¡CULPABLE! ¡LIBRE!
Esta es la historia de dos hombres que habían sido buenos amigos
y compañeros en su juventud, pues desde niños asistieron al mismo colegio y
universidad. Luis y Diego, a pesar de que no vivían tan cerca, siempre se
encontraban en un punto específico para caminar juntos hasta el colegio, en el
que compartían aula y equipo de voleibol. Por las tardes regresaban contentos y
se desviaban del camino habitual para pasar por la tienda de helados. A Luis le
agradaban más los helados de coco, pero prefería pedir ambos del sabor favorito
de Diego: chocolate.
Pasaron los rápidos años de la infancia y adolescencia. La
amistad de este par se acrecentó cada día más. Compartieron alegrías,
cumpleaños, noches de campamento, viajes escolares, campeonatos deportivos,
siempre unidos y apoyándose mutuamente. En la Universidad local Luis logró
concretar su carrera, graduándose de abogado, para años más tarde, fungir como
juez en la ciudad donde ambos residían; por su parte Diego, que siempre fue menos
aventajado en los estudios, no quiso terminar su carrera universitaria, y
aunque tuvo trabajo, automóvil y casa primero que su amigo Luis, llevó una vida
de grandes aciertos y desaciertos.
Desde que Diego decidió abandonar sus estudios se separó de
Luis, creía que a éste ya no le agradaría su amistad, pues siempre habían
pensado casi igual y tenían por concretado que los estudios era la prioridad de
ambos. En una oportunidad, Luis fue a casa de Diego para conversar con él, estaba
dispuesto a ayudarle en sus estudios, ya que no le gustaba la idea de que los
dejara, pues esto afectaba la amistad y les alejaba. Luis valoraba la amistad
de su compañero, pero aquella visita no fue posible, pues Diego prefirió no
abrir la puerta, a pesar de que era evidente que se encontraba en casa: su
nuevo automóvil lucía esplendoroso frente a la entrada del domicilio.
Pasó mucho tiempo y un día como tantos despertó Luis muy
temprano y dirigiéndose a su lugar de trabajo recibió un fuerte impacto en el
parachoques trasero de su automóvil. Apagó el motor y decidió bajarse para ver
qué había pasado, pero en contados instantes se encontró sólo, observando la grave
abolladura; el descuidado conductor que le había chocado desapareció sin dejar
rastro, sin embargo, no se percató de que con el golpe había incrustado la
placa de su automóvil con la del automóvil de Luis, por lo que resultaba muy
sencillo dar con el fugitivo irresponsable.
Aquel día Luis se llevó una gran sorpresa. Después de varios
juicios durante la mañana, mientras tomaba café llegó a su oficina el nombre de
la persona que le había chocado, era Diego, su antiguo amigo, con quien tenía
años sin comunicarse, a pesar de que sabía dónde vivía y a qué se dedicaba. Los
trabajadores le informaron que Diego había sido citado esa misma tarde, fue así
como estos dos hombres se encontraron en un tribunal de justicia, el uno como
juez y el otro como reo.
El caso era evidente, Diego había sido un irrespetuoso
conductor, y aunque declaró que el motivo de su pequeña distracción al conducir
era por contestar una llamada telefónica, el hecho de haberse dado a la fuga le
quitaba toda posibilidad de salvarse de una decisión que le fuera hostil. El
juicio se llevó a cabo con todas las de la ley, Diego fue declarado culpable
por Luis. Dentro del tribunal, sólo Luis sabía quién era Diego, éste por su
parte no le había reconocido, pues estaba muy nervioso y no parecía cómodo con
aquella situación.
La condena aplicada a Diego fue la de pagar una multa por
los daños ocasionados al vehículo, siendo una cantidad considerable, pues se le
sumaba la fuga que había emprendido. Pero, tan pronto como Luis hubo
pronunciado la sentencia, se levantó de su sitial, se desvistió de su toga y,
bajando el estrado se puso junto al reo, pagó la multa por él y luego le dijo: “Diego, querido amigo, espero que vengas a
casa a cenar esta noche”.
