HONOR A QUIEN
HONOR MERECE
Poco antes de las cinco de la mañana
comienzan sus rutinas. Es un día de trabajo, y lo primero por hacer es dejar
todo listo en casa, la comida de los hijos, tal vez asear un poco, en fin, lo
común de los quehaceres de un hogar. Con el tiempo milimétricamente
administrado y aún oscura la mañana, se encomiendan a Dios y salen a la calle
combatiendo el frío merideño, esperando que ese día no haya paro de transporte,
y rogando a Dios no ser víctimas de la delincuencia que acecha la ciudad. Si
tienen suerte toman el autobús. Más de una vez les ha tocado caminar grandes
distancias. ¿Pero, para qué? Para estar aquí, para llegar puntuales a la
Portería del Seminario Arquidiocesano de Mérida, donde les espera un
seminarista, que entre dormido y despierto les abre la puerta, y tal vez les da
la bienvenida. Cuando el seminarista se queda dormido no dudan en tocar el
timbre, pues la responsabilidad que tienen les exige puntualidad.
Entran con todas las ganas del mundo a
trabajar, para ganarse el sueldo que de seguro no les alcanza para nada, no por
lo poco, sino por la misma situación del país. Dejan sus bolsos en el locker
correspondiente, registran sus huellas dactilares en el aparato que todas las
mañanas les dice lo mismo: “identificación
exitosa” y se disponen a trabajar. Las arepas ya están sobre las mesas de
aluminio, una enciende las hornillas, una a una las gira y gradúa para que no caliente
mucho la plancha y así evitar que se quemen las arepas, otra se dirige a la
lavandería, donde termina de doblar las prendas del día anterior y de inmediato
echa en la lavadora las de ese día. Otra toma el queso y lo raya, luego lo
distribuye entre las bandejas, ya saben de memoria cómo hacerlo, ocho bandejas
para el mayor, una para los padres, cuatro para el menor, y las del personal.
Cada una tiene su oficio, y lo hacen a la perfección. A las 7:30 de la mañana
llegan los seminaristas al comedor, y ahí tienen en sus mesas las arepas, el
queso y el café, todo listo para desayunar.
Muchas
veces comen sin acordarse de los que han preparado esos alimentos, dan gracias
a Dios por la comida, por los bienhechores, pero no se acuerdan de agradecer a los
que tuvieron que madrugar, dejar sus casas y sus familias por venir a
prepararla. Sin embargo, ellas nunca se cansan de trabajar, todos los días, de
lunes a viernes, hacen su oficio con el amor que sólo las mujeres, en especial
las madres pueden transmitir. Siempre tienen una sonrisa en sus rostros,
siempre responden el saludo de los buenos días con amabilidad y mucho respeto,
el respeto que muchas veces se les falta cuando dejamos el comedor y la cocina hecho un desastre. Cada una de ellas es especial, cada una pasa por una realidad
diferente, un familiar enfermo, unos hijos que cuidar, ser cabeza de familia, etcétera,
pero esas dificultades de la vida no son obstáculo para dejar de cumplir con el
deber, no son impedimento para dejar de hacer las cosas con amor.
Por eso, llegado ya el final de este año
académico, queremos agradecer, en un acto de justicia, el valiosísimo trabajo
de estas bellas personas, el esfuerzo y dedicación de estas damas, que pueden
ser nuestras madres, que con sus sagradas manos nos bendicen la vida con la
preparación de los alimentos. Queremos bendecir a Dios por estos hombres y mujeres
que no son empleados de esta institución, sino que son realmente parte fundamental
de esta familia que se llama Seminario San Buenaventura. Honor a quien honor
merece. Ahora, en nombre del Equipo Formador y de los Seminaristas del
Seminario Mayor y Menor, con mucho cariño les entregamos este pequeño detalle y
les brindamos un fuerte y merecido aplauso.
P.A
García
No hay comentarios:
Publicar un comentario