viernes, 12 de febrero de 2021

La anciana de la última casa: historia real y misteriosa

UN CAFÉ ESPIRITUAL

        La mayoría de las personas hemos vivido experiencias inexplicables, un tanto paranormales, que son fáciles de contar, pero difíciles de comprender. Yo tengo una historia que puede parecerles interesante o algo misteriosa, me sucedió estando de misiones, la he titulado: la anciana de la última casa, ya verán por qué.

         Ir de misiones es un acontecimiento de lo más normal en la vida de un seminarista o sacerdote, también de laicos y religiosos, en fin, de cualquiera que esté dispuesto a abandonar sus comodidades para salir a predicar la Palabra de Dios. Las misiones nos exponen a realidades nuevas, a aventuras con resultados gratificantes, pero sobre todo, nos ubican en lugares y con personas desconocidas, la mayoría de las veces con costumbres, gastronomía y -en particulares ocasiones- con idiomas distintos a los nuestros.

         Este relato debe ubicarse en los pueblos del sur del estado Mérida, Venezuela, una zona particularmente católica y de prácticas muy acogedoras para con el visitante, sin importar nacionalidad, raza o religión. De manera enfática los misioneros son acogidos como divinidades, podríamos recordar, para ilustrarnos un poco, la escena en la que Pablo y Bernabé son recibidos como dioses y casi sacrifican toros en su honor (Hechos 14, 1-18).

         Mi relato versa así. Era Jueves Santo y aquella Semana Mayor, como muchas otras, había transcurrido con apenas dos tardes asoleadas, pues la mayor parte del tiempo pasó con fuertes lluvias, las mismas que me impedían salir a visitar los hogares, a pesar de ser ésta una de las principales ocupaciones de un misionero: salir al encuentro de las personas en sus propios quehaceres ordinarios. Es una lógica de retribución, pues se dice que si el seminarista va a los hogares, entonces las personas quedan comprometidas a ir a la capilla para las actividades religiosas. Esto en la práctica no siempre es así.

         Aquel Jueves Santo, por la tarde, parecía ser la tercera vez que el sol calentaría mis espaldas al salir a caminar los sectores de la comunidad donde estaba misionando. Las veces anteriores había evangelizado los hogares en compañía de lugareños, quienes me iban orientando por los desconocidos caminos y callejones para llegar a las típicas casas de estilo colonial, levantadas en medio de camburales y conucos cultivados con decoro perfeccionista, y resguardadas por enormes perros que, una vez realizado el primer olfateo de rigor, se convertían en los mejores receptores del mensaje evangélico.

         La tarde del Jueves Santo no tuve compañía. Por un lado, los adultos se fueron a sus casas a preparar los siete potajes, una costumbre culinaria donde se come lo de una semana en un solo día, mientras que por otra parte, los niños se habían reunido con una encargada que les recordaba lo que debían escenificar en la capilla, cuando llegara la noche y la feligresía se reuniera para conmemorar la Última Cena del Señor, actividad que atrae a fieles y curiosos.

         Yo, por mi parte, después de rezar la Hora Nona, hacia las 3:00 p.m., decidí visitar un sector de la comunidad que parecía ser bastante fácil de recorrer, pues contaba con un solo camino de tierra, el cual debía transitar de ida y vuelta, sin aparentes complicaciones. Las indicaciones de los lugareños fueron muy claras; por ese sector solamente conseguiría siete casas habitadas, pero había una al final en la que no me debía molestar por visitar, pues no era ocupada desde hacía varios años. En total eran ocho domicilios, pero la última no importaba, pues no vivía nadie allí. Saqué siete estampas a entregar, pero algo me animó a completar las ocho, de seguro la iba a necesitar.

          Agradecido con Dios por el radiante sol, emprendí la caminata con mi sombrilla en la mano para cubrirme de los penetrantes rayos solares que, con mucha facilidad se encarnan en las abundantes telas negras de las que están hechas las sotanas de los seminaristas, ruborizándolas a una temperatura casi de fiebre: la fiebre de la sotana. En un día asoleado como éste la sombrilla servía para cubrirme del sol, pero si el tiempo daba un repentino vuelco, la sombrilla cambiaba de nombre y pasaba a ser un fenomenal paraguas, eficaz sólo para evitar que el agua mojara mi rostro, pues el resto del cuerpo nunca lograba ser cubierto, y menos cuando la lluvia caía en dirección casi horizontal, empujada por los vientos de los andes venezolanos.

