domingo, 10 de diciembre de 2017

Homilía del Domingo XVII T.O. Ciclo “A”. (Para Misa de Exequias)


PREDICACIÓN MISA DE EXEQUIAS
(Mateo 13, 44-52)

Queridos hermanos. Familiares, amigos y conocidos de nuestro hermano difunto. Buenos días. El ser humano es un cúmulo de sentimientos, muchas veces estos se presentan de manera antagónica, como en el día de hoy, ya que nos embarga una tristeza por el fallecimiento de quien en vida fue para nosotros padre, hermano, compañero y amigo…; pero al mismo tiempo nos sentimos alegres y esperanzados porque él, según la fe de los cristianos, ya ha entrado en la vida eterna prometida a los hijos de Dios. Valga nuestra oración por el eterno descanso de este hermano nuestro, y también sirva de fortaleza y ánimo para sus familiares y todos aquellos que sienten su desaparición física.
En este domingo, la Palabra es propicia para reflexionar lo que el Señor predicó en su vida pública: el Reino de los Cielos, conjugándose de manera inseparable con la experiencia de la muerte. En el texto evangélico anteriormente proclamado, Jesús se dirige a sus discípulos y en ellos a todos nosotros los aquí presentes, para enseñarnos, una vez más en su papel de Pedagogo de la humanidad, que dependiendo de nuestra valoración del Reino estaremos dispuestos a amar e incluso a dar por conseguirlo.
Es fácil notar la analogía y el fuerte paralelismo entre las imágenes de las dos primeras parábolas. En ambos casos está en juego algo muy precioso que es encontrado y para comprarlo se vende lo que se tiene. Ante todo, las parábolas ponen en evidencia que el Reino, como el tesoro escondido y la perla preciosa, está presente, pero no de manera tan evidente que los hombres puedan verlo. Podríamos llegar a pensar que la muerte es para el cristiano el encuentro con Jesús en el Reino de los cielos, el cual ensayó en vida, un encuentro que es pronto en llegar, pero que muy pocos toman conciencia de ello.
Es necesario seguir la secuencia lógica de la parábola para evitar una interpretación equivocada: habiendo “encontrado” el tesoro y la perla, estos hombres “van y venden todo”. Encontrarlo es razón para vender y no al contrario: vender para encontrarlo. Vender las propiedades es la consecuencia casi obvia de quien ha descubierto algo que tiene cualidades muy superiores a todo aquello que ya posee. El énfasis se pone sobre el valor incomparable del encuentro con la realidad salvífica de Dios. Un encuentro en el cual se reconoce, el bien supremo y por lo que se está dispuesto a renunciar a todo el resto, sabiendo que ahí se encuentra la verdadera felicidad. Nuestro hermano, ha permitido entregar su vida a la muerte, para que su alma vaya directa al encuentro con el Señor, él ya ha valorado por completo lo grande y lo maravilloso que es el Reino. A nosotros nos toca ahora, vivir valorando el tesoro que Dios nos ha regalado, para que cuando se aproxime nuestro encuentro con él en la eternidad, nos sintamos y estemos realmente preparados.
Podemos decir que las dos parábolas presentan dos modalidades diversas de encuentro: en el primer caso, el descubrimiento parece ser casual y de improvisto; en el segundo, parece ser fruto de la pasión y de la actividad humana. Esto podría sugerir que hay diversos caminos para acercarse al Reino: la aparición de Jesús se dirigía tanto a hombres religiosos de su tiempo, que podían ser considerados “más cercanos a Dios”, como también a los publicanos y a las prostitutas que parecían “más lejanos de Él”. Y es que el Señor, para llamarnos a su Reino no hace distinción de raza, condición social o lengua, él a todos nos quiere incluir en su designio de amor universal, por eso es que la muerte, como fruto del pecado, ahora debe ser vista por la comunidad de creyentes como la oportunidad que Dios nos brinda para estar con él. La muerte no es el fin de la vida, sino el principio de la misma.
Por otro lado, la red llena de peces buenos y malos retoma la misma enseñanza desarrollada en la primera parábola, pero con algunas matizaciones. Entre las multitudes que Jesús atraía se mezclaban toda clase de personas, por lo que resulta imposible decir con exactitud cuáles fueron las motivaciones y las intenciones de Jesús, como también ninguno habrá podido distinguir los “buenos” de los “malos”. Queridos hermanos, nuestra motivación por el Reino, por la salvación no debe ser el temor de condenarnos, sino por el contrario, lo que debe motivarnos es el profundo deseo de corresponder al amor que gratuitamente hemos recibido del Señor, sabiendo que de él venimos y nuestro fin se dirige hacia él mismo.
El hoy es un tiempo de conversión. La Iglesia siempre debe recordar esto. El tiempo actual es tiempo de la pesca. En la red entran peces buenos y malos. La selección se hará cuando la red sea llevada a la orilla, y sólo entonces se separará a unos de otros. Este alargarse del tiempo es una oportunidad para nuestra conversión.
Nuestro hermano difunto participa ya de la Pascua del Señor, los que le conocimos sabemos que trató de testimoniar, en la medida de lo posible, la fe que en vida profesó. Él, que creyó en el Señor, no morirá para siempre, pues su fe le prometía la resurrección y estamos seguros que así será, pues el que muere con Cristo vivirá también con él. A este hermano nuestro, concédele, Señor, el descanso eterno y brille para él la luz perpetua. Que descanse en paz. Amén.

P.A

García

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