miércoles, 27 de agosto de 2025

Santa Mónica, ruega por nosotros

MADRE ORANTE

Así como a san Agustín de Hipona, también a mí Dios me ha concedido una madre que, con lágrimas y oración, ha velado incansablemente por mi perseverancia en la vocación. El libro del Eclesiástico advierte: «Si te has decidido a servir al Señor, prepárate para la prueba» (2,1). Y he comprendido este aforismo sapiencial con tanta claridad junto a mi “Mónica”, que ambos estamos convencidos de la verdad del justo Job: «Dios hiere y venda la herida» (5,18).

Santa Mónica sufrió, lloró y oró durante años por su hijo Agustín, pidiendo a Dios la gracia de verlo un auténtico cristiano católico. Mi madre, de modo semejante, ha sufrido y derramado lágrimas por mí, no tanto para que me convierta —que también lo necesito—, sino para que persevere y no abandone la vocación a la que Dios me ha llamado y la Iglesia me ha confirmado.

No puedo negarlo: en mis momentos más oscuros y en la depresión más profunda, siempre he contado con el respaldo, la compañía y la oración de mi madre. Ella ha estado ahí, preocupándose por todo lo que me acontecía, aconsejándome desde su modo de ver las cosas. Y aunque la verdad es que he seguido más mis convicciones que sus consejos, jamás me ha faltado su opinión, su respaldo y su comprensión.

Mi “Mónica” lo ha dejado todo por mí. Sus sacrificios han sido constantes y palpables: dejar la tierra natal para acompañarme en el exilio, quitarse el pan de la boca para dármelo a mí, y tantos otros gestos de amor que quedan en el silencio de mi corazón agradecido. Recuerdo las largas caminatas por el pueblo, las excursiones a la montaña para despejar la mente y alejarnos, aunque fuera un instante, de la desgracia que me golpeaba, que aunque muy mía, era en realidad de los dos, o al menos ella así también lo ha vivido. En realidad, eran momentos de refugio en el diálogo sincero y profundo, repasando lo vivido y planeando el futuro: plan A, plan B, plan C, todos pensados y compartidos entre mi madre y yo. Y en cuántas de estas conversaciones alguno de los dos introducía una idea que el otro ya había rumeado en su interior, evidenciando la conexión tan fuerte entre un hijo con su madre.

A Santa Mónica Dios le concedió finalmente la gracia de ver a su hijo convertido al cristianismo. Yo, humildemente, pido al Dios justo y misericordioso que también a mi madre le sea concedido verme revestido de Cristo, como un alter suyo en esta tierra. Por eso han sido tantas lágrimas y tantas oraciones de amor: las suyas y las mías, compartidas en este caminar donde hemos llorado juntos la injusticia sufrida, pero sobre todo el pecado cometido, reconocido, asumido y redimido.

Me parece providencial que en agosto —mes en que celebramos litúrgicamente a santa Mónica y cumpla años mi madre— se crucen nuestras historias. El paralelismo es evidente: si Dios ya me ha regalado una “Mónica” que me acompaña con lágrimas y oración, confío que también me dará, como a Agustín, la gracia de la verdadera conversión. Porque las lágrimas pasan, pero la oración de una madre permanece ante Dios.

sábado, 23 de agosto de 2025

Mons. Alexander Rivera Vielma, obispo de San Carlos, Cojedes, Venezuela

UN PASTOR HUMILDE Y PRUDENTE

Ya son dos los rectores que he tenido en el seminario a quienes han ordenado obispos. El primero fue monseñor Juan de Dios Peña Rojas, nombrado obispo de El Vigía–San Carlos del Zulia en julio de 2015. Ahora se trata de monseñor Alexander Rivera Vielma, quinto obispo de San Carlos.

A monseñor Alexander lo tuve como rector entre los años 2015 y 2018. Bajo su guía recibí la admisión a las sagradas órdenes del diaconado y presbiterado el 15 de julio de 2018. Puedo dar fe de que es un hombre recto, disciplinado y profundamente obediente y humilde. Su humildad es tan evidente que, en un primer momento, me sorprendió su aceptación del episcopado. Sin embargo, comprendí pronto que, así como la humildad lo define, también lo caracteriza una obediencia firme y sincera. De ahí se entiende que haya aceptado ceñir su cabeza con el peso de la mitra, no por ambición, sino por fidelidad al querer de Dios y de la Iglesia.