         Esa tarde no llovió. El sol me acompañó solidariamente hasta presenciar su ocaso. En cada hogar visitado hacía lo de costumbre: llegar, saludar amablemente, presentarme, conversar brevemente con la familia, hacerles la invitación a las actividades en la capilla, entregarles una estampita de San Josemaría y finalmente hacer la oración de bendición del hogar. Nunca salía de una casa sin antes haber recibido algún refrigerio que era naturalmente ofrecido por los anfitriones. Aquella tarde preguntaba -ya para despedirme- cuántas casas me faltaban por visitar, a lo que todos me respondían la cantidad exacta, cinco, cuatro, tres, dos, una, mencionando siempre que en la última edificación no conseguiría a nadie.

         Desde la primera visita hasta la séptima tardé exactamente dos horas y cuarenta y cinco minutos. En la séptima casa me despedí a las 5:45 pm, pensando regresar de inmediato a la capilla de la comunidad. Sin embargo, tuve la curiosidad de observar la continuación del camino de tierra, que efectivamente culminaba con una vivienda colonial. Miré detenidamente y me di cuenta que un tubo sobresalía del techo y humeaba intensamente. Sin manifestar mi deseo a los que había dejado atrás, decidí ir a aquella casa, pero como parecía distante, saqué el Rosario de mi bolsillo y aproveché los quince minutos de caminata para rezarlo, mientras disfrutaba del paisaje montañoso. Algo me llamaba desde esa casa, alguien me necesitaba allí. No dudé ni un segundo en caminar en esa dirección.

         A las 6:00 p.m. ya estaba en la puerta de la casa. Aquel lugar era como tantos otros de la zona, paredes de tierra pisada, techo de tejas artesanales, un porche amplio que parecía no haber sido barrido en décadas y una puerta de dos ojales. El jardín frente al porche no presentaba más que unas viejas plantas de sábila, que se habían extendido como plaga por los alrededores de la casa. La puerta principal estaba abierta, efectivamente el fogón de la cocina parecía estar encendido. Primero llamé desde afuera, gritando varias veces, pero como nadie contestaba decidí tocar la puerta con una piedra, nadie salió, nadie contestó. Por un momento pensé que había alguien adentro, pero que no se había percatado de mi presencia. La caminata de 15 minutos me había agotado un poco, por eso no dudé en sentarme un instante en una banca de madera que estaba junto a la puerta. En aquella casa no habían animales: ni gallinas, ni vacas, ni perros, cosa muy justa si es que realmente no era habitada por nadie.

         Luego de un breve descanso, oí ruidos como de cocina, una olla era puesta sobre una mesa y casi al instante el aroma del café recién colado llegó a mí. Decidí ingresar, seguro de que alguien estaba adentro. La casa en su interior era principiada por una gran sala, sin muebles, sin nada más que una mesa pequeña en una esquina. Luego de cruzar la segunda puerta me encontré en un patio central, gobernado por un gran árbol de aguacate, del que parecía que nadie tomaba sus productos, pues en el suelo, entre las hojas, estaban los frutos ya podridos. Hacia la izquierda dos puertas más, de lo que parecían dos habitaciones, y hacia la derecha, una puerta abierta desde donde efectivamente salía el penetrante olor a café.

         Sin dar otro paso dentro de la casa, volví a llamar, seguro de que alguien me contestaría, pero no fue así. Caminé en dirección a la cocina, donde era todo muy oscuro, pues no tenía ventanas, el ambiente estaba un poco borroso por el humo del fogón encendido. Desde la puerta, y asomado con un poco de prudencia, vi a una anciana que tomaba café de pie, junto al fogón. Al verla volví a hablar, dando las buenas tardes y disculpándome por entrar sin permiso. No recibí respuesta, pero de inmediato aquella anciana dejó su pocillo de peltre junto a la mesa y encontró otro parecido, sirvió un poco de café y me lo acercó, sin decir nada. Como había dejado el café sobre el extremo de la mesa donde yo me encontraba, decidí sentarme para beberlo en su misteriosa compañía. El café era de los mejores.

