RUEGA POR NOSOTROS
Con motivo del día de la Virgen del Carmen quiero contarles algo muy personal, algo que marcó profundamente mi vida desde que era apenas un bebé. Mi mamá me lo ha contado con tanto amor y tanta fe, que siento como si yo mismo lo hubiese vivido conscientemente.
Mi bisabuela, a quien todos llamábamos con cariño nona Tomasa, era una mujer profundamente católica. Su vida giraba en torno a la fe y a la Iglesia. Frecuentaba la santa misa, rezaba el rosario, hablaba con Dios como quien conversa con un amigo íntimo. Para ella, presentar a los hijos al Santísimo era algo muy importante.
Cuando nacieron mis hermanas, Reyna y Thalía, fue nonita Tomasa quien le dijo a mi mamá: —Llévelas al Santísimo, presénteselas a Jesús en la iglesia. Y así lo hizo. Las llevó al templo del pueblo, bien arregladitas, y las ofreció al Señor con esa fe sencilla pero poderosa que caracteriza a los corazones creyentes.
Cuando nací yo, todo parecía marchar bien al principio. Pero al mes y medio, mi mamá empezó a notar algo extraño en mi mirada. —Hay algo en los ojitos de Pedro —le decía a nona—. No sé qué es, pero su mirada no es como la de los otros bebés.
Entonces nona le preguntó: —¿Y ya lo presentó? —No, todavía no —respondió mi mamá—. A las niñas sí las presenté al Santísimo, pero a Pedro no he tenido oportunidad.
Nona, con esa sabiduría sencilla y profunda, le dijo: —Entonces llévelo, pero esta vez presénteselo a la Santísima Virgen del Carmen.
La imagen de la Virgen del Carmen siempre ha estado en el templo, colocada a la izquierda de la capilla del Santísimo. Ahí, en ese lugar de honor, ha recibido durante años las súplicas y agradecimientos de muchas generaciones. Así que mi mamá me vistió con mucho cariño, me puso bien guapo, con todo y corbata, y me llevó a la iglesia de San Vicente Ferrer de La Playa.
Ella recuerda que, como la imagen de la Virgen está más elevada, me alzó en brazos para que la Virgencita me viera bien. En ese momento, ocurrió algo que todavía la emociona al recordarlo: al mirar a la Virgen, sintió que sus ojos eran reales, como si le hablaran, como si realmente la Madre de Dios nos estuviera mirando.
—Sentí que me miraba de verdad —dice—. Eran unos ojos vivos, unos ojos que daban paz, que me decían que todo estaría bien.
Ahí, en silencio, le encomendó mi salud visual a la Virgen del Carmen. Le pidió luz para saber qué médico buscar, qué tratamiento seguir, y sobre todo, le pidió fortaleza para acompañarme en ese camino. Y salió del templo con el corazón renovado, con una paz interior profunda, como si la Virgen misma le hubiese respondido.
Desde ese día, la devoción de mi familia por la Virgen del Carmen se volvió aún más especial, aunque sin grandes manifestaciones. Mi mamá, como lo hacía nona Tomasa, la invoca en los momentos de peligro, en los viajes, en cada situación difícil. Siempre dice que la Virgen del Carmen ha estado allí, acompañándola, protegiéndome, guiándonos a todos en nuestra familia.
Hoy, 16 de julio, día de la Virgen del Carmen, elevamos una oración especial a ella. Pensamos en la pequeña capillita de Tovar, en El Llano, donde tantas personas le rezan, donde los choferes le encomiendan sus caminos y donde las flores y los cirios encendidos adornan constantemente su altar con amor.
Esa fue mi presentación a la Virgen del Carmen. Mis hermanas fueron al Santísimo, pero a mí, por inspiración de nona Tomasa, me llevaron a ella. Nona, con más de noventa años, seguía ayudando en todo lo que podía. Tenía un amor especial por los varones —sin dejar de querer a las niñas, claro—, y siempre quiso estar presente en los momentos importantes.
Fue a finales de enero de 1996 cuando mi mamá me presentó a la Virgen del Carmen. Y desde entonces, su presencia no ha dejado de acompañarnos.
La devoción de mi bisabuela, nona Tomasa, a la Virgen del Carmen fue firme hasta el último instante de su vida. Ya enferma y agonizante, pidió ser acostada en el suelo para entregar su alma a Dios y partir en paz. En mi pueblo, este gesto de "pedir piso" es considerado una señal propia de los verdaderos devotos de la Virgen del Carmen. Yo estuve allí. Tenía apenas siete años cuando vi morir a mi bisabuela. Recuerdo cómo, con la mirada fija en el pequeño altar que había en una esquina de su habitación, se persignó con serenidad y dio su último suspiro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario