sábado, 23 de agosto de 2025

Mons. Alexander Rivera Vielma, obispo de San Carlos, Cojedes, Venezuela

UN PASTOR HUMILDE Y PRUDENTE

Ya son dos los rectores que he tenido en el seminario a quienes han ordenado obispos. El primero fue monseñor Juan de Dios Peña Rojas, nombrado obispo de El Vigía–San Carlos del Zulia en julio de 2015. Ahora se trata de monseñor Alexander Rivera Vielma, quinto obispo de San Carlos.

A monseñor Alexander lo tuve como rector entre los años 2015 y 2018. Bajo su guía recibí la admisión a las sagradas órdenes del diaconado y presbiterado el 15 de julio de 2018. Puedo dar fe de que es un hombre recto, disciplinado y profundamente obediente y humilde. Su humildad es tan evidente que, en un primer momento, me sorprendió su aceptación del episcopado. Sin embargo, comprendí pronto que, así como la humildad lo define, también lo caracteriza una obediencia firme y sincera. De ahí se entiende que haya aceptado ceñir su cabeza con el peso de la mitra, no por ambición, sino por fidelidad al querer de Dios y de la Iglesia.

En su última etapa como rector —pues ya lo había sido antes— se mostró como un formador sereno y comprensivo, muy distinto a lo que se comentaba de sus primeros años en el Seminario San Buenaventura de Mérida, en el que fue muy rígido. Tenía la costumbre, cada domingo después de completas en la capilla, de hacer un resumen de la semana. Aprovechaba para dar indicaciones, correcciones oportunas y observaciones que llevaba anotadas cuidadosamente en su agenda, muchas veces expresadas con buen humor. Todos esperábamos ese momento, para enterarnos de los últimos acontecimientos de nuestra casa de formación.

Recuerdo una ocasión en que yo mismo fui objeto de una de sus correcciones. Una noche, mientras me conectaba de manera furtiva al wifi en el sótano del seminario para publicar un artículo en mi blog, apareció de improviso el padre Alexander. Me sorprendió enormemente y, tras preguntarme qué hacía allí en la oscuridad, solo me dijo en tono de reprensión: “Ay, Pedrito, Pedrito…”. Sin más, se fue. Sin embargo, el domingo siguiente relató la anécdota frente a todos, con un toque de humor, y fui objeto de las bromas de mis compañeros, que asumí con gracia.

Otra vez, en una reunión comunitaria, se nos reclamaba por el uso de un salón para la dirección espiritual que algunos seminaristas teníamos con un sacerdote del Opus Dei. Aunque noté que no era del todo de su agrado, me animé a intervenir recordando que se nos había dado libertad para elegir nuestro director espiritual, ya que la lista propuesta por el arzobispo incluía sacerdotes de diversas congregaciones y carismas. Tras escuchar mis razones, el padre Alexander no hizo comentarios, y se comprometió a facilitar la llave del salón todos los martes por la tarde. Desde entonces, fielmente, cada martes acudía a pedirle la llave en su oficina, siempre pulcra y ordenada.

Era un hombre sencillo y cercano. A veces, yo le solicitaba permiso para salir a comprar pan, al regresar de la calle compartíamos con él una taza de café con pan, especialmente cuando era café de La Azulita, su pueblo natal, lo cual aceptada gustosísimo. Se notaba cuánto lo disfrutaba, y al poco rato devolvía la taza ya lavada. En una ocasión me pidió que le ayudara a recargar el saldo de su teléfono; desde entonces tuve su número personal, algo que no todos tenían. Más adelante comenzó a enviarme por WhatsApp breves notas de voz con un fondo musical, en las que hacía una oración y compartía una reflexión sencilla sobre el Evangelio del día.

Sus homilías eran verdaderas joyas: siempre bien preparadas, breves, con frases concretas y llenas de imágenes que iluminaban la vida cotidiana, muy al estilo del papa Francisco. En una salida comunitaria a unas piscinas, tras dar algunas indicaciones, terminó diciendo con buen humor: “Prohibido pasarlo mal”, lo que nos arrancó risas y gratitud.

También fue un hombre de escucha. Recuerdo que acudí a él para contarle la situación con un compañero que me humillaba y había llegado incluso a confesarme que quería golpearme. El padre Alexander me escuchó con atención y me aseguró que hablaría con él. Al poco tiempo, noté un cambio radical: aquel seminarista dejó de molestarme e incluso comenzó a buscarme para charlar sobre filosofía y teología, muchas veces acompañados de un café en mi habitación.

De él aprendí también lecciones firmes. Una vez, llevado por rumores de mi parroquia, le comenté que un sacerdote interino se hacía acompañar por una señora en la casa cural, lo que provocaba habladurías en el pueblo. Él me escuchó y me respondió con claridad: “Pedro, no se deje llevar por la gente. Entre bomberos no nos pisamos la manguera”. Como corrección, me prohibió usar la sotana durante un tiempo.

Guardo recuerdos muy vivos: el 12 de diciembre de 2016, mientras rezaba el rosario de noche frente al Sagrario, sentí su presencia detrás. Al terminar, me dijo simplemente: “Pedro, ha fallecido monseñor Javier Echevarría, prelado del Opus Dei”, sabiendo mi cercanía espiritual con la Obra.

Una tarde, durante la cena, me pidió que ayudara a un sacerdote a preparar unas diapositivas sobre la encíclica Laudato si’ para un grupo de profesores universitarios. Acepté, sin saber que de esa colaboración surgirían serias dificultades que más adelante motivarían mi injusta salida del seminario, cuando ese sacerdote llegó a ser rector.

Sin embargo, aun después de que el padre Alexander dejara la rectoría para ser vicario general de la arquidiócesis y párroco universitario, lo seguí buscando. Me recibió en su oficina, escuchó mis inquietudes y trató de darme ánimo. Aunque se equivocó al confiar en la bondad del sacerdote que luego me haría tanto daño, yo no lo culpo: simplemente me escuchó y me dio el aliento que necesitaba.

Tras dejar el seminario continué escribiéndole por correo electrónico. Siempre me respondió con palabras de ánimo y fortaleza. La última vez fue para felicitarlo por su nombramiento episcopal, y recibí de él una respuesta agradecida: “Pedro. Agradecido por su saludo y felicitaciones, alegría porque va haciendo camino. En la formación todo el tiempo, ya en el sacerdocio toda una vida. Así que no hay que ir con prisa hermanito. Un abrazo.”

Tuve la gracia de seguir en vivo, a través de la transmisión por YouTube de su diócesis, la ordenación episcopal de monseñor Alexander hoy sábado 23 de agosto. Me conmovió profundamente la homilía del arzobispo de Mérida, ordenante principal, quien recordó con cariño la trayectoria del padre Alexander y le expresó que dejaba atrás las frías montañas merideñas para acrisolarse bajo el sol de los llanos venezolanos, invitándole a ser un evangelizador itinerante, como lo ha sido hasta ahora.

Uno de los momentos más emotivos fue cuando, ya revestido como obispo, con mitra y báculo, saludó con un tierno abrazo a su madre y a sus familiares presentes en la ceremonia. Esa escena me tocó el corazón, pues despertó en mí un anhelo muy personal: poder algún día replicar ese gesto con mi santa madre, quien ha sufrido y caminado conmigo en este largo itinerario vocacional.

Hoy, al recordar al ahora monseñor Alexander Rivera Vielma, quinto obispo de la diócesis de San Carlos (Cojedes, Venezuela), solo puedo desearle un fructífero episcopado. Que sea un pastor con olor a oveja, a ejemplo del papa Francisco, del papa Benedicto y de tantos santos pastores que entregaron su vida por sus ovejas.

El padre Martín Carbonell con monseñor Rivera Vielma



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