todo lo que hemos recibido.

Desde temprano, cada día, al levantarnos y dar gracias a Dios por el nuevo amanecer, nuestra vida debe convertirse en un compromiso por dar gloria a Dios, por devolverle —con nuestro testimonio y nuestra existencia— todo lo bueno que ha hecho en nosotros.

Si reconocemos con conciencia que Él habita en nosotros, allí hallamos la fuerza, la fortaleza para vivir el día en presencia de Dios.

De modo que, desde el amanecer hasta las últimas palabras y acciones de nuestro día al anochecer, todo se convierta en una gran oración a Dios: oración de alabanza, oración de acción de gracias.

Como también dice san Pablo:

“En Él vivimos, nos movemos y existimos.” Solo en Dios.

Por ello, queridos hermanos y hermanas, esta palabra que hoy hemos escuchado nos llega como un mensaje de esperanza, como un mensaje de optimismo.

No estamos solos: el Señor nos acompaña. Él es fiel a su palabra y nos invita a nosotros a seguirle con fidelidad todos los días de nuestra vida, en cada instante, aprovechando cada oportunidad para evangelizar, para ser apóstoles, para dar gloria al nombre del Señor reflejado en nuestra vida.

Que san Pablo apóstol interceda por nosotros y nos haga comprender, como él lo hizo, la llamada de Dios a ser apóstoles, discípulos y evangelizadores en todo momento.

Que así sea.

Aprovechando esta oración de la mañana, hemos rezado las Laudes, que forman parte de las siete alabanzas que la Iglesia dirige a Dios a lo largo del día. Existe un libro litúrgico llamado Liturgia de las Horas —también conocido como breviario— mediante el cual sacerdotes, religiosos y laicos podemos unirnos en una misma oración cotidiana, como lo son las Laudes.

Las Laudes que hoy hemos rezado aquí —los salmos, las antífonas, las peticiones, la lectura breve— también las ha rezado, por ejemplo, el papa en Roma; el padre Yoni, en privado, más temprano, antes de salir a celebrar la Eucaristía en el campo; y así también religiosas, religiosos y fieles laicos por todo el mundo se han unido a esta misma oración de la Iglesia. Esto es un gran don, un regalo que podemos darle a nuestra vida y a Dios: rezar todos los días las Laudes, las Vísperas… la oración de la Iglesia.

En distintas librerías católicas se encuentran pequeños libros llamados Liturgia de las Horas de los fieles, que podemos adquirir. Allí encontramos las oraciones de Laudes, Vísperas y Completas organizadas en un ciclo de cuatro semanas del salterio. Hoy, por ejemplo, estamos rezando el domingo de la cuarta semana del salterio. Así, poco a poco, vamos adquiriendo el hábito de dirigirnos a Dios cada mañana con los salmos.

San Agustín nos dice que Dios inspiró al salmista para alabarle, para pronunciar palabras que realmente fuesen agradables a Él. Por eso, lo que hemos escuchado y meditado en los salmos eleva nuestro espíritu a Dios. Son palabras que vienen de Dios y que han sido pronunciadas por hombres y mujeres de carne y hueso como nosotros, inspirados por el Espíritu.

¿Qué mejor manera, entonces, de orar cada día que con las mismas palabras que Dios ha inspirado? Los salmos, los cánticos, los fragmentos de la Sagrada Escritura contenidos en la Liturgia de las Horas nos conducen a la verdadera alabanza.

Queridos hermanos y hermanas, puede ser este un bonito propósito de nuestro encuentro en la parroquia San José de Secce: adquirir ese pequeño librito de la Liturgia de las Horas y aprender a rezar todos los días, si aún no lo hacemos, las Laudes por la mañana. Esto, junto a nuestra oración personal —tan genuina y tan íntima—, que nos ayuda a descubrir a Dios como Padre y a reconocer la presencia viva de su Hijo y del Espíritu Santo en nosotros.

