martes, 15 de julio de 2025

Cristianismo sí, marxismo no

Cristianismo sí, marxismo no

Paul Gauthier, en su libro precursor Los pobres, Jesús y la Iglesia, ofrece una lúcida clasificación de quienes considera los verdaderos pobres del mundo, comenzando —de manera irónica— con los ricos: “no deja de ser cierto que los ricos son ya en este mundo y más aún en el otro, los verdaderos pobres. La riqueza, hoy, sobre todo, no es en primer lugar oro, plata o cuenta corriente en el banco. Es más bien ciencia, técnica o poder político, situación administrativa, y también éxito en el cine.”[1]

La lista continúa con los analfabetos, cuya pobreza —dice— “es difícil que se la imagine aquel que sabe leer y escribir. Es una pobreza que alcanza el espíritu”[2]; los hambrientos, de quienes se pregunta: “¿cuál es la causa de esta hambre mundial? No es ciertamente la falta global de alimento terrestre para la humanidad, sino la distribución desigual, la explotación excesiva de la naturaleza por el hombre en ciertos puntos, y sobre todo la explotación del hombre por el hombre.”[3]

A estos añade los sin vestido y sin vivienda, los enfermos, los menospreciados, las mujeres y los niños, los trabajadores, y finalmente los “sin Dios y sin esperanza”, así como los moribundos y los difuntos. Al comentar estos últimos, Gauthier advierte: “la respuesta marxista no hace sino agravar el mal. Niega al hombre su valor de eternidad, lo encierra dentro de la colectividad considerada absoluta. Es preciso haber vivido mucho tiempo en el ambiente marxista para conocer la miseria del hombre sin Dios y sin esperanza.”[4]

De ahí que sostenga que es la Iglesia quien puede revelar al ser humano “su verdadero origen y su fin, su dignidad y su fortaleza, su salvación terrena y eterna”, mucho mejor que cualquier intento de solución propuesto por Marx.[5].

En este contexto de reflexión teológica y compromiso social, surgió la opción preferencial por los pobres, formulada en la Asamblea de Puebla y luego asumida por toda la Iglesia universal. La Santa Sede realizó entonces un discernimiento profundo sobre la Teología de la Liberación mediante dos documentos fundamentales. El primero, Libertatis nuntius (1984), cuestionó el uso del análisis marxista, la lucha de clases y el recurso a la violencia; el segundo, Libertatis conscientia (1986), reconoció la gravedad de la situación social y la nobleza de muchos de los impulsos que inspiraban el compromiso de los teólogos de la liberación.[6].

Cabe destacar que ninguno de estos teólogos considera que la asimilación de elementos del método marxista haya sido el factor determinante o el origen del compromiso liberador de los cristianos latinoamericanos, ni tampoco un componente innovador dentro de la metodología propia de la Teología de la Liberación.[7]

De modo que, para amar verdaderamente a los pobres y servirles mejor, no necesitamos a Marx, sino a Cristo mismo. La clave está en vivir más el Evangelio, en profundizar más en la oración, pero siempre con los pies en la tierra, los ojos bien abiertos a la realidad y el corazón dócil a la Iglesia, que nos muestra, en fidelidad al Señor, el camino seguro a seguir.

La Teología de la Liberación ha sido pionera en recordarle a la Iglesia su misión esencial: evangelizar al estilo de Cristo, con una clara y decidida preferencia por los pobres. Esta es una verdad fundamental: Cristo optó por los pobres al inaugurar el Reino de Dios en medio del mundo. Al leer en la sinagoga de su pueblo las palabras del profeta Isaías, reconoció en ellas el cumplimiento de la Escritura: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. El, me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor" (Lc 4, 18-19).

