“NONITA
EVA”
El
jueves 1 de noviembre de 2012 recibí una de las noticias más dolorosas en mi
vida. Era casi el mediodía, me encontraba muy normal en clases de inglés, en el
seminario menor de los Legionarios de Cristo, cuando el rector, P. Pernía se
asomó por una de las grandes ventanas del salón, me buscó con la mirada y pidió
al profesor que me dejara salir. Estando fuer me dijo que me esperaba una
llamada en la rectoría, él conversaba caminando con uno de los padres. Una corazonada
me advirtió que algo había pasado, aunque era común recibir llamadas de la familia
cuando no correspondía.
Cuando
llegué a la rectoría, estaba el teléfono personal del padre Pernía sobre el
escritorio, lo tomé y me lo acerqué al oído. Aló, -dije algo nervioso-. Del otro
lado escuché una voz quebrada, era la de mi mamá avisándome que mi querida abuela,
(nona Eva) había fallecido hacía un par de horas. Yo reaccioné de inmediato con
algunas palabras de ánimo, quedamos en que esa misma tarde iría a la casa para
participar del entierro… colgué la llamada y salí de la rectoría aturdido,
confundido, desorientado, solo, con un sentimiento de tristeza indescriptible.
Fuera
de la rectoría estaba el padre Pernía, cuando me vio no me dijo nada, solamente
señaló en dirección a la capilla y comprendí que debía ir a ese lugar. El corto
recorrido se me hizo infinito, no veía la hora de llegar a la capilla. Las piernas
me temblaban y recuerdo dar pasos agigantados. Dentro de la capilla no pude aguantar
más y empecé a llorar desconsoladamente. De rodillas frente al tabernáculo
recuerdo haber hecho una sincera oración de agradecimiento a Dios por la vida
de mi nona Eva, por su buen ejemplo y por todo lo que me quiso. Yo solo decía “gracias”.
No sé cuánto tiempo estuve rezando.
Al
salir de la capilla fui de nuevo a la rectoría, allí el padre Pernía me hizo
esperar unos minutos mientras llegaba el profesor de Castellano y Literatura,
quien se encargó de acompañarme a almorzar en el comedor de profesores, para
luego llevarme hasta el terminal de pasajeros de Mérida, donde me deseó buen
viaje y que por favor le informara cuando hubiese llegado a casa.
En
el viaje de dos horas desde la ciudad de Mérida hasta Tovar no recuerdo que
hice, no recuerdo en qué pensé, tal vez dormí un poco. En Tovar, para llegar más
rápido, tomé un taxi, pero este taxista aprovechó la carrera para hacer “un par
de diligencias”, por lo que demoré más de lo esperado en llegar a la casa en La
Playa.
Recuerdo
que cuando bajé del taxi, frente a la casa, saludé en primer lugar a los que
estaban en las rejas de la entrada, algunos conocidos. En el porche había gente
reunida, en la sala, con el féretro, estaban rezando un Rosario, por lo que no
entré de inmediato a ver el cuerpo sin vida. Pasé por la puerta de atrás,
porque primero quería saludar a mi mamá y a mis hermanas. Los recuerdos de esos
momentos son muy borrosos, tal vez por las lágrimas en los ojos, pues lo que
uno recuerda son imágenes concretas, las más impactantes, como el tráiler de
una película.
Dentro
de la casa saludé a la familia. Luego de unos minutos, fui acompañado por mis
hermanas a ver el ataúd en la sala, y ahí estaba mi querida nona. Esa imagen
nunca la olvidaré. Recuerdo ver en uno de sus dedos pulgares una pequeña curita
o adhesivo; resulta que la última vez que la vi con vida fue quince días antes,
cerca de su cumpleaños 67, cuando yo estaba de visita de fin de semana en la
casa y la acompañé a la clínica Roa en Tovar, para que le quitaran una uña que
tenía encarnada.
Luego
de unos momentos allí, todavía no oscurecía, salimos a recibir a mi tío
Vladimir, que estaba llegando de Caracas. Saludamos más personas. Yo aproveché
un momento para rezar un Rosario, ya había entrado la noche. Recuerdo también
cuando salimos a recibir a los Calatayud, una familia cercana con quienes
habíamos tenido algunas diferencias y por eso teníamos varios años sin tener
contacto, sin embargo, ellos vinieron, pues eran sobrinos de mi nona Eva.
Esa noche
del velorio dormidos poco, hablamos mucho y rezamos mucho también. La gente
entraba y salía de la casa. El tiempo se pasó en saludar a los conocidos y
conversar entre familia.
Al día
siguiente, 2 de noviembre, fue el entierro. Primero llevamos el féretro hasta
el Preescolar “Elio Castillo”, institución que había sido fundada por mi nona
Eva junto a un grupo de playenses. En el preescolar la recibieron con el sonido
del timbre, algo que me conmovió bastante y me hizo soltar algunas lágrimas. Había
también allí gran cantidad de personas. Se rezó un Rosario y se cantaron
algunas canciones. Recuerdo ver a familiares evangélicos participando de aquel
acto de piedad católico.
Al salir
del Preescolar nos dirigimos al templo parroquial San Vicente Ferrer de La
Playa. Allí estuvimos en la Misa Exequial presidida por el padre Jaime Duque. Yo
participé revestido en el altar. La homilía del padre Jaime fue muy sentida y
sus palabras propicias para todos nosotros. Él conocía muy bien a mi nona Eva y
pudo resaltar genéricamente su vida cristiana y caritativa. En el momento del
responso final que se canta, no pude aguantar el llanto.
Terminada
la misa subimos al cementerio, pasando por el frente de la casa. Entregué mi
alba a alguien para que la guardara y seguimos con el ataúd para el entierro. En
el cementerio una de mis hermanas se descompensó. Esa misma noche, fui a
Bailadores con mi tía Tania, a la ordenación sacerdotal del diácono Ramón Alberto
Parra Bustamante. Su ordenación diaconal en la catedral de Mérida fue a la
primera que asistí, al igual que su ordenación sacerdotal.
Regresé al
seminario de los Legionarios de Cristo el sábado 3 de noviembre, y esa misma
noche tuve un sueño bastante particular: me elevaba sobre la cama, hasta que mi
nariz tocó en techo, en ese momento caí de golpe a la cama y quedé inmóvil por
largo rato, sudé frío y me asusté.
P.A
García
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