Luego de esa oración personal, rezar las Laudes es una forma de unirnos a la oración de toda la Iglesia. Desde nuestra habitación, nuestra casa o nuestro trabajo, al orar la Liturgia de las Horas entramos en comunión con toda la Iglesia. Lo que hemos rezado hoy también lo han rezado el Papa, el padre Yoni, monseñor Salvador Piñeiro en Ayacucho, las religiosas, los religiosos y miles de laicos que conocen y valoran esta riqueza espiritual.

Esta es la verdadera comunión en la oración.

Sirva todo esto como una invitación y un pequeño compromiso para quien lo desee libremente: aprender a rezar con la Iglesia. Así nuestra oración se une a la de millones de católicos en todo el mundo. Sentimos entonces la fuerza que viene de Dios, tanto en nuestra oración personal como en la oración eclesial.

Todos, sin duda, ya tenemos el hábito de orar: al levantarnos, al mediodía, al acostarnos… damos gracias, pedimos fuerzas. Como decíamos en la reflexión anterior: toda nuestra vida puede y debe ser una constante oración a Dios.

Que los pensamientos que durante el día elevamos al Señor —de súplica, de alabanza, de gratitud— se unan a la oración de la Iglesia: a las Laudes, a las Vísperas, a las Completas. Para que seamos todos uno, como Jesús y el Padre, recordando aquella hermosa oración de Jesús en el evangelio de San Juan: "Padre, que todos sean uno."

Sabemos que la división viene del demonio. La Iglesia es una, santa, católica y apostólica, y esa unidad debe reflejarse también en nuestra oración: una misma voz, un mismo espíritu, elevándose cada día al Padre para agradecer, pedir y suplicar.

Esto, queridos hermanos, es un gran regalo. Si no lo conocíamos, ya lo conocemos. Y si ya lo practicamos, reforcémoslo, no lo dejemos. Así Dios habitará en nosotros siempre, en todo lugar. Sentiremos su presencia y seremos transmisores de su mensaje, como San Pablo, como María, como tantos santos que entregaron su vida a Cristo en la oración y en las obras.

Nuestra oración también debe movernos a actuar, a amar, a hacer visible ese Dios que habita en nosotros y que llena de gozo nuestra vida. Por eso estamos alegres. Por eso cantamos y alabamos. Por eso nos hemos reunido durante estos días en la parroquia: para dar gracias a Dios, para fortalecer nuestra fe.

Que María Santísima, nuestra buena Madre, nos acompañe en estos propósitos que hoy renovamos.

Muy temprano hoy hemos rezado el Santo Rosario. Esta también es una práctica arraigada en nuestra fe católica y que no debemos abandonar por ningún motivo. ¡El Rosario todos los días! Donde se reza el Rosario, nunca falta lo necesario, decimos con sabiduría popular. Y como decía San Juan Pablo II: "La familia que reza unida, permanece unida."

El Rosario es como una cadena que nos une al cielo, que nos une a María. A través de sus ojos contemplamos los principales misterios de la vida de Jesús: gozo, gloria, dolor, luz… todos ellos propuestos en los evangelios para meditar la gran obra que Dios ha realizado al encarnarse en Jesucristo.

Con el rezo pausado y consciente del Rosario, acompañamos a Jesús con los ojos y el corazón de María. Por eso, es importante no rezarlo con prisa. A veces recitamos el Padre Nuestro, el Ave María, el Gloria, como si estuviéramos apurados, casi como un trabalenguas. Pero eso no es orar.

Seguramente lo hemos notado incluso aquí, en nuestro encuentro. Rezamos rápido, sin pensar, como si tuviéramos que terminar antes que los demás. Pero al orar debemos pronunciar cada palabra con sentido, con devoción. Así se reza de verdad. Al detenernos a pensar en lo que decimos, conectamos mente y corazón. Oramos de manera real.

