jueves, 17 de julio de 2025

Charla en Huachuccacca, Huanta

 Enséñanos a orar

La misa entera, la celebración de la Eucaristía, es una gran oración: súplica, alabanza. Dentro de este contexto se encuentran las preces, también llamadas peticiones u oración de los fieles.

Las peticiones de la Santa Misa, sabemos bien que se ubican litúrgicamente después del Evangelio o del Credo, cuando este se profesa en solemnidades o fiestas importantes. Estas preces no se hacen de cualquier manera ni se pide por cualquier cosa, aunque haya mucho por lo cual pedir. El Ordinario General del Misal Romano, que orienta la correcta celebración de la Eucaristía, establece que es necesario orar primero por la Iglesia. 

La Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo, presente en este mundo, guiado por los pastores, es decir, por la jerarquía. En primer lugar, se ora por el Romano Pontífice, el Papa. El actual papa es León XIV. Antes fue el Papa Francisco, el antecesor fue Benedicto XVI, y de este Juan Pablo II, Juan Pablo I, Pablo VI, Juan XXIII —patrono del movimiento que lleva su nombre— y así sucesivamente hasta llegar a san Pedro, el apóstol a quien Cristo confió las llaves de la Iglesia. 

En las preces de la Eucaristía, se nos indica orar en primer lugar por la Santa Iglesia, por su jerarquía, por el papa. León XIV tiene un vínculo especial con el Perú: fue misionero en Chiclayo y Chulucanas durante muchos años. Luego fue nombrado obispo de Chiclayo, siendo extranjero, y más tarde el Papa Francisco lo llevó a Roma, lo hizo cardenal y le confió varias funciones en la Curia Romana. Finalmente, fue elegido Papa el pasado 8 de mayo de 2025. 

Recordarán sus primeras palabras al dirigirse al mundo: deseó la paz, que cesen las guerras, habló de la paz de Cristo resucitado y mencionó con gratitud al Perú y a su diócesis de Chiclayo. Ese gesto es un regalo para esta tierra y para todos los peruanos. Que el papa haya vivido como misionero aquí, que haya conocido su cultura, sus tradiciones, sus trabajos, sus inquietudes, sus dificultades, habla mucho de la cercanía que ahora tiene con nosotros. 

El Papa Francisco, en su visita al Perú, dijo que esta es una tierra "ensantada", es decir, llena de santos, de testimonios de fe, de personas valiosas. Eso es precisamente lo que buscamos en cada encuentro de oración, de alabanza, de escucha: fortalecer esa fe viva. 

Después del papa, la jerarquía continúa con el obispo de nuestra arquidiócesis, monseñor Salvador Piñeiro. Les comparto que cuando llegué al Perú en noviembre de 2020, el primer sacerdote con quien conversé fue el padre Yoni. Por eso nos une una cercanía fraterna y me ha invitado a esta parroquia. A través de él conocí a monseñor Salvador Piñeiro. Al poco tiempo, fui a trabajar en un colegio católico ubicado en la avenida Arenales de Ayacucho, dentro de la parroquia Santa Rosa de Lima, junto al padre Braulio, quien dirige el colegio Discovery. Allí trabajé dos años como maestro de sexto grado de primaria. 

Estando recién llegado al Perú, conocí una nueva realidad: descubrí que existía un idioma que no era el castellano, sino el quechua. En Venezuela no se habla quechua, no llegaron los incas hasta allá, aunque sí lo hicieron al sur de Colombia. Descubrí la belleza de este idioma. Como ustedes escucharon anoche, lo primero que me propuse fue aprender el Padrenuestro, el Avemaría y el Gloria en quechua. Fue un gran esfuerzo, un verdadero sufrimiento al principio, porque aunque podía repetir las palabras, no comprendía del todo su significado. Sin embargo, con perseverancia memoricé las oraciones y comencé a rezar incluso el Rosario en quechua. Lo hice como un gesto de gratitud al Perú, como una forma de comprender su riqueza cultural. 

Hay muchos idiomas para comunicarnos con Dios, pero el más importante es el del amor. Ese no necesita traductor ni intérprete. En ese idioma todos nos entendemos. 

Tras esos dos años como docente, fui nombrado secretario de monseñor Salvador Piñeiro en la Curia Arzobispal, ubicada en el jirón 28 de Julio, junto al templo de la Compañía. Allí trabajé un año y medio, conociendo más de cerca la realidad de toda la arquidiócesis de Ayacucho, que va mucho más allá de la ciudad y la catedral. 

Durante la Semana Santa, visité la parroquia más al sur: Santiago Apóstol de Chipao y Cabana —a esta última le dicen Cabana Sur. También conocí Aucará, Huacaña y, al norte, Sivia, Llocheghua y Canayre. Todos pertenecen a esta extensa jurisdicción. 

Esa experiencia en la secretaría me permitió conocer los proyectos, dificultades y propuestas de muchas comunidades, pues todo pasa por ese espacio. Una oportunidad hermosa para conocer la realidad de esta iglesia ayacuchana. 

Decía esto en razón de la primera intención de la Eucaristía: oramos por la Santa Iglesia, por el papa León, agradeciendo el pontificado del fallecido papa Francisco, quien al asumir en 2013 acogió el llamado a ser una Iglesia de los pobres y para los pobres, una Iglesia en salida. 