En su última etapa como rector —pues ya lo había sido antes— se mostró como un formador sereno y comprensivo, muy distinto a lo que se comentaba de sus primeros años en el Seminario San Buenaventura de Mérida, en el que fue muy rígido. Tenía la costumbre, cada domingo después de completas en la capilla, de hacer un resumen de la semana. Aprovechaba para dar indicaciones, correcciones oportunas y observaciones que llevaba anotadas cuidadosamente en su agenda, muchas veces expresadas con buen humor. Todos esperábamos ese momento, para enterarnos de los últimos acontecimientos de nuestra casa de formación.

Recuerdo una ocasión en que yo mismo fui objeto de una de sus correcciones. Una noche, mientras me conectaba de manera furtiva al wifi en el sótano del seminario para publicar un artículo en mi blog, apareció de improviso el padre Alexander. Me sorprendió enormemente y, tras preguntarme qué hacía allí en la oscuridad, solo me dijo en tono de reprensión: “Ay, Pedrito, Pedrito…”. Sin más, se fue. Sin embargo, el domingo siguiente relató la anécdota frente a todos, con un toque de humor, y fui objeto de las bromas de mis compañeros, que asumí con gracia.

Otra vez, en una reunión comunitaria, se nos reclamaba por el uso de un salón para la dirección espiritual que algunos seminaristas teníamos con un sacerdote del Opus Dei. Aunque noté que no era del todo de su agrado, me animé a intervenir recordando que se nos había dado libertad para elegir nuestro director espiritual, ya que la lista propuesta por el arzobispo incluía sacerdotes de diversas congregaciones y carismas. Tras escuchar mis razones, el padre Alexander no hizo comentarios, y se comprometió a facilitar la llave del salón todos los martes por la tarde. Desde entonces, fielmente, cada martes acudía a pedirle la llave en su oficina, siempre pulcra y ordenada.

Era un hombre sencillo y cercano. A veces, yo le solicitaba permiso para salir a comprar pan, al regresar de la calle compartíamos con él una taza de café con pan, especialmente cuando era café de La Azulita, su pueblo natal, lo cual aceptada gustosísimo. Se notaba cuánto lo disfrutaba, y al poco rato devolvía la taza ya lavada. En una ocasión me pidió que le ayudara a recargar el saldo de su teléfono; desde entonces tuve su número personal, algo que no todos tenían. Más adelante comenzó a enviarme por WhatsApp breves notas de voz con un fondo musical, en las que hacía una oración y compartía una reflexión sencilla sobre el Evangelio del día.

Sus homilías eran verdaderas joyas: siempre bien preparadas, breves, con frases concretas y llenas de imágenes que iluminaban la vida cotidiana, muy al estilo del papa Francisco. En una salida comunitaria a unas piscinas, tras dar algunas indicaciones, terminó diciendo con buen humor: “Prohibido pasarlo mal”, lo que nos arrancó risas y gratitud.

También fue un hombre de escucha. Recuerdo que acudí a él para contarle la situación con un compañero que me humillaba y había llegado incluso a confesarme que quería golpearme. El padre Alexander me escuchó con atención y me aseguró que hablaría con él. Al poco tiempo, noté un cambio radical: aquel seminarista dejó de molestarme e incluso comenzó a buscarme para charlar sobre filosofía y teología, muchas veces acompañados de un café en mi habitación.

De él aprendí también lecciones firmes. Una vez, llevado por rumores de mi parroquia, le comenté que un sacerdote interino se hacía acompañar por una señora en la casa cural, lo que provocaba habladurías en el pueblo. Él me escuchó y me respondió con claridad: “Pedro, no se deje llevar por la gente. Entre bomberos no nos pisamos la manguera”. Como corrección, me prohibió usar la sotana durante un tiempo.

Guardo recuerdos muy vivos: el 12 de diciembre de 2016, mientras rezaba el rosario de noche frente al Sagrario, sentí su presencia detrás. Al terminar, me dijo simplemente: “Pedro, ha fallecido monseñor Javier Echevarría, prelado del Opus Dei”, sabiendo mi cercanía espiritual con la Obra.