Rezar el Avemaría con conciencia nos lleva a reconocer que son palabras que vienen de Dios: las pronunció el arcángel Gabriel; las repitió Isabel, llena del Espíritu Santo, al reconocer en María la presencia viva del Señor. ¡Qué oración tan hermosa!

Que todo esto, hermanos y hermanas, nos sirva para afianzar nuestra fe. Y vamos a concluir esta oración de la mañana poniéndonos de pie, dirigiendo nuestra mirada al Señor y a María, su santísima Madre, que siempre nos acompaña y nos protege.

jueves, 17 de julio de 2025

Charla en Huachuccacca, Huanta

 Enséñanos a orar

La misa entera, la celebración de la Eucaristía, es una gran oración: súplica, alabanza. Dentro de este contexto se encuentran las preces, también llamadas peticiones u oración de los fieles.

Las peticiones de la Santa Misa, sabemos bien que se ubican litúrgicamente después del Evangelio o del Credo, cuando este se profesa en solemnidades o fiestas importantes. Estas preces no se hacen de cualquier manera ni se pide por cualquier cosa, aunque haya mucho por lo cual pedir. El Ordinario General del Misal Romano, que orienta la correcta celebración de la Eucaristía, establece que es necesario orar primero por la Iglesia. 

La Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo, presente en este mundo, guiado por los pastores, es decir, por la jerarquía. En primer lugar, se ora por el Romano Pontífice, el Papa. El actual papa es León XIV. Antes fue el Papa Francisco, el antecesor fue Benedicto XVI, y de este Juan Pablo II, Juan Pablo I, Pablo VI, Juan XXIII —patrono del movimiento que lleva su nombre— y así sucesivamente hasta llegar a san Pedro, el apóstol a quien Cristo confió las llaves de la Iglesia. 

En las preces de la Eucaristía, se nos indica orar en primer lugar por la Santa Iglesia, por su jerarquía, por el papa. León XIV tiene un vínculo especial con el Perú: fue misionero en Chiclayo y Chulucanas durante muchos años. Luego fue nombrado obispo de Chiclayo, siendo extranjero, y más tarde el Papa Francisco lo llevó a Roma, lo hizo cardenal y le confió varias funciones en la Curia Romana. Finalmente, fue elegido Papa el pasado 8 de mayo de 2025. 

Recordarán sus primeras palabras al dirigirse al mundo: deseó la paz, que cesen las guerras, habló de la paz de Cristo resucitado y mencionó con gratitud al Perú y a su diócesis de Chiclayo. Ese gesto es un regalo para esta tierra y para todos los peruanos. Que el papa haya vivido como misionero aquí, que haya conocido su cultura, sus tradiciones, sus trabajos, sus inquietudes, sus dificultades, habla mucho de la cercanía que ahora tiene con nosotros. 

El Papa Francisco, en su visita al Perú, dijo que esta es una tierra "ensantada", es decir, llena de santos, de testimonios de fe, de personas valiosas. Eso es precisamente lo que buscamos en cada encuentro de oración, de alabanza, de escucha: fortalecer esa fe viva. 

Después del papa, la jerarquía continúa con el obispo de nuestra arquidiócesis, monseñor Salvador Piñeiro. Les comparto que cuando llegué al Perú en noviembre de 2020, el primer sacerdote con quien conversé fue el padre Yoni. Por eso nos une una cercanía fraterna y me ha invitado a esta parroquia. A través de él conocí a monseñor Salvador Piñeiro. Al poco tiempo, fui a trabajar en un colegio católico ubicado en la avenida Arenales de Ayacucho, dentro de la parroquia Santa Rosa de Lima, junto al padre Braulio, quien dirige el colegio Discovery. Allí trabajé dos años como maestro de sexto grado de primaria. 

