La lista
continúa con los analfabetos, cuya pobreza —dice— “es difícil que se la imagine
aquel que sabe leer y escribir. Es una pobreza que alcanza el espíritu”[2];
los hambrientos, de quienes se pregunta: “¿cuál es la causa de esta hambre
mundial? No es ciertamente la falta global de alimento terrestre para la
humanidad, sino la distribución desigual, la explotación excesiva de la
naturaleza por el hombre en ciertos puntos, y sobre todo la explotación del
hombre por el hombre.”[3]
A estos añade los sin vestido
y sin vivienda, los enfermos, los menospreciados, las mujeres y los niños, los
trabajadores, y finalmente los “sin Dios y sin esperanza”, así como los
moribundos y los difuntos. Al comentar estos últimos, Gauthier advierte: “la
respuesta marxista no hace sino agravar el mal. Niega al hombre su valor de
eternidad, lo encierra dentro de la colectividad considerada absoluta. Es
preciso haber vivido mucho tiempo en el ambiente marxista para conocer la
miseria del hombre sin Dios y sin esperanza.”[4]
De ahí
que sostenga que es la Iglesia quien puede revelar al ser humano “su verdadero
origen y su fin, su dignidad y su fortaleza, su salvación terrena y eterna”,
mucho mejor que cualquier intento de solución propuesto por Marx.[5].
En este
contexto de reflexión teológica y compromiso social, surgió la opción
preferencial por los pobres, formulada en la Asamblea de Puebla y luego asumida
por toda la Iglesia universal. La Santa Sede realizó entonces un discernimiento
profundo sobre la Teología de la Liberación mediante dos documentos
fundamentales. El primero, Libertatis nuntius (1984), cuestionó el uso
del análisis marxista, la lucha de clases y el recurso a la violencia; el
segundo, Libertatis conscientia (1986), reconoció la gravedad de la
situación social y la nobleza de muchos de los impulsos que inspiraban el
compromiso de los teólogos de la liberación.[6].
Cabe
destacar que ninguno de estos teólogos considera que la asimilación de
elementos del método marxista haya sido el factor determinante o el origen del
compromiso liberador de los cristianos latinoamericanos, ni tampoco un
componente innovador dentro de la metodología propia de la Teología de la
Liberación.[7]
De modo
que, para amar verdaderamente a los pobres y servirles mejor, no necesitamos a
Marx, sino a Cristo mismo. La clave está en vivir más el Evangelio, en
profundizar más en la oración, pero siempre con los pies en la tierra, los ojos
bien abiertos a la realidad y el corazón dócil a la Iglesia, que nos muestra,
en fidelidad al Señor, el camino seguro a seguir.
La
Teología de la Liberación ha sido pionera en recordarle a la Iglesia su misión
esencial: evangelizar al estilo de Cristo, con una clara y decidida preferencia
por los pobres. Esta es una verdad fundamental: Cristo optó por los pobres al
inaugurar el Reino de Dios en medio del mundo. Al leer en la sinagoga de su
pueblo las palabras del profeta Isaías, reconoció en ellas el cumplimiento de
la Escritura: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha
consagrado por la unción. El, me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres,
a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la
libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor" (Lc
4, 18-19).
Una
visión equilibrada y conciliadora de la Teología de la Liberación la ofrece el
arzobispo de Ayacucho, quien, al ser consultado acerca de su percepción sobre
esta corriente y su lectura de la realidad eclesial, respondió: “Veníamos del
Concilio Vaticano II a esa experiencia de Medellín, que fue poner en práctica
la lección del Concilio para esta América que pasaba momentos difíciles,
gobiernos frágiles, reclamos, una sensibilidad social muy fuerte, la
marginación, la pobreza, y cuánto nos ayudó en esa reflexión, la teología de la
liberación, a pensar que los temas de Dios no son para los académicos, sino que
esa reflexión religiosa tiene que llevarnos al actuar, a construir una sociedad
de hermanos, donde reine la justicia para que haya paz. Conozco de cerca al
padre Gustavo Gutiérrez, qué buen comunicador, un hombre de profunda vida
cristiana, un sacerdote intachable. Cuando yo era vicario general de Lima él me
avisaba: ´dile al señor cardenal que tengo este asunto, este viaje…´. Un hombre
de obediencia y de amor a la Iglesia que mucho nos ayudó…”[8].