Una visión equilibrada y conciliadora de la Teología de la Liberación la ofrece el arzobispo de Ayacucho, quien, al ser consultado acerca de su percepción sobre esta corriente y su lectura de la realidad eclesial, respondió: “Veníamos del Concilio Vaticano II a esa experiencia de Medellín, que fue poner en práctica la lección del Concilio para esta América que pasaba momentos difíciles, gobiernos frágiles, reclamos, una sensibilidad social muy fuerte, la marginación, la pobreza, y cuánto nos ayudó en esa reflexión, la teología de la liberación, a pensar que los temas de Dios no son para los académicos, sino que esa reflexión religiosa tiene que llevarnos al actuar, a construir una sociedad de hermanos, donde reine la justicia para que haya paz. Conozco de cerca al padre Gustavo Gutiérrez, qué buen comunicador, un hombre de profunda vida cristiana, un sacerdote intachable. Cuando yo era vicario general de Lima él me avisaba: ´dile al señor cardenal que tengo este asunto, este viaje…´. Un hombre de obediencia y de amor a la Iglesia que mucho nos ayudó…”[8].

El marxismo constituye una forma de ateísmo radical, por lo que resulta incompatible con la visión cristiana. Para el pensamiento marxista, el mundo religioso no es una realidad genuina, sino una construcción ilusoria que sustituye a la verdadera realidad material. En esta perspectiva, no es Dios quien crea al hombre, sino el hombre quien crea a Dios.

Según el marxismo, la libertad y la felicidad hacia las cuales se orienta el ser humano no solo son posibles, sino alcanzables en esta vida terrenal. El hombre no busca una salvación eterna, sino una salvación temporal. Así, el comunismo, al igual que el antiguo Israel, concibe la plenitud de los tiempos y la era mesiánica como realidades que deben realizarse en la tierra mediante una profunda transformación de las condiciones presentes. No obstante, a diferencia del pensamiento religioso, el hombre marxista no espera su liberación de Dios ni de un enviado divino: él mismo se considera su propio mesías[9].

De este modo, marxismo, comunismo y ateísmo pueden entenderse como expresiones de una misma corriente filosófica que niega la existencia de una vida futura y la plenitud obrada por Dios en su creación. Sus ideales se centran en lo terrenal, y por ello la lucha de clases —pobres contra ricos— se presenta como el medio para alcanzar una “salvación” y una “liberación” humanas dentro de este mundo, a través de la eliminación de las desigualdades sociales.

El cristianismo, por su parte, reconoce su compromiso con la instauración del Reino de Dios en la tierra, entendido como un Reino de justicia y de paz, más que de bienes materiales, que también de ellos. Sin embargo, confía plenamente en que la salvación plena del hombre proviene de Dios y no de sus propias fuerzas. El ser humano, según la fe cristiana, está llamado a colaborar en la construcción de un mundo más justo, pero sabe que la redención definitiva solo puede provenir de la acción salvífica divina.

En este sentido, el verdadero pobre lo espera todo de Dios, y el auténtico cristiano reconoce que no es posible acabar con toda la pobreza del mundo. El Evangelio —la Buena Noticia— nos impulsa a la caridad, a la práctica concreta del amor a través de la limosna y la ayuda al necesitado.

El cristiano no puede vivir centrado en sí mismo ni reducir su fe a una relación individual con Dios, preocupándose únicamente por su vida espiritual, su alma o el premio del más allá. La fe auténtica debe traducirse en obras de amor, en gestos concretos hacia los demás.

El Evangelio que se proclama ha de conducirnos a la solidaridad con el pobre. Es cierto que no podemos erradicar por completo la pobreza del mundo, pero cada uno está llamado a hacer algo: a ofrecer su tiempo, sus bienes o su apoyo para aliviar el sufrimiento del hermano[10].



[2] p. 22.

[3] p. 25.

[4] p. 43.

[5] p. 45.

[7] TAMAYO-ACOSTA, J., (1989), Para comprender la Teología de la Liberación, Verbo Divino, p. 80.

[9] GIRARDI, J., (1970), Marxismo y cristianismo, Taurus, p. 69.

[10] FORTEA, J., (2020), Lázaro y los pobres, predicación consultada en https://www.youtube.com/watch?v=mQOIBxvc2-I

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