Estando recién llegado al Perú, conocí una nueva realidad: descubrí que existía un idioma que no era el castellano, sino el quechua. En Venezuela no se habla quechua, no llegaron los incas hasta allá, aunque sí lo hicieron al sur de Colombia. Descubrí la belleza de este idioma. Como ustedes escucharon anoche, lo primero que me propuse fue aprender el Padrenuestro, el Avemaría y el Gloria en quechua. Fue un gran esfuerzo, un verdadero sufrimiento al principio, porque aunque podía repetir las palabras, no comprendía del todo su significado. Sin embargo, con perseverancia memoricé las oraciones y comencé a rezar incluso el Rosario en quechua. Lo hice como un gesto de gratitud al Perú, como una forma de comprender su riqueza cultural. 

Hay muchos idiomas para comunicarnos con Dios, pero el más importante es el del amor. Ese no necesita traductor ni intérprete. En ese idioma todos nos entendemos. 

Tras esos dos años como docente, fui nombrado secretario de monseñor Salvador Piñeiro en la Curia Arzobispal, ubicada en el jirón 28 de Julio, junto al templo de la Compañía. Allí trabajé un año y medio, conociendo más de cerca la realidad de toda la arquidiócesis de Ayacucho, que va mucho más allá de la ciudad y la catedral. 

Durante la Semana Santa, visité la parroquia más al sur: Santiago Apóstol de Chipao y Cabana —a esta última le dicen Cabana Sur. También conocí Aucará, Huacaña y, al norte, Sivia, Llocheghua y Canayre. Todos pertenecen a esta extensa jurisdicción. 

Esa experiencia en la secretaría me permitió conocer los proyectos, dificultades y propuestas de muchas comunidades, pues todo pasa por ese espacio. Una oportunidad hermosa para conocer la realidad de esta iglesia ayacuchana. 

Decía esto en razón de la primera intención de la Eucaristía: oramos por la Santa Iglesia, por el papa León, agradeciendo el pontificado del fallecido papa Francisco, quien al asumir en 2013 acogió el llamado a ser una Iglesia de los pobres y para los pobres, una Iglesia en salida. 

Luego de orar por el papa y los obispos, pensamos también en los párrocos. En este caso, el padre Yoni Palomino Bolívar. Él es el párroco de esta jurisdicción, que por mucho tiempo no tuvo un sacerdote permanente. Venían seminaristas o misioneros por temporadas, pero no había una presencia fija. Ahora con el padre Yoni eso ha cambiado. Damos gracias a Dios porque la presencia del sacerdote garantiza los sacramentos: la confesión, la Eucaristía… Sabemos que el bautismo puede ser administrado en caso de peligro por cualquier fiel, pero la Eucaristía y el perdón sacramental solo el sacerdote los puede dar. 

Por eso, tener un sacerdote es una riqueza de parte de Dios para esta parroquia. La Eucaristía es fuente y culmen de la vida cristiana, de allí mana y se fortalece nuestra existencia. 

Y siguiendo la indicación de Jesús: “Rueguen al dueño de la mies que envíe trabajadores a sus campos”. Estos trabajadores no son solo sacerdotes, aunque ellos tengan un lugar prioritario. También somos nosotros, los laicos, quienes desde nuestro compromiso bautismal debemos ser operarios del Reino. 

Cada uno de nosotros es imagen viva de Dios, creados a su imagen y semejanza. Esa imagen debe reflejarse en nuestras actitudes: pescadores de hombres, como Jesús llamó a sus discípulos. 

Luego de orar por la Iglesia, se suele pedir por las naciones y sus gobernantes. El libro del Eclesiástico (cap. 10) dice que cada nación tiene el gobernante que merece o que Dios ha permitido. San Pablo también exhorta a respetar a la autoridad, porque esta ha sido puesta por Dios. Jesús, ante Pilato, dice: “Tú tienes autoridad porque te ha sido dada de lo alto”. 

