viernes, 6 de agosto de 2021

La justicia humana y la divina

¡CULPABLE! ¡LIBRE!

Esta es la historia de dos hombres que habían sido buenos amigos y compañeros en su juventud, pues desde niños asistieron al mismo colegio y universidad. Luis y Diego, a pesar de que no vivían tan cerca, siempre se encontraban en un punto específico para caminar juntos hasta el colegio, en el que compartían aula y equipo de voleibol. Por las tardes regresaban contentos y se desviaban del camino habitual para pasar por la tienda de helados. A Luis le agradaban más los helados de coco, pero prefería pedir ambos del sabor favorito de Diego: chocolate.

Pasaron los rápidos años de la infancia y adolescencia. La amistad de este par se acrecentó cada día más. Compartieron alegrías, cumpleaños, noches de campamento, viajes escolares, campeonatos deportivos, siempre unidos y apoyándose mutuamente. En la Universidad local Luis logró concretar su carrera, graduándose de abogado, para años más tarde, fungir como juez en la ciudad donde ambos residían; por su parte Diego, que siempre fue menos aventajado en los estudios, no quiso terminar su carrera universitaria, y aunque tuvo trabajo, automóvil y casa primero que su amigo Luis, llevó una vida de grandes aciertos y desaciertos.

Desde que Diego decidió abandonar sus estudios se separó de Luis, creía que a éste ya no le agradaría su amistad, pues siempre habían pensado casi igual y tenían por concretado que los estudios era la prioridad de ambos. En una oportunidad, Luis fue a casa de Diego para conversar con él, estaba dispuesto a ayudarle en sus estudios, ya que no le gustaba la idea de que los dejara, pues esto afectaba la amistad y les alejaba. Luis valoraba la amistad de su compañero, pero aquella visita no fue posible, pues Diego prefirió no abrir la puerta, a pesar de que era evidente que se encontraba en casa: su nuevo automóvil lucía esplendoroso frente a la entrada del domicilio.

Pasó mucho tiempo y un día como tantos despertó Luis muy temprano y dirigiéndose a su lugar de trabajo recibió un fuerte impacto en el parachoques trasero de su automóvil. Apagó el motor y decidió bajarse para ver qué había pasado, pero en contados instantes se encontró sólo, observando la grave abolladura; el descuidado conductor que le había chocado desapareció sin dejar rastro, sin embargo, no se percató de que con el golpe había incrustado la placa de su automóvil con la del automóvil de Luis, por lo que resultaba muy sencillo dar con el fugitivo irresponsable.

Aquel día Luis se llevó una gran sorpresa. Después de varios juicios durante la mañana, mientras tomaba café llegó a su oficina el nombre de la persona que le había chocado, era Diego, su antiguo amigo, con quien tenía años sin comunicarse, a pesar de que sabía dónde vivía y a qué se dedicaba. Los trabajadores le informaron que Diego había sido citado esa misma tarde, fue así como estos dos hombres se encontraron en un tribunal de justicia, el uno como juez y el otro como reo.

El caso era evidente, Diego había sido un irrespetuoso conductor, y aunque declaró que el motivo de su pequeña distracción al conducir era por contestar una llamada telefónica, el hecho de haberse dado a la fuga le quitaba toda posibilidad de salvarse de una decisión que le fuera hostil. El juicio se llevó a cabo con todas las de la ley, Diego fue declarado culpable por Luis. Dentro del tribunal, sólo Luis sabía quién era Diego, éste por su parte no le había reconocido, pues estaba muy nervioso y no parecía cómodo con aquella situación.

La condena aplicada a Diego fue la de pagar una multa por los daños ocasionados al vehículo, siendo una cantidad considerable, pues se le sumaba la fuga que había emprendido. Pero, tan pronto como Luis hubo pronunciado la sentencia, se levantó de su sitial, se desvistió de su toga y, bajando el estrado se puso junto al reo, pagó la multa por él y luego le dijo: “Diego, querido amigo, espero que vengas a casa a cenar esta noche”.

En aquella sala todos quedaron mudos, hubo un breve silencio hasta que fue interrumpido por un espontáneo estallido de aplausos, comprendieron que se trataba de un amigo del juez y vieron emocionados cómo aquellos dos se abrazaban y conversaban amenos mientras abandonaban el recinto judicial. Esa noche Luis y Diego cenaron juntos y aprovecharon de festejar el 25 aniversario de la graduación de Luis como abogado.

Imaginemos la inmensa alegría de Luis al tener de nuevo a su antiguo amigo, y la gratitud de Diego por aquel hecho sin precedentes. A partir de ese momento Luis y Diego volvieron a ser como antes. Presentaron sus familias el uno al otro y buscaban a menudo ocasión para compartir juntos. De vez en cuando coincidían en aquella tienda de helados, que era atendida por el mismo dueño, ya anciano.

Diego contó a más de uno su experiencia, buscó rectificar sus negocios e inconvenientes pasados y con el apoyo de Luis logró concretar nuevas y mejores oportunidades económicas, empezando por inaugurar un taller de mecánica donde, al recibir uno que otro automóvil colisionado, recordaba lo que una vez le había llevado al reencuentro con un gran amigo.

¿Tenía el juez Luis, en atención a su antigua amistad con Diego, que invalidar la sentencia? No, él tenía que cumplir con su deber, ya que debe hacerse justicia, debe obedecerse la ley del país, además de que tenía una pulcra carrera destacada dentro de la legislación, y no podía faltar a los principios que siempre había practicado con todos los casos que por sus manos habían pasado. Este acto confirmó al juez como uno de los mejores de su época.

Lo mismo pasa con el pecador, o con todos nosotros que somos pecadores. Dios, el Supremo y Único Juez, no puede dejar pasar el pecado. Dios es Justo y Misericordioso a la vez, como lo fue Luis en esta historia. La ley divina manifiesta que debe hacerse justicia y la sentencia debe ser pronunciada, pero es Cristo mismo quien paga la deuda y el pecador es libre.

Lo único que tú y yo, pobres y culpables pecadores, tenemos que hacer es confesar nuestras culpas y aceptar por fe lo que Cristo ha hecho por nosotros. Él ha muerto por nuestros pecados, es decir, ha pagado la deuda de todos, se ha inmolado por la humanidad, menesterosa actitud de nuestra parte sería retribuirle con el mismo amor, obedeciendo sus mandatos y, cada vez que tengamos oportunidad, siendo misericordiosos y justos con nuestros semejantes.

Recordemos ante cualquier injusticia que vivamos, aquellas palabras del Padrenuestro, la oración por excelencia que nos enseñó el mismo Jesús: “dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris” (Lc 6,12), que normalmente se traduce como: “perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a quienes nos ofenden”, pero cuya traducción literal haría referencia a las deudas que debemos perdonar a los deudores nuestros, pues debita se traduce principalmente por deuda, siendo más profundos y precisos, deuda en el sentido monetario. Perdonar, para el cristiano, puede llegar fácilmente a acciones como la del juez Luis con su amigo Diego.

Así como de seguro Diego, conmovido por el gesto de su amigo, prometió ser más cuidadoso al manejar, de igual manera debemos hacer nosotros, cuando recibamos el perdón divino de nuestros pecados, comprometernos de corazón a nunca más volver a pecar, es decir, manejar con cuidado el automóvil de nuestras vidas.

El gran jurista Ulpiano dijo: “Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi”, es decir, la justicia es la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno su derecho. Dios es el único y mejor referente de justicia que el hombre puede conocer, porque es justo y misericordioso.

“Porque tendrá un juicio sin misericordia el que no tuvo misericordia; pero la misericordia se siente superior al juicio”.

(Santiago 2, 13)

P.A

García


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