El
marxismo constituye una forma de ateísmo radical, por lo que resulta
incompatible con la visión cristiana. Para el pensamiento marxista, el mundo
religioso no es una realidad genuina, sino una construcción ilusoria que
sustituye a la verdadera realidad material. En esta perspectiva, no es Dios
quien crea al hombre, sino el hombre quien crea a Dios.
Según el
marxismo, la libertad y la felicidad hacia las cuales se orienta el ser humano
no solo son posibles, sino alcanzables en esta vida terrenal. El hombre no
busca una salvación eterna, sino una salvación temporal. Así, el comunismo, al
igual que el antiguo Israel, concibe la plenitud de los tiempos y la era
mesiánica como realidades que deben realizarse en la tierra mediante una
profunda transformación de las condiciones presentes. No obstante, a diferencia
del pensamiento religioso, el hombre marxista no espera su liberación de Dios
ni de un enviado divino: él mismo se considera su propio mesías[9].
De este
modo, marxismo, comunismo y ateísmo pueden entenderse como expresiones de una
misma corriente filosófica que niega la existencia de una vida futura y la
plenitud obrada por Dios en su creación. Sus ideales se centran en lo terrenal,
y por ello la lucha de clases —pobres contra ricos— se presenta como el medio
para alcanzar una “salvación” y una “liberación” humanas dentro de este mundo,
a través de la eliminación de las desigualdades sociales.
El
cristianismo, por su parte, reconoce su compromiso con la instauración del
Reino de Dios en la tierra, entendido como un Reino de justicia y de paz, más
que de bienes materiales, que también de ellos. Sin embargo, confía plenamente
en que la salvación plena del hombre proviene de Dios y no de sus propias
fuerzas. El ser humano, según la fe cristiana, está llamado a colaborar en la
construcción de un mundo más justo, pero sabe que la redención definitiva solo
puede provenir de la acción salvífica divina.
En este
sentido, el verdadero pobre lo espera todo de Dios, y el auténtico cristiano
reconoce que no es posible acabar con toda la pobreza del mundo. El Evangelio
—la Buena Noticia— nos impulsa a la caridad, a la práctica concreta del amor a
través de la limosna y la ayuda al necesitado.
El
cristiano no puede vivir centrado en sí mismo ni reducir su fe a una relación
individual con Dios, preocupándose únicamente por su vida espiritual, su alma o
el premio del más allá. La fe auténtica debe traducirse en obras de amor, en
gestos concretos hacia los demás.
El
Evangelio que se proclama ha de conducirnos a la solidaridad con el pobre. Es
cierto que no podemos erradicar por completo la pobreza del mundo, pero cada
uno está llamado a hacer algo: a ofrecer su tiempo, sus bienes o su apoyo para
aliviar el sufrimiento del hermano[10].
[2] p. 22.
[3] p. 25.
[4] p. 43.
[5] p. 45.
[7]
TAMAYO-ACOSTA, J., (1989), Para comprender la Teología de la Liberación,
Verbo Divino, p. 80.
[8] PIÑEIRO, S, (2024), Un pastor con corazón de padre.
Rasgos biográficos, homilías y reflexiones al celebrar los 50 años de
ordenación sacerdotal, Arzobispado de Ayacucho, p. 65.
[9] GIRARDI, J.,
(1970), Marxismo y cristianismo, Taurus, p. 69.
[10] FORTEA, J., (2020), Lázaro y los pobres,
predicación consultada en https://www.youtube.com/watch?v=mQOIBxvc2-I

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