Orar por los gobernantes no significa justificar sus errores, sino pedir que sean conscientes de su misión: gobernar con justicia y paz. Saber que su cargo es pasajero y que deberán rendir cuentas a Dios. 

La tercera petición suele ser por los pobres, los enfermos, los que sufren, los oprimidos o encarcelados. Les comparto que mientras trabajaba en Ayacucho, los fines de semana visitaba el penal de Yanamilla. Daba catequesis jueves y domingos. Allí conocí muchas realidades difíciles. Algunos internos aceptan sus errores; otros se consideran inocentes. Cada caso es distinto, pero quienes asistían a la capilla manifestaban una profunda sed de Dios. 

Yo pensé que iba al penal a llevar a Dios, pero allí me encontré con Él, presente en los rostros y las historias de los internos. Jesús fue pobre, estuvo preso… y sigue estando presente en los pobres y encarcelados. 

Cada vez que presido una liturgia, cuando no hay misa, suelo recordar que la generosidad de los cristianos es lo que manifiesta la misericordia de Dios. Podemos pedirle mucho al Señor, pero también debemos estar dispuestos a dar. 

Nuestra fe se demuestra con obras. Como dice Santiago: “La fe sin obras está muerta”. Un obispo decía que nuestra vida puede ser la única página del Evangelio que otros lleguen a leer. 

Hay una jaculatoria muy hermosa: “Señor, que quien me vea, te vea a ti”. Queremos ser reflejo auténtico de la gracia de Dios, pasar por el mundo haciendo el bien, como lo hizo Cristo. 

Finalmente, se pide por la paz en el mundo. Pensamos en conflictos como el de Rusia y Ucrania, o Israel y Palestina. Lugares sagrados donde ahora reina la destrucción. Jesús dijo: “Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios”. 

Ser cristianos es ser pacíficos. Como dice san Francisco de Asís: “Donde haya odio, que yo ponga amor. Donde haya guerra, que yo ponga paz”. 

El Reino de Dios es un reino de justicia y de paz. No una sin la otra. Y ese Reino ya se hace presente en la Iglesia. Por eso, en el bautismo somos ungidos como sacerdotes, profetas y reyes. 

Ser rey significa pertenecer al Reino de Dios. Y en la lógica del Evangelio, servir es reinar. Jesús lo dijo: “No he venido a ser servido, sino a servir”. 

En el aleluya cantamos: “Busca primero el Reino de Dios y su justicia, y lo demás vendrá por añadidura”. Esa es nuestra esperanza. 

San Agustín decía que un Padrenuestro bien rezado es una oración perfecta. En él pedimos muchas cosas, pero sobre todo decimos: “Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo”. 

Esa frase es entrega y confianza plena en Dios. Nuestra parroquia, el Sagrado Corazón de Jesús, nos recuerda eso con su jaculatoria: “En ti confío”. 

Solo quien confía plenamente en Dios puede vivir en paz. Dios no abandona a nadie. Si Él cuida de los lirios del campo y de los pájaros del cielo, ¡cuánto más a nosotros! 

Carlo Acutis decía: “La felicidad es mirar a Dios; la tristeza, apartar la mirada de Él”. 

Seamos almas de oración, de contemplación. Busquemos a Cristo, amémoslo en la Eucaristía, en los pobres, en los hermanos, en la creación. 

María Santísima es nuestro modelo. Ella supo decir: “Hágase en mí según tu palabra”. Esa debe ser nuestra oración diaria. 

Con María, a Jesús. Como decimos en Ayacucho con monseñor Piñeiro: “Con Cristo todo, sin Cristo nada. Con María todo, sin María nada”. 

Ella, madre de Dios, madre nuestra, nos presenta a su Hijo y nos conduce hacia Él. Su sonrisa es luz para nuestro camino. 