Una tarde, durante la cena, me pidió que ayudara a un sacerdote a preparar unas diapositivas sobre la encíclica Laudato si’ para un grupo de profesores universitarios. Acepté, sin saber que de esa colaboración surgirían serias dificultades que más adelante motivarían mi injusta salida del seminario, cuando ese sacerdote llegó a ser rector.

Sin embargo, aun después de que el padre Alexander dejara la rectoría para ser vicario general de la arquidiócesis y párroco universitario, lo seguí buscando. Me recibió en su oficina, escuchó mis inquietudes y trató de darme ánimo. Aunque se equivocó al confiar en la bondad del sacerdote que luego me haría tanto daño, yo no lo culpo: simplemente me escuchó y me dio el aliento que necesitaba.

Tras dejar el seminario continué escribiéndole por correo electrónico. Siempre me respondió con palabras de ánimo y fortaleza. La última vez fue para felicitarlo por su nombramiento episcopal, y recibí de él una respuesta agradecida: “Pedro. Agradecido por su saludo y felicitaciones, alegría porque va haciendo camino. En la formación todo el tiempo, ya en el sacerdocio toda una vida. Así que no hay que ir con prisa hermanito. Un abrazo.”

Tuve la gracia de seguir en vivo, a través de la transmisión por YouTube de su diócesis, la ordenación episcopal de monseñor Alexander hoy sábado 23 de agosto. Me conmovió profundamente la homilía del arzobispo de Mérida, ordenante principal, quien recordó con cariño la trayectoria del padre Alexander y le expresó que dejaba atrás las frías montañas merideñas para acrisolarse bajo el sol de los llanos venezolanos, invitándole a ser un evangelizador itinerante, como lo ha sido hasta ahora.

Uno de los momentos más emotivos fue cuando, ya revestido como obispo, con mitra y báculo, saludó con un tierno abrazo a su madre y a sus familiares presentes en la ceremonia. Esa escena me tocó el corazón, pues despertó en mí un anhelo muy personal: poder algún día replicar ese gesto con mi santa madre, quien ha sufrido y caminado conmigo en este largo itinerario vocacional.

Hoy, al recordar al ahora monseñor Alexander Rivera Vielma, quinto obispo de la diócesis de San Carlos (Cojedes, Venezuela), solo puedo desearle un fructífero episcopado. Que sea un pastor con olor a oveja, a ejemplo del papa Francisco, del papa Benedicto y de tantos santos pastores que entregaron su vida por sus ovejas.

El padre Martín Carbonell con monseñor Rivera Vielma



domingo, 10 de agosto de 2025

El padre Pernía, camino a los altares.

SANTO CURA DE BAILADORES

Este domingo 10 de agosto recibí una grata noticia: en la Arquidiócesis de Mérida se está considerando abrir la causa de beatificación del difunto padre Ramón Emilio Pernía Noguera. Este hecho me incumbe de manera muy especial, pues tuve el honor de recibir en donación la biblioteca completa de este sacerdote merideño. No solo conservo los libros que él leyó, sino también sus apuntes personales y un valioso conjunto de documentos manuscritos que constituyen su archivo personal. Todo este material será de gran utilidad para el futuro proceso, y, providencialmente, todo se encuentra bajo mi custodia.

La primera vez que vi al padre Pernía la tengo muy viva en la memoria: fue el miércoles de ceniza del año 2008, en el Santuario de Nuestra Señora de la Candelaria de Bailadores. Yo cursaba el primer año de bachillerato en el Liceo Bolivariano Dr. Gerónimo Maldonado y, por motivo del precepto religioso, todos los alumnos asistimos al templo para recibir la ceniza. A mi salón, guiado por algún profesor, se le pidió llevar flores al lugar donde se arreglaban los floreros, un espacio junto al templo que comunica con unas habitaciones situadas detrás del santuario.

Estando allí, vimos salir de una de esas habitaciones al padre Pernía: una figura muy delgada, vestido con pantalón gris, chaqueta negra y una boina que cubría su cabeza. En las manos llevaba algunos libros. Al pasar, lo saludamos con respeto, y él nos devolvió el saludo con igual cortesía. Salía, quizá, de la habitación donde guardaba sus libros o donde descansaba; no lo sé con certeza. Lo que sí recuerdo es que, para aquel entonces —principios de 2008—, el padre Pernía, ya anciano, residía en Bailadores, probablemente como sacerdote jubilado de 81 años de edad adscrito al Santuario de la Candelaria.

Ese fue mi primer encuentro con él: un instante sencillo, pero cargado de significado, que nunca olvidaré. Catorce años más tarde recibiría en donación todos sus libros, quizá incluso aquellos mismos que llevaba en sus manos aquel miércoles de ceniza de 2008. Del padre Pernía conservo no solo sus más de cinco mil volúmenes, sino también una de sus características boinas y la estola del ornamento con el que fue revestido para su sepultura. La boina reposa en mi casa de La Playa, en Mérida, Venezuela, mientras que la estola la guardo conmigo aquí, en el Perú. Mi biblioteca personal en Venezuela lleva su nombre, curiosamente desde mucho antes de que me sorprendieran con la donación completa de sus libros. Además, siempre llevo en mi billetera una fotografía tipo carnet del padre, que recibí de mi madrina Elda Pernía, la misma persona que me entregó la boina, la estola y esa pequeña imagen.

Hoy, al conocer la posible apertura de su causa de beatificación, siento que mi historia personal con el padre Pernía se entrelaza de forma providencial con la memoria viva de su ministerio. Custodiar sus libros y documentos ya era, de por sí, una responsabilidad valiosa; pero ahora se convierte en una misión que trasciende lo personal para ponerse al servicio de la Iglesia. Aquella imagen de un sacerdote humilde, de paso sereno y manos llenas de libros, cobra un nuevo sentido: la de un testigo de fe cuya herencia espiritual y cultural está llamada a iluminar el camino hacia su reconocimiento como beato.

Santo Cura de Bailadores, ruega por nosotros.

miércoles, 6 de agosto de 2025

Me dedicaron unos versos y respondo.

COPLAS CUSQUEÑAS

         En una ocasión anterior —al término de unas misiones en diciembre de 2019— me dedicaron una composición poética que también conservo publicada en este blog. Aquella vez fue un anciano de una comunidad lejana, con quien compartí intensamente durante mi servicio pastoral, quien tuvo ese gesto entrañable.

Pero esta vez es distinto. Quien me escribe es una joven teóloga cusqueña con la que forjé una valiosa amistad durante nuestros estudios de diplomatura en Teología en la PUCP. A lo largo de ese tiempo compartimos lecturas, reflexiones y búsquedas que enriquecieron nuestro camino. En un acto generoso y sorpresivo, ella me dedicó los siguientes versos. 

Querido, enternece el leerte,

tu letra enciende esperanza,

con fiel y devota semblanza,

brota el anhelo de verte.

 

Profeta de hondos caminos,

tu voz da luz al herido

y al pobre y el afligido

le ofreces tiernos destinos.

 

Frente a injusticias palpita

tu palabra decidida,

que en acciones bien tejida

despierta, sacude, agita.

 

Te escribo quizá cansada,

mas algo en mí te acompaña:

si el alma flaquea y daña,

la fe devuelve la andada.

 

Que su saber sea fuente,

que tu Teología encienda

una comunidad que entienda

que Dios sueña, y también siente.

 

         Recibir estas coplas ha sido un regalo inesperado. Más allá del halago, me conmueve la sensibilidad con la que están escritas, pues revelan no solo estima personal, sino una visión compartida de la fe como fuerza viva, encarnada y comunitaria. Gracias a quien escribió estas líneas, por recordarme que la amistad también puede expresarse con belleza poética… y con compromiso teológico.

         Ahora, le respondo de la siguiente manera:

Sorpresivo fue el leer

aquellos versos cusqueños

por eso ahora me empeño

en intentar responder.

 

Me alegro que hayas optado

por escribir de improvisto

sin embargo, como he visto,

tienes talento dorado.

 

Permítame, bella Flor,

expresar lo que he sentido

cuando tus versos he leído

y olido el perfume de honor.

 

Primero capté la esencia

de tus líneas allí plasmadas

que no escritas, sino bordadas,

como espiritual presencia.

 

Luego me sentí halagado

cuando me dijiste profeta

porque es la tarea concreta

del que se siente llamado.

 

Y a pobres y abandonados

pretendo, como has escrito,

ayudarles un poquito

en sus sueños no alcanzados.

 

Sobre todo, en comprender

que Jesús es quien libera

del pecado y lo que fuera

necesario desprender.

 

Porque solo Cristo basta

y una fe bien encarnada

en la lucha esperanzada

en que la vida se desgasta.

 

Por eso, Flor de María,

espero poder convencerte

de lo grande que fue leerte

para mí mayor valía.

 

Nunca echaré al olvido

tus versos y oraciones

aún menos en ocasiones

en que me sienta afligido.

 

Pues leerte será el remedio

que a mi alma traiga paz

duradera, no fugaz,

cuando en mi vida haya tedio.

 

Termina este último verso

y gracias, de nuevo te digo,

cuenta con un amigo

que a Dios de ti le converso.

lunes, 4 de agosto de 2025

Ha muerto Mons. Mario Moronta, obispo emérito de San Cristóbal

DEVOTO DEL CRISTO DEL ROSTRO SERENO DE LA GRITA

Con profunda tristeza recibí la noticia del fallecimiento de monseñor Mario del Valle Moronta Rodríguez, obispo emérito de San Cristóbal, ocurrido hoy 4 de agosto de 2025, a los 76 años de edad. Ayer, como de costumbre, lo había encomendado en mi rezo diario del santo rosario, donde incluyo a una lista de prelados venezolanos por quienes oro con devoción todos los días.

Tuve el privilegio de conocer personalmente a monseñor Moronta el miércoles 31 de julio de 2019. Días antes le había escrito por correo electrónico y por WhatsApp solicitándole una entrevista, y él, con su conocida generosidad pastoral, accedió gustosamente. Me respondió lo siguiente:

Mario Moronta [mvmr1949@gmail.com] Lunes, 29 de julio de 2019, 19:46. Saludos. Yo estoy en La Grita hasta el 7 de agosto. Si te queda fácil venir hasta el santuario nuevo, avísame qué día podría ser para cuadrar la entrevista.

+Mario Moronta

Ese mismo miércoles salimos muy temprano desde La Playa en el vehículo del señor Gerardo Jaimes (†), quien se ofreció generosamente a llevarnos a Carlos Vivas, a mi mamá y a mí. Solo debía encargarme de conseguir la gasolina, lo cual logré hablando con la persona encargada del registro y distribución de combustible en la Estación de Servicio El Dique. Gracias a su disposición, pude llenar completamente el tanque de uno de los camiones 350 del señor Gerardo, diciendo que el viaje sería hasta la ciudad de San Cristóbal.

En agradecimiento, mi mamá y yo preparamos una jarra grande de jugo de limón, bien dulce y con bastante hielo, que llevamos al personal de la estación como gesto de gratitud. En aquellos días de escasez, las colas para conseguir gasolina eran interminables y cualquier colaboración era un alivio.

Fuimos cuatro en el trayecto: Gerardo al volante, yo a su lado, y en el asiento trasero, Carlos Vivas y mi madre. Al llegar a La Grita, nos dirigimos directamente al nuevo santuario del Santo Cristo. Al entrar, informamos que teníamos una entrevista pautada con monseñor Moronta. Él nos esperaba y salió a recibirnos cordialmente.

Nos condujo hasta una pequeña sala de recibo, donde me recibió a solas para la entrevista. Escuchó con atención e interés las razones de mi solicitud. Fue sincero en sus respuestas: no ofreció falsas esperanzas respecto a lo que le pedía, pero el hecho de haber sido escuchado por él, en aquellos días de tanta turbulencia espiritual y humana, fue suficiente para traerme paz.

Días después, el 6 de agosto de 2019, tuve la dicha de escucharle predicar durante la solemnidad del Santo Cristo de La Grita, en ese mismo santuario, ante miles de devotos. Fue una homilía profundamente sentida y teológicamente bien fundamentada, como solía ser su estilo.

Después de aquel encuentro, no volví a verlo en persona, pero mantuvimos cierta comunicación por WhatsApp. Me enviaba con frecuencia los videos de sus reflexiones evangélicas, grabadas para la pastoral vocacional de su diócesis. A veces respondía brevemente a mis comentarios. En mi correo electrónico conservo su última entrega: su Mensaje de Cuaresma, enviado el sábado 20 de febrero de 2021 a las 17:29.

Lamentablemente, al abandonar Venezuela, perdí contacto con la mayoría de mis amistades en el país, incluido él. Aun así, supe de su renuncia como obispo residencial de San Cristóbal y del progresivo deterioro de su salud como obispo emérito.

Conservo varios de sus libros en mi biblioteca en Venezuela. Uno de ellos fue fundamental para la revisión y citación de una tesis sobre el sacerdocio ministerial católico, que ayudé a redactar a un compañero teólogo en el seminario de Mérida. Siempre admiré su agudeza intelectual, la profundidad de sus enseñanzas y la claridad de sus homilías, especialmente en las grandes solemnidades litúrgicas.

Recuerdo también su cercanía con el difunto presidente Hugo Chávez, quien llegó a decir públicamente que, en su opinión, monseñor Moronta era el único obispo venezolano que merecía la dignidad cardenalicia. Sin embargo, tras la muerte del mandatario, monseñor Moronta se convirtió en un firme crítico de las injusticias cometidas por su sucesor, como también lo hicieron los demás obispos del país.

Hoy, al recordar a monseñor Mario Moronta, doy gracias a Dios por su vida, por su ministerio y por su testimonio como pastor fiel, hombre de fe y servidor incansable del pueblo venezolano —en especial del Táchira— y de los devotos del Santo Cristo del Rostro Sereno de La Grita.

domingo, 3 de agosto de 2025

Décimas para mamá

Felices 57 años


No existe la buena prosa,

tampoco el mejor de los versos,

pero yo haré el esfuerzo

de cantar aquí mi glosa.

Pues la vida que se goza

completa una nueva vuelta,

y por cierto, anda suelta

con temple de juventud,

disfrutando a plenitud

la existencia bien resuelta. 


Día dichoso en memorar

el lejano tres de agosto,

en que, sin renta ni costo,

la luz vino a observar

de la Eva que naciera

cual deseada criatura,

muy libre, sin atadura,

en la casa más humilde,

poniéndole nombre con tilde:

la que Clara fue y muy pura. 


Tahís, mejor conocida,

de la unión de Pedro y Eva,

que Barillas Castillo lleva

apellidos en partida.

En esa La Playa querida

vino al mundo de los gochos,

por aquel sesenta y ocho,

en la casa de la nona,

la india Tomasa dona

su cafecito y bizcocho. 


Pedro Julio, padre honrado,

orgulloso de su pequeña,

en el trabajo se empeña,

de su negra enamorado.

Y con tres hijos logrados,

sus armamentos gestiona;

hombre al que el trago entona,

con amistades nutridas,

pero el cáncer cortó su vida

y pronto la casa abandona. 


Eva Angelina, singular,

fue el ejemplo concreto

de madre a tiempo completo,

forjadora del hogar,

que bien lo supo lograr

infundiendo el sentimiento

de bondad y lo correcto.

En generosa compañía,

la mano siempre daría,

siendo su apoyo perfecto. 


La mujercita creció,

y dejando ya los mocos,

se enamoró de un tal Coco,

a quien su amor entregó.

Tres criaturas le parió

en desigual providencia,

siendo muy dura la ausencia

del hombre que fue de su vida,

la experiencia más querida,

su martirio sin violencia. 


A sus hijos quiere igual,

aunque sea sospechoso

que solo el menor sea dichoso

de un trato particular.

Pero nadie ha de negar

que por los tres da la vida,

totalmente comprometida.

Y ahora, con sus dos nietos,

no es posible más secretos:

para ellos no hay medida. 


Mujer fuerte y luchadora,

con valor salió adelante,

y a sus tres hijos, no obstante,

crió con brega de mil horas.

Se hizo buena educadora

con gran éxito en los niños

del páramo de Mariño,

sobresaliendo en todo,

trabajando del mejor modo,

con alegría, fe y cariño. 


Hoy ya son cincuenta y siete,

pero parecen cuarenta.

No nos importa la cuenta:

la juventud la somete.

Y, como al tema compete,

toda resalta en belleza,

¡bendita naturaleza!

Que Dios le dé larga vida,

la bendición recibida

del trabajo sin pereza. 


Yo, como estoy sin plata,

solo puedo, en mi ruina,

escribirle con la rima

la historia que se relata.

Y en expresión buena y grata,

le regalo lo aquí escrito.

Que la quiero hasta el infinito,

por ser madre incondicional,

porque en el bien y en el mal

ha brindado amor gratuito.