         Aquella anciana era de estatura muy baja, llevaba encima una ropa un poco deteriorada, su cabello era blanco y caía en dos clinejas sobre sus hombros. En su cabeza un sombrero. El rostro casi no se le notaba, pues estaba bastante encorvada. Tomé mi café sentado junto a la mesa, ella volvió a su lugar inicial, donde también bebía café. Formé mi conversa como de costumbre, pero nunca recibí respuesta de la anciana, ella solamente tomaba su café observando encorvada el pocillo de peltre. Yo conversé y conversé en evidente monotonía, el parlamento se me había agotado.

         Terminado el café y la conversación compuesta por un elocuente emisor pero con un mudo receptor, saqué de mi bolsillo la última estampa que tenía, se la ofrecí, pero de inmediato decidí dejarla sobre la mesa, pues estaba seguro de que la tímida señora no se acercaría para tomarla de mi mano. Antes de partir, le invité a hacer la oración final, noté que la anciana se quitó el sombrero, lo que entendí como una señal de aprobación. No le pude ver el rostro, pues de inmediato cerré mis ojos y recité un padrenuestro, un avemaría y el gloria, y antes de culminar las oraciones con la señal de la cruz, casi espontáneamente pronuncié las palabras por el eterno descanso de los fieles difuntos. Abrí mis ojos, y estaba sólo, en la cocina, con el fogón encendido y los pocillos recogidos al lado de la olla con un asiento de borra de café. No tuve miedo, no supe qué pensar.

         Qué curioso, la anciana me había dejado solo en su cocina, rezando con los ojos cerrados. Confundido por lo ocurrido decidí salir del fogón para ver si la veía en otro ambiente de la casa, pero como tampoco era muy grande aquella morada, me di cuenta de que estaba nuevamente solo. Sin pensarlo dos veces y ya casi oscureciendo emprendí el viaje de regreso, que me tomó aproximadamente una hora. Al llegar a la capilla uno de los encargados me preguntó sobre la jornada de la tarde. Le conté con detalle lo de la última casa. En principio estaban seguros de que yo me equivocaba, tal vez me confundí de camino y llegué a otro sector, pero una vez que entramos en detalles sobre la casa y la anciana que me había recibido, se dieron cuenta de que todo eso era muy extraño y no salían de su asombro.

         En resumidas cuentas, aparentemente en esa última vivienda que yo visité había existido hace algunos años atrás una mujer que murió de avanzada edad, sin hijos y sin esposo. Había trabajado sus tierras ella misma y jamás se le conoció enamorado o pariente que la visitara. La mujer era muy amable con sus vecinos, aunque un poco tímida, sin embargo, en sus comercios de café nadie la engañaba y sabía ella misma solventar sus necesidades. Enfermó en su vejez y murió sola en esa casa, donde fue encontrada para ser sepultada cristianamente en el cementerio más cercano, sin dolientes.

         Mi anécdota corrió velozmente entre los asistentes de aquella noche santa. Al día siguiente me preguntaban datos sobre lo ocurrido y yo naturalmente les volvía a contar con detalles, tal como lo relato aquí. Para algunos todo era una confusión, estaban convencidos de que me había desviado del camino, llegando a otra casa donde sí se sabía que vivía una anciana, pero mi descripción de la mujer no coincidía con nadie más que con doña Ana, como la recordaban los más viejos de la comunidad, los que la habían conocido.

         Un tiempo después de esto, le di vueltas al asunto y llegué a una posible conclusión, inequívoca para mí. Definitivamente había bebido un delicioso café espiritual. Desde la séptima casa sentí el deseo de visitar esa última. La anciana nunca me respondió, porque en vida fue muy tímida, solamente me ofreció lo mejor que tenía, lo que hizo durante toda la vida, su producción de café. Después de mi oración por el eterno descanso de los difuntos ella desapareció, tal vez conseguía así la súplica definitiva para descansar en la paz del Señor. No me queda duda, la oración abre el cielo.

P.A

García

No hay comentarios:

Publicar un comentario