Seamos cristianos alegres, comprometidos, llamados a la santidad. Confiemos en la misericordia de Dios. Que Jesús y María obren en nosotros el milagro de la conversión, tarea de cada día.

miércoles, 16 de julio de 2025

Mi presentación a la Virgen del Carmen

RUEGA POR NOSOTROS

Con motivo del día de la  Virgen del Carmen quiero contarles algo muy personal, algo que marcó profundamente mi vida desde que era apenas un bebé. Mi mamá me lo ha contado con tanto amor y tanta fe, que siento como si yo mismo lo hubiese vivido conscientemente.

Mi bisabuela, a quien todos llamábamos con cariño nona Tomasa, era una mujer profundamente católica. Su vida giraba en torno a la fe y a la Iglesia. Frecuentaba la santa misa, rezaba el rosario, hablaba con Dios como quien conversa con un amigo íntimo. Para ella, presentar a los hijos al Santísimo era algo muy importante.

Cuando nacieron mis hermanas, Reyna y Thalía, fue nonita Tomasa quien le dijo a mi mamá: —Llévelas al Santísimo, presénteselas a Jesús en la iglesia. Y así lo hizo. Las llevó al templo del pueblo, bien arregladitas, y las ofreció al Señor con esa fe sencilla pero poderosa que caracteriza a los corazones creyentes.

Cuando nací yo, todo parecía marchar bien al principio. Pero al mes y medio, mi mamá empezó a notar algo extraño en mi mirada. —Hay algo en los ojitos de Pedro —le decía a nona—. No sé qué es, pero su mirada no es como la de los otros bebés.

Entonces nona le preguntó: —¿Y ya lo presentó? —No, todavía no —respondió mi mamá—. A las niñas sí las presenté al Santísimo, pero a Pedro no he tenido oportunidad.

Nona, con esa sabiduría sencilla y profunda, le dijo: —Entonces llévelo, pero esta vez presénteselo a la Santísima Virgen del Carmen. 

La imagen de la Virgen del Carmen siempre ha estado en el templo, colocada a la izquierda de la capilla del Santísimo. Ahí, en ese lugar de honor, ha recibido durante años las súplicas y agradecimientos de muchas generaciones. Así que mi mamá me vistió con mucho cariño, me puso bien guapo, con todo y corbata, y me llevó a la iglesia de San Vicente Ferrer de La Playa.

Ella recuerda que, como la imagen de la Virgen está más elevada, me alzó en brazos para que la Virgencita me viera bien. En ese momento, ocurrió algo que todavía la emociona al recordarlo: al mirar a la Virgen, sintió que sus ojos eran reales, como si le hablaran, como si realmente la Madre de Dios nos estuviera mirando.

—Sentí que me miraba de verdad —dice—. Eran unos ojos vivos, unos ojos que daban paz, que me decían que todo estaría bien.

Ahí, en silencio, le encomendó mi salud visual a la Virgen del Carmen. Le pidió luz para saber qué médico buscar, qué tratamiento seguir, y sobre todo, le pidió fortaleza para acompañarme en ese camino. Y salió del templo con el corazón renovado, con una paz interior profunda, como si la Virgen misma le hubiese respondido.

Desde ese día, la devoción de mi familia por la Virgen del Carmen se volvió aún más especial, aunque sin grandes manifestaciones. Mi mamá, como lo hacía nona Tomasa, la invoca en los momentos de peligro, en los viajes, en cada situación difícil. Siempre dice que la Virgen del Carmen ha estado allí, acompañándola, protegiéndome, guiándonos a todos en nuestra familia.

Hoy, 16 de julio, día de la Virgen del Carmen, elevamos una oración especial a ella. Pensamos en la pequeña capillita de Tovar, en El Llano, donde tantas personas le rezan, donde los choferes le encomiendan sus caminos y donde las flores y los cirios encendidos adornan constantemente su altar con amor.

Esa fue mi presentación a la Virgen del Carmen. Mis hermanas fueron al Santísimo, pero a mí, por inspiración de nona Tomasa, me llevaron a ella. Nona, con más de noventa años, seguía ayudando en todo lo que podía. Tenía un amor especial por los varones —sin dejar de querer a las niñas, claro—, y siempre quiso estar presente en los momentos importantes.

Fue a finales de enero de 1996 cuando mi mamá me presentó a la Virgen del Carmen. Y desde entonces, su presencia no ha dejado de acompañarnos.

La devoción de mi bisabuela, nona Tomasa, a la Virgen del Carmen fue firme hasta el último instante de su vida. Ya enferma y agonizante, pidió ser acostada en el suelo para entregar su alma a Dios y partir en paz. En mi pueblo, este gesto de "pedir piso" es considerado una señal propia de los verdaderos devotos de la Virgen del Carmen. Yo estuve allí. Tenía apenas siete años cuando vi morir a mi bisabuela. Recuerdo cómo, con la mirada fija en el pequeño altar que había en una esquina de su habitación, se persignó con serenidad y dio su último suspiro.

martes, 1 de julio de 2025

Los seis Herodes del Nuevo Testamento (a propósito de una corrección fraterna)

Ἡρώδης

En la solemnidad de los santos Pedro y Pablo, me correspondió presidir la Celebración de la Palabra en la capilla de Miraflores, perteneciente a la parroquia de Pilcomayo. Durante la reflexión sobre las lecturas del día, cometí una imprecisión cronológica al referirme al Herodes mencionado en la primera lectura, la cual narraba la prisión de Pedro y su milagrosa liberación. Identifiqué erróneamente a este Herodes —Herodes Agripa I, también llamado el Mayor— con Herodes Antipas, su antecesor.

La confusión no pasó desapercibida. Para mi fortuna, al finalizar la celebración, uno de los asistentes se me acercó para aclarar el asunto, gesto que recibí con profunda gratitud como una auténtica corrección fraterna. Se trataba de un hermano exseminarista y docente licenciado en Teología, quien, con gran caridad, quiso invitarme —con su actitud y palabras— a preparar mejor las reflexiones o, al menos, a evitar afirmar con seguridad aquello de lo que no se tiene certeza. Al menos, ese fue el mensaje que yo recogí.

Como remedio a mi lapsus, me propongo ahora ofrecer una breve explicación sobre los Herodes que aparecen en el Nuevo Testamento, limitándome únicamente a aquellos que tienen referencia directa en los textos bíblicos[1].

Estos seis monarcas hebreos homónimos eran originarios de Idumea —aunque no todos habían nacido allí— y practicaban el judaísmo, aunque su fidelidad política se inclinaba claramente hacia el Imperio romano. Dependientes del poder imperial, enviaban a sus hijos a formarse en Roma y erigieron ciudades en honor de sus protectores, como Cesarea, Sebaste y Tiberíades, entre otras.

1.  Herodes el Grande:

Fundador de la última dinastía judía, fue rey de Judea desde el año 37 hasta el 4 a.C. Hijo de Antípatro, procurador de Judea designado por Julio César, Herodes fue reconocido por Roma como “monarca aliado”, lo que le otorgaba autonomía administrativa en su reino. Gobernó un amplio territorio que incluía Idumea, Judea, Samaria, Galilea, Perea y regiones al noreste del Jordán. A él se le atribuye la tristemente célebre matanza de los inocentes (Mt 2,13-18), así como el ambicioso proyecto de reconstrucción del Templo de Jerusalén, iniciado en el año 20 a.C.

 

2.  Herodes Felipe I o simplemente Filipo:

Hijo de Herodes el Grande, es mencionado en los evangelios de Marcos (6,17) y Mateo (14,3) como el primer esposo de Herodías, quien era hija de su medio hermano Aristóbulo. Herodías lo abandonó para unirse a Herodes Antipas. A diferencia de otros hijos de Herodes el Grande, Felipe I no ejerció ningún cargo de gobierno, pues fue desheredado.