En aquella sala todos quedaron mudos, hubo un breve silencio
hasta que fue interrumpido por un espontáneo estallido de aplausos,
comprendieron que se trataba de un amigo del juez y vieron emocionados cómo
aquellos dos se abrazaban y conversaban amenos mientras abandonaban el recinto
judicial. Esa noche Luis y Diego cenaron juntos y aprovecharon de festejar el
25 aniversario de la graduación de Luis como abogado.
Imaginemos la inmensa alegría de Luis al tener de nuevo a su
antiguo amigo, y la gratitud de Diego por aquel hecho sin precedentes. A partir
de ese momento Luis y Diego volvieron a ser como antes. Presentaron sus
familias el uno al otro y buscaban a menudo ocasión para compartir juntos. De
vez en cuando coincidían en aquella tienda de helados, que era atendida por el
mismo dueño, ya anciano.
Diego contó a más de uno su experiencia, buscó rectificar
sus negocios e inconvenientes pasados y con el apoyo de Luis logró concretar
nuevas y mejores oportunidades económicas, empezando por inaugurar un taller de
mecánica donde, al recibir uno que otro automóvil colisionado, recordaba lo que
una vez le había llevado al reencuentro con un gran amigo.
¿Tenía el juez Luis, en atención a su antigua amistad con
Diego, que invalidar la sentencia? No, él tenía que cumplir con su deber, ya
que debe hacerse justicia, debe obedecerse la ley del país, además de que tenía
una pulcra carrera destacada dentro de la legislación, y no podía faltar a los
principios que siempre había practicado con todos los casos que por sus manos
habían pasado. Este acto confirmó al juez como uno de los mejores de su época.
Lo mismo pasa con el pecador, o con todos nosotros que somos
pecadores. Dios, el Supremo y Único Juez, no puede dejar pasar el pecado. Dios
es Justo y Misericordioso a la vez, como lo fue Luis en esta historia. La ley
divina manifiesta que debe hacerse justicia y la sentencia debe ser
pronunciada, pero es Cristo mismo quien paga la deuda y el pecador es libre.
Lo único que tú y yo, pobres y culpables pecadores, tenemos
que hacer es confesar nuestras culpas y aceptar por fe lo que Cristo ha hecho
por nosotros. Él ha muerto por nuestros pecados, es decir, ha pagado la deuda
de todos, se ha inmolado por la humanidad, menesterosa actitud de nuestra parte
sería retribuirle con el mismo amor, obedeciendo sus mandatos y, cada vez que
tengamos oportunidad, siendo misericordiosos y justos con nuestros semejantes.
Recordemos ante cualquier injusticia que vivamos, aquellas
palabras del Padrenuestro, la oración por excelencia que nos enseñó el mismo
Jesús: “dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris” (Lc 6,12), que normalmente se
traduce como: “perdona nuestras ofensas,
como nosotros perdonamos a quienes nos ofenden”,
pero cuya traducción literal haría referencia a las deudas que debemos perdonar
a los deudores nuestros, pues debita
se traduce principalmente por deuda,
siendo más profundos y precisos, deuda en el sentido monetario. Perdonar, para
el cristiano, puede llegar fácilmente a acciones como la del juez Luis con su
amigo Diego.
Así como de seguro Diego, conmovido por el gesto de su
amigo, prometió ser más cuidadoso al manejar, de igual manera debemos hacer
nosotros, cuando recibamos el perdón divino de nuestros pecados, comprometernos
de corazón a nunca más volver a pecar, es decir, manejar con cuidado el
automóvil de nuestras vidas.
El gran jurista Ulpiano
dijo: “Iustitia est constans et perpetua
voluntas ius suum cuique tribuendi”, es decir, la justicia es la constante
y perpetua voluntad de dar a cada uno su derecho. Dios es el único y mejor
referente de justicia que el hombre puede conocer, porque es justo y
misericordioso.
“Porque tendrá un juicio sin misericordia
el que no tuvo misericordia; pero la misericordia se siente superior al juicio”.
(Santiago 2, 13)
P.A
García
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