Luego de orar por el papa y los obispos, pensamos también en los párrocos. En este caso, el padre Yoni Palomino Bolívar. Él es el párroco de esta jurisdicción, que por mucho tiempo no tuvo un sacerdote permanente. Venían seminaristas o misioneros por temporadas, pero no había una presencia fija. Ahora con el padre Yoni eso ha cambiado. Damos gracias a Dios porque la presencia del sacerdote garantiza los sacramentos: la confesión, la Eucaristía… Sabemos que el bautismo puede ser administrado en caso de peligro por cualquier fiel, pero la Eucaristía y el perdón sacramental solo el sacerdote los puede dar. 

Por eso, tener un sacerdote es una riqueza de parte de Dios para esta parroquia. La Eucaristía es fuente y culmen de la vida cristiana, de allí mana y se fortalece nuestra existencia. 

Y siguiendo la indicación de Jesús: “Rueguen al dueño de la mies que envíe trabajadores a sus campos”. Estos trabajadores no son solo sacerdotes, aunque ellos tengan un lugar prioritario. También somos nosotros, los laicos, quienes desde nuestro compromiso bautismal debemos ser operarios del Reino. 

Cada uno de nosotros es imagen viva de Dios, creados a su imagen y semejanza. Esa imagen debe reflejarse en nuestras actitudes: pescadores de hombres, como Jesús llamó a sus discípulos. 

Luego de orar por la Iglesia, se suele pedir por las naciones y sus gobernantes. El libro del Eclesiástico (cap. 10) dice que cada nación tiene el gobernante que merece o que Dios ha permitido. San Pablo también exhorta a respetar a la autoridad, porque esta ha sido puesta por Dios. Jesús, ante Pilato, dice: “Tú tienes autoridad porque te ha sido dada de lo alto”. 

Orar por los gobernantes no significa justificar sus errores, sino pedir que sean conscientes de su misión: gobernar con justicia y paz. Saber que su cargo es pasajero y que deberán rendir cuentas a Dios. 

La tercera petición suele ser por los pobres, los enfermos, los que sufren, los oprimidos o encarcelados. Les comparto que mientras trabajaba en Ayacucho, los fines de semana visitaba el penal de Yanamilla. Daba catequesis jueves y domingos. Allí conocí muchas realidades difíciles. Algunos internos aceptan sus errores; otros se consideran inocentes. Cada caso es distinto, pero quienes asistían a la capilla manifestaban una profunda sed de Dios. 

Yo pensé que iba al penal a llevar a Dios, pero allí me encontré con Él, presente en los rostros y las historias de los internos. Jesús fue pobre, estuvo preso… y sigue estando presente en los pobres y encarcelados. 

Cada vez que presido una liturgia, cuando no hay misa, suelo recordar que la generosidad de los cristianos es lo que manifiesta la misericordia de Dios. Podemos pedirle mucho al Señor, pero también debemos estar dispuestos a dar. 

Nuestra fe se demuestra con obras. Como dice Santiago: “La fe sin obras está muerta”. Un obispo decía que nuestra vida puede ser la única página del Evangelio que otros lleguen a leer. 

Hay una jaculatoria muy hermosa: “Señor, que quien me vea, te vea a ti”. Queremos ser reflejo auténtico de la gracia de Dios, pasar por el mundo haciendo el bien, como lo hizo Cristo. 

Finalmente, se pide por la paz en el mundo. Pensamos en conflictos como el de Rusia y Ucrania, o Israel y Palestina. Lugares sagrados donde ahora reina la destrucción. Jesús dijo: “Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios”. 

Ser cristianos es ser pacíficos. Como dice san Francisco de Asís: “Donde haya odio, que yo ponga amor. Donde haya guerra, que yo ponga paz”. 

El Reino de Dios es un reino de justicia y de paz. No una sin la otra. Y ese Reino ya se hace presente en la Iglesia. Por eso, en el bautismo somos ungidos como sacerdotes, profetas y reyes. 

Ser rey significa pertenecer al Reino de Dios. Y en la lógica del Evangelio, servir es reinar. Jesús lo dijo: “No he venido a ser servido, sino a servir”. 

En el aleluya cantamos: “Busca primero el Reino de Dios y su justicia, y lo demás vendrá por añadidura”. Esa es nuestra esperanza. 

San Agustín decía que un Padrenuestro bien rezado es una oración perfecta. En él pedimos muchas cosas, pero sobre todo decimos: “Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo”. 

Esa frase es entrega y confianza plena en Dios. Nuestra parroquia, el Sagrado Corazón de Jesús, nos recuerda eso con su jaculatoria: “En ti confío”. 

Solo quien confía plenamente en Dios puede vivir en paz. Dios no abandona a nadie. Si Él cuida de los lirios del campo y de los pájaros del cielo, ¡cuánto más a nosotros! 

Carlo Acutis decía: “La felicidad es mirar a Dios; la tristeza, apartar la mirada de Él”. 

Seamos almas de oración, de contemplación. Busquemos a Cristo, amémoslo en la Eucaristía, en los pobres, en los hermanos, en la creación. 

María Santísima es nuestro modelo. Ella supo decir: “Hágase en mí según tu palabra”. Esa debe ser nuestra oración diaria. 

Con María, a Jesús. Como decimos en Ayacucho con monseñor Piñeiro: “Con Cristo todo, sin Cristo nada. Con María todo, sin María nada”. 

Ella, madre de Dios, madre nuestra, nos presenta a su Hijo y nos conduce hacia Él. Su sonrisa es luz para nuestro camino. 

Seamos cristianos alegres, comprometidos, llamados a la santidad. Confiemos en la misericordia de Dios. Que Jesús y María obren en nosotros el milagro de la conversión, tarea de cada día.

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