 

3.  Herodes Antipas:

Hijo de Herodes el Grande y de Maltace, fue hermano menor de Arquelao (cf. Mt 2,22) y gobernó como tetrarca sobre Galilea y Perea, según señala Lucas (3,1.19). Convivió escandalosamente con su sobrina Herodías, quien era esposa de su hermanastro Herodes Felipe I. Fundó la ciudad de Tiberíades. Casi todo su gobierno coincidió con la vida pública de Jesús. Es recordado por diversos episodios evangélicos: fue llamado “zorro” por Jesús (Lc 13,32), se encontraba en Jerusalén como peregrino durante la Pascua (Lc 23,7), mandó decapitar a Juan el Bautista (Mc 6,27), creyó que Jesús era Juan resucitado (Lc 9,7-9), y finalmente, tuvo un breve encuentro con el Señor durante su pasión (Lc 23,8).

 

4.  Herodes Felipe II:

También hijo de Herodes el Grande, fue nombrado tetrarca de los territorios situados al este del Jordán, función en la que es mencionado por Lucas (3,1). Se le reconoce como el reconstructor de Cesarea de Filipo, ciudad edificada en honor del emperador romano y destinada a servir como centro administrativo de su región.

 

5.  Herodes Agripa I o el Mayor:

Hijo de Aristóbulo y nieto de Herodes el Grande, fue nombrado tetrarca de Galilea y Perea, y más tarde obtuvo el título de rey sobre un territorio casi tan extenso como el de su abuelo. Es recordado en los Hechos de los Apóstoles por haber hecho decapitar a Santiago, el hermano de Juan (Hch 12,2), y por haber mandado encarcelar a Pedro (Hch 12,3). Murió repentinamente en el año 44 d.C., según el relato lucano, “comido por gusanos” tras aceptar honores divinos (Hch 12,23). Tres de sus hijos son mencionados en el Nuevo Testamento: Agripa II, Berenice y Drusila.

 

6.  Herodes Agripa II o el Menor:

Hijo de Herodes Agripa I, nació en Roma en el año 27 d.C. Fue el último representante de la dinastía herodiana en ejercer alguna autoridad. Aparece en los Hechos de los Apóstoles como oyente de la defensa de san Pablo ante el procurador Festo, en Cesarea (Hch 25,13; 26,32). Se le atribuye la conclusión de las obras del Templo iniciado por su abuelo, Herodes el Grande. Con él se extinguió la línea judía de la casa de Herodes.

Esta breve exposición ha querido ser una modesta reparación del desliz cometido durante la reflexión litúrgica del 29 de junio. La confusión entre Herodes Agripa I —el rey responsable de la prisión del apóstol Pedro, según Hechos 12— y Herodes Antipas —tetrarca de Galilea en tiempos de Jesús— fue fruto de una simplificación apresurada y no de una contradicción doctrinal. Aunque ambos personajes pertenecen a la misma familia herodiana, vivieron en momentos distintos y ejercieron funciones diversas. Reconocer este error no solo me permite crecer en humildad, sino también reafirmar la importancia de una interpretación bíblica seria, contextualizada y bien informada.

Este episodio me ha recordado que el estudio de la Sagrada Escritura no se agota nunca y que nuestra tarea como predicadores y agentes de pastoral exige una constante actitud de aprendizaje. La Biblia no es un libro cualquiera: es Palabra viva de Dios, cuyo mensaje se nos desvela progresivamente, en la medida en que nos acercamos a ella con fe, responsabilidad y amor. Que este sencillo repaso a los Herodes del Nuevo Testamento sirva de aliento para todos los que desean conocer mejor la historia de la salvación y comunicarla con verdad, claridad y fidelidad evangélica.



[1] Nelson, W. (1974), Diccionario Ilustrado de la Biblia, Editorial Caribe, pp. 277-280.