domingo, 20 de julio de 2025

Laudes para fieles

Señor, abre mis labios 


Lectura breve.

2 Tm 2, 8.11-13

Haz memoria de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, nacido del linaje de David. Es doctrina segura: Si morimos con él, viviremos con él. Si perseveramos, reinaremos con él. Si lo negamos, también él nos negará. Si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo.

Palabra de Dios. — Te alabamos, Señor.

Hermanos y hermanas, en esta mañana de domingo, alzamos nuestro espíritu al Señor con el rezo de las Laudes, uniéndonos a la oración de la Iglesia, proclamando los salmos y meditando cada uno de sus versículos que elevan nuestra alma hacia Dios.

Hoy escuchamos esta lectura breve de san Pablo en su segunda carta a Timoteo, y en ella encontramos una gran invitación: la de permanecer fieles al Señor.

Una fidelidad que solo brota de un corazón que ha tenido un encuentro personal con Cristo.

Allí, ciertamente, podemos incluirnos todos nosotros: hemos conocido al Señor, lo reconocemos en nuestra vida por tantas obras, por tantos milagros que Él ha obrado en nosotros.

Y, al reconocer su presencia constante, al saber que siempre ha estado junto a nosotros, nace entonces en nuestro corazón la fidelidad, el amor por el Señor y la constancia.

San Pablo concluye esta lectura afirmando que Cristo no puede desmentirse a sí mismo. Él no puede revocar la promesa que ha hecho de quedarse con nosotros, de ser fiel, de ayudarnos.

Son muchos los pasajes de la Sagrada Escritura que, en la misma voz del Señor, nos garantizan que su presencia nunca se apartará de nosotros.

Recordemos aquellas palabras de Jesús:

“Donde dos o tres estén reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.”

Y esta es una gran verdad. Nosotros, los cristianos, especialmente cuando oramos con la Iglesia en las Laudes, en el templo, en comunidad cristiana, reconocemos que esta sentencia del Señor se cumple.

Aquí somos más de dos, más de tres; somos muchos. Por tanto, con mayor razón, la presencia de Cristo está en medio de nosotros. No solo espiritualmente —que sí lo está—, sino también sacramentalmente, como lo contemplamos expuesto en la custodia: el Santísimo Cuerpo de Jesús, que se entregó por nosotros y que contiene de manera real a Jesús, el Verbo hecho carne.

Por eso, hermanos y hermanas, la fidelidad que debemos al Señor es la justa respuesta por haber recibido tanto amor de su parte.

Sabemos que el amor se paga con amor, y si de Dios hemos recibido tantos bienes, es preciso que le retribuyamos con nuestra vida todo lo que hemos recibido.

Desde temprano, cada día, al levantarnos y dar gracias a Dios por el nuevo amanecer, nuestra vida debe convertirse en un compromiso por dar gloria a Dios, por devolverle —con nuestro testimonio y nuestra existencia— todo lo bueno que ha hecho en nosotros.

Si reconocemos con conciencia que Él habita en nosotros, allí hallamos la fuerza, la fortaleza para vivir el día en presencia de Dios.

De modo que, desde el amanecer hasta las últimas palabras y acciones de nuestro día al anochecer, todo se convierta en una gran oración a Dios: oración de alabanza, oración de acción de gracias.

Como también dice san Pablo:

“En Él vivimos, nos movemos y existimos.” Solo en Dios.

Por ello, queridos hermanos y hermanas, esta palabra que hoy hemos escuchado nos llega como un mensaje de esperanza, como un mensaje de optimismo.

No estamos solos: el Señor nos acompaña. Él es fiel a su palabra y nos invita a nosotros a seguirle con fidelidad todos los días de nuestra vida, en cada instante, aprovechando cada oportunidad para evangelizar, para ser apóstoles, para dar gloria al nombre del Señor reflejado en nuestra vida.

Que san Pablo apóstol interceda por nosotros y nos haga comprender, como él lo hizo, la llamada de Dios a ser apóstoles, discípulos y evangelizadores en todo momento.

Que así sea.

Aprovechando esta oración de la mañana, hemos rezado las Laudes, que forman parte de las siete alabanzas que la Iglesia dirige a Dios a lo largo del día. Existe un libro litúrgico llamado Liturgia de las Horas —también conocido como breviario— mediante el cual sacerdotes, religiosos y laicos podemos unirnos en una misma oración cotidiana, como lo son las Laudes.

Las Laudes que hoy hemos rezado aquí —los salmos, las antífonas, las peticiones, la lectura breve— también las ha rezado, por ejemplo, el papa en Roma; el padre Yoni, en privado, más temprano, antes de salir a celebrar la Eucaristía en el campo; y así también religiosas, religiosos y fieles laicos por todo el mundo se han unido a esta misma oración de la Iglesia. Esto es un gran don, un regalo que podemos darle a nuestra vida y a Dios: rezar todos los días las Laudes, las Vísperas… la oración de la Iglesia.

En distintas librerías católicas se encuentran pequeños libros llamados Liturgia de las Horas de los fieles, que podemos adquirir. Allí encontramos las oraciones de Laudes, Vísperas y Completas organizadas en un ciclo de cuatro semanas del salterio. Hoy, por ejemplo, estamos rezando el domingo de la cuarta semana del salterio. Así, poco a poco, vamos adquiriendo el hábito de dirigirnos a Dios cada mañana con los salmos.

San Agustín nos dice que Dios inspiró al salmista para alabarle, para pronunciar palabras que realmente fuesen agradables a Él. Por eso, lo que hemos escuchado y meditado en los salmos eleva nuestro espíritu a Dios. Son palabras que vienen de Dios y que han sido pronunciadas por hombres y mujeres de carne y hueso como nosotros, inspirados por el Espíritu.

¿Qué mejor manera, entonces, de orar cada día que con las mismas palabras que Dios ha inspirado? Los salmos, los cánticos, los fragmentos de la Sagrada Escritura contenidos en la Liturgia de las Horas nos conducen a la verdadera alabanza.

Queridos hermanos y hermanas, puede ser este un bonito propósito de nuestro encuentro en la parroquia San José de Secce: adquirir ese pequeño librito de la Liturgia de las Horas y aprender a rezar todos los días, si aún no lo hacemos, las Laudes por la mañana. Esto, junto a nuestra oración personal —tan genuina y tan íntima—, que nos ayuda a descubrir a Dios como Padre y a reconocer la presencia viva de su Hijo y del Espíritu Santo en nosotros.

Luego de esa oración personal, rezar las Laudes es una forma de unirnos a la oración de toda la Iglesia. Desde nuestra habitación, nuestra casa o nuestro trabajo, al orar la Liturgia de las Horas entramos en comunión con toda la Iglesia. Lo que hemos rezado hoy también lo han rezado el Papa, el padre Yoni, monseñor Salvador Piñeiro en Ayacucho, las religiosas, los religiosos y miles de laicos que conocen y valoran esta riqueza espiritual.

Esta es la verdadera comunión en la oración.

Sirva todo esto como una invitación y un pequeño compromiso para quien lo desee libremente: aprender a rezar con la Iglesia. Así nuestra oración se une a la de millones de católicos en todo el mundo. Sentimos entonces la fuerza que viene de Dios, tanto en nuestra oración personal como en la oración eclesial.

Todos, sin duda, ya tenemos el hábito de orar: al levantarnos, al mediodía, al acostarnos… damos gracias, pedimos fuerzas. Como decíamos en la reflexión anterior: toda nuestra vida puede y debe ser una constante oración a Dios.

Que los pensamientos que durante el día elevamos al Señor —de súplica, de alabanza, de gratitud— se unan a la oración de la Iglesia: a las Laudes, a las Vísperas, a las Completas. Para que seamos todos uno, como Jesús y el Padre, recordando aquella hermosa oración de Jesús en el evangelio de San Juan: "Padre, que todos sean uno."

Sabemos que la división viene del demonio. La Iglesia es una, santa, católica y apostólica, y esa unidad debe reflejarse también en nuestra oración: una misma voz, un mismo espíritu, elevándose cada día al Padre para agradecer, pedir y suplicar.

Esto, queridos hermanos, es un gran regalo. Si no lo conocíamos, ya lo conocemos. Y si ya lo practicamos, reforcémoslo, no lo dejemos. Así Dios habitará en nosotros siempre, en todo lugar. Sentiremos su presencia y seremos transmisores de su mensaje, como San Pablo, como María, como tantos santos que entregaron su vida a Cristo en la oración y en las obras.

Nuestra oración también debe movernos a actuar, a amar, a hacer visible ese Dios que habita en nosotros y que llena de gozo nuestra vida. Por eso estamos alegres. Por eso cantamos y alabamos. Por eso nos hemos reunido durante estos días en la parroquia: para dar gracias a Dios, para fortalecer nuestra fe.

Que María Santísima, nuestra buena Madre, nos acompañe en estos propósitos que hoy renovamos.

Muy temprano hoy hemos rezado el Santo Rosario. Esta también es una práctica arraigada en nuestra fe católica y que no debemos abandonar por ningún motivo. ¡El Rosario todos los días! Donde se reza el Rosario, nunca falta lo necesario, decimos con sabiduría popular. Y como decía San Juan Pablo II: "La familia que reza unida, permanece unida."

El Rosario es como una cadena que nos une al cielo, que nos une a María. A través de sus ojos contemplamos los principales misterios de la vida de Jesús: gozo, gloria, dolor, luz… todos ellos propuestos en los evangelios para meditar la gran obra que Dios ha realizado al encarnarse en Jesucristo.

Con el rezo pausado y consciente del Rosario, acompañamos a Jesús con los ojos y el corazón de María. Por eso, es importante no rezarlo con prisa. A veces recitamos el Padre Nuestro, el Ave María, el Gloria, como si estuviéramos apurados, casi como un trabalenguas. Pero eso no es orar.

Seguramente lo hemos notado incluso aquí, en nuestro encuentro. Rezamos rápido, sin pensar, como si tuviéramos que terminar antes que los demás. Pero al orar debemos pronunciar cada palabra con sentido, con devoción. Así se reza de verdad. Al detenernos a pensar en lo que decimos, conectamos mente y corazón. Oramos de manera real.

Rezar el Avemaría con conciencia nos lleva a reconocer que son palabras que vienen de Dios: las pronunció el arcángel Gabriel; las repitió Isabel, llena del Espíritu Santo, al reconocer en María la presencia viva del Señor. ¡Qué oración tan hermosa!

Que todo esto, hermanos y hermanas, nos sirva para afianzar nuestra fe. Y vamos a concluir esta oración de la mañana poniéndonos de pie, dirigiendo nuestra mirada al Señor y a María, su santísima Madre, que siempre nos acompaña